lunes, 24 de noviembre de 2014

GLORIA DEL PACÍFICO

NO ES un esperpento como la quiso desmerecer un poeta –de escaso tacto para la crítica cinematográfica–. De patriotera –como lo dijo también este mismo personaje– tampoco tiene mucho. Gloria del Pacífico pudo haber sido, eso sí, mucho mejor. El arranque, documentalista con la voz en off, pudo haber sido tranquilamente suprimido para lanzar, de frente, al espectador al centro de la acción, con los soldados peruanos y chilenos trabados en combate, como se puede apreciar en la escena que le sucede. Las actuaciones son muy disímiles. Mucho más creíble el comandante chileno Baquedano que el coronel peruano Bolognesi. La narración, asimismo, es un poco confusa; no se tiene la precisión, hasta un poco avanzada la película, que el relator es un exsoldado de la guerra (Reynaldo Arenas), cuyo hijo (Pold Gastello) parece no comprender las razones de su progenitor para quedarse, en su momento de agonía –que es cuando evoca el pasado–, en Tacna, los días previos a su reincorporación al Perú. El personaje de Gastello no entiende, si no hasta el final, los motivos de su padre. El film trata de ser fiel con la historia –y he allí la crítica–, pero esa fidelidad no se debe traducir en que el realizador cinematográfico intente desceñirse de sus armas de creador para ponerle imágenes a los pasajes históricos de la guerra. Eso podía percibirse en muchas secuencias en las que había un esfuerzo, por supuesto loable, de contarlo todo; pero en perjuicio de la economía del film (dura dos y media, que pudieron ser menos). El realizador debió tomar como soporte las fuentes documentales y traducirlo a imágenes que sean fieles a su propio arte de composición visual. Partir de ellas para elevarse.

Un punto de inflexión es el oficial Agustín Belaunde (interpretado por el experimentado actor Juan Manuel Ochoa, ducho para los papeles de malo). Él le hace el juego de oposiciones a Bolognesi. Desde el punto de vista militar, el repliegue del Morro de Arica, sostenido por Belaunde, por razones de estrategia, era válido. La inmolación era inútil. Las fuerzas acantonadas podían dejar la plaza libre al enemigo y retroceder para unirse a otras tropas del ejército peruano que venían detrás y luego hacer la retoma. Sin embargo, en el análisis, también válido de Bolognesi (quien, quizá, intuyó las nulas probabilidades de obtener refuerzos), lo correcto era ofrecer resistencia al enemigo y cerrarle el paso en su avance. El problema de Belaunde es que se insubordinó –e intentó sublevar a los oficiales y tropas leales en contra de Bolognesi y los defensores del Morro– y huyó del escenario del conflicto –pesando en él el instinto de sobrevivencia–, quedando inscrita su participación en la historia como la de un desertor y un cobarde.

La película contiene, en muchos pasajes, un aliento didáctico. Eso, por instantes, repercute no muy favorablemente en la puesta en escena, porque la voz sentenciosa y engolada del personaje de Arenas moribundo en la cama, aleccionando a su hijo, en intentos de flash backs no muy bien logrados, suena postiza. El mejor momento llega en la parte final, cuando el film alcanza su clímax, cuando el desenlace es inevitable y las tropas chilenas, en proporción de 6 a 1, van a enfrentar a las peruanas. En ese momento épico, y los previos cuando hay un halito de esperanza en ganar (al incendiar, desde la costa, los cañones peruanos una embarcación chilena) y se cree que minando el Morro se lo podía convertir en inexpugnable, el espectador asiste, con el tronar de los cañones, el zumbido de las balas y el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, a la tragedia nacional expresada en la condiciones de inferioridad en que se encontraban las fuerzas peruanas (los fusiles se trababan con las balas que eran de otro calibre). El desconcierto, entonces, cunde, el enemigo arremete y los peruanos, respondiendo a bayonetazos, caen unos encima de otros atravesados por el fuego enemigo. La lucha, harto desigual, se resuelve, a favor del adversario que no tiene piedad con los vencidos a los que, ya heridos, “repasa”. En ese momento, el espectador peruano reconoce la valentía de Bolognesi y sus hombres de enfrentar una situación adversa. Contempla con el Morro ya tomado, las mujeres secuestradas y los invasores extranjeros desplegándose por las calles de Arica, la tragedia colectiva de un país el 7 de junio de 1880. Se conmueve, aplaude y llora a la vez.

El final es emotivo. Nos transmite la idea de que el sacrificio de Bolognesi y sus hombres no fue en vano. Es verdad que aún debe esperarse una mejor versión cinematográfica peruana de los acontecimientos de 1879 (la versión chilena es, por el momento, superior en realización). Pero hasta que aparezca, esta suple con creces ese vacío. Después de todo, en la historia del cine mundial tenemos filmes como Titanic (1996) de James Cameron, que fueron antecedidos por versiones que abrieron el camino a la que conocemos y alcanzó el reconocimiento general. A una señora que estaba en la sala –para tener una idea de las sensaciones encontradas que produce el film de Juan Carlos Oganes–, descendiente de tacneños, se le caían las lágrimas. “Nos toca ahora llorar derrotas”, decía con los ojos húmedos. Tal vez, una mejor focalización del tronco central de la historia–con una mejor administración de las sub-historias, como la de Ugarte y su novia, la del ingeniero encargado del minado del Morro y la del chileno espía camuflado de francés– hubiera dado mejores resultados. Sin embargo, y con todo, tenemos, por primera vez, una película peruana que toca los acontecimientos de la guerra del 79 y que enfrenta al espectador con la historia de esos hechos, la cual puede ser la de sus propios abuelos durante esos funestos días, y eso es lo que cuenta.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 24 de noviembre del 2014

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