lunes, 30 de abril de 2012

RECORDANDO EL CÓDIGO DA VINCI

CUANDO terminé de leer El Código Da Vinci sentí algo de pena. Sentí que socavaba los cimientos de la Iglesia Católica. Después de todo, pensaba, el cristianismo –como otras grandes religiones– era un factor de unificación en la humanidad. Le daba al ser humano, en especial al hombre desesperanzado, un conjunto de preceptos por los cuales orientar su existencia. Que un libro como el de Dan Brown, trajera abajo eso que durante dos mil años había costado edificar no me parecía bueno.

Pero tampoco, pensaba, se podía vivir en la mentira. No se podía mantener atada en el arnés a una feligresía cuando existían serias dudas sobre los fundamentos de una fe. 

Cuando era adolescente leí un artículo que hablaba de la existencia de un profeta llamado “Issa” en Cachemira y que, según las investigaciones, no era otro sino Jesús, quien habría sobrevivido a la crucifixión[1]. Ese artículo me fascinó, porque comencé a indagar sobre el tema. 

Durante años llegaron a mis manos artículos periodísticos –algunos sensacionalistas– y documentales que contaban sobre los años perdidos de Jesús entre los 13 y 30 años. En ninguno se podía tener la certeza de lo que había ocurrido en eso años. 

Luego, cuando el tema se estaba apagando y me resignaba a ya no saber nada, estando en la universidad, apareció, para despercudir mi modorra, la película La última tentación de Cristo de Martín Scorsese, que provocó una levantisca entre curas y monjas porque su director había mostrado a María Magdalena en amores con Cristo. 

Eso ocasionó que volviera a las andadas y me preguntara qué había de cierto en eso, más allá de la libertad que se había tomado el realizador de recrear la vida de Jesús. 

Por esos años, a finales de los ochenta, era muy difícil encontrar información. No había Internet que ahora permite encontrar toda clase de información, incluso la prohibida. Recuerdo que dejé que todo se diluyera. 

La revancha vino a finales de los noventa, en la Biblioteca Nacional. Allí encontré el libro ¿Murió Jesús en Cachemira? de Andrea Faber-Kaiser que devoré de principio a fin, el del padre Eduardo Arens sobre la Biblia  y otros que hablaban de los evangelios “apócrifos” –como el de Enoch, por ejemplo–, que habían sufrido la criba de la Iglesia Católica para organizar el canon bíblico. 

Y así, buscando por allí y por allá, en negocios de venta de libros esotéricos, uno podía encontrar material acerca de los orígenes del cristianismo primitivo– y reconstruir esa parte de la historia religiosa que nos habían vedado de niños.

Hasta que llegó El Código Da Vinci. Ese libro tuvo la virtud de reunir en una novela, una serie de lecturas que hablaban sobre el asunto. Mostró con más aciertos que errores, que la Iglesia nos estaba ocultando algo[2]. Que no era tan cierto que María Magdalena fuera una prostituta –tal como investigadores independientes habían refrendado–[3]; que fue ella, y no Pedro, quien debía ser continuadora de la Iglesia de Jesús; que todo conducía a pensar que había sido la compañera de Cristo. (Para colmo, por esos años, y para reforzar la idea de que existía una verdad alternativa, hizo su aparición el llamado Evangelio de Judas)[4]

Pero lo peor era que decía que en el Concilio de Nicea –organizado por el emperador Constantino, quien en el 325 d.C. decide unificar Roma en una sola religión– fue donde se votó para considerar a Jesús como hijo de Dios. O sea, todo arreglado. Todo un escándalo. Desde entonces, los doctores de la Iglesia ya no podían sentirse tan seguros porque en ese libro también se contaba que hubo una componenda, orquestada por el mismo Constantino, para fusionar elementos de una religión pagana y el propio cristianismo, para crear este. 

Por supuesto, han aparecido libros para contrarrestar lo dicho por Brown. Uno de ellos es Rechazando El Código Da Vinci. Cómo una novela blasfema ataca brutalmente a Nuestro Señor y a la Iglesia Católica, escrito por la Comisión de Estudios de The American Society for the Defense of Tradition, Family and Property, cuya defensa de Jesús se basa en el escondido gnosticismo –una herejía cristiana– que subyace en las páginas de El Código Da Vinci

Con todo, la doctrina cristiana –sometida en el pasado a los remezones de Lutero, Calvino, Swinglio y las amenazas de cisma del Cardenal Lefebvre– debe aceptar el escrutinio público del dogma que la articula.

El Código Da Vinci no es más que un pretexto para poner a prueba su fe. Y así se debe entender. Porque como había dicho Jesucristo: “La verdad os hará libres”. 

Freddy Molina Casusol
Lima, 29 de abril de 2012


[1] Mientras redactaba esta nota encontré los artículos que encendieron la curiosidad de mi juventud. Los artículos “El Mesías, ¿realmente murió en la cruz?” y “¿Murió a los 120 años?”, fueron publicados en el suplemento especial Sábado del diario La República, el 2 de abril de 1983.
[2] Un ejemplo de este tipo son los retrasos deliberados en la traducción de los rollos del Mar Muerto –descubiertos entre 1947 y 1956– por parte del padre Roland de Vaux de la École Biblique. En ellos se podían encontrar las notables coincidencias entre un denominado “Maestro de Justicia” y Jesús, y la presencia de doctrina cristiana antes del nacimiento de Cristo. Para más información, ver La conspiración del Mar Muerto, Michael Baigent y Richard Leigh, Ediciones Martínez Roca S.A., 2006.
[3] El lector interesado en el tema puede consultar Los secretos del código, editado por Dan Burstein (Planeta, 2004), que reúne una serie de estudios tomados de Internet y otras partes, de investigadores que han dedicado sus esfuerzos para aclarar, entre otros temas, el papel de María Magdalena en la Biblia.
[4] Una de las mejores ediciones –bastante recomendable–, es la de la National Geografhic Society (2006), que incluye notas al pie y comentarios de diversos estudiosos al final para interpretarlo mejor.

jueves, 26 de abril de 2012

EL “ESCRIBIDOR” DE JULIO FERNÁNDEZ CARMONA

EMPIEZA MAL, con la pierna en alto. Comienza su ataque quitándole el heráldico “Llosa” para rebajarlo frente al lector. Repite la estrategia que le recomendó Francisco Loayza al Ing. Alberto Fujimori en el debate presidencial de 1990 (que le fue soplada al oído por Montesinos, quien, a su vez, replicó lo que le dijo Hugo Otero, asesor de imagen en el primer gobierno de Alan García: “[hay que] cortarle el apellido a la mitad”)[1]. Eso de por sí causa una mala impresión. Transmite la animadversión –apenas contenida– del crítico por su criticado. Eso se verá corroborado más adelante cuando el lector, salteándose el primer capítulo, pasa de frente al objeto del ataque: las opiniones de Vargas Llosa en materia literaria, desglosadas en los cuatro siguientes.


Fernández Carmona, autor de El mentiroso y el escribidor (bastante copioso en citas, lo cual indica el nivel de lectura alcanzado), trata de demostrar que Vargas Llosa no dice la verdad, se contradice o manipula la información cuando de teoría literaria se trata. Pero la sensación que causa es la de que cae, jaloneado por los preceptos marxistas de su formación, en el cliché ideológico.


Así, y no de otra forma, se puede explicar apreciaciones como esta: 

“En este trabajo (se refiere a García Márquez. Historia de un deicidio), bajo el pretexto de investigar y estudiar la narrativa de García Márquez, despliega de manera pródiga sus conceptos, sus juicios y prejuicios teóricos, que no son sino la recreación de postulados epistemológicos cuya raíz no es otra que la concepción de la burguesía, es decir la concepción reaccionaria”[2].

Utilizar viejas categorías como “burguesía” y “reaccionario” para descalificar a un autor –a quien, de pasada, llama decadente (“Creemos necesario dejar palmariamente definido lo que es un reaccionario, un decadente”)[3]–, es propio de quienes cultivan el lugar común y el pensamiento anquilosado.

No se trata de defender a rajatabla a Vargas Llosa de la miríada de críticos marxistas que tiene. Se trata, por decencia intelectual, que estos críticos muestren respeto al lector, desde la visión marxista que ostentan.

Esto nos recuerda una tesis, harto discutible, presentada en San Marcos. La tesis se llamaba “Ensayo de interpretación marxista de la novela Todas las sangres de José María Arguedas” (1976), cuya lectura hacía palidecer de rato en rato el recuerdo de lo que se dijo en la mesa redonda de 1965, donde se enjuició esta obra de Arguedas.

Prácticamente el tesista –cuyo nombre prefiero olvidar– calificó a Arguedas –si la memoria no me es infiel–, de “reaccionario”. 

En esa línea, pero con mejores argumentos, se encuentra Julio Fernández Carmona. Al entrar en su trabajo, ya se siente ese propósito: dejar mal parado al escritor, de cualquier manera, de cualquier forma, sea como fuere. No hay ponderación, el crítico es víctima de los mismos “delitos” que señala en su acusado: los prejuicios ideológicos. Y no es que Carmona no tenga recursos para argumentar, los tiene; el lector los puede palpar a lo largo de su discurso. El problema es que le gana la ideología. Y eso es un problema, eso es un lastre. 

Un ejemplo de lo anterior. Cuando trata de demostrar, siguiendo a su maestro Angel Rama, que Vargas Llosa niega cientificidad –o carácter científico– a la teoría literaria, cuando iba, con más aciertos que tropiezos, más o menos bien en su exposición, dice lo siguiente: 

“…y con el uso de los «demonios» dentro de esos postulados [teóricos del origen de la creación novelística], lo que pretende es introducir una terminología no científica y, más bien, confusionista e interesada. Por eso hay que decir NO a tal superchería. Y afirmar que la ciencia literaria existe y no se la va estar construyendo y «deconstruyendo» a capricho de nadie” (atrás, recordando a los comisarios culturales de la China de Mao, habla de “confusionismo ideológico”)[4]

En otras palabras, lo que debemos entender de Carmona Fernández es que la teoría literaria es una ciencia, siendo su definición la de la “ciencia” marxista –léase materialismo dialéctico o histórico–; y todo lo contrario, lo que no entra en ese cuadrilatero, puede llamarse, con calma y tranquilidad, “reaccionario” (que es donde sitúa el formalismo de Vargas Llosa). Qué tal crítico.

Todo esto recuerda otro trabajo, también cargado de animosidad en contra del escritor: el de Herbert Morote, Vargas Llosa, tal cual. En este libro, Morote se empeñó, hasta la inmolación, en demostrar la incongruencia moral e intelectual del novelista. 

Cayendo en los linderos de la arbitrariedad, se dedicó a hurgar –con no poca agudeza e inteligencia, hay que reconocerlo– en los escritos de Vargas Llosa, para ironizar sobre su vida y obra, con el fin de dejarlo mal parado frente a la opinión pública. ¿Y qué consiguió con ello? Nada, solo que se le vea como un “biógrafo” cegado por la inquina. Igual camino parece seguir Carmona (pero con mayor esmero y dedicación para barnizar su antipatía).

Por último, para confirmar o desmentir lo que se dice sobre Carmona en estas líneas, el lector tiene que leer todo el libro. Sin embargo, puede tener un adelanto sobre sus preferencias literarias (acordes a su ubicación ideológica). Basta ir al final: Carmona destaca en el agregado llamado “Addenda”, al escritor García Márquez. A este lo considera superior que Vargas Llosa en cuanto al tratamiento del tema del “amor eterno”. Acusa al escritor peruano, en la comparación con el colombiano, de “falta de originalidad” en la novela Las travesuras de la niña mala. Esta es, pensamos, una apreciación, más ordenada por lo que considera la opción política “correcta” (la socialista y revolucionaria, por supuesto). 

En fin, para qué más insistir con él, solo se desmerece.

Freddy Molina Casusol

Lima, 26 de abril de 2012

 


[1] Ver La guerra del fin de la democracia, Jeff Daeschner, Peru Reporting, 1993, pp. 267-268; y Montesinos. El rostro oscuro del poder en el Perú, Francisco Loayza, p. 81.

[2] Ver El mentiroso y el escribidor, Julio Fernández Carmona, p. 77.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd., p. 110.

 

miércoles, 11 de abril de 2012

LA BIBLIOTECA DEL FÜHRER

 
La edición en inglés es más seria: aparece, en una foto inédita, con el fondo de su biblioteca detrás de él y el título debajo. En cambio, la edición en español, pensando tal vez que los latinoamericanos somos incapaces de distinguir las maldades del Führer, lo presenta demonizado en una caricatura –de Arthur Szick–, con los ojos inyectados, blandiendo una daga y un portarretrato, cuyo fondo negro contrasta con un par de huesos húmeros blanquísimos sosteniendo un cráneo. Por eso, quizás, no tuvo muchos compradores y lucía solitario en el supermercado donde lo encontré. Porque el libro Hitler’s Private Library de Timothy W. Ryback, un investigador inglés titulado en Harvard que durante diez años ha investigado en lo que quedó de la biblioteca del Führer en la Biblioteca del Congreso, en Washington, no merecía una presentación tan pedestre. 
Pero ¿cómo llegué a este libro que habla de un personaje de la historia tan odiado? Por un amigo, aficionado a toda la literatura que hable del Führer: Martín Santamaría. Martín es una persona versada en la vida de Hitler. Tiene buena parte de su biblioteca cubierta con información sobre la II Guerra Mundial, y, en especial, la que cubre la vida azarosa del hombre que prometió a los alemanes un Reich de mil años. Él hizo que fijara de nuevo la vista en un clásico de Alan Bullock, Hitler. Estudio de una tiranía, que, una década atrás, leí a saltos en la Biblioteca Nacional y no lo pude terminar. (Pero esta vez, alimentado con los detalles sabrosos de Martín sobre la vida de Hitler y los sucesos de la guerra, me zambullí en sus dos volúmenes y, aunque tampoco esta vez he podido acabarlo, pude degustar mejor buena parte de su contenido). Bullock, como Trevor-Roper –cuyo libro Los últimos días de Adolfo Hitler, estoy a la caza–, son dos de las fuentes autorizadas para penetrar en la vida del Führer. Ahora, este libro de Timothy W. Ryback se suma a la lista. 
Ryback en su estudio revela, entre otras cosas, la existencia de un tercer volumen de Mein Kampf (“Mi lucha”), el cual, por razones obvias, no saldrá a la luz: el recuerdo latente del nazismo y la segura probabilidad de no encontrar un editor, son un impedimento. Además, de ocurrir, se convertiría en un libro de culto para los nacionalsocialistas actuales, y esto, para muchos, es preferible evitarlo. Ryback, por otra parte, cuenta la orfandad intelectual del Führer, que lo hizo adquirir libros para cubrir los vacíos de formación que tenía. Sin embargo, la valoración de los libros que éste tenía, iba en proporción directa a sus objetivos políticos. Por ejemplo, para Hitler, Shakespeare y El mercader de Venecia tenían mayor valor literario que Goethe y Schiller, debido a que estos dos autores se habían distraído tratando historias de crisis personales y no como el primero que había hecho de su obra un retrato de todos los defectos de los judíos. Como se observa, como crítico literario, el Führer era muy sesgado. Pero, lo peor, es que Ryback presenta la cantidad de errores ortográficos y de sintaxis que delatan las carencias del jerarca nazi en el uso del idioma alemán. Los encuentra en lo que quedó de los primeros manuscritos del Mein Kampf. No obstante, en otro pasaje, el autor reconoce los esfuerzos del Führer para ser visto como un escritor, en especial, cuando, preocupado por la redacción, mejora notoriamente su estilo en el ya citado tercer volumen del Mein Kampf
Pero ¿cuáles eran las lecturas que excitaron la mente de Hitler hasta el punto de llevar su odio a los judíos a las cámaras de gas? Ryback las revela: Los fundamentos del siglo XIX de Houston Stewart Chamberlain, la Tipología racial del pueblo alemán de Hans F.K. Günther, El judío internacional de Henry Ford y, cuando empieza a escarbar hasta descubrirlo en sus escritos, La muerte de la gran raza de Madison Grant, que, al parecer, fue una poderosa influencia en la escritura del Mein Kampf –el Führer se refería a él como su “Biblia”–. 
Estos libros lo inspiraron –tal vez la palabra exacta sea “afiebraron”– en su proyecto político de extender el dominio de la raza aria a diversas partes del planeta. Pero también, para ser justos, hay que entender que si el antisemitismo tuvo una proyección política en la Alemania nazi era porque los propios germanos creían en la superioridad racial. Hitler no fue más que el exponente, la punta del iceberg, de un pensamiento que estaba presente en la sociedad alemana. Basta ver El triunfo de la voluntad  (1935) de la célebre documentalista Leni Riefenstahl, para darse cuenta hasta qué punto esa manera de pensar estaba inserta en el pueblo alemán, desde el más culto hasta el más humilde trabajador de Alemania.
Por último, el final de los libros de Hitler fue como el final que tuvo a orillas del Volga el 6to. Ejército alemán en la batalla de Stalingrado, durante la II Guerra Mundial: dividido y diezmado hasta su rendición (en este caso, fueron integrados a la biblioteca del enemigo o de personas que los ostentan en sus colecciones privadas); libros que, como los de Fichte, o la biografía de Federico el Grande de Carlyle que regaló Goebbels a Hitler, tuvieron su esplendor en aquel período de la historia, pero que ahora esperamos que no sean de nuevo abiertos para alimentar las megalomanías de un aspirante a dictador. Eso esperamos.

Freddy Molina Casusol
Lima, 10 de abril de 2012

Otros links sobre Los libros del Gran Dictador (Destino, 2010)

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...