viernes, 31 de agosto de 2012

GABO Y FIDEL, UNA AMISTAD INTERESADA

CUANDO EL CRÍTICO peruano Tomás Escajadillo recordó –para rebajarlo– en un artículo (“Vargas Llosa: de incendiario a bombero”. El Nacional, suplemento Primera Línea de 23/8/87) que Vargas Llosa había sido entrevistado por la “muy intelectual” revista ¡Hola!, no pensó que muchos años después García Márquez –con quien comulga ideológicamente– iba a pasarle lo mismo: ser entrevistado por una revista “tan literaria y cultural” como Playboy, como redescubrió el crítico español Ángel Esteban para su libro, escrito al alimón con Stéphanie Panichelli, Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad.

La tesis del libro es muy sencilla: trata de demostrar que Gabriel García Márquez tiene una fascinación por el poder; que el escritor colombiano tiene una predilección por los dictadores y que en el caso de uno de ellos –el más longevo de todos–, Fidel Castro, ha ejercido el papel de secretario –ad honorem– para asuntos de Estado.

Esteban y Panichelli desmoronan en sus páginas la imagen de García Márquez. Lo presentan como un hombre que, olvidándose de sus orígenes modestos en Aracataca, busca –buscaba, porque ahora está enfermo– la cercanía o amistad de presidentes como Torrijos o Felipe Gonzales –a quien recordaba, con no disimulada vanidad, por su nombre–, o personas ligadas al poder.

Es más, siembran dudas de su honestidad, en el sentido de maquillar sus verdaderas intenciones de obtener el premio Nobel, al reproducir fragmentos de un artículo de García Márquez de 1980 –“El fantasma del Premio Nobel”–, escrito dos años antes de la concesión del premio, en cuyo final éste hace oportunos elogios a Artur Lundviskt, entonces secretario permanente de la Academia Sueca –encargado de proponer candidaturas en lengua española, y personaje que le cerró el paso a Borges para obtener tan preciado galardón–, a quien visitó en su casa, regalándole en el citado artículo una remembranza de su persona teñida con el mismo cariño sospechoso que se puede tener hacia un corredor de bolsa.

Pero el libro no sólo trata de Gabo, sino de las miserias de la Revolución Cubana, del caso Padilla, que provocó la ruptura irremediable entre los intelectuales que todavía mantenían una fidelidad al régimen de Castro y aquellos, como Jean Paul Sartre, Susan Sontag y Vargas Llosa, que trataron de salvar su permanencia para luego romper indefectiblemente al comprobar la incompatibilidad entre socialismo y libertad de conciencia (En el 2003, lo hizo el Nobel portugués José Saramago, en el caso de los tres cubanos fusilados tras un fallido intento de escapar de la isla secuestrando varios aviones y una embarcación).

Lo de Heberto Padilla fue espantoso, lo sometieron a una autocrítica pública digna de cualquier tribunal ya no estalinista, sino maoísta de la Revolución Cultural. Una humillación que cualquier intelectual que se haga respetar no podría aceptar, pero que Padilla hizo para salvar el pellejo. Tuvo que desdecirse de sus críticas –de orden literario– a Lisandro Otero –escritor identificado con el proceso revolucionario cubano– y acusarse a sí mismo de introducir la contrarrevolución a través de la literatura. Una barbaridad descrita con pelos y señales en el libro, que a uno le hace preguntarse: ¿Y así todavía hay gentes ligadas a las artes y las letras que, a más de cuarenta años de acontecidos estos hechos, apoya la Revolución Cubana?

El libro de Esteban y Panichelli hace, además, una revisión de la Cuba de Castro, del importante papel que le cupo a García Márquez en la fundación de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños –que contó con una partida del Estado, pero que a pesar de esto ha tenido dificultades para sobrevivir–, así como la participación del escritor en la liberación de Armando Valladares –preso político cubano– y la salida discreta de muchos disidentes cubanos de la isla.

Todo este último papel humanitario del escritor colombiano es puesto cuestión, cuando se hace notar sus silencios en la violación de derechos humanos en la isla; o se hace ver su lealtad incondicional al régimen en el caso del general Arnaldo Ochoa, condecorado con el grado de Héroe de la Revolución, cuyo único pecado fue mantener independencia de criterio frente a Castro, y que fuera fusilado junto a Tony de la Guardia –a quien García Márquez había dedicado El general en su laberinto–, tras ser involucrado sospechosamente en una operación de tráfico ilícito de drogas.

Fidel no se salva tampoco en el libro. Recuerdan su participación oportuna e interesada en el caso del niño balsero Elián González. Fingiendo una identidad de propósitos con el bienestar del niño –que no se notó en el caso del remolcador Trece de Marzo, al que mandó hundir en 1993 con una docena de niños a bordo– Castro manejó el tema como una cuestión de Estado.

En resumen, Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad es un libro desmitificador, un libro que deshuesa a dos figuras importantes del espectro político y literario latinoamericano, y que a pesar de los años transcurridos desde su publicación (2004), merece aún leerse.

Freddy Molina Casusol
Lima, 31 de agosto de 2012

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