martes, 30 de agosto de 2016

ARGUEDAS, UNA RIÑA PERIODÍSTICA Y UN LIBRO

TODO COMENZÓ el 12 de junio de 1960, cuando el escritor José María Arguedas publicó en El Comercio un artículo desaprobando el espectáculo “Las danzas incas del Perú”, montado por Julio Castro Franco, un gestor cultural de la época, en el Teatro La Cabaña de Lima. Castro, airado, replicó a Arguedas una semana después, el 19 de junio. El escritor publicó su dúplica el 11 de julio de 1960. El gestor Castro no pudo ver luego impresa su respuesta: El Comercio, considerando que había sido suficiente, dio por finalizado el intercambio de palabras.

Ese desplante encendió su furia que, cuarenta años después, cobró forma de libro.

Cuando uno lee “Algunas sangres del zorro Arguedas” (1999), uno queda sorprendido por la cantidad de invectivas que lanza Castro Franco en contra del escritor. Uno puede pensar: “Bueno, está bien, está irritado”. Pero no era para lanzar una serie de descalificaciones ad hominem. Castro se excedió, y muy largamente. Posiblemente tenía la razón en el hecho de que Arguedas haya llevado muy lejos su defensa de la cultura andina –esto por la evidente censura de la coreografía presentada por él en La Cabaña–, pero ridiculizarlo, maltratarlo, presentarlo como un timorato, endilgarle los peores denuestos, se sale de todo libreto establecido, lo invalida como crítico y ocasional oponente.

Lo interesante del libro de Franco –si cabe rescatar algo de él– es el hecho de que presenta un rostro poco conocido de Arguedas. De alguna manera lo desmitifica. Quizás se lo pueda comparar –con las reservas del caso– con los retratos de Julia Urquidi –Lo que Varguitas no dijo– y Herbert Morote –Vargas Llosa, tal cual–, o, tal vez, el poco comentado –por ser políticamente incorrecto– de Rodolfo Hinostroza, Pararrayos de Dios. Se podría decir, por los toques de insidia, que se acerca más a Morote –pero superándolo infinitamente en mordacidad–. Castro –para dar cuenta de su inquina– relata, por ejemplo, en un fragmento de su libro, un infeliz encuentro que tuvo Arguedas con la clase pudiente de San Isidro. Dice así, y transcribo esta parte sin ningún tipo de afeite: “Arguedas, aterrizó como esperado: cual vivísima mascota vernacular que hablaba ‘quechua mejor que castellano’; un ente folklórico al que, durante las reuniones en salones alfombrados, los caballeros de puños con enormes gemelos de oro, el vaso con wisky (sic) en la mano, le preguntaban divertidamente: dime José María, cómo se traduce al quechua cómo estás? Imaynallam kachkanky, pues. Y, cómo se dice en quechua, qué hora es? Imay pacham, caballero. Y, hasta mañana? Pakarimkama. Y… caca? Isma no más se dice, pues. Dime José María, cómo le miento la madre a este conchudo que me ha jodido en el banco?”[1].

Insultante, racista y agresivo. Y así como este hay muchos fragmentos más.

A estas alturas, cabe preguntarse ¿Qué fue lo que reclamaba Franco de Arguedas que provocó la escritura acre de este libro después de varias décadas? Arguedas, en concreto, creyó ver en la coreografía montada por Julio Castro Franco, “Las danzas incas”, la vulneración de las tradiciones culturales del país. Por esos años, tal como lo recuerda una de sus estudiosas, Carmen María Pinilla, Arguedas oficiaba de Director de Expresiones Artísticas del Ministerio de Educación[2]. Desde allí, el escritor expresó su rechazo. Castro, por su parte, lo acusó de desconocer la realidad artística peruana, de plagiar y de ser continuador de prácticas gamonalistas por contratar como domésticos a jóvenes artistas.

Pinilla señala que Arguedas criticó a Castro “con argumentos imbatibles pues había observado directamente la mayoría de danzas en sus escenarios naturales” y que desde su condición de funcionario del ministerio “buscaba convencer a los grupos artísticos sobre la importancia de mantener la tradición, garantía de lo artístico y evitar ceder a las imposiciones del mercado.”[3]

Este rechazo, pues, fue muy mal tomado por Castro, quien hizo correr las tintas de su furia, de su odio empozado, en “Algunas sangres del zorro Arguedas”. Arguedas, se desprende del propio texto, se sentía intimidado por Julio Castro. Pasado un tiempo de la desavenencia que los tuvo enfrentados, aparentemente retomó la amistad con este frecuentándolo de nuevo. Pero era un miedo cerval fundado en lo deslenguado que podía ser el coreógrafo de “Las danzas incas del Perú”. (Allí está como muestra la respuesta fuera de tono publicada en El Comercio). Arguedas tenía temor a las calumnias de su eventual contendor. Todo indica, por otro lado, que Castro Franco, un tipo ligado al ambiente cultural –fue presidente de la Asociación Cultural Peruano-Rumana–, se dejaba arrastrar por la ira cuando lo contrariaban. Arguedas que lo conocía porque frecuentaban los mismos espacios, quiso evitar probablemente un encontronazo verbal con él, pero cuando vio en juego, a su juicio, el correcto enfoque del folklore andino, su genio lo dominó. Y las consecuencias se vieron varias décadas después, con este libro que el escritor –una persona delicada en sus sentimientos– hubiera visto horrorizado al poner al descubierto pasajes vergonzosos –como el arriba mencionado– de su vida personal.

Bioy Casares realizó un homenaje a su amigo, el escritor Jorge Luis Borges, en Borges. Un frondoso libro que pone al descubierto sus grandezas y contradicciones. Un libro sí de infidencias, pero también de ideas literarias. Su objetivo era dejar un testimonio de su amistad. No fue hiriente, simplemente reprodujo las conversaciones que tuvieron ambos durante cuarenta años –el mismo tiempo que le tomó a Castro para perpetrar su venganza–. Bioy transcribió con paciencia los diálogos sostenidos entre él y su amigo, empleando su memoria. Es su mejor libro, y tal vez el único en su género. Castro Franco no hace eso, lo que hace es deteriorar la imagen de un escritor con quien tuvo cierta amistad; lo hace para erigirse como el triunfador de una riña trunca. Su libro, sorprendente por lo desagradable, es una suma de miserias. Huelga decir que hasta allí nomás llega.

Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de agosto de 2016

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[1] Ver Algunas sangres del zorro Arguedas. Hechura de su madrastra, Julio Castro Franco, Edit-eterna, 1999, p. 55.

viernes, 12 de agosto de 2016

UNA NOVELA QUE NO ES NOVELA, PAÍS SIN NOMBRE

PODRÍA decirse que son un tipo de memorias al estilo de Bayly –en Yo amo a mi mami–: camufladas y con los nombres de los personajes reales cambiados para pasar, en apariencia, inadvertido. Pudo haber alcanzado su autor, Rosas Ribeyro, las cimas de un Bryce, quien hizo en Un mundo para Julius una exquisita disección de su clase social haciendo alarde de un manejo delicado del idioma. Pero Rosas Ribeyro prefirió la sima, y fiel a sus demonios, se encargó de ajusticiar partes de su novela que no es novela, País sin nombre, asestándole una buena dosis de coprolalia a las más de quinientas páginas que dan grosor a este su (a)salto en la narrativa peruana.

 

Desde el título, por otro lado, se percibe el ánimo de venganza. Javier Rosales –que no es sino Rosas Ribeyro– cuenta su vida en Lima y París, y en todos los lugares donde tuvo la fortuna de caer, hace un ajuste de cuentas con el país que parece no merecerlo y con todos los seres que cruzaron su existencia. Por sus páginas aparecen apristas, trotskistas, la izquierda cultural y política, teniendo como trasfondo el gobierno de Velasco. Y todos ellos, sin excepción, aparecen como inconsecuentes y embusteros, hasta el punto que uno puede llegar a pensar que el único dechado de pureza es Rosales, esto es, el alter ego de Rosas Ribeyro, que es él mismo.

 

En el tema de las memorias todavía sigue siendo invencible Vargas Llosa –El pez en el agua– y Alfredo Bryce con sus Antimemorias. Rosas Ribeyro –o Rosales– teniendo momentos significativamente altos en sus recuerdos, se ufana en estropearlos con frases o pensamientos que causan repulsa. Henry Miller, que también vivió en París, se las ingenió muy bien para retratar la miseria en que vivía, pero hizo un arte de la basura que le cupo tocar. Rosas Ribeyro, en cambio, muchas veces se hunde en la catarsis de un rockero subte. Tal vez esa explosión de abyecciones se la han aplaudido la miríada de seguidores que debe tener alrededor del jirón Quilca, pero, hay que decírselo, tendrán muy poca cabida cuando se haga un balance desapasionado de la literatura peruana de las últimas décadas. Ya tuvimos bastante con el peor Bayly –El canalla sentimental–, para tener dos.

 

De cualquiera manera, País sin nombre, es un libro que merece leerse. Un poco por la curiosidad, para reconocer entre sus páginas a Mirko Lauer, Armando Villanueva del Campo, Javier Heraud o Winston Orrillo; y otro tanto como un balance y liquidación –no al estilo de Luis Alberto Sánchez– de una época marcada por la Revolución cubana, las ilusiones traicionadas del cambio social, las fracturas ideológicas de la izquierda peruana y los desencuentros en los círculos culturales, a través de un personaje, Javier Rosales, cuya vida como deportado por el gobierno militar de Velasco, no es sino la de un joven peruano lastrado por el anarquismo y el descontento personal, que décadas después vuelca en un torrente de palabras para expresar el sinsabor vivido. Para eso hay que leerla, por curiosidad, y para tener una idea de cómo era el ambiente de cierta época, nada más. Luego de eso, como diría Borges con autoridad, salvo alguna opinión contraria, queda el olvido.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 12 de agosto de 2016



LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...