viernes, 12 de agosto de 2016

UNA NOVELA QUE NO ES NOVELA, PAÍS SIN NOMBRE

PODRÍA decirse que son un tipo de memorias al estilo de Bayly –en Yo amo a mi mami–: camufladas y con los nombres de los personajes reales cambiados para pasar, en apariencia, inadvertido. Pudo haber alcanzado su autor, Rosas Ribeyro, las cimas de un Bryce, quien hizo en Un mundo para Julius una exquisita disección de su clase social haciendo alarde de un manejo delicado del idioma. Pero Rosas Ribeyro prefirió la sima, y fiel a sus demonios, se encargó de ajusticiar partes de su novela que no es novela, País sin nombre, asestándole una buena dosis de coprolalia a las más de quinientas páginas que dan grosor a este su (a)salto en la narrativa peruana.

 

Desde el título, por otro lado, se percibe el ánimo de venganza. Javier Rosales –que no es sino Rosas Ribeyro– cuenta su vida en Lima y París, y en todos los lugares donde tuvo la fortuna de caer, hace un ajuste de cuentas con el país que parece no merecerlo y con todos los seres que cruzaron su existencia. Por sus páginas aparecen apristas, trotskistas, la izquierda cultural y política, teniendo como trasfondo el gobierno de Velasco. Y todos ellos, sin excepción, aparecen como inconsecuentes y embusteros, hasta el punto que uno puede llegar a pensar que el único dechado de pureza es Rosales, esto es, el alter ego de Rosas Ribeyro, que es él mismo.

 

En el tema de las memorias todavía sigue siendo invencible Vargas Llosa –El pez en el agua– y Alfredo Bryce con sus Antimemorias. Rosas Ribeyro –o Rosales– teniendo momentos significativamente altos en sus recuerdos, se ufana en estropearlos con frases o pensamientos que causan repulsa. Henry Miller, que también vivió en París, se las ingenió muy bien para retratar la miseria en que vivía, pero hizo un arte de la basura que le cupo tocar. Rosas Ribeyro, en cambio, muchas veces se hunde en la catarsis de un rockero subte. Tal vez esa explosión de abyecciones se la han aplaudido la miríada de seguidores que debe tener alrededor del jirón Quilca, pero, hay que decírselo, tendrán muy poca cabida cuando se haga un balance desapasionado de la literatura peruana de las últimas décadas. Ya tuvimos bastante con el peor Bayly –El canalla sentimental–, para tener dos.

 

De cualquiera manera, País sin nombre, es un libro que merece leerse. Un poco por la curiosidad, para reconocer entre sus páginas a Mirko Lauer, Armando Villanueva del Campo, Javier Heraud o Winston Orrillo; y otro tanto como un balance y liquidación –no al estilo de Luis Alberto Sánchez– de una época marcada por la Revolución cubana, las ilusiones traicionadas del cambio social, las fracturas ideológicas de la izquierda peruana y los desencuentros en los círculos culturales, a través de un personaje, Javier Rosales, cuya vida como deportado por el gobierno militar de Velasco, no es sino la de un joven peruano lastrado por el anarquismo y el descontento personal, que décadas después vuelca en un torrente de palabras para expresar el sinsabor vivido. Para eso hay que leerla, por curiosidad, y para tener una idea de cómo era el ambiente de cierta época, nada más. Luego de eso, como diría Borges con autoridad, salvo alguna opinión contraria, queda el olvido.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 12 de agosto de 2016



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