jueves, 15 de junio de 2023

UN TRIUNVIRATO IRROMPIBLE O LA AMISTAD DE VARGAS LLOSA, ABELARDO OQUENDO Y LUIS LOAYZA

MEDIADOS de los 50. Un muchacho de la Universidad Católica se acerca a colaborar con un grupo de entusiastas sanmarquinos quienes, deseosos en desagraviar la figura de Raúl Porras Barrenechea, injustamente atacado en una publicación del régimen odriísta, redactaron un manifiesto y organizaron una recolección de firmas de solidaridad a favor del vejado maestro [1]. ¿Quién era ese desconocido muchacho? Era Luis Loayza y Elías, un joven estudiante de Derecho[2]

Vargas Llosa, estudiante de Letras de San Marcos y discípulo de Porras[3], avisado que un estudiante de la Católica deseaba echar una mano juntando algunas firmas, se encontró con él y le entregó el manifiesto. No se desilusionaría mucho al recabar luego la solitaria firma de Loayza, porque si la hubo esta se diluyó cuando Lucho en la primera conversación que tuvieron en el “Cream Rica” de Miraflores, le amplió su horizonte literario plagado de provincianismos y telurismos llevándolo por los terrenos fantásticos de Borges, Juan José Arreola, Bioy Casares y Rulfo. Y no solo eso, sino sería quien lo conduciría, para su buena suerte, a conocer a otro de sus mejores amigos de juventud, el que después se convertiría también en íntimo, tanto como lo era para Loayza: Abelardo Oquendo[4]. Oquendo gran conocedor de la poesía del Siglo de Oro español [5], a quien luego llamarían “el Delfín”, se confabularía con Lucho para apodarlo con el sobrenombre de “el sartrecillo valiente” [6]por su desmedida pleitesía a Sartre –a papá Sartre[7]– y sus tesis de compromiso social, las que Loayza despachaba con “sibilina ironía”.

Sería ese “triunvirato irrompible”, como lo llamaba Vargas Llosa, “nacido a la sombra de unos ficus de Miraflores”[8], el que emprendería la aventura de publicar la revista Literatura, cuyo segundo número caería en manos de Albert Camus. Eran los años en que se vislumbraban los estertores del “ochenio” y relucían latientes los sentimientos de una buena amistad, años que Oquendo llamaba “los buenos tiempos”[9] y en donde estaban presentes “los viajes imaginarios a Europa, a París o al Principado de Mónaco”, adonde irían para hacer realidad sus sueños de convertirse de una vez por todas en escritores, no a tiempo parcial sino a tiempo completo.

¿Qué fue de ese trío, de esa entrañable amistad, como alguna vez la recordó Vargas Llosa en un artículo, cuarenta años después de haberse formado?

Según Julia Urquidi, en el libro Lo que Varguitas no dijo –que Vargas Llosa no ha leído ni piensa leer porque está lleno de “chismes”[10]–, este “los olvidó a medida que aumentaba su prestigio”[11]. Pero esto no debe ser tan cierto, porque si llevamos el testimonio de Urquidi a las fechas en que se remiten estos hechos, es decir desde 1963-1966 –época en la que sale a publicación La Ciudad y los Perros y la consagratoria La Casa Verde– hasta 1969, año en que sale a la luz Conversación en la Catedral, no tendría ningún sentido la dedicatoria de Vargas Llosa a Oquendo, el “Delfín” (“su hermano de entonces y de todavía”) y Loayza (“el borgiano de Petit Thouars”), ni tampoco la referencia a esa amistad de la que épicamente dijo “solo morirá con nosotros”, en un artículo que escribió en diciembre de 1964 en París[12],  a propósito de la novela de Loayza, Una piel de serpiente –que Miguel Gutiérrez malvadamente calificó como “una de las novelas más aburridas de la literatura  peruana”[13]–. En todo caso, presumimos que, si existe un olvido u alejamiento, este se encontraría en dos de sus protagonistas: Vargas Llosa y Abelardo Oquendo, en quienes mediaría ya un alejamiento que se remonta a los cambios ideológicos del primero, quien vira del socialismo procubano, con el que se le conoció en sus años iniciales como escritor, a un liberalismo radical, con el que ahora se le identifica.

Con Oquendo intuimos que el distanciamiento es ideológico, pues Vargas Llosa es alérgico a las posturas socialistas y colectivistas, que aquel, muy suavemente, no duda en deslizar y –por supuesto, mantener– en artículos. Allí tenemos las entrevistas, publicadas en el diario La República en 1983, bajo el título de Conversaciones en la Habana, a escritores de izquierda como Mario Benedetti y Omar Cabezas –comandante del Frente Sandinista de Liberación Nacional y autor del revolucionario y palpitante libro La montaña es algo más que una inmensa estepa verde–; su participación como moderador de una mesa redonda dedicada a la vigencia de Marx; y su columna Inquisiciones, publicada en el mismo diario, y en la cual, en alguna oportunidad, ha destacado, manteniendo una aparente neutralidad, la obra literaria de José María Arguedas[14], la cual Vargas Llosa estudió en La Utopía Arcaica, discutiendo en ella el indigenismo narrativo.

Oquendo convergería pues en un ideal socialista, que su antiguo amigo Vargas Llosa ha abandonado, y sus posturas literarias serían similares a las del desaparecido crítico Antonio Cornejo Polar (con quien participó, junto a Mirko Lauer, Washington Delgado, Marco Martos, en una mesa redonda sobre Literatura y Sociedad [15]), cuya filiación socialista y neoindigenista es reconocible.

El enfriamiento de la relación amical se debería entonces a esta insalvable diferencia, pues Oquendo no toleraría las ideas liberales de Vargas Llosa y habría preferido el silencio para no estropear lo que quede de ella. Así, teniendo el marco anterior, es que se ilumina la referencia de novelista peruano en El Pez en el agua cuando se refiere a “Abelardo Oquendo, uno de mis mejores amigos de juventud, de quien nunca pude entender qué hacía allí, rodeado de escribidores resentidos e intrigantes como Mirko Lauer, Raúl Vargas, Tomás Escajadillo, y aún cosas peores”, en los años de la dictadura socializante de Velasco Alvarado. Sucedía que Oquendo, como Lauer y Escajadillo, dos de los principales denostadores de Vargas Llosa[16], mantenía así su fidelidad al socialismo y por qué no, quizás, al indigenismo[17].

En cambio, Luis Loayza, que nunca demostró interés por la literatura de la tierra y la política –si no se toma en cuenta una incursión suya en una manifestación en contra de Odría donde perdió un zapato–[18], se llevaría, aparentemente, bien con Oquendo. Eso no sería nada raro pues la amistad entre ellos se remonta mucho antes de que ambos la tuvieran con Vargas Llosa. A pesar que siempre llamaría la atención que respondiera tan secamente a una encuesta que Oquendo le alcanzara para una antología en preparación, la relación amical andaría en buen pie[19]. Hay que recordar que Loayza ha publicado la casi totalidad de su producción cuentística en la revista Hueso Húmero, codirigida por Oquendo y Lauer, y que esta y su producción ensayística se encuentran reunidas bajo el sello de Mosca Azul –Otras Tardes y El Sol de Lima– y Hueso Húmero –Sobre el 900–, los cuales están bajo la égida de los mismos; y que Oquendo hizo la nota preliminar a El Avaro. Loayza, en esencia un esteta, un orfebre de la palabra y admirador de Borges, ejercería el papel de diplomático entre las posiciones antagónicas de sus amigos Oquendo y Vargas Llosa, y por ello se explicaría que no tuviera ningún inconveniente ni resquemor de saludar a aquel en medio del fragor de la campaña electoral de 1990, pues la política no tiene un lugar de privilegio en su vida. “Un abrazo, sartrecillo valiente”, le escribió Loayza, desde Ginebra, a Vargas Llosa, quien recordaría, probablemente, al inesperado Lucho que constituía un peligro llevar a una exposición, pues si esta desaprobaba aparecían en su rostro arcadas de descalificación, y al Lucho Loayza que lo defendió en sus inicios periodísticos cuando descargó baterías contra la literatura telúrica y los escritores nativos. En resumen, al amigo que festejó como si fuera suyo su triunfo en el concurso de cuentos de la Revue Française de 1958, que lo transportaría al mítico París y a conocer a Geneviève, un flirt parisino.

Finalmente, ¿qué se sabe de esta amistad nacida a la sombra de unos ficus miraflorinos? En verdad, muy poco, porque sus protagonistas se han encargado con sus silencios de dejar pocas pistas para intentar reconstruirla y sólo contamos con indicios. Ha sido Vargas Llosa quien más ha despejado el velo del misterio[20] contando en el Pez en el agua la felicidad que le provocaba ver por aquellos años llegar a su altillo de Panamericana a Lucho y a Abelardo para abominar de sus tareas domesticas y mecánicas del día, y fantasear con ellos proyectos literarios y viajes imaginarios a Europa. Entonces, ¿qué queda de ella? Queda sólo el recuerdo de que alguna vez los tres fueron muy buenos amigos y la esperanza de que, quién sabe, algún día no tan lejano se juntarán para repetir una nueva hazaña literaria.

Freddy Molina Casusol

Lima, 18 de febrero del 2000


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[1]. La mayor parte de este artículo ha sido elaborado tomando como fuente principal las memorias de Mario Vargas Llosa en El pez en el agua, Seix Barral-Biblioteca Breve, 1era edición, Marzo de 1993.

[2]. Probablemente, ya desde esas fechas, Loayza cultivaba una admiración por Porras, la que se vería plasmada, cuatro décadas después, en una antología y una nota introductoria a su cargo. Ver Raúl Porras Barrenechea. La marca de un escritor. Antología, Luis Loayza, Fondo de Cultura Económica, 1997.

[3]. Vargas Llosa le rendiría homenaje dedicándole su libro La Utopía Arcaica, y luego recordándolo en su discurso leído la noche del 7 mayo de 1997, cuando la Universidad de Lima le otorgó el doctorado Honoris Causa por su trayectoria literaria. Ver diario El Sol, 9 mayo de 1997.

[4]. Leyendo la versión de Oquendo sobre esta amistad, este habría conocido a Vargas Llosa sin mediar la presencia de Loayza. VerEl joven Vargas Llosa”, entrevista de Silvia Rojas, diario La República, 9 de mayo de 1997.

[5]. Eso no le impidió a Oquendo por esos años tomar el local de la ANEA y embadurnar unos malos lienzos, en una protesta surrealista que contó con la presencia de Carlos Germán Belli. Ver La Generación del 50: un mundo dividido, Miguel Gutiérrez, Ediciones sétimo ensayo, 1988, pp. 177-178.

[6]. Vargas Llosa en sus memorias cuenta: “Fue seguramente Loayza –o tal vez Abelardo, nunca lo supe– quien me puso el apodo con el que me tomaban el pelo: el sartrecillo valiente”, El pez en el agua, p. 295. Oquendo desentrañaría el misterio: fue Loayza. Ver «Abelardo Oquendo: “Aquí todo buen poeta es un ‘gran poeta’. Y no es así”», entrevista de Dante Trujillo a Abelardo Oquendo, El Comercio, 5 de agosto del 2018 (Nota del 15 de junio del 2023).

[7]. Ver la nota preliminar de Oquendo al libro de Luis Loayza, El Avaro (INC, 1974), donde en una bella prosa poética recuerda a “Mario” y aquellos años de amistad.

[8]. Ver “En torno a una dictadura y al libro de un amigo” en Contra viento y marea 1962-1982, Mario Vargas Llosa, Seix-Barral, 1983, pág. 64.

[9]. Ver la nota preliminar a El Avaro.

[10]. Ver la entrevista de Lola Díaz a Vargas Llosa que la revista peruana Gente reproduce de la española Cambio 16. Gente, No. 630, Febrero de 1988.

[11]. Lo que Varguitas no dijo, Julia Urquidi Illanes. Editorial Khana Cruz S.R.L., Bolivia, 1981, pág.42.

[12]. En este mismo artículo Vargas Llosa evoca con nostalgia a sus amigos –“uno en Nueva York -Loayza- y otro en Lima –Oquendo-–”. Ver “En torno a una dictadura...”

[13]. En contraste a este juicio mordaz de Gutiérrez (La generación del 50: ..., pág.110), ver la crítica “Los héroes fatigados de Luis Loayza”, que otro amigo del grupo, José Miguel Oviedo, dedica a esta primera novela de Loayza. El Comercio, Suplemento Dominical, 28-VI-1964.

[14]. Arguedas, 30 años después. Diario La República, 20 de julio de 1999

[15]. Ver Literatura y Sociedad, vol. I (1981) y II (1982), Antonio Cornejo Polar, Marco Martos, Mirko Lauer, Abelardo Oquendo, Ediciones Hueso Húmero.

[16]. Ver el último capítulo –versión ampliada de su artículo: “MVLL: los límites de la imaginación liberal”– del libro de Lauer –El sitio de la literatura, Mosca Azul Editores, 1a. edic. 1989– donde su autor hace un juicio político-literario de Vargas Llosa, y el artículo de Escajadillo –“Vargas Llosa: de incendiario a bombero”. Revista Primera Línea, diario El Nacional, 23 de agosto de 1987, pp. 8-9– de similar corte.  

[17]. La influencia del indigenismo en Oquendo vendría de su admiración a ese gran autor indigenista que fue José María Arguedas, cuando aquel en los 60 ejerció la Dirección de la Casa de la Cultura y éste la Sub-Dirección.

[18]. Leer la anécdota completa en El pez en el agua, pág. 294.

[19]. Narrativa Peruana 1950/1970. Alianza Editorial, Prólogo y Selección de Abelardo Oquendo, Madrid, 1973.

[20]. Cuando terminé la redacción de este artículo llegó a mis manos el último número de la revista Hueso Húmero en la que Abelardo Oquendo, descubriendo el cofre de sus recuerdos, publica una selección de cartas del joven Vargas Llosa donde éste revela, en el calor de la amistad, sus desalientos, desconfianzas y dudas en sus inicios como escritor en París. Ver “Cartas del sartrecillo valiente (1958-1963)”, Abelardo Oquendo, Revista Hueso Húmero No. 35, Diciembre de 1999.

miércoles, 14 de junio de 2023

MARIO MACHETE

¡Machete, despierta! Y Mario Machete no despertaba. Lo jalaron, lo sacudieron, hundieron un dedo en su hombro y no se movía. ¡Machete, despierta!, le dijo el hombre y lo volteó. Para qué lo haría, esa imagen lo espeluznó. Machete yacía con la boca abierta, la comisura de los labios morada y una bocanada de aire pestilente, liberado al momento de moverlo a un lado, inundó la calle. Machete estaba muerto, lo delataba ese rictus de dolor y ese aliento congelado con aroma de cadáver. “¿Cuántas horas había estado allí en la esquina tirado?”, pensó Miguelito, su compinche de cuadra en los Barracones del Callao, donde Machete pululaba, paseaba y asaltaba a cuanto incauto se cruzaba con él por sus calles, desde que su mamá, María La Marimacha, lo dejó abandonado para irse con un hombre que no era su padre a los arenales de Villa El Salvador para rehacer su vida. Machete a los trece años, solo y abandonado, sin madre ni padre que lo cuidara, se convirtió primero en un pendenciero que recogía las piedras que encontraba a su paso para defenderse de los niños de su edad que querían abusar de él, zas un piedrón y le bajaba la cara al más pintado; luego en un pájaro frutero que, en un momento de distracción, robaba las manzanas y uvas del frutero de la cuadra que no lo podía alcanzar y que, agitado, escuchaba a la distancia sus risotadas celebrando su pillería; y, por último, en un carterista que arranchaba las carteras a las chicas bonitas en los paraderos del centro de Lima para agenciarse un dinero y sobrevivir. ¡Machete, despierta! Machete no podía despertar, no podía sentir ya el sonido de la ambulancia que se lo estaba llevando al hospital, donde, luego de las pericias médicas, lo confinarían en la morgue para que lo recogiera algún familiar. ¿Pero quién? ¿Quién lo iba a recoger? Se había peleado con toda su familia. Su abuela lo había botado de la casa por birlarse la radio del cuarto y venderla a cambio de drogas, sus tíos le habían dicho que se vaya de la casa porque ya no podían tolerar las quejas de los vecinos por su mala conducta y, por más hijo de su hermana que fuera, ya les había colmado la paciencia, que se fuera, que recogiera sus bártulos y se las viera en la calle que ya bien hombre era. Pero Mario Machete, que a los dieciocho años tenía algún tipo de invisible lazo emocional sentía por su familia, no quiso; todavía quería llegar en la madrugada, treparse por el techo y sentir la cama que lo esperaba para calentarla con su humor adolescente. ¡Machete, Machete! ¡No te mueras!, comenzó a vociferar Miguelito, quien empezó a jalonearlo antes de que llegara la ambulancia y la calle se llenara de curiosos con el espectáculo de aquel hombre andrajoso que tiraba, desesperado, de un lado a otro, a ese otro hombre cuyo aspecto era tan calamitoso como el de él. ¿Por qué le decían “Machete”? Eso nunca se supo, ese sobrenombre apareció de pronto entre sus amigos del barrio de La Perla, donde primero vivía con sus tíos, antes de mudarse a los Barracones del Callao. Un día alguien le gritó: “Machete”, “Machete”, a Mario, y a pesar que quiso agarrar a piedrones al intrépido, el alías quedó en la memoria colectiva. Pronto los vecinos y los chiquillos que jugaban lingo y palito chino en las esquinas, lo reconocían como Mario “Machete”. “Machete… tumay”, contestaba siempre la afrenta. ¡Machete, no te mueras!, comenzó a sollozar Miguelito mientras lo atraía a su pecho y una botella, movida involuntariamente por su pie, rodaba en dirección a la pista impulsada por la fuerza del borde de su talón que la había tocado. Machete desde los dieciocho años, provisto ya de su mayoría de edad, comenzó a frecuentar las cantinas y bares del Callao. Con Miguelito, un salteador de calles como él comenzó a aficionarse a la cerveza, el anisado, el vermouth, el ron y todo tipo de cosa bebible. Luego cuando esto ya no fue suficiente, empezó su adicción por el “yonque”, un trago que de a pocos fue sancochando su hígado y llevando a limites poco permisibles sus riñones, debido a que su alto contenido del alcohol superaba lo que un ser un humano en condiciones normales podía procesar. Ahora Machete yacía allí sin moverse. Para él, el tiempo se había convertido en eternidad.

(2010)

Crédito de la foto: Pixabay 

 

lunes, 5 de junio de 2023

HISTORIA Y CONFIRMACIÓN. La Casa Verde, cincuenta y siete años después

LA EMPEZÓ a escribir veinte días después de haber publicado La ciudad y los perros[1]. La Casa Verde, la segunda gran novela de Vargas Llosa, tiene una deuda contraída con el escritor norteamericano William Faulkner, de cuya técnica literaria –estudiada por críticos como Efraín Kristal[2]– recibe un potente influjo.

Sobre el origen de La Casa Verde, Vargas Llosa ha testimoniado:

“Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el arenal de Piura el año 1946, y la deslumbrante Amazonía de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas y shapras, misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en 1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón”[3].

Al crítico literario Francisco Bendezú le confesaría: “Ha sido el tormento de mis días y mis noches. Solamente el ‘magma’ –como le llamo al borrador monumental de cada una de mis obras– fluctúa entre las 4 mil y 5 mil páginas”[4].

La novela competiría el año 1967 por el premio Rómulo Gallegos con la del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, Juntacadáveres, ganándole apenas por un solo voto (Onetti, con buen sentido del humor, explicaría su derrota al hecho que “el burdel de Mario en La casa verde era mejor que el mío en Juntacadáveres. El mío no tenía orquesta”).

Cuarenta y un años después, curiosamente, el ganador de aquella competencia homenajearía al derrotado con un libro: El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008).

El escritor argentino Julio Cortázar, uno de los primeros en leer el manuscrito de La Casa Verde, muy impresionado, le escribe una carta a Vargas Llosa en la que le dice:

“Has escrito una gran novela, un libro extraordinariamente difícil y arriesgado, y has salido adelante por todo lo alto… Me río perversamente al pensar en nuestras discusiones sobre Alejo Carpentier, a quien defiendes con tanto encarnizamiento. Pero hombre, cuando salga tu libro El siglo de las luces quedará automáticamente situado en eso que yo te dije para tu escándalo, en el rincón de los trastos anacrónicos, de los brillantes ejercicios de estilo.”[5]

La Casa Verde se inscribe en un periodo histórico bastante particular: el de la revolución cubana y los acontecimientos del Mayo Francés del 68, y generaría el discurso “La literatura es fuego” donde el joven Vargas Llosa rompe lanzas por un futuro socialista para América Latina (del cual se desencantaría décadas después).

La novela ha encajado críticas. Una de ellas muy curiosa. La de que Vargas Llosa, en realidad, había escrito una historia lineal que luego dividiría y revolvería para dar la impresión de fragmentación y juego con el tiempo y el espacio. El autor de dicha tesis es el crítico Darío Chávez de Paz. Dice:

“… en La Casa Verde se revela, mediante un análisis detenido, que lo que hizo el autor fue en principio moldear una gran historia con un gran acontecimiento cuyo desarrollo era diacrónico y posteriormente fragmentó dicha historia mediante cortes en el texto sin modificar ninguna escena ni ninguna palabra para luego reordenar los fragmentos a fin de lograr los efectos que se revelan.”[6]

Vargas Llosa ha admitido, por su parte, que la única historia que se narra de forma lineal es la del burdel en Piura que da título a la novela y que reposa en sus recuerdos de cuando cursaba el quinto año de primaria[7].

También la novela estuvo inserta en medio de polémicas políticas. Enterado Vargas Llosa que, por La Casa Verde, su nombre se voceaba para recibir el premio literario Rómulo Gallegos consulta al agregado de cultura de Cuba en París, Alejo Carpentier, la opinión del gobierno de Fidel Castro sobre el premio. Sintió un deber hacerla debido a su cercanía con la revolución cubana. Las acusaciones de represión que recibía el gobierno venezolano que lo iba a conceder, el de Raúl Leoni, lo empujaron a ello. Pero el problema vino cuando Vargas Llosa no quiso donar el monto del premio, 25.000 dólares (100.000 bolívares), a la guerrilla del Che Guevara en Bolivia. Haydée Santa María, directora de La Casa de las Américas, da a conocer en una carta la versión cubana:

“Cuando en abril de 1967 usted quiso saber la opinión que tendríamos sobre la aceptación del premio venezolano Rómulo Gallegos, otorgado por el gobierno de Leoni, que significaba asesinatos, represión, traición a nuestros pueblos, nosotros le propusimos ‘un acto audaz, difícil y sin precedentes en la historia de nuestra América’: le propusimos que aceptara ese premio y entregara su importe al Che Guevara, a la lucha de los pueblos. Usted no aceptó esa sugerencia: usted se guardó el dinero para sí; usted rechazó el extraordinario honor de haber contribuido, aunque fuera simbólicamente, a ayudar al Che Guevara.”[8]

Vargas Llosa, por su lado, hizo su descargo y acusó al escritor Alejo Carpentier de hacerle una propuesta deshonesta: de que públicamente done el monto del premio, pero que no se preocupara porque, por debajo de la mesa, el gobierno cubano se lo iba a devolver. Eso fue tomado por el escritor como una ofensa. Carpentier le leyó una supuesta carta de Santamaría donde ella habría formulado esa proposición[9].

La Casa Verde (1966) confirma la vocación literaria del joven Vargas Llosa. Forma parte, con La ciudad y los perros (1963) y Conversación en la Catedral (1969), de la trilogía que lo coloca en primera línea de la literatura internacional.

Aunque por momentos la técnica literaria desplegada parece devorar a los personajes que se abren paso por los arenales de Piura y el follaje espeso de la selva de Santa María de Nieva, la historia de Don Anselmo, Fushía, el Sargento Lituma y La Selvática se impone y emerge envolvente, como una espiral, en la mente del lector.

La Biblioteca Nacional del Perú ha anunciado hace algunos días que La Casa Verde será declarada Patrimonio Cultural de la Nación. Esa es otra forma –como la convenida por la Academia Francesa– de quedar inmortalizado.

Lima, 29 de mayo del 2023

 

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...