sábado, 12 de marzo de 2011

RIKKI-TIKKI-TAVI Y “EL LIBRO DE LA SELVA”


Cuando era un niño leí la historia de Rikki-tikki-tavi, la mangosta que enfrentó a Nag, una cobra que mataba mangostas como ella. Recuerdo cómo mi mente infantil fantaseaba y se llenaba de imágenes cuando Rikki-tikki, agazapado en la hierba, con el lomo arqueado y tenso y los pelos erizados, esperaba a Nag para pelear con ella. En aquellos memorables combates, yo siempre me ponía de parte de Rikki-tikki cuando Nag, intentando un golpe letal, quería aniquilarlo. Pero no, allí estaba Rikki-tikki desafiante, parándose después de caer revolcado en la tierra y otra vez luchando por su vida. 

Así pasé muchas horas en mi casa leyendo, en mi colección de El tesoro de la juventud (que aún conservo), la historia de Rikki-tikki-tavi. A pesar de haber leído luego, en la adolescencia, otras historias, como la de Los tres mosqueteros (que me hicieron reír mucho con sus locuras), la del capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino, Sandokan y otras tantas, ninguna igualó la del héroe de mi niñez, Rikki-tikki-tavi. 

De Rudyard Kipling, su autor, sabía muy poco, que era considerado –por sus poemas– el cantor del imperialismo británico, que era inglés y que allá, por 1907, había ganado el premio Nobel de Literatura. 

Yo, claro, esas cosas no las sabía y poco me importaban. Porque realmente lo que a mí me importaba a la edad de diez años era que Rikki-tikki-tavi siempre ganara las batallas a Nag, la cobra mala que quería matarlo. 

Cuando ya estuve en la universidad y husmeaba en los libros de las librerías antiguas, siempre acaricié la idea de toparme en cualquier momento con el libro que otra vez me contara la historia de Rikki-tikki-tavi. Pero eso nunca ocurrió. Yo ignoraba que su historia formaba parte de un libro mayor, El libro de la selva, de modo que cuando saltaba este libro a mis manos, yo lo dejaba desdeñoso a un lado, pues, lo que yo quería era encontrar el nombre de la mangosta de mi niñez en la tapa para comprarlo y eso nunca sucedía. 

Eso hasta que el otro día se me ocurrió hacer lo que debí hacer hace muchos años: hojear el texto. Y allí estaba, en medio de Mowgli, Bagheera, Kaa y otros animales de la selva, la historia de Rikki-tikki-tavi esperando para que la lea de nuevo. Mi emoción fue tan grande que ni siquiera regateé el precio. Simplemente lo compré. Y esta vez leí, desde principio a fin, El libro de la selva de Kipling. Y entendí porque éste había ganado el Nobel, porque aunque sus libros no alcanzan la destreza técnica de otros grandes escritores, éstos habían sabido llegar al corazón de los lectores. 

Nunca terminaré de estar agradecido con Rudyard Kipling –de quien dijo Borges que “era después de Shakespeare, el único autor inglés que escribía con todo el diccionario”–, por todos esos momentos maravillosos, sobre todo en la batalla final con la cruel Nag, de la cual emergió, lleno de polvo, victorioso de la contienda. 

Para ti, Rudyard Kipling, estas palabras finales en tu homenaje, impregnadas con el grito de guerra de la mangosta de tu creación, y con la cual coloreaste la imaginación de los niños: ¡Rikki-tikk-tikki-tikki-tchk!

Freddy Molina Casusol
Lima, 12 de marzo de 2011

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