viernes, 12 de abril de 2024

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señora Heredia, cuando el viento corría en contra de ellos. Pero luego de leer su libro La gran usurpación y atender sus descargos respecto al caso en que estuvo involucrado –el que lo llevó a renunciar al cargo de segundo vicepresidente–, y conocer las revelaciones en relación al manejo del despacho presidencial, mi percepción ha cambiado. No se trata, por si acaso, de una cuestión de género, de que se trata de perjudicar a la señora Heredia, de que hay un machismo soterrado, de que se le quiere negar un bien ganado protagonismo. Se trata simplemente de conocer lo que ocurrió entre los años 2011-2016 en el Palacio de Pizarro, y de quién, realmente, ejerció el poder. Es verdad que lo de Chehade es un testimonio de parte y que falta conocer la versión de Nadine Heredia. Sin embargo, a la luz de lo leído en el libro, uno puede establecer como conclusión preliminar que la señora Heredia se entrometió en decisiones importantes relacionadas al mandato que recibió su esposo por elección popular, y que indebidamente influenció sobre él en otras provocando con su participación –que rebasaba las de Primera Dama– una serie de inconvenientes que incidieron, incluso, en el abandono de una serie de parlamentarios de las filas del nacionalismo, debilitando así al gobierno y amenazando, de paso, la gobernabilidad del país en el quinquenio pasado. Nadine Heredia no fue elegida para ejercer función alguna, pero, en la práctica, de acuerdo a la versión de Chehade, ella era la que gobernaba. Resulta patético leer en una determinada situación narrada por Chehade, ver cómo el presidente Humala se tomaba el rostro sin saber qué decidir, lamentándose que la señora Heredia –que estaba de viaje– no estuviera allí. Elegimos a un mandatario, no a una marioneta. Chehade en este libro trata de lavar su imagen, bastante deteriorada en un momento. Al parecer lo logra, pero con todo queda el sinsabor de conocer que a pesar de que la pareja Humala-Heredia le bajó el dedo, siguió colaborando con ellos, y solo casi al final del mandato de Humala logró desmarcarse para manifestar una abierta oposición. Eso se ve como un calculado oportunismo. De cualquier forma, su libro es una contribución, desde el lado de las memorias políticas, para conocer una parte reciente de la historia del Perú, esa que los políticos nos ocultan y que los periodistas no logran desentrañar.

Lima, 19 de noviembre del 2016

Crédito de la imagen: Librerías San Francisco


jueves, 21 de marzo de 2024

UNA TESIS SOBRE YEROVI

HAY tesis que se convierten en libros como esta de Paulo Piaggi sobre el destacado dramaturgo Leonidas Yerovi, o como la que no muy recientemente ha llegado a mis manos, de César Nureña (La argolla peruana, 2021), que, más adelante, será motivo de otra recensión. Tesis como la de Arguedas y las comunidades de España y el Perú o la juvenil de Vargas Llosa sobre Rubén Darío, que antecede a la madura sustentada en la Universidad Complutense (García Márquez. Historia de un deicidio, 1971), han dado un salto de los claustros a la publicación masiva.

Piaggi ha hecho un estudio meticuloso de Yerovi, ha dialogado y observado a los críticos que, antes que él, lo han auscultado, y ha arriesgado un criterio propio.

(Hay un dato curioso que suelta el autor: tanto Yerovi como Chocano, estudiado por Luis Alberto Sánchez, fueron asesinados por chilenos.)

De otro lado, exhibe en su trabajo un conocimiento de las fuentes que alimentan su investigación. Las examina y corrige. Llega el autor al punto de discutir la inclusión de Yerovi en la tradición modernista, señalando con precisión qué parte responde a ella y cuál, no. Afirma: «…considero que debemos leer a Yerovi como un modernista menor, ya que la complejidad de su obra así lo requiere».

De igual forma, replica al crítico Fabio Xammar que inscribe a Yerovi, por simpatías políticas, dentro de una concepción ideológica, reproduciendo con tino, para su refutación, un poema donde se lee claramente el rechazo del vate por la forma como se manifiestan a pedradas los jornaleros socialistas en el Callao, y se llama, precisamente, “Socialismo”.

Explica, por otra parte, las razones por las cuales Yerovi ha sido insertado en ciertas antologías, como la de Tamayo Vargas (por ser en la selección de poemas más modernista que en otras).

Concluye, asimismo, que si “Leonidas Yerovi debe posicionarse dentro del canon de la literatura peruana es en el teatro”.

Piaggi tiene una notable versación sobre su tema de investigación; navega en las disquisiciones de los críticos que revisa, hace precisiones y se mete en medio, como una cuña, en sus argumentos.

En suma, Explicando el chiste. Técnicas de la comedia de Leonidas Yerovi (Editora Paradiso, 2020) nos habla de un crítico en ciernes que, en esta su opera prima, se presenta con buen pie en la comunidad literaria de la cual forma parte.

Por último, muy acertado el criterio de los editores en publicarla. Han hecho un buen trabajo.


Crédito de la foto (retocada): Librería El Rocinante


domingo, 10 de marzo de 2024

40 MICRORRELATOS COVIDIANOS

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, es el cuento más célebre de Augusto Monterroso. No cabe más que en una sola línea. Raymond Carver es otro ejemplo, con el minimalismo, de la economía de las palabras. Esas oportunas afeitadas en sus relatos para que las elipsis hagan efecto, convocan la participación del lector. El haiku es otro modelo de brevedad. Borges apostaba por ella. Cuando le preguntaron qué opinaba de Cien años de soledad, respondió sarcásticamente que le sobraban cincuenta años, ¿no? Arreola es uno de los maestros del relato corto (ver Confabulario personal). Concisión, precisión e impacto figuran en su escudo de armas. Separar la paja del trigo, eso es el microrrelato. Becerra ha hecho suyo este axioma en sus 40 microrrelatos covidianos. Forzado al encierro por la pandemia se puso manos a la obra y dio forma letrada a ciertos acontecimientos que hirieron por esas fechas nuestra vida cotidiana. La impronta poética se deja sentir en sus sentencias. Lo inesperado, lo absurdo y la existencia cortada por la presencia invisible de un microbicho están allí. El autor ha tenido el ojo clínico para encapsular esos momentos claves. 40 microrrelatos es fruto de la madurez. La manzana tenía que caer ya para cumplir con la ley de la gravedad de Newton. Eureka.

40 microrrelatos covidianos

Hernán Becerra Salazar

Grupo Editorial Caja Negra

2021

martes, 16 de enero de 2024

UNA REFLEXIÓN SOBRE LA CUMBIA Y SU ACEPTACIÓN EN LA SOCIEDAD PERUANA

Introducción

La cumbia es uno de los fenómenos que ha revolucionado ciertos espacios de consumo musical en el país. Desde Agua Bella hasta –si nos remontamos a un par de décadas atrás– Ana Kholer y el grupo Euforia, Rosy War y Ada Chura, la cumbia ha sabido ingresar a todos los estratos sociales del país. Antes de esto, las radios nacionales colocaban mayormente en su programación baladas y rock en inglés. Muchos años atrás el concurso La más más de Radio Panamericana encumbraba en los primeros lugares música foránea. La incursión de la cumbia puede considerarse como la valorización de un género que recoge sonidos nacionales y extranjeros. En la capital, una de sus variantes, la “chicha”, ha sido vista con desprecio por su asociación con lo informal y, en muchos casos, lo marginal. Las siguientes líneas tratan sobre este género musical e intenta explicar el por qué se baila mayoritariamente en diferentes sectores de nuestra sociedad.


Tongo y la “pituca”

¿Por qué la mayor parte de los peruanos, de acuerdo al sondeo de opinión de GFK (2017) referido al gusto musical de los peruanos, baila la cumbia (aunque su mayor preferencia sea la salsa)? Hay que intentar algunas aproximaciones. Hace algunos años Tongo, el popular músico del distrito limeño de El Agustino fue invitado al exclusivo balneario de Asia, lugar de veraneo de los ricos de la capital. A Tongo lo recibieron auspiciosamente y, hasta incluso, tocaron una de sus canciones que más sonaba en ese momento, “Tengo una pituca”, que aludía, precisamente, a ese estrato social. Esa participación del músico en estos espacios sociales, fue una concesión voluntaria de los sectores A/B quienes, posiblemente, lo veían no en tono de respeto sino de mofa. 

Para tratar de dar una idea sobre el punto, quisiéramos recordar la anécdota narrada por Vargas Llosa en Contra Viento y Marea (1962-1982) donde se rememora un relato de la escritora Isak Dinesen, quien decía que “las aristócratas danesas del siglo XVIII solían llevar monos importados del África a sus fiestas, para saciar su sed de exotismo y porque, comparándose con esos peludos saltarines, se sentían más bellas”. Podría alguien exaltarse con esta comparación –que, por supuesto, no tiene la intención de maltratar la imagen de Tongo–, pero puede resultar útil para exponer una percepción: el cantante de “Sufre peruano sufre” hacía sentir hermosos a los concurrentes a Asia. 

Por otra parte, uno podría legítimamente interrogarse, si la misma invitación hubiera sido cursada a Tongo para que cante en el Club Nacional, donde solo entran los que ostentan poder económico (las mujeres se exhiben con vestidos largos de lujo hechos en las mejores tiendas de vestir; y los hombres en un terno de marca reconocida). Tongo, evidentemente, no habría ingresado, pues no exhibe ningún blasón de nobleza, ni vestimenta ni estilo de vida suntuoso que lo acompañe. Su estética es otra; es la del pueblo, la cual se ve reflejada en su atuendo –una corbata y un terno de colores chillones, color pastel–. Visto esto así, la razón por la que fue recibido por sus jóvenes anfitriones de Asia, se debe, probablemente, a que los sectores A/B tuvieron curiosidad (sazonado de diversión) por verlo; porque, en el fondo, su sentimiento es semejante al que siente Lorena Tudela Loveday (La China Tudela), personaje de Rafo León que reproduce las costumbres, modas, excentricidades y el inconsciente de los sectores sociales acomodados del país.


Tongo por más que hubiera pisado –y se ufanaba de ello– un espacio simbólico de los sectores A/B, no estaba en pie de igualdad con sus jóvenes anfitriones. Las relaciones existentes con ellos son las que podrían tener un dueño de un bar de Asia y un mozo. Hay estructuras sociales adheridas al inconsciente de los individuos. Así, Tongo se queda en Tongo y un Bayly, Brescia o Berckemeyer en lo suyo. Su música –la “chicha”– no iba a ocupar el centro de una actividad importante; era para distraer a los ‘boys’ y para que conozcan qué se consume en la Lima que nunca pisarán (la de El Agustino, Comas o Villa El Salvador).













Los Destellos y la guitarra eléctrica

La cumbia peruana es una fusión de la cumbia colombiana, el rock psicodélico y los ritmos de la costa, la sierra y la selva peruanas, de acuerdo al portal Ipe[1]. Fueron Los Destellos los primeros que introdujeron la guitarra eléctrica en sus presentaciones. Vamos a detenernos un poco en el tema de la guitarra eléctrica, para descifrar el carácter simbólico entre los músicos peruanos de la cumbia. La guitarra eléctrica era tocada en los años veinte por los grupos de jazz en EE.UU. El jazz es una música que tiene como origen la llegada de los esclavos del África al sur de ese país. Los esclavos eran víctimas de sinnúmero de abusos y explotación. Eran parte de los bienes de sus dueños. La esclavitud se mantenía porque se encontraba entretejida en el sistema económico estadounidense. De allí que fuera el punto central del conflicto en la Guerra de Secesión. Los primeros sonidos musicales de los esclavos negros –que reflejaban la melancolía y el dolor de su situación– derivaron en su evolución en el blues y, al final, en el sofisticado jazz. El jazz parte de abajo y consigue elevación porque los sectores altos de la sociedad lo incorporan a su repertorio, y en su afán de estilización, inserta nuevos instrumentos para hacerlo más cercano a sus gustos musicales. La guitarra eléctrica fue un símbolo de rebeldía en los sectores acomodados de la juventud norteamericana. Su sonido fuerte sobresalía por encima de otros instrumentos que acompañaban a las bandas musicales. La guitarra eléctrica era el instrumento musical que acompañó a Elvis Presley, quien solía interpretar canciones afroamericanas.

La guitarra eléctrica, que es incorporada en las perfomances musicales de Los Destellos en sus inicios, recoge el aire de rebeldía que la caracterizaba; pero, al mismo tiempo, significa la reapropiación, para el gusto popular peruano, de un instrumento que, seguramente, consideraban modernizador. La guitarra eléctrica es una apropiación simbólica de una tradición rupturista, contestataría, en otra sociedad, a través de su juventud.












Los gustos de A, B, C y su opuesto

El campo musical en el que, en apariencia, se mueve los sectores A/B es el de ciertos programas de música clásica como Filarmonía, música dirigida para ese sector cultivado en este género. Y el campo musical de los sectores D y E es el de la llamada despectivamente “chicha” (variante pobre de la cumbia). Dos campos que tienen sus propios actores. Mientras una señora de La Molina, formada en una high school de la capital, tiene una formación musical en Brahms o Verdi, la empleada lo tiene en Chacalón y la nueva crema, que escucha a ocultas, y a muy bajo volumen. Los gustos de los sectores acomodados del país están relacionados a los espacios sociales en que se desplazan (El Club Nacional, el Law Tennis o el Club Regatas). Entonces, ¿cómo se debe entender la preferencia mayoritaria de los peruanos por la cumbia y la salsa en los sectores A, B y C (según la encuesta de GFK que no mide el consumo de música clásica)? El gusto del consumidor de “chicha”, derivado de la cumbia, por ejemplo, es distinto. Gusta de ropa que imita los grandes productos de marca y de colores encendidos, hace uso de la replana o jerga para comunicarse y, en algunos casos, en voz alta y chillona para llamar la atención. La procedencia de este consumidor es la de los cerros de El Agustino, San Cosme, Collique y la Pascana, por dar algunos nombres de lugares de manera arbitraria, y sus espacios de socialización, por lo general, son los conciertos de la carretera central. En ellos encuentra la aprobación social que busca. 

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo la cumbia ha podido situarse mayoritariamente en el gusto de los peruanos? La respuesta, tal vez, puede hallarse en la resistencia simbólica que ha hecho la cultura popular desde la cumbia, y esta, en algún momento de su expansión por las ciudades, a través de la radio u otros medios de comunicación como la televisión, fue venciendo las barreras de la discriminación, para, poco a poco, imponerse en el imaginario sonoro de diversos sectores, que antes la postergaban y que fue, sin proponérselo, asimilando los sonidos de los arreglos y fusiones de la cumbia peruana.


Una entrevista

Yuliana H. (hemos cambiado su nombre para fines de nuestro trabajo) es una mujer de 40 años que vive en San Juan de Miraflores. Ella es una actriz que ha participado en varias películas nacionales. Vivió fuera del país por varios años y tiene dos hijos, frutos de una relación con un noruego. Cuando la interrogo sobre el tipo de música que escucha, me dice que suele oír música romántica (“Me gusta Leo Dan porque a mi mamá le gustaba y a mí me ha quedado un poquito”), música europea (Roxeanne Hazes y Marlous, dos cantantes holandesas), rock en español y a Vicentico, un cantante y compositor argentino, y ex integrante de la banda Los Fabulosos Cadillacs. “¿Y la cumbia? ¿Qué te parece la cumbia?”, pregunto. Se ríe y me dice que le gusta escucharla cuando está en una pollada, o en una fiesta (a las que no va muy seguido porque prefiere quedarse en casa) o cuando está haciendo la limpieza. Con esta última respuesta, uno puede deducir que, en el fondo, ella reduce el consumo de cumbia, a labores domésticas (la casa, donde nadie te ve o escucha) y a espacios de cierta relevancia social (“polladas”). Pero para su consumo musical personal opta, largamente, por ritmos extranjeros con los cuales se siente identificada (“Porque me trae recuerdos”). No obstante, cuando escucha a las cantantes de su preferencia, Marlous y Hazes, cuyos ritmos recuerdan, por lo menos en el primer caso, al de Shakira, uno puede darse cuenta que, aunque ella no lo perciba, se encuentran aún, posiblemente, instalados en su mente los ritmos que marcan su entorno social; esto es, la cumbia, a la cual no desprecia, pero sí pone en un segundo orden de su consumo musical.

A modo de colofón

La cumbia peruana, cuya variante “chicha” ha tenido destacados exponentes como Lorenzo Palacios, “Chacalón”, se ha convertido en un elemento de unificación. Los sonidos venidos de la costa norte, la Amazonía y el Valle del Mantaro han hecho un caldo de fusión sonora. Luis Alberto Sánchez, en la polémica del indigenismo con José Carlos Mariátegui, a diferencia de este apostaba por el mestizaje como el futuro de la identidad peruana. Toño Azpilcueta, personaje de la última novela de Vargas Llosa, Le dedico mi silencio, sueña de manera quijotesca con unir a los peruanos en torno al vals. Miguel Laura, un estudioso de los últimos tiempos, describe la cumbia como “unificadora, diversa, vital, bella, desde su nacimiento”. La cumbia parece pues la encargada de hacer esa tarea. Enrique Delgado, Wilindoro Cacique, Agua Marina y otros son los precursores de un ritmo que ha calado hondamente entre los peruanos de diversos sectores sociales a los que le están proporcionando unidad, unidad que nos es negada en otros temas y nos divide.


 

sábado, 8 de julio de 2023

UCHURACCAY. EL PUEBLO DONDE MORÍAN LOS QUE LLEGABAN A PIE

CUANDO Víctor Tipe hizo uso de la palabra hubo un absoluto silencio. El auditorio estaba colmado de invitados, periodistas y curiosos. Minutos antes había hablado el periodista José María Salcedo. El “Chema” se refirió a él y al libro que había escrito con su hermano Jaime, en términos muy elogiosos. Recordó en algún instante su propio libro, Las tumbas de Uchuraccay, pero la fiesta era de los hermanos Tipe. Para ellos era la culminación de una larga caminata que habían iniciado dos años atrás. ¿Habían participado miembros del ejército en la masacre de ocho periodistas en las alturas de Uchuraccay? ¿Treinta dos años después se podía saber ya la verdad? Cuando el mayor de los Tipe inició su alocución señaló, luego de una impactante presentación en pantalla gigante del tráiler del libro, que la investigación había sido financiada con recursos propios, que habían logrado entrevistar a los protagonistas de la masacre, que habían recorrido la misma ruta de los periodistas antes de encontrar su trágico final, que habían iniciado sus pesquisas pensando que los militares estuvieron involucrados en la matanza, que querían contribuir con la búsqueda de la verdad y que lo que habían encontrado a algunos no les iba a gustar.

 

Uchuraccay. El pueblo donde morían los que llegaban a pie (G7 Editores) reconstruye la matanza de ocho periodistas y su guía en las alturas de Uchuraccay. Recuerda, por su enfoque desde diferentes ángulos, la película Rashomon del realizador Kurosawa, quien, utilizando la declaración de los testigos, recrea los detalles del asesinato de un samurai. Es una técnica vista en escritores como William Faulkner en Sartoris y Luz de Agosto –a Ryunosuke Akutagawa, cuyo relato inspira el film de Kurosawa, lo comparan, por cierto, con Faulkner– e introduce al lector en la piel de los personajes, corroborando o descartando, alternadamente, una tesis. En el caso del libro de los hermanos Tipe confirma un hecho irrefutable: que los campesinos que participaron de la muerte de los ocho periodistas fueron los responsables directos y que no hubo ningún personaje ajeno a la comunidad que los dirigiera.

 

La página 130 de Uchuraccay. El pueblo… transporta al lector directamente al centro de la masacre. Allí se puede leer cómo el “gordo” Sedano, presuroso por calmar a los comuneros que habían bajado hostiles de las alturas de Uchuraccay, abre su maletín para mostrar su cámara fotográfica. Nervioso, exclama: “Somos periodistas, no somos terroristas”. Para su desgracia, lo primero que saltó a la vista fue el paño de color rojo que la envolvía. Ese era el color de la gente de Sendero Luminoso, el enemigo que venía por tierra como les había instruido el ejército. “Acá está su bandera. Son terrucos”, expresó en voz alta Irineo Ramos Huamán, uno de los más agresivos, cuando la vio. “Muere terruco”, y le asestó el primer golpe en la cabeza con la honda que tenía en la mano. Fue el primero que inició la masacre.

 

La sorpresa de la noche fue cuando Víctor Tipe contó que quien había difundido la especie de que en la matanza de los periodistas hubo participación de un militar infiltrado, era Juana Lidia Argumedo, la hermana de Juan Argumedo, el guía asesinado. Juana Argumedo había resultado ser senderista. Los comuneros entrevistados para el libro la habían delatado. Ella había participado por esos años en una columna senderista. Esa fue una dolorosa verdad para la familia Argumedo, en especial para Rosa Luz, la hija de Juan, allí presente, quien quería saber lo que había sucedido con su padre. ¿Se podía creer en una versión interesada propalada por una senderista? Con su divulgación se retrasó el esclarecimiento del caso. En el auditorio hubo un silencio total. Durante décadas se había creído que el ejército tuvo que ver con la matanza; que los periodistas habían sido asesinados porque iban a revelar una verdad que los militares no querían que se sepa

 

Al primero que mataron fue al “gordo” Jorge Sedano. Irineo Ramos descargó sobre la cabeza de Sedano la fuerza de su honda con una o dos piedras en la punta, luego que el fotógrafo de La República abriera su maleta y saliera un reluciente trapo rojo de su interior. “Muere, terruco de mierda”, le espetó. Ramos Huamán no entendía que ese trapo no era ninguna bandera terrorista como creía, sino un paño con el que el periodista cubrió su cámara fotográfica. El resto de periodistas reaccionó y salió en defensa de su compañero herido. En ese momento la violencia estalló. A Willy Retto, quien discretamente estuvo tomando fotos haciendo click a la altura de su pecho, le cayó una piedra. La última toma fue la de un conjunto de ellas y estaba borrosa. La hizo, con seguridad, cuando estaba caído. A los dos periodistas que salieron a defender a Sedano, y enfrentaron a golpes a los agresores, simplemente los masacraron. Los comuneros estaban ebrios. No tuvieron compasión. De nada sirvieron los primeros ruegos. Estaban seguros que eran “terroristas” y que “papá” gobierno los iba a exonerar de cualquier culpa.

 

A tres periodistas los rodearon y golpearon con piedras y palos hasta acabar con sus vidas. El final del último –el más joven, según el testimonio de Rufino Figueroa (¿acaso Jorge Luis Mendivil?)– fue terrible. En los momentos que se disponía a cruzar el río Uchuraccay para escapar de sus agresores, recibió el impacto de una piedra que lo tumbó. Clamó por ayuda, pero fue inútil. Dos comuneros lo remataron con un tremendo golpe de piedra en la cabeza. Su cuerpo quedó sumergido en las aguas heladas de un riachuelo, cuentan los hermanos Tipe.

 

Epílogo

Los campesinos que ultimaron a los ocho periodistas y al guía estaban seguros que eran terroristas.

Muchos se preguntan hasta ahora por qué emplearon tanta vesania al hacerlo.

(2014)

 

 

 

jueves, 15 de junio de 2023

UN TRIUNVIRATO IRROMPIBLE O LA AMISTAD DE VARGAS LLOSA, ABELARDO OQUENDO Y LUIS LOAYZA

MEDIADOS de los 50. Un muchacho de la Universidad Católica se acerca a colaborar con un grupo de entusiastas sanmarquinos quienes, deseosos en desagraviar la figura de Raúl Porras Barrenechea, injustamente atacado en una publicación del régimen odriísta, redactaron un manifiesto y organizaron una recolección de firmas de solidaridad a favor del vejado maestro [1]. ¿Quién era ese desconocido muchacho? Era Luis Loayza y Elías, un joven estudiante de Derecho[2]

Vargas Llosa, estudiante de Letras de San Marcos y discípulo de Porras[3], avisado que un estudiante de la Católica deseaba echar una mano juntando algunas firmas, se encontró con él y le entregó el manifiesto. No se desilusionaría mucho al recabar luego la solitaria firma de Loayza, porque si la hubo esta se diluyó cuando Lucho en la primera conversación que tuvieron en el “Cream Rica” de Miraflores, le amplió su horizonte literario plagado de provincianismos y telurismos llevándolo por los terrenos fantásticos de Borges, Juan José Arreola, Bioy Casares y Rulfo. Y no solo eso, sino sería quien lo conduciría, para su buena suerte, a conocer a otro de sus mejores amigos de juventud, el que después se convertiría también en íntimo, tanto como lo era para Loayza: Abelardo Oquendo[4]. Oquendo gran conocedor de la poesía del Siglo de Oro español [5], a quien luego llamarían “el Delfín”, se confabularía con Lucho para apodarlo con el sobrenombre de “el sartrecillo valiente” [6]por su desmedida pleitesía a Sartre –a papá Sartre[7]– y sus tesis de compromiso social, las que Loayza despachaba con “sibilina ironía”.

Sería ese “triunvirato irrompible”, como lo llamaba Vargas Llosa, “nacido a la sombra de unos ficus de Miraflores”[8], el que emprendería la aventura de publicar la revista Literatura, cuyo segundo número caería en manos de Albert Camus. Eran los años en que se vislumbraban los estertores del “ochenio” y relucían latientes los sentimientos de una buena amistad, años que Oquendo llamaba “los buenos tiempos”[9] y en donde estaban presentes “los viajes imaginarios a Europa, a París o al Principado de Mónaco”, adonde irían para hacer realidad sus sueños de convertirse de una vez por todas en escritores, no a tiempo parcial sino a tiempo completo.

¿Qué fue de ese trío, de esa entrañable amistad, como alguna vez la recordó Vargas Llosa en un artículo, cuarenta años después de haberse formado?

Según Julia Urquidi, en el libro Lo que Varguitas no dijo –que Vargas Llosa no ha leído ni piensa leer porque está lleno de “chismes”[10]–, este “los olvidó a medida que aumentaba su prestigio”[11]. Pero esto no debe ser tan cierto, porque si llevamos el testimonio de Urquidi a las fechas en que se remiten estos hechos, es decir desde 1963-1966 –época en la que sale a publicación La Ciudad y los Perros y la consagratoria La Casa Verde– hasta 1969, año en que sale a la luz Conversación en la Catedral, no tendría ningún sentido la dedicatoria de Vargas Llosa a Oquendo, el “Delfín” (“su hermano de entonces y de todavía”) y Loayza (“el borgiano de Petit Thouars”), ni tampoco la referencia a esa amistad de la que épicamente dijo “solo morirá con nosotros”, en un artículo que escribió en diciembre de 1964 en París[12],  a propósito de la novela de Loayza, Una piel de serpiente –que Miguel Gutiérrez malvadamente calificó como “una de las novelas más aburridas de la literatura  peruana”[13]–. En todo caso, presumimos que, si existe un olvido u alejamiento, este se encontraría en dos de sus protagonistas: Vargas Llosa y Abelardo Oquendo, en quienes mediaría ya un alejamiento que se remonta a los cambios ideológicos del primero, quien vira del socialismo procubano, con el que se le conoció en sus años iniciales como escritor, a un liberalismo radical, con el que ahora se le identifica.

Con Oquendo intuimos que el distanciamiento es ideológico, pues Vargas Llosa es alérgico a las posturas socialistas y colectivistas, que aquel, muy suavemente, no duda en deslizar y –por supuesto, mantener– en artículos. Allí tenemos las entrevistas, publicadas en el diario La República en 1983, bajo el título de Conversaciones en la Habana, a escritores de izquierda como Mario Benedetti y Omar Cabezas –comandante del Frente Sandinista de Liberación Nacional y autor del revolucionario y palpitante libro La montaña es algo más que una inmensa estepa verde–; su participación como moderador de una mesa redonda dedicada a la vigencia de Marx; y su columna Inquisiciones, publicada en el mismo diario, y en la cual, en alguna oportunidad, ha destacado, manteniendo una aparente neutralidad, la obra literaria de José María Arguedas[14], la cual Vargas Llosa estudió en La Utopía Arcaica, discutiendo en ella el indigenismo narrativo.

Oquendo convergería pues en un ideal socialista, que su antiguo amigo Vargas Llosa ha abandonado, y sus posturas literarias serían similares a las del desaparecido crítico Antonio Cornejo Polar (con quien participó, junto a Mirko Lauer, Washington Delgado, Marco Martos, en una mesa redonda sobre Literatura y Sociedad [15]), cuya filiación socialista y neoindigenista es reconocible.

El enfriamiento de la relación amical se debería entonces a esta insalvable diferencia, pues Oquendo no toleraría las ideas liberales de Vargas Llosa y habría preferido el silencio para no estropear lo que quede de ella. Así, teniendo el marco anterior, es que se ilumina la referencia de novelista peruano en El Pez en el agua cuando se refiere a “Abelardo Oquendo, uno de mis mejores amigos de juventud, de quien nunca pude entender qué hacía allí, rodeado de escribidores resentidos e intrigantes como Mirko Lauer, Raúl Vargas, Tomás Escajadillo, y aún cosas peores”, en los años de la dictadura socializante de Velasco Alvarado. Sucedía que Oquendo, como Lauer y Escajadillo, dos de los principales denostadores de Vargas Llosa[16], mantenía así su fidelidad al socialismo y por qué no, quizás, al indigenismo[17].

En cambio, Luis Loayza, que nunca demostró interés por la literatura de la tierra y la política –si no se toma en cuenta una incursión suya en una manifestación en contra de Odría donde perdió un zapato–[18], se llevaría, aparentemente, bien con Oquendo. Eso no sería nada raro pues la amistad entre ellos se remonta mucho antes de que ambos la tuvieran con Vargas Llosa. A pesar que siempre llamaría la atención que respondiera tan secamente a una encuesta que Oquendo le alcanzara para una antología en preparación, la relación amical andaría en buen pie[19]. Hay que recordar que Loayza ha publicado la casi totalidad de su producción cuentística en la revista Hueso Húmero, codirigida por Oquendo y Lauer, y que esta y su producción ensayística se encuentran reunidas bajo el sello de Mosca Azul –Otras Tardes y El Sol de Lima– y Hueso Húmero –Sobre el 900–, los cuales están bajo la égida de los mismos; y que Oquendo hizo la nota preliminar a El Avaro. Loayza, en esencia un esteta, un orfebre de la palabra y admirador de Borges, ejercería el papel de diplomático entre las posiciones antagónicas de sus amigos Oquendo y Vargas Llosa, y por ello se explicaría que no tuviera ningún inconveniente ni resquemor de saludar a aquel en medio del fragor de la campaña electoral de 1990, pues la política no tiene un lugar de privilegio en su vida. “Un abrazo, sartrecillo valiente”, le escribió Loayza, desde Ginebra, a Vargas Llosa, quien recordaría, probablemente, al inesperado Lucho que constituía un peligro llevar a una exposición, pues si esta desaprobaba aparecían en su rostro arcadas de descalificación, y al Lucho Loayza que lo defendió en sus inicios periodísticos cuando descargó baterías contra la literatura telúrica y los escritores nativos. En resumen, al amigo que festejó como si fuera suyo su triunfo en el concurso de cuentos de la Revue Française de 1958, que lo transportaría al mítico París y a conocer a Geneviève, un flirt parisino.

Finalmente, ¿qué se sabe de esta amistad nacida a la sombra de unos ficus miraflorinos? En verdad, muy poco, porque sus protagonistas se han encargado con sus silencios de dejar pocas pistas para intentar reconstruirla y sólo contamos con indicios. Ha sido Vargas Llosa quien más ha despejado el velo del misterio[20] contando en el Pez en el agua la felicidad que le provocaba ver por aquellos años llegar a su altillo de Panamericana a Lucho y a Abelardo para abominar de sus tareas domesticas y mecánicas del día, y fantasear con ellos proyectos literarios y viajes imaginarios a Europa. Entonces, ¿qué queda de ella? Queda sólo el recuerdo de que alguna vez los tres fueron muy buenos amigos y la esperanza de que, quién sabe, algún día no tan lejano se juntarán para repetir una nueva hazaña literaria.

Freddy Molina Casusol

Lima, 18 de febrero del 2000


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[1]. La mayor parte de este artículo ha sido elaborado tomando como fuente principal las memorias de Mario Vargas Llosa en El pez en el agua, Seix Barral-Biblioteca Breve, 1era edición, Marzo de 1993.

[2]. Probablemente, ya desde esas fechas, Loayza cultivaba una admiración por Porras, la que se vería plasmada, cuatro décadas después, en una antología y una nota introductoria a su cargo. Ver Raúl Porras Barrenechea. La marca de un escritor. Antología, Luis Loayza, Fondo de Cultura Económica, 1997.

[3]. Vargas Llosa le rendiría homenaje dedicándole su libro La Utopía Arcaica, y luego recordándolo en su discurso leído la noche del 7 mayo de 1997, cuando la Universidad de Lima le otorgó el doctorado Honoris Causa por su trayectoria literaria. Ver diario El Sol, 9 mayo de 1997.

[4]. Leyendo la versión de Oquendo sobre esta amistad, este habría conocido a Vargas Llosa sin mediar la presencia de Loayza. VerEl joven Vargas Llosa”, entrevista de Silvia Rojas, diario La República, 9 de mayo de 1997.

[5]. Eso no le impidió a Oquendo por esos años tomar el local de la ANEA y embadurnar unos malos lienzos, en una protesta surrealista que contó con la presencia de Carlos Germán Belli. Ver La Generación del 50: un mundo dividido, Miguel Gutiérrez, Ediciones sétimo ensayo, 1988, pp. 177-178.

[6]. Vargas Llosa en sus memorias cuenta: “Fue seguramente Loayza –o tal vez Abelardo, nunca lo supe– quien me puso el apodo con el que me tomaban el pelo: el sartrecillo valiente”, El pez en el agua, p. 295. Oquendo desentrañaría el misterio: fue Loayza. Ver «Abelardo Oquendo: “Aquí todo buen poeta es un ‘gran poeta’. Y no es así”», entrevista de Dante Trujillo a Abelardo Oquendo, El Comercio, 5 de agosto del 2018 (Nota del 15 de junio del 2023).

[7]. Ver la nota preliminar de Oquendo al libro de Luis Loayza, El Avaro (INC, 1974), donde en una bella prosa poética recuerda a “Mario” y aquellos años de amistad.

[8]. Ver “En torno a una dictadura y al libro de un amigo” en Contra viento y marea 1962-1982, Mario Vargas Llosa, Seix-Barral, 1983, pág. 64.

[9]. Ver la nota preliminar a El Avaro.

[10]. Ver la entrevista de Lola Díaz a Vargas Llosa que la revista peruana Gente reproduce de la española Cambio 16. Gente, No. 630, Febrero de 1988.

[11]. Lo que Varguitas no dijo, Julia Urquidi Illanes. Editorial Khana Cruz S.R.L., Bolivia, 1981, pág.42.

[12]. En este mismo artículo Vargas Llosa evoca con nostalgia a sus amigos –“uno en Nueva York -Loayza- y otro en Lima –Oquendo-–”. Ver “En torno a una dictadura...”

[13]. En contraste a este juicio mordaz de Gutiérrez (La generación del 50: ..., pág.110), ver la crítica “Los héroes fatigados de Luis Loayza”, que otro amigo del grupo, José Miguel Oviedo, dedica a esta primera novela de Loayza. El Comercio, Suplemento Dominical, 28-VI-1964.

[14]. Arguedas, 30 años después. Diario La República, 20 de julio de 1999

[15]. Ver Literatura y Sociedad, vol. I (1981) y II (1982), Antonio Cornejo Polar, Marco Martos, Mirko Lauer, Abelardo Oquendo, Ediciones Hueso Húmero.

[16]. Ver el último capítulo –versión ampliada de su artículo: “MVLL: los límites de la imaginación liberal”– del libro de Lauer –El sitio de la literatura, Mosca Azul Editores, 1a. edic. 1989– donde su autor hace un juicio político-literario de Vargas Llosa, y el artículo de Escajadillo –“Vargas Llosa: de incendiario a bombero”. Revista Primera Línea, diario El Nacional, 23 de agosto de 1987, pp. 8-9– de similar corte.  

[17]. La influencia del indigenismo en Oquendo vendría de su admiración a ese gran autor indigenista que fue José María Arguedas, cuando aquel en los 60 ejerció la Dirección de la Casa de la Cultura y éste la Sub-Dirección.

[18]. Leer la anécdota completa en El pez en el agua, pág. 294.

[19]. Narrativa Peruana 1950/1970. Alianza Editorial, Prólogo y Selección de Abelardo Oquendo, Madrid, 1973.

[20]. Cuando terminé la redacción de este artículo llegó a mis manos el último número de la revista Hueso Húmero en la que Abelardo Oquendo, descubriendo el cofre de sus recuerdos, publica una selección de cartas del joven Vargas Llosa donde éste revela, en el calor de la amistad, sus desalientos, desconfianzas y dudas en sus inicios como escritor en París. Ver “Cartas del sartrecillo valiente (1958-1963)”, Abelardo Oquendo, Revista Hueso Húmero No. 35, Diciembre de 1999.

miércoles, 14 de junio de 2023

MARIO MACHETE

¡Machete, despierta! Y Mario Machete no despertaba. Lo jalaron, lo sacudieron, hundieron un dedo en su hombro y no se movía. ¡Machete, despierta!, le dijo el hombre y lo volteó. Para qué lo haría, esa imagen lo espeluznó. Machete yacía con la boca abierta, la comisura de los labios morada y una bocanada de aire pestilente, liberado al momento de moverlo a un lado, inundó la calle. Machete estaba muerto, lo delataba ese rictus de dolor y ese aliento congelado con aroma de cadáver. “¿Cuántas horas había estado allí en la esquina tirado?”, pensó Miguelito, su compinche de cuadra en los Barracones del Callao, donde Machete pululaba, paseaba y asaltaba a cuanto incauto se cruzaba con él por sus calles, desde que su mamá, María La Marimacha, lo dejó abandonado para irse con un hombre que no era su padre a los arenales de Villa El Salvador para rehacer su vida. Machete a los trece años, solo y abandonado, sin madre ni padre que lo cuidara, se convirtió primero en un pendenciero que recogía las piedras que encontraba a su paso para defenderse de los niños de su edad que querían abusar de él, zas un piedrón y le bajaba la cara al más pintado; luego en un pájaro frutero que, en un momento de distracción, robaba las manzanas y uvas del frutero de la cuadra que no lo podía alcanzar y que, agitado, escuchaba a la distancia sus risotadas celebrando su pillería; y, por último, en un carterista que arranchaba las carteras a las chicas bonitas en los paraderos del centro de Lima para agenciarse un dinero y sobrevivir. ¡Machete, despierta! Machete no podía despertar, no podía sentir ya el sonido de la ambulancia que se lo estaba llevando al hospital, donde, luego de las pericias médicas, lo confinarían en la morgue para que lo recogiera algún familiar. ¿Pero quién? ¿Quién lo iba a recoger? Se había peleado con toda su familia. Su abuela lo había botado de la casa por birlarse la radio del cuarto y venderla a cambio de drogas, sus tíos le habían dicho que se vaya de la casa porque ya no podían tolerar las quejas de los vecinos por su mala conducta y, por más hijo de su hermana que fuera, ya les había colmado la paciencia, que se fuera, que recogiera sus bártulos y se las viera en la calle que ya bien hombre era. Pero Mario Machete, que a los dieciocho años tenía algún tipo de invisible lazo emocional sentía por su familia, no quiso; todavía quería llegar en la madrugada, treparse por el techo y sentir la cama que lo esperaba para calentarla con su humor adolescente. ¡Machete, Machete! ¡No te mueras!, comenzó a vociferar Miguelito, quien empezó a jalonearlo antes de que llegara la ambulancia y la calle se llenara de curiosos con el espectáculo de aquel hombre andrajoso que tiraba, desesperado, de un lado a otro, a ese otro hombre cuyo aspecto era tan calamitoso como el de él. ¿Por qué le decían “Machete”? Eso nunca se supo, ese sobrenombre apareció de pronto entre sus amigos del barrio de La Perla, donde primero vivía con sus tíos, antes de mudarse a los Barracones del Callao. Un día alguien le gritó: “Machete”, “Machete”, a Mario, y a pesar que quiso agarrar a piedrones al intrépido, el alías quedó en la memoria colectiva. Pronto los vecinos y los chiquillos que jugaban lingo y palito chino en las esquinas, lo reconocían como Mario “Machete”. “Machete… tumay”, contestaba siempre la afrenta. ¡Machete, no te mueras!, comenzó a sollozar Miguelito mientras lo atraía a su pecho y una botella, movida involuntariamente por su pie, rodaba en dirección a la pista impulsada por la fuerza del borde de su talón que la había tocado. Machete desde los dieciocho años, provisto ya de su mayoría de edad, comenzó a frecuentar las cantinas y bares del Callao. Con Miguelito, un salteador de calles como él comenzó a aficionarse a la cerveza, el anisado, el vermouth, el ron y todo tipo de cosa bebible. Luego cuando esto ya no fue suficiente, empezó su adicción por el “yonque”, un trago que de a pocos fue sancochando su hígado y llevando a limites poco permisibles sus riñones, debido a que su alto contenido del alcohol superaba lo que un ser un humano en condiciones normales podía procesar. Ahora Machete yacía allí sin moverse. Para él, el tiempo se había convertido en eternidad.

(2010)

Crédito de la foto: Pixabay 

 

LA GRAN USURPACIÓN

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