lunes, 26 de septiembre de 2016

EL SEÑOR DE LAS COLUMNAS

CUANDO era adolescente me preguntaba quién sería ese señor que escribía en un lenguaje barroco esa columna periodística tan larga y ancha, que veía publicada en El Comercio, en su suplemento de los domingos. “El dardo en la palabra”, decía. Yo no tenía la menor idea que quien escribía con tanta corrección, era toda una autoridad en el idioma. Han pasado más de treinta años desde que vi por primera vez impresas esas columnas, y pienso cuánta diversión y entretenimiento me he perdido todo este tiempo (las dejaba pasar, en verdad). Fernando Lázaro Carreter, así se llamaba el señor de las columnas, es un conocedor de la lengua del Quijote como hay pocos. Entre los nuestros no alcanzan su talla –creo, sin exagerar un ápice– ni Martha Hildebrandt ni Marco Aurelio Denegri –a veces extremado con su purismo idiomático–. Don Fernando, sin duda era de otro lote, un ave de otro vuelo. Ahora que no está, lamentamos su ausencia para poner la pica en Flandes en la redacción de los periodistas. Leer El dardo en la palabra es salir bañado de aguas lustrales. Realmente uno se desasna y se avergüenza de las torpezas cometidas a la hora de perpetrar un párrafo. Cada una de sus entradas, preciosistas, llenas de lucidez, son un premio a la lectura. Lázaro Carreter te jala las orejas sin agraviarte, y sin ese asomo de pedantería lingüística con la que se embadurnan algunos en las aulas. Ejerce la docencia con la simpleza de quien desea compartir lo que sabe. Da gusto leerlo, pero sobre todo releerlo. En este primer volumen –hay un segundo publicado años después–, que reúne la mayor parte de sus columnas periodísticas desde 1975, pone toda su ciencia, todo su arte al servicio de la comunidad idiomática en castellano. ¿La mejor? Difícil elección: todas. Tenga, pues, fino lector, la dicha de probar de tan exquisito manjar. Lo esperan más de 700 páginas, salidas de la mismísima mano del maese Lázaro –al que no se debe confundir con el bíblico–, el señor de las columnas de mi barroca adolescencia.

Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de setiembre de 2016


lunes, 19 de septiembre de 2016

AMBELAIN O UNA DISTINTA LECTURA DE LA BIBLIA

UNO puede confrontar con su Biblia y preguntar, por ejemplo: ¿Tuvo Jesús hermanos? La respuesta en dos de las versiones más concurridas del libro sagrado del cristianismo –la de los Testigos de Jehová y la de Jerusalén– es la misma: sí, los tuvo. Dicho de otra forma: ¿Fue Jesús hijo único de María? Robert Ambelain, muy avisado, cruza versículos de la Biblia (Marcos 3, 31-35; Lucas 8, 19-21 y Juan 7, 5) y demuestra que Jesucristo no llegó al mundo solo, es decir que María, su madre, “conoció hombre” y le dio hermanos. En los citados versículos inequívocamente se habla de hermanos –el Diccionario de la Biblia de Browning trata de salvar la situación al anotar, aludiendo a la traducción de las Santas Escrituras del hebreo al griego, que se podían considerar “primos”[1]–. Claro, esto, ni remotamente lo va admitir una persona dominada por la fe. ¿Acaso no nos han enseñado que Jesús fue hijo de Dios, concebido en una virgen por el Espíritu Santo? Y siendo esto así, ¿un hombre podría “conocer” a la madre de Jesús, luego de que el cuerpo de esta ha sido tocado por el Espíritu Santo?

Pero hay más revelaciones. Pregunta: ¿Quién fue el que entregó a Jesús a los romanos por treinta monedas? Todos lo sabemos, Judas Iscariote. ¿Y quién fue su padre? Lo dice la Biblia: Judas era hijo de Simón Iscariote (Juan 6, 70). Ahora bien, Ambelain, convocando al historiador Flavio Josefo –en La guerra de los judíos y Antigüedades judías–, recuerda que la palabra zelote, “era utilizada para designar a los sicarios, terroristas judíos armados de la sica, puñal curvo con el que destripaban a sus adversarios”. No era, pues, como se ha argüido, que el patronímico de Judas se debía a que era originario de un pueblo llamado Khariot[2]. Este Simón Iscariote –como hemos visto, viene de sica–, en una cuidosa interpretación de los versículos bíblicos hecha por Ambelain en su estudio, vendría a ser hermano de Jesús. Y aquí viene la sorpresa. Si el tal Simón era hermano de Jesús, y este tenía como hijo a Judas, ¿quién entonces entregó al Mesías a los romanos? Su sobrino; Judas, el traidor, habría sido su sobrino.

Llama la atención que Ambelain no figure en las bibliografías sobre Jesús y la familia sagrada aparecidas durante los últimos decenios, a pesar de ser un precursor, entre otros, de estos estudios. No aparece mencionado ni una sola vez en El enigma sagrado, El legado mesiánico y La conspiración del mar muerto de los autores M. Baigent, R. Leigh y H. Lincoln. ¿Cómo se explica esta omisión de un autor cuyos libros Jesús o el secreto mortal de los templarios, Los secretos del Gólgota y El hombre que creó a Jesucristo cuestionan una verdad establecida en el cristianismo y fueron tan best-sellers como los anteriores? ¿Celos? Alguien que conoce de estos temas me cuenta que esta postergación se debería a que Ambelain fue masón y que debido al contenido de sus investigaciones fue convenientemente silenciado. De cualquier forma, comparando ambas trilogías –la de los autores arriba citados y la de Ambelain–, las de este último salen ganando en cuanto a profundidad en el análisis y la meticulosidad en el cruce de información, deudoras ambas de la formación como historiador del autor. Aunque no se niega la calidad de los primeros, lo que hace Ambelain es confrontar fuentes oficiales y antiguas, haciéndolas “hablar” aprovechando sus penetrantes conocimientos en lenguas como el hebreo y el griego. Ambelain, pues, escribe su versión analítica de los textos del cristianismo con guantes de hielo, como por allí alguien sugirió se debía escribir la historia.   

El libro de Ambelain, por otra parte, tiene varias interpretaciones que no pueden gustar al hombre de fe. Por ejemplo, la famosa expresión “Hijo del Hombre” pronunciada por Jesús, según este autor, en un cotejo de la traducción del hebreo y el griego, escondería, encriptado, el nombre del causante de su paso por la tierra. Dejemos hablar a Ambelain sobre este punto crucial de su investigación: “Observaremos también que con frecuencia Jesús se hace llamar ‘hijo del hombre’. ¿Qué quiere decir con esto? Aquí abajo todos somos hijos del hombre. Es decir que, en hebreo bar-aisch no significa nada. Pero afortunadamente existe un vocablo para designar al hombre. El antiguo germánico conoce la palabra bar, que significa hombre libre, y ese término dio lugar a barón. El hebreo posee la palabra geber, que significa lo mismo, pero que tiene, además, el sentido de héroe. Por lo tanto, si traducimos, ‘hijo del hombre”, no por bar-aisch, sino por bar-geber, tenemos ‘hijo del hombre libre’, o ‘hijo del héroe’, características todas que se acomodan perfectamente a Judas de Gamala, ‘héroe del censo’, el hombre que llamó a Israel a la insurrección en nombre de Yavé…”

¿Y quién era este Judas de Gamala?

Ambelain da la respuesta en el texto: el padre de Jesús. Así lo dice: “Así pues, sería el ‘Héroe de Dios’ (Geber-ael) el que fecundaría a la joven virgen llamada María, pero en realidad no se trataría de un puro espíritu (porque Gabriel, arcángel, significa asimismo ‘héroe de Dios’), sino de un héroe en tres dimensiones, de un hombre en el sentido completo del término.” 

De esta manera, sustenta lo que expone en las primeras líneas de su libro: “La hipótesis de que Jesús era hijo de Judas el Galileo (Hechos, 5, 37), alías Judas de Gamala, o Judas el Galaunita, el héroe judío de la revolución del Censo, no es nueva. Ya resultaba molesta en los primeros siglos del cristianismo….”[3]

Sería extenso presentar todo lo que muestra Robert Ambelain en su explosivo trabajo (invitamos al lector, al respecto, a abrir su Biblia en Lucas, 19: 27-28, hecho notar por este). Nos hemos limitado a unos cuantos ejemplos. El lector debe juzgar por sí mismo (el libro circula libremente por la red). Lo que sí queda claro, es que Ambelain procede con honradez, vuelve de carne y hueso a un hombre desencarnado por los siglos en su análisis hermenéutico, y utiliza la lógica para hacerlo. Sin embargo, esto que puede ser entendido como una herejía, debe ser tomado como un reto para el creyente. Hay libros en la Biblia, como los salmos y proverbios, que son un bálsamo para el espíritu. En ese sentido se debe entender el mensaje de Cristo, y no en su historicidad, para no dejarse arrastrar por aguas torrentosas.

Freddy Molina Casusol
Lima, 19 de setiembre de 2016




[1] Ver entrada ‘María, la madre de Jesús’, en Diccionario de la Biblia, W.R.F. Browning, RBA, 2009. p. 301.
[2]  El Diccionario de la Biblia de Browning admite la posibilidad que “su sobrenombre pueda derivar del griego sikarios (=asesino)”, sin descartar que signifique ‘hombre de Kariot’. Ibíd., p. 264.
[3] La explicación de Joseph Ratzinger, intelectual de la Iglesia Católica y antecesor del actual papa Francisco, sobre esta misteriosa expresión, se puede tomar como referencia para tener una idea hasta donde han llevado los exegetas su interpretación. Ver Jesús de Nazareth, Joseph Ratzinger, Planeta, 2007, pp. 373-388.

lunes, 12 de septiembre de 2016

MARIO BUNGE PERIODISTA

LA FACETA más conocida de Bunge es, entre nosotros los profanos, la de divulgador del método científico en su socorrido librito La ciencia, su método y su filosofía, un texto aún consultado por los estudiantes del primer año de la universidad. Otro trabajo, en el sentido anterior, es La investigación científica, este sí muy pormenorizado y especializado. Pero Bunge, un autor muy prolífico –tiene en su haber más de 35 libros–, no es muy conocido por su faceta periodística. Y, por ese lado, hay que decirlo, es muy divertido y ameno. Allá por 1997, Editorial Sudamericana le publicó una serie de crónicas viajeras, artículos científicos y notas sobre personajes famosos. Notas que no tuvieron la oportunidad de ser leídas en Argentina, patria natal de Bunge. Para rectificar tamaña ausencia estas han cobrado la ciudadanía de libro. Admiro a Bunge desde que tuve la oportunidad de pasar por las páginas de Vigencia de la Filosofía, reunión de conferencias que dictó en Perú por el año 1996. Admiro su claridad –que cultiva con esmero– y la defensa que hace de la razón y la verdad científica en un mundo que los denominados posmodernos se empeñan en relativizarla. Bunge hace honor a lo dicho por aquel pensador (cuyo nombre no recuerdo en este momento, pero que creo fue Erasmo de Rotterdam): “La amabilidad del filósofo es la claridad”. En Elogio de la curiosidad, nuestro filósofo escribe sobre diversos tópicos con la libertad que puede hacer gala un libre pensador. Puede criticar sin problemas la aplicación política del marxismo en Rusia, expresar sus reparos por las propuestas económicas liberales de Hayek –a quien conoció en su madurez, cuando no era premio Nobel y usaba una corbatita michi– o levantar su voz de protesta por el actuar del psicoanálisis y la parapsicología, a los que tilda de seudo-ciencias. Bunge es un socialista de esos que llaman libertarios, pues no están sujetos a un determinado dogma –el único posible para él es el de la búsqueda honrada de la verdad–. Su preocupación es el analfabetismo científico-técnico de la sociedad moderna, lo cual lo hace preguntarse por el papel de los medios de comunicación en la divulgación de los adelantos científicos –esa labor la hizo en el pasado por estos lares Óscar Miro Quesada (Racso) desde las páginas de El Comercio–, en lugar de dar preferencia al horóscopo diario. Tal vez sea uno de los pocos que se ha atrevido a llamar charlatán a Heidegger, por hacer pasar, según él, como “profundos” la oscuridad de escritos que no dicen nada. Glosando, para concluir. Bunge, como periodista, no defrauda: entusiasma.

Freddy Molina Casusol
Lima, 12 de setiembre de 2016

lunes, 5 de septiembre de 2016

“¿QUIERES SER MI AMIGA?”

DOS NIÑAS conversan. Una habla de su patria; la otra, de la suya. No se conocen. Están a pocos kilómetros de distancia. A un cuarto de hora. ¿De qué conversan a través de las cartas que se escriben? Del conflicto que las separa físicamente, el de Israel y Palestina, sus patrias de origen. Una periodista, Litsa Boudalika, se convierte en la mensajera entre ambas. Inmersas en su niñez, en sus juegos de infancia, Galit y Mervet perciben el peligro. La Intifada –guerra de piedras de inspiración religiosa declarada por Palestina para arrojar a Israel de los territorios que consideran árabes– las afecta de diverso modo. Galit, en Jerusalén, tiene las comodidades de un hogar moderno –su hermano, Eyal, tiene una computadora donde juega Atari (un video juego de la época), y ella puede ir a la piscina–. En cambio, Mervet, en su pueblo de Dheisheh,  juega a los “árabes y los soldados” con sus amigos, curando ficticiamente a los heridos con trapos viejos y una botella de agua. Mervet es muy pobre en Palestina. Quiere ser médico cuando sea grande y curar a la gente sin distinguir raza o religión. Las dos comparten sus vivencias y fantasías cuando se escriben. A una, Galit, le gusta la serie Dinastía; y a la otra, Mervet, los dibujos animados de Tom y Jerry la divierten. Son inocentes frente al conflicto. Pero cada cual tiene la suficiente noción como para darse cuenta de la gravedad de este. Cada cual en los poemas que intercambian, reivindican las tierras donde viven. Galit le pide a Mervet que les diga a los palestinos que no arrojen piedras a los soldados israelíes que patrullan las zonas ocupadas, que si ella lo dice la van a escuchar. Mervet, por su parte, se queja en sus cartas de que los soldados israelíes son unos perros y que los tratan como si fueran burros. No obstante, ellas se entienden bien y se tratan como buenas amigas a pesar que sus pueblos viven peleados. A través de sus ojos infantiles podemos conocer las celebraciones del Sabat y el Ramadán. Viven bajo la sombra de un clima violento, de atentados contra lugares públicos en Israel y ataques a las comunidades palestinas. Una vez ocurrió que Galit interrumpió la comunicación con Mervet. Estaba molesta con ella por el atentado cometido por un palestino contra un autobús en Tel Aviv. Esto ocasionó que fallecieran dieciséis personas desbarrancadas y quedaran una gran cantidad de heridos. Mervet trata de calmarla con sabiduría: “Galit, si preguntas a tus abuelos, te dirán que los árabes y los judíos son descendientes del mismo profeta, Ibrahim –Abraham, en la Biblia–. Por lo tanto somos primos. No está bien que los primos se peleen entre sí.” En la anterior carta, Galit, dolida por la tragedia, le llega a decir: “Después de todo, nada tengo que temer de ti. Tú no podrías hacerme ningún daño. Eres exactamente como yo”. Confían una en la otra. Cuando dos años después se conocen en Jerusalen, Mervet le obsequia a Galit un brazalete con los colores de Palestina que ella se pone. Galit, por su parte, le entrega una hoja blanca con las banderas de sus países, como símbolo de la paz. Luego, probablemente, dejaron de escribirse, absorbidas por la vorágine del conflicto.

Intercalando la correspondencia de Galit Fink y Mervet Akram Sha’ban con notas periodísticas sobre el conflicto árabe-israelí, Litsa Boudalika ha hecho un magnífico trabajo de sensibilización en ¿Quieres ser mi amiga? (Editorial Everest, 1996). Boudalika comprende que no hay nadie mejor que ellas para informar al mundo acerca de las consecuencias de una guerra que viene afectando a sus países. Entiende que ellas son el centro de la noticia y se invisibiliza en el texto. Se limita a ser una simple mediadora y de ayudarlas a conocerse al final. Hay una ética profesional en su labor.

¿Quieres ser mi amiga? es una clase de historia contemporánea. Pero, sobre todo, es muy tierno. Hay que leerlo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 6 de setiembre de 2016

    

viernes, 2 de septiembre de 2016

ARGUEDAS Y VARGAS LLOSA VISTOS POR LA CRÍTICA

BASTA ver la bibliografía al final para saber adonde apunta su crítica. Mabel Moraña –profesora de la Universidad de Washington–, saca del sombrero a Cornejo Polar, Ángel Rama, Aníbal Quijano y el sofisticado Pierre Bordieu –con su capital simbólico– para devaluar a Vargas Llosa y levantar a Arguedas –no sé si en vilo, pero al menos en hombros–. Moraña, en este libro, bastante bien construido –suponemos que le ha tomado bastante tiempo edificar esta obra de entomología textual–, hace lo que otros no hicieron en su momento: una respuesta inteligente, desde sus parámetros conceptuales –e ideológicos–, a La utopía arcaica de Vargas Llosa. Siguiendo la línea trazada por Isabelle Tauzin –en el prólogo de su estudio sobre Los ríos profundos– y antes Tomás Escajadillo: la de presentar al escritor peruano como un extirpador de idolatrías, como una persona que desconoce las estrategias de modernización del mundo andino reflejadas en la obra de Arguedas (algo que por cierto Vargas Llosa no tiene por qué necesariamente entender ya que no es su referente –en cambio, sí se da perfectamente cuenta, para felicidad de sus lectores, que una novela no es un tratado de sociología–). Pero lo peor en Moraña –para dar cuenta de su antipatía, hábilmente maquillada de fraseología científico-social– es que saca a la luz a los adversarios ideológicos de Vargas Llosa para enfrentarlos con él. Ese es el caso de Lauer, a quien recuerda en su texto a sabiendas de que el escritor lo coloca en el grupo de “los intelectuales baratos” (Ver El pez en el agua). Moraña se pone detrás de él para empujarlo como punta de lanza en sus críticas; lo mismo ocurre (pero en sentido contrario) con Rama, a quien enarbola para enaltecer las bondades del texto arguediano. Y no se detiene en esto, sino que para rebajar al escritor peruano lo pone en las mismas condiciones de uno de sus personajes, el hablador. En el capítulo “La lengua como campo de batalla (II): el narcisismo de la voz”, escribe: “Vargas Llosa se convierte en ‘hablador’ en el sentido de charlatán, parlanchín, cuentero o lenguaraz, desplegando una locuacidad que compite con la elocuencia de su literatura.” (p. 130). Es notorio que Moraña hace un guiño a quienes les resulta insoportable las posturas no solo estéticas, sino políticas de Vargas Llosa. Por allí apunta, escribe, o ausculta, para esa audiencia a la que gratifica con su discurso.  Para ella, Arguedas es el bueno y Vargas Llosa, el malo. Eso está subsumido en su crítica. Prácticamente –aunque no lo dice de manera explícita porque sería escandaloso– la narrativa de Vargas Llosa debería confundirse con la de Paulo Coelho o la de la británica E.L. James de Cincuenta sombras de Grey, cuando dice que esta “se nutre de materiales híbridos donde el elemento regional es redimensionado a partir de técnicas narrativas que vehiculizan lo local y lo transforman en mercancía simbólica de consumo masivo” (p. 206). Así en diversas partes lo condena, no le da pie a nada. A la crítica en cuestión bien le podría calzar lo que escribió sobre Ángel Rama, quien como él “evalúa comparativamente la obra de los dos escritores peruanos (Arguedas y Vargas Llosa), inclinándose notoriamente hacia el autor de Los ríos profundos…” (p. 217). Por lo menos Rama fue, en su polémica con Vargas Llosa, honesto en su exposición de motivos, de tal forma que el autor de La ciudad y los perros, reconociendo su valía, se prestó al cotejo de ideas. Lo mismo no se puede decir de Moraña, quien en las 314 páginas de su trabajo se empeña en dejar mal parado, desde el ángulo que sea –literario, político o cultural–, a Vargas Llosa. Si eso es hacer crítica, uno, justificadamente, puede interrogarse para qué sirve si el prejuicio ya pesa de antemano. Sería largo enumerar los despistes de la profesora Moraña. Es suficiente anotar –repitiendo el argumento manido de los enemigos del escritor peruano– sus menciones al tema de Uchuraccay y de su fallida candidatura a la presidencia, o el del su “neoliberalismo” –santo y seña de la izquierda local– (p. 267), para tener una clara idea de sus intenciones. Capturada por un lenguaje que recuerda el de ciertos intelectuales franceses puestos al descubierto por Sokal y Bricmont en ImposturasIntelectuales, Moraña trata de impresionar –o sofocar– al lector con la artificiosa cientificidad de su pretendido aparato teórico. Mejor queda en una entrevista que, en un portal peruano, por allí le publicaron.

Freddy Molina Casusol
Lima, 2 de setiembre de 2016

UNA TESIS SOBRE YEROVI

HAY tesis que se convierten en libros como esta de Paulo Piaggi sobre el destacado dramaturgo Leonidas Yerovi, o como la que no muy reciente...