CUANDO Víctor Tipe hizo uso de la
palabra hubo un absoluto silencio. El auditorio estaba colmado de invitados,
periodistas y curiosos. Minutos antes había hablado el periodista José María
Salcedo. El “Chema” se refirió a él y al libro que había escrito con su hermano
Jaime, en términos muy elogiosos. Recordó en algún instante su propio libro, Las tumbas de Uchuraccay, pero la fiesta
era de los hermanos Tipe. Para ellos era la culminación de una larga caminata
que habían iniciado dos años atrás. ¿Habían participado miembros del ejército
en la masacre de ocho periodistas en las alturas de Uchuraccay? ¿Treinta dos
años después se podía saber ya la verdad? Cuando el mayor de los Tipe inició su
alocución señaló, luego de una impactante presentación en pantalla gigante del
tráiler del libro, que la investigación había sido financiada con recursos
propios, que habían logrado entrevistar a los protagonistas de la masacre, que
habían recorrido la misma ruta de los periodistas antes de encontrar su trágico
final, que habían iniciado sus pesquisas pensando que los militares estuvieron
involucrados en la matanza, que querían contribuir con la búsqueda de la verdad
y que lo que habían encontrado a algunos no les iba a gustar.
Uchuraccay. El pueblo
donde morían los que llegaban a pie
(G7 Editores) reconstruye la matanza de ocho periodistas y su guía en las alturas
de Uchuraccay. Recuerda, por su enfoque desde diferentes ángulos, la película Rashomon del realizador Kurosawa, quien,
utilizando la declaración de los testigos, recrea los detalles del asesinato de
un samurai. Es una técnica vista en escritores como William Faulkner en Sartoris y Luz de Agosto –a Ryunosuke Akutagawa, cuyo relato inspira el film
de Kurosawa, lo comparan, por cierto, con Faulkner– e introduce al lector en la
piel de los personajes, corroborando o descartando, alternadamente, una tesis.
En el caso del libro de los hermanos Tipe confirma un hecho irrefutable: que
los campesinos que participaron de la muerte de los ocho periodistas fueron los
responsables directos y que no hubo ningún personaje ajeno a la comunidad que
los dirigiera.
La página 130 de Uchuraccay. El pueblo… transporta al lector directamente al centro de
la masacre. Allí se puede leer cómo el “gordo” Sedano, presuroso por calmar a
los comuneros que habían bajado hostiles de las alturas de Uchuraccay, abre su
maletín para mostrar su cámara fotográfica. Nervioso, exclama: “Somos
periodistas, no somos terroristas”. Para su desgracia, lo primero que saltó a
la vista fue el paño de color rojo que la envolvía. Ese era el color de la
gente de Sendero Luminoso, el enemigo que venía por tierra como les había
instruido el ejército. “Acá está su bandera. Son terrucos”, expresó en voz alta
Irineo Ramos Huamán, uno de los más agresivos, cuando la vio. “Muere terruco”,
y le asestó el primer golpe en la cabeza con la honda que tenía en la mano. Fue
el primero que inició la masacre.
La sorpresa de la noche fue cuando
Víctor Tipe contó que quien había difundido la especie de que en la matanza de
los periodistas hubo participación de un militar infiltrado, era Juana Lidia
Argumedo, la hermana de Juan Argumedo, el guía asesinado. Juana Argumedo había
resultado ser senderista. Los comuneros entrevistados para el libro la habían
delatado. Ella había participado por esos años en una columna senderista. Esa
fue una dolorosa verdad para la familia Argumedo, en especial para Rosa Luz, la
hija de Juan, allí presente, quien quería saber lo que había sucedido con su
padre. ¿Se podía creer en una versión interesada propalada por una senderista?
Con su divulgación se retrasó el esclarecimiento del caso. En el auditorio hubo
un silencio total. Durante décadas se había creído que el ejército tuvo que ver
con la matanza; que los periodistas habían sido asesinados porque iban a
revelar una verdad que los militares no querían que se sepa
Al primero que mataron fue al “gordo”
Jorge Sedano. Irineo Ramos descargó sobre la cabeza de Sedano la fuerza de su
honda con una o dos piedras en la punta, luego que el fotógrafo de La República abriera su maleta y saliera
un reluciente trapo rojo de su interior. “Muere, terruco de mierda”, le espetó.
Ramos Huamán no entendía que ese trapo no era ninguna bandera terrorista como
creía, sino un paño con el que el periodista cubrió su cámara fotográfica. El
resto de periodistas reaccionó y salió en defensa de su compañero herido. En
ese momento la violencia estalló. A Willy Retto, quien discretamente estuvo
tomando fotos haciendo click a la altura de su pecho, le cayó una piedra. La
última toma fue la de un conjunto de ellas y estaba borrosa. La hizo, con
seguridad, cuando estaba caído. A los dos periodistas que salieron a defender a
Sedano, y enfrentaron a golpes a los agresores, simplemente los masacraron. Los
comuneros estaban ebrios. No tuvieron compasión. De nada sirvieron los primeros
ruegos. Estaban seguros que eran “terroristas” y que “papá” gobierno los iba a
exonerar de cualquier culpa.
A tres periodistas los rodearon y
golpearon con piedras y palos hasta acabar con sus vidas. El final del último –el
más joven, según el testimonio de Rufino Figueroa (¿acaso Jorge Luis Mendivil?)–
fue terrible. En los momentos que se disponía a cruzar el río Uchuraccay para
escapar de sus agresores, recibió el impacto de una piedra que lo tumbó. Clamó
por ayuda, pero fue inútil. Dos comuneros lo remataron con un tremendo golpe de
piedra en la cabeza. Su cuerpo quedó sumergido en las aguas heladas de un
riachuelo, cuentan los hermanos Tipe.
Epílogo
Los campesinos que ultimaron a los
ocho periodistas y al guía estaban seguros que eran terroristas.
Muchos se preguntan hasta ahora por
qué emplearon tanta vesania al hacerlo.
(2014)