sábado, 8 de julio de 2023

UCHURACCAY. EL PUEBLO DONDE MORÍAN LOS QUE LLEGABAN A PIE

CUANDO Víctor Tipe hizo uso de la palabra hubo un absoluto silencio. El auditorio estaba colmado de invitados, periodistas y curiosos. Minutos antes había hablado el periodista José María Salcedo. El “Chema” se refirió a él y al libro que había escrito con su hermano Jaime, en términos muy elogiosos. Recordó en algún instante su propio libro, Las tumbas de Uchuraccay, pero la fiesta era de los hermanos Tipe. Para ellos era la culminación de una larga caminata que habían iniciado dos años atrás. ¿Habían participado miembros del ejército en la masacre de ocho periodistas en las alturas de Uchuraccay? ¿Treinta dos años después se podía saber ya la verdad? Cuando el mayor de los Tipe inició su alocución señaló, luego de una impactante presentación en pantalla gigante del tráiler del libro, que la investigación había sido financiada con recursos propios, que habían logrado entrevistar a los protagonistas de la masacre, que habían recorrido la misma ruta de los periodistas antes de encontrar su trágico final, que habían iniciado sus pesquisas pensando que los militares estuvieron involucrados en la matanza, que querían contribuir con la búsqueda de la verdad y que lo que habían encontrado a algunos no les iba a gustar.

 

Uchuraccay. El pueblo donde morían los que llegaban a pie (G7 Editores) reconstruye la matanza de ocho periodistas y su guía en las alturas de Uchuraccay. Recuerda, por su enfoque desde diferentes ángulos, la película Rashomon del realizador Kurosawa, quien, utilizando la declaración de los testigos, recrea los detalles del asesinato de un samurai. Es una técnica vista en escritores como William Faulkner en Sartoris y Luz de Agosto –a Ryunosuke Akutagawa, cuyo relato inspira el film de Kurosawa, lo comparan, por cierto, con Faulkner– e introduce al lector en la piel de los personajes, corroborando o descartando, alternadamente, una tesis. En el caso del libro de los hermanos Tipe confirma un hecho irrefutable: que los campesinos que participaron de la muerte de los ocho periodistas fueron los responsables directos y que no hubo ningún personaje ajeno a la comunidad que los dirigiera.

 

La página 130 de Uchuraccay. El pueblo… transporta al lector directamente al centro de la masacre. Allí se puede leer cómo el “gordo” Sedano, presuroso por calmar a los comuneros que habían bajado hostiles de las alturas de Uchuraccay, abre su maletín para mostrar su cámara fotográfica. Nervioso, exclama: “Somos periodistas, no somos terroristas”. Para su desgracia, lo primero que saltó a la vista fue el paño de color rojo que la envolvía. Ese era el color de la gente de Sendero Luminoso, el enemigo que venía por tierra como les había instruido el ejército. “Acá está su bandera. Son terrucos”, expresó en voz alta Irineo Ramos Huamán, uno de los más agresivos, cuando la vio. “Muere terruco”, y le asestó el primer golpe en la cabeza con la honda que tenía en la mano. Fue el primero que inició la masacre.

 

La sorpresa de la noche fue cuando Víctor Tipe contó que quien había difundido la especie de que en la matanza de los periodistas hubo participación de un militar infiltrado, era Juana Lidia Argumedo, la hermana de Juan Argumedo, el guía asesinado. Juana Argumedo había resultado ser senderista. Los comuneros entrevistados para el libro la habían delatado. Ella había participado por esos años en una columna senderista. Esa fue una dolorosa verdad para la familia Argumedo, en especial para Rosa Luz, la hija de Juan, allí presente, quien quería saber lo que había sucedido con su padre. ¿Se podía creer en una versión interesada propalada por una senderista? Con su divulgación se retrasó el esclarecimiento del caso. En el auditorio hubo un silencio total. Durante décadas se había creído que el ejército tuvo que ver con la matanza; que los periodistas habían sido asesinados porque iban a revelar una verdad que los militares no querían que se sepa

 

Al primero que mataron fue al “gordo” Jorge Sedano. Irineo Ramos descargó sobre la cabeza de Sedano la fuerza de su honda con una o dos piedras en la punta, luego que el fotógrafo de La República abriera su maleta y saliera un reluciente trapo rojo de su interior. “Muere, terruco de mierda”, le espetó. Ramos Huamán no entendía que ese trapo no era ninguna bandera terrorista como creía, sino un paño con el que el periodista cubrió su cámara fotográfica. El resto de periodistas reaccionó y salió en defensa de su compañero herido. En ese momento la violencia estalló. A Willy Retto, quien discretamente estuvo tomando fotos haciendo click a la altura de su pecho, le cayó una piedra. La última toma fue la de un conjunto de ellas y estaba borrosa. La hizo, con seguridad, cuando estaba caído. A los dos periodistas que salieron a defender a Sedano, y enfrentaron a golpes a los agresores, simplemente los masacraron. Los comuneros estaban ebrios. No tuvieron compasión. De nada sirvieron los primeros ruegos. Estaban seguros que eran “terroristas” y que “papá” gobierno los iba a exonerar de cualquier culpa.

 

A tres periodistas los rodearon y golpearon con piedras y palos hasta acabar con sus vidas. El final del último –el más joven, según el testimonio de Rufino Figueroa (¿acaso Jorge Luis Mendivil?)– fue terrible. En los momentos que se disponía a cruzar el río Uchuraccay para escapar de sus agresores, recibió el impacto de una piedra que lo tumbó. Clamó por ayuda, pero fue inútil. Dos comuneros lo remataron con un tremendo golpe de piedra en la cabeza. Su cuerpo quedó sumergido en las aguas heladas de un riachuelo, cuentan los hermanos Tipe.

 

Epílogo

Los campesinos que ultimaron a los ocho periodistas y al guía estaban seguros que eran terroristas.

Muchos se preguntan hasta ahora por qué emplearon tanta vesania al hacerlo.

(2014)

 

 

 

jueves, 15 de junio de 2023

UN TRIUNVIRATO IRROMPIBLE O LA AMISTAD DE VARGAS LLOSA, ABELARDO OQUENDO Y LUIS LOAYZA

MEDIADOS de los 50. Un muchacho de la Universidad Católica se acerca a colaborar con un grupo de entusiastas sanmarquinos quienes, deseosos en desagraviar la figura de Raúl Porras Barrenechea, injustamente atacado en una publicación del régimen odriísta, redactaron un manifiesto y organizaron una recolección de firmas de solidaridad a favor del vejado maestro [1]. ¿Quién era ese desconocido muchacho? Era Luis Loayza y Elías, un joven estudiante de Derecho[2]

Vargas Llosa, estudiante de Letras de San Marcos y discípulo de Porras[3], avisado que un estudiante de la Católica deseaba echar una mano juntando algunas firmas, se encontró con él y le entregó el manifiesto. No se desilusionaría mucho al recabar luego la solitaria firma de Loayza, porque si la hubo esta se diluyó cuando Lucho en la primera conversación que tuvieron en el “Cream Rica” de Miraflores, le amplió su horizonte literario plagado de provincianismos y telurismos llevándolo por los terrenos fantásticos de Borges, Juan José Arreola, Bioy Casares y Rulfo. Y no solo eso, sino sería quien lo conduciría, para su buena suerte, a conocer a otro de sus mejores amigos de juventud, el que después se convertiría también en íntimo, tanto como lo era para Loayza: Abelardo Oquendo[4]. Oquendo gran conocedor de la poesía del Siglo de Oro español [5], a quien luego llamarían “el Delfín”, se confabularía con Lucho para apodarlo con el sobrenombre de “el sartrecillo valiente” [6]por su desmedida pleitesía a Sartre –a papá Sartre[7]– y sus tesis de compromiso social, las que Loayza despachaba con “sibilina ironía”.

Sería ese “triunvirato irrompible”, como lo llamaba Vargas Llosa, “nacido a la sombra de unos ficus de Miraflores”[8], el que emprendería la aventura de publicar la revista Literatura, cuyo segundo número caería en manos de Albert Camus. Eran los años en que se vislumbraban los estertores del “ochenio” y relucían latientes los sentimientos de una buena amistad, años que Oquendo llamaba “los buenos tiempos”[9] y en donde estaban presentes “los viajes imaginarios a Europa, a París o al Principado de Mónaco”, adonde irían para hacer realidad sus sueños de convertirse de una vez por todas en escritores, no a tiempo parcial sino a tiempo completo.

¿Qué fue de ese trío, de esa entrañable amistad, como alguna vez la recordó Vargas Llosa en un artículo, cuarenta años después de haberse formado?

Según Julia Urquidi, en el libro Lo que Varguitas no dijo –que Vargas Llosa no ha leído ni piensa leer porque está lleno de “chismes”[10]–, este “los olvidó a medida que aumentaba su prestigio”[11]. Pero esto no debe ser tan cierto, porque si llevamos el testimonio de Urquidi a las fechas en que se remiten estos hechos, es decir desde 1963-1966 –época en la que sale a publicación La Ciudad y los Perros y la consagratoria La Casa Verde– hasta 1969, año en que sale a la luz Conversación en la Catedral, no tendría ningún sentido la dedicatoria de Vargas Llosa a Oquendo, el “Delfín” (“su hermano de entonces y de todavía”) y Loayza (“el borgiano de Petit Thouars”), ni tampoco la referencia a esa amistad de la que épicamente dijo “solo morirá con nosotros”, en un artículo que escribió en diciembre de 1964 en París[12],  a propósito de la novela de Loayza, Una piel de serpiente –que Miguel Gutiérrez malvadamente calificó como “una de las novelas más aburridas de la literatura  peruana”[13]–. En todo caso, presumimos que, si existe un olvido u alejamiento, este se encontraría en dos de sus protagonistas: Vargas Llosa y Abelardo Oquendo, en quienes mediaría ya un alejamiento que se remonta a los cambios ideológicos del primero, quien vira del socialismo procubano, con el que se le conoció en sus años iniciales como escritor, a un liberalismo radical, con el que ahora se le identifica.

Con Oquendo intuimos que el distanciamiento es ideológico, pues Vargas Llosa es alérgico a las posturas socialistas y colectivistas, que aquel, muy suavemente, no duda en deslizar y –por supuesto, mantener– en artículos. Allí tenemos las entrevistas, publicadas en el diario La República en 1983, bajo el título de Conversaciones en la Habana, a escritores de izquierda como Mario Benedetti y Omar Cabezas –comandante del Frente Sandinista de Liberación Nacional y autor del revolucionario y palpitante libro La montaña es algo más que una inmensa estepa verde–; su participación como moderador de una mesa redonda dedicada a la vigencia de Marx; y su columna Inquisiciones, publicada en el mismo diario, y en la cual, en alguna oportunidad, ha destacado, manteniendo una aparente neutralidad, la obra literaria de José María Arguedas[14], la cual Vargas Llosa estudió en La Utopía Arcaica, discutiendo en ella el indigenismo narrativo.

Oquendo convergería pues en un ideal socialista, que su antiguo amigo Vargas Llosa ha abandonado, y sus posturas literarias serían similares a las del desaparecido crítico Antonio Cornejo Polar (con quien participó, junto a Mirko Lauer, Washington Delgado, Marco Martos, en una mesa redonda sobre Literatura y Sociedad [15]), cuya filiación socialista y neoindigenista es reconocible.

El enfriamiento de la relación amical se debería entonces a esta insalvable diferencia, pues Oquendo no toleraría las ideas liberales de Vargas Llosa y habría preferido el silencio para no estropear lo que quede de ella. Así, teniendo el marco anterior, es que se ilumina la referencia de novelista peruano en El Pez en el agua cuando se refiere a “Abelardo Oquendo, uno de mis mejores amigos de juventud, de quien nunca pude entender qué hacía allí, rodeado de escribidores resentidos e intrigantes como Mirko Lauer, Raúl Vargas, Tomás Escajadillo, y aún cosas peores”, en los años de la dictadura socializante de Velasco Alvarado. Sucedía que Oquendo, como Lauer y Escajadillo, dos de los principales denostadores de Vargas Llosa[16], mantenía así su fidelidad al socialismo y por qué no, quizás, al indigenismo[17].

En cambio, Luis Loayza, que nunca demostró interés por la literatura de la tierra y la política –si no se toma en cuenta una incursión suya en una manifestación en contra de Odría donde perdió un zapato–[18], se llevaría, aparentemente, bien con Oquendo. Eso no sería nada raro pues la amistad entre ellos se remonta mucho antes de que ambos la tuvieran con Vargas Llosa. A pesar que siempre llamaría la atención que respondiera tan secamente a una encuesta que Oquendo le alcanzara para una antología en preparación, la relación amical andaría en buen pie[19]. Hay que recordar que Loayza ha publicado la casi totalidad de su producción cuentística en la revista Hueso Húmero, codirigida por Oquendo y Lauer, y que esta y su producción ensayística se encuentran reunidas bajo el sello de Mosca Azul –Otras Tardes y El Sol de Lima– y Hueso Húmero –Sobre el 900–, los cuales están bajo la égida de los mismos; y que Oquendo hizo la nota preliminar a El Avaro. Loayza, en esencia un esteta, un orfebre de la palabra y admirador de Borges, ejercería el papel de diplomático entre las posiciones antagónicas de sus amigos Oquendo y Vargas Llosa, y por ello se explicaría que no tuviera ningún inconveniente ni resquemor de saludar a aquel en medio del fragor de la campaña electoral de 1990, pues la política no tiene un lugar de privilegio en su vida. “Un abrazo, sartrecillo valiente”, le escribió Loayza, desde Ginebra, a Vargas Llosa, quien recordaría, probablemente, al inesperado Lucho que constituía un peligro llevar a una exposición, pues si esta desaprobaba aparecían en su rostro arcadas de descalificación, y al Lucho Loayza que lo defendió en sus inicios periodísticos cuando descargó baterías contra la literatura telúrica y los escritores nativos. En resumen, al amigo que festejó como si fuera suyo su triunfo en el concurso de cuentos de la Revue Française de 1958, que lo transportaría al mítico París y a conocer a Geneviève, un flirt parisino.

Finalmente, ¿qué se sabe de esta amistad nacida a la sombra de unos ficus miraflorinos? En verdad, muy poco, porque sus protagonistas se han encargado con sus silencios de dejar pocas pistas para intentar reconstruirla y sólo contamos con indicios. Ha sido Vargas Llosa quien más ha despejado el velo del misterio[20] contando en el Pez en el agua la felicidad que le provocaba ver por aquellos años llegar a su altillo de Panamericana a Lucho y a Abelardo para abominar de sus tareas domesticas y mecánicas del día, y fantasear con ellos proyectos literarios y viajes imaginarios a Europa. Entonces, ¿qué queda de ella? Queda sólo el recuerdo de que alguna vez los tres fueron muy buenos amigos y la esperanza de que, quién sabe, algún día no tan lejano se juntarán para repetir una nueva hazaña literaria.

Freddy Molina Casusol

Lima, 18 de febrero del 2000


-------------------------------------------

[1]. La mayor parte de este artículo ha sido elaborado tomando como fuente principal las memorias de Mario Vargas Llosa en El pez en el agua, Seix Barral-Biblioteca Breve, 1era edición, Marzo de 1993.

[2]. Probablemente, ya desde esas fechas, Loayza cultivaba una admiración por Porras, la que se vería plasmada, cuatro décadas después, en una antología y una nota introductoria a su cargo. Ver Raúl Porras Barrenechea. La marca de un escritor. Antología, Luis Loayza, Fondo de Cultura Económica, 1997.

[3]. Vargas Llosa le rendiría homenaje dedicándole su libro La Utopía Arcaica, y luego recordándolo en su discurso leído la noche del 7 mayo de 1997, cuando la Universidad de Lima le otorgó el doctorado Honoris Causa por su trayectoria literaria. Ver diario El Sol, 9 mayo de 1997.

[4]. Leyendo la versión de Oquendo sobre esta amistad, este habría conocido a Vargas Llosa sin mediar la presencia de Loayza. VerEl joven Vargas Llosa”, entrevista de Silvia Rojas, diario La República, 9 de mayo de 1997.

[5]. Eso no le impidió a Oquendo por esos años tomar el local de la ANEA y embadurnar unos malos lienzos, en una protesta surrealista que contó con la presencia de Carlos Germán Belli. Ver La Generación del 50: un mundo dividido, Miguel Gutiérrez, Ediciones sétimo ensayo, 1988, pp. 177-178.

[6]. Vargas Llosa en sus memorias cuenta: “Fue seguramente Loayza –o tal vez Abelardo, nunca lo supe– quien me puso el apodo con el que me tomaban el pelo: el sartrecillo valiente”, El pez en el agua, p. 295. Oquendo desentrañaría el misterio: fue Loayza. Ver «Abelardo Oquendo: “Aquí todo buen poeta es un ‘gran poeta’. Y no es así”», entrevista de Dante Trujillo a Abelardo Oquendo, El Comercio, 5 de agosto del 2018 (Nota del 15 de junio del 2023).

[7]. Ver la nota preliminar de Oquendo al libro de Luis Loayza, El Avaro (INC, 1974), donde en una bella prosa poética recuerda a “Mario” y aquellos años de amistad.

[8]. Ver “En torno a una dictadura y al libro de un amigo” en Contra viento y marea 1962-1982, Mario Vargas Llosa, Seix-Barral, 1983, pág. 64.

[9]. Ver la nota preliminar a El Avaro.

[10]. Ver la entrevista de Lola Díaz a Vargas Llosa que la revista peruana Gente reproduce de la española Cambio 16. Gente, No. 630, Febrero de 1988.

[11]. Lo que Varguitas no dijo, Julia Urquidi Illanes. Editorial Khana Cruz S.R.L., Bolivia, 1981, pág.42.

[12]. En este mismo artículo Vargas Llosa evoca con nostalgia a sus amigos –“uno en Nueva York -Loayza- y otro en Lima –Oquendo-–”. Ver “En torno a una dictadura...”

[13]. En contraste a este juicio mordaz de Gutiérrez (La generación del 50: ..., pág.110), ver la crítica “Los héroes fatigados de Luis Loayza”, que otro amigo del grupo, José Miguel Oviedo, dedica a esta primera novela de Loayza. El Comercio, Suplemento Dominical, 28-VI-1964.

[14]. Arguedas, 30 años después. Diario La República, 20 de julio de 1999

[15]. Ver Literatura y Sociedad, vol. I (1981) y II (1982), Antonio Cornejo Polar, Marco Martos, Mirko Lauer, Abelardo Oquendo, Ediciones Hueso Húmero.

[16]. Ver el último capítulo –versión ampliada de su artículo: “MVLL: los límites de la imaginación liberal”– del libro de Lauer –El sitio de la literatura, Mosca Azul Editores, 1a. edic. 1989– donde su autor hace un juicio político-literario de Vargas Llosa, y el artículo de Escajadillo –“Vargas Llosa: de incendiario a bombero”. Revista Primera Línea, diario El Nacional, 23 de agosto de 1987, pp. 8-9– de similar corte.  

[17]. La influencia del indigenismo en Oquendo vendría de su admiración a ese gran autor indigenista que fue José María Arguedas, cuando aquel en los 60 ejerció la Dirección de la Casa de la Cultura y éste la Sub-Dirección.

[18]. Leer la anécdota completa en El pez en el agua, pág. 294.

[19]. Narrativa Peruana 1950/1970. Alianza Editorial, Prólogo y Selección de Abelardo Oquendo, Madrid, 1973.

[20]. Cuando terminé la redacción de este artículo llegó a mis manos el último número de la revista Hueso Húmero en la que Abelardo Oquendo, descubriendo el cofre de sus recuerdos, publica una selección de cartas del joven Vargas Llosa donde éste revela, en el calor de la amistad, sus desalientos, desconfianzas y dudas en sus inicios como escritor en París. Ver “Cartas del sartrecillo valiente (1958-1963)”, Abelardo Oquendo, Revista Hueso Húmero No. 35, Diciembre de 1999.

miércoles, 14 de junio de 2023

MARIO MACHETE

¡Machete, despierta! Y Mario Machete no despertaba. Lo jalaron, lo sacudieron, hundieron un dedo en su hombro y no se movía. ¡Machete, despierta!, le dijo el hombre y lo volteó. Para qué lo haría, esa imagen lo espeluznó. Machete yacía con la boca abierta, la comisura de los labios morada y una bocanada de aire pestilente, liberado al momento de moverlo a un lado, inundó la calle. Machete estaba muerto, lo delataba ese rictus de dolor y ese aliento congelado con aroma de cadáver. “¿Cuántas horas había estado allí en la esquina tirado?”, pensó Miguelito, su compinche de cuadra en los Barracones del Callao, donde Machete pululaba, paseaba y asaltaba a cuanto incauto se cruzaba con él por sus calles, desde que su mamá, María La Marimacha, lo dejó abandonado para irse con un hombre que no era su padre a los arenales de Villa El Salvador para rehacer su vida. Machete a los trece años, solo y abandonado, sin madre ni padre que lo cuidara, se convirtió primero en un pendenciero que recogía las piedras que encontraba a su paso para defenderse de los niños de su edad que querían abusar de él, zas un piedrón y le bajaba la cara al más pintado; luego en un pájaro frutero que, en un momento de distracción, robaba las manzanas y uvas del frutero de la cuadra que no lo podía alcanzar y que, agitado, escuchaba a la distancia sus risotadas celebrando su pillería; y, por último, en un carterista que arranchaba las carteras a las chicas bonitas en los paraderos del centro de Lima para agenciarse un dinero y sobrevivir. ¡Machete, despierta! Machete no podía despertar, no podía sentir ya el sonido de la ambulancia que se lo estaba llevando al hospital, donde, luego de las pericias médicas, lo confinarían en la morgue para que lo recogiera algún familiar. ¿Pero quién? ¿Quién lo iba a recoger? Se había peleado con toda su familia. Su abuela lo había botado de la casa por birlarse la radio del cuarto y venderla a cambio de drogas, sus tíos le habían dicho que se vaya de la casa porque ya no podían tolerar las quejas de los vecinos por su mala conducta y, por más hijo de su hermana que fuera, ya les había colmado la paciencia, que se fuera, que recogiera sus bártulos y se las viera en la calle que ya bien hombre era. Pero Mario Machete, que a los dieciocho años tenía algún tipo de invisible lazo emocional sentía por su familia, no quiso; todavía quería llegar en la madrugada, treparse por el techo y sentir la cama que lo esperaba para calentarla con su humor adolescente. ¡Machete, Machete! ¡No te mueras!, comenzó a vociferar Miguelito, quien empezó a jalonearlo antes de que llegara la ambulancia y la calle se llenara de curiosos con el espectáculo de aquel hombre andrajoso que tiraba, desesperado, de un lado a otro, a ese otro hombre cuyo aspecto era tan calamitoso como el de él. ¿Por qué le decían “Machete”? Eso nunca se supo, ese sobrenombre apareció de pronto entre sus amigos del barrio de La Perla, donde primero vivía con sus tíos, antes de mudarse a los Barracones del Callao. Un día alguien le gritó: “Machete”, “Machete”, a Mario, y a pesar que quiso agarrar a piedrones al intrépido, el alías quedó en la memoria colectiva. Pronto los vecinos y los chiquillos que jugaban lingo y palito chino en las esquinas, lo reconocían como Mario “Machete”. “Machete… tumay”, contestaba siempre la afrenta. ¡Machete, no te mueras!, comenzó a sollozar Miguelito mientras lo atraía a su pecho y una botella, movida involuntariamente por su pie, rodaba en dirección a la pista impulsada por la fuerza del borde de su talón que la había tocado. Machete desde los dieciocho años, provisto ya de su mayoría de edad, comenzó a frecuentar las cantinas y bares del Callao. Con Miguelito, un salteador de calles como él comenzó a aficionarse a la cerveza, el anisado, el vermouth, el ron y todo tipo de cosa bebible. Luego cuando esto ya no fue suficiente, empezó su adicción por el “yonque”, un trago que de a pocos fue sancochando su hígado y llevando a limites poco permisibles sus riñones, debido a que su alto contenido del alcohol superaba lo que un ser un humano en condiciones normales podía procesar. Ahora Machete yacía allí sin moverse. Para él, el tiempo se había convertido en eternidad.

(2010)

Crédito de la foto: Pixabay 

 

lunes, 5 de junio de 2023

HISTORIA Y CONFIRMACIÓN. La Casa Verde, cincuenta y siete años después

LA EMPEZÓ a escribir veinte días después de haber publicado La ciudad y los perros[1]. La Casa Verde, la segunda gran novela de Vargas Llosa, tiene una deuda contraída con el escritor norteamericano William Faulkner, de cuya técnica literaria –estudiada por críticos como Efraín Kristal[2]– recibe un potente influjo.

Sobre el origen de La Casa Verde, Vargas Llosa ha testimoniado:

“Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el arenal de Piura el año 1946, y la deslumbrante Amazonía de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas y shapras, misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en 1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón”[3].

Al crítico literario Francisco Bendezú le confesaría: “Ha sido el tormento de mis días y mis noches. Solamente el ‘magma’ –como le llamo al borrador monumental de cada una de mis obras– fluctúa entre las 4 mil y 5 mil páginas”[4].

La novela competiría el año 1967 por el premio Rómulo Gallegos con la del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, Juntacadáveres, ganándole apenas por un solo voto (Onetti, con buen sentido del humor, explicaría su derrota al hecho que “el burdel de Mario en La casa verde era mejor que el mío en Juntacadáveres. El mío no tenía orquesta”).

Cuarenta y un años después, curiosamente, el ganador de aquella competencia homenajearía al derrotado con un libro: El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008).

El escritor argentino Julio Cortázar, uno de los primeros en leer el manuscrito de La Casa Verde, muy impresionado, le escribe una carta a Vargas Llosa en la que le dice:

“Has escrito una gran novela, un libro extraordinariamente difícil y arriesgado, y has salido adelante por todo lo alto… Me río perversamente al pensar en nuestras discusiones sobre Alejo Carpentier, a quien defiendes con tanto encarnizamiento. Pero hombre, cuando salga tu libro El siglo de las luces quedará automáticamente situado en eso que yo te dije para tu escándalo, en el rincón de los trastos anacrónicos, de los brillantes ejercicios de estilo.”[5]

La Casa Verde se inscribe en un periodo histórico bastante particular: el de la revolución cubana y los acontecimientos del Mayo Francés del 68, y generaría el discurso “La literatura es fuego” donde el joven Vargas Llosa rompe lanzas por un futuro socialista para América Latina (del cual se desencantaría décadas después).

La novela ha encajado críticas. Una de ellas muy curiosa. La de que Vargas Llosa, en realidad, había escrito una historia lineal que luego dividiría y revolvería para dar la impresión de fragmentación y juego con el tiempo y el espacio. El autor de dicha tesis es el crítico Darío Chávez de Paz. Dice:

“… en La Casa Verde se revela, mediante un análisis detenido, que lo que hizo el autor fue en principio moldear una gran historia con un gran acontecimiento cuyo desarrollo era diacrónico y posteriormente fragmentó dicha historia mediante cortes en el texto sin modificar ninguna escena ni ninguna palabra para luego reordenar los fragmentos a fin de lograr los efectos que se revelan.”[6]

Vargas Llosa ha admitido, por su parte, que la única historia que se narra de forma lineal es la del burdel en Piura que da título a la novela y que reposa en sus recuerdos de cuando cursaba el quinto año de primaria[7].

También la novela estuvo inserta en medio de polémicas políticas. Enterado Vargas Llosa que, por La Casa Verde, su nombre se voceaba para recibir el premio literario Rómulo Gallegos consulta al agregado de cultura de Cuba en París, Alejo Carpentier, la opinión del gobierno de Fidel Castro sobre el premio. Sintió un deber hacerla debido a su cercanía con la revolución cubana. Las acusaciones de represión que recibía el gobierno venezolano que lo iba a conceder, el de Raúl Leoni, lo empujaron a ello. Pero el problema vino cuando Vargas Llosa no quiso donar el monto del premio, 25.000 dólares (100.000 bolívares), a la guerrilla del Che Guevara en Bolivia. Haydée Santa María, directora de La Casa de las Américas, da a conocer en una carta la versión cubana:

“Cuando en abril de 1967 usted quiso saber la opinión que tendríamos sobre la aceptación del premio venezolano Rómulo Gallegos, otorgado por el gobierno de Leoni, que significaba asesinatos, represión, traición a nuestros pueblos, nosotros le propusimos ‘un acto audaz, difícil y sin precedentes en la historia de nuestra América’: le propusimos que aceptara ese premio y entregara su importe al Che Guevara, a la lucha de los pueblos. Usted no aceptó esa sugerencia: usted se guardó el dinero para sí; usted rechazó el extraordinario honor de haber contribuido, aunque fuera simbólicamente, a ayudar al Che Guevara.”[8]

Vargas Llosa, por su lado, hizo su descargo y acusó al escritor Alejo Carpentier de hacerle una propuesta deshonesta: de que públicamente done el monto del premio, pero que no se preocupara porque, por debajo de la mesa, el gobierno cubano se lo iba a devolver. Eso fue tomado por el escritor como una ofensa. Carpentier le leyó una supuesta carta de Santamaría donde ella habría formulado esa proposición[9].

La Casa Verde (1966) confirma la vocación literaria del joven Vargas Llosa. Forma parte, con La ciudad y los perros (1963) y Conversación en la Catedral (1969), de la trilogía que lo coloca en primera línea de la literatura internacional.

Aunque por momentos la técnica literaria desplegada parece devorar a los personajes que se abren paso por los arenales de Piura y el follaje espeso de la selva de Santa María de Nieva, la historia de Don Anselmo, Fushía, el Sargento Lituma y La Selvática se impone y emerge envolvente, como una espiral, en la mente del lector.

La Biblioteca Nacional del Perú ha anunciado hace algunos días que La Casa Verde será declarada Patrimonio Cultural de la Nación. Esa es otra forma –como la convenida por la Academia Francesa– de quedar inmortalizado.

Lima, 29 de mayo del 2023

 

sábado, 13 de mayo de 2023

RYUNOSUKE AKUTAGAWA

ES comparado con William Faulkner. Ryunosuke Akutagawa es conocido en nuestro mundo porque su compatriota, el realizador Akira Kurosawa, trasladó uno de sus cuentos (“En el bosque”) al celuloide con el nombre de Rashomon.

Como era de esperarse, Borges, muy inclinado al relato corto, le dedicó unas líneas que sirvieron de prólogo para uno de sus cuentos, “Vida de un loco”.

La influencia del haiku es detectable en la estética de Akutagawa, hecho que es anotado por Kazuya Sakai, un estudioso de su obra.

“En el bosque”, la medula del film de Kurosawa, es una pequeña obra maestra. La responsabilidad del crimen del hombre de kimono de seda pasa por varias manos. Al final, no se sabe quién ha sido, si el bandido Tajomaru o si la propia víctima se dio fin. La trama que semeja el múltiple enfoque de una mosca sobre un mismo hecho, permite penetrar en la psicología de los personajes.

Ese tipo de juegos con la trama, recuerda lejanamente El cartero llama dos veces de James Cain, novela corta incluida por Borges y Bioy Casares en las ediciones de séptimo círculo que dirigían.

Toshiro Mifune, en el film, recoge el desprecio y el brillo de los ojos del marido herido en su honor por la esposa mancillada delante suyo. La postura camaleónica y la traición ulterior de su mujer, Masago, recae en la soberbia interpretación de Machiko Kyo.

Rashomon, el pueblo, es el escenario de la puesta en escena.

En su biografía figura que se suicidó con una dosis de barbital a los 35 años, la misma edad que tenía el ensayista peruano José Carlos Mariátegui cuando murió, y con quien compartió, en espacios geográficos diferentes, una época: finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.

En la edición peruana de Rashomon y otros relatos (Adobe Editores S.A., 1999) se puede leer “La nariz” un relato jocoso. Cuenta la historia de las tribulaciones de un hombre con una nariz desproporcionada (podía llegar a hundirse en un plato de sopa al menor descuido). Akutagawa aquí da a conocer su vena humorística. El final, que se dobla como un bucle, es paradojal: después de intentar diversos métodos para retirársela, una vez hecho se percata que es motivo de burla y vuelve a extrañarla. Cuando la recobra –no sabe cómo le vuelve a crecer– siente alivio tenerla de vuelta. Es un relato que pudo haber sido guion para una película de Chaplin.

En esa misma línea se puede considerar “Los piojos”. A continuación de que un hombre, estrambóticamente, criara piojos para, según él, obtener calor de las picaduras de los bichos por las noches, otros dos, por oposición a esa teoría, se los comían. Un día, uno de ellos, el más radical, se comió los del otro. Ambos, samuráis consumados, se trenzaron en un duelo sangriento. Todo por culpa de los piojos.

Ryunosuke Akutagawa es muy popular en el mundo de los animes japoneses. Incluso hay un personaje estilizado, pálido y cubierto de un abrigo largo y negro, inspirado en él.

Eso habla de su aún vigencia y de las poderosas imágenes cargadas de violencia y contradicción en su literatura.


Crédito de la foto: Librería del GAM 

miércoles, 12 de abril de 2023

VIAJE A EL TROCADERO

EN LAS noches de mi primera adolescencia, “Juana Peña”, un pintor de brocha gorda de mi barrio, se quedaba conversando en la ventana de mi casa. Yo estaba impedido de salir. Pero no lo estaba para escuchar las conversaciones lúbricas que “Peña”, sus hermanos y amigos tenían por las noches. Ellos contaban sus incursiones a lupanares del Callao. Los más conocidos: El Trocadero y La Nene. Hablaban de las “gevitas” que entregaban sus cuerpos a los parroquianos, de cómo algunos se “quemaban”* cuando no se ponían un “jebe” (condón). “Peña” se deshacía en descripciones, dramatizaba más su voz cuando explicaba que a los hombres que las mujeres “quemaban” tenían que ponerles penicilina en la “pichula” y que eso era muy doloroso porque lo hacían con una aguja “así de grandota” introducida en el miembro viril masculino. Eso me asustaba. Y “Peña” con cada detalle se mostraba más sádico con sus oyentes (ahora pienso que debe haber sufrido esos trances). Su hermano, “Gordillo”, por su lado, se relamía con las descripciones de las mujeres del “Troca”. Decían que eran unas mamacitas, que tenían una cinturita y que había muchos hombres que hacían fila para cachárselas (perdonen la palabrota). A mí todas esas conversaciones donde se hablaba de la legendaria “yombina”, pastillita que supuestamente servía para estimular sexualmente a una mujer y tirársela fácil, tenían la propiedad de encender mi deseo. Se me llenaba la cabeza de imágenes obscenas. Una noche, no sé cómo, “Juana Peña” y “Gordillo”, me llevaron a El Trocadero. Yo era aún menor de edad, pero pude entrar. Recuerdo que el colectivo, casi a escondidas, y al vuelo, lo tomamos al frente de mi casa, incursionó por la avenida Centenario y luego entró a una boca de túnel toda oscura. “¿Dónde me he metido?”, me preguntaba. En el carro, la gente, puro hombre, por supuesto, estaba apretujada, ansiosa como yo en llegar al paraíso del sexo en el Callao. Luego de atravesar ese largo túnel y doblar una curva, por fin se vio una especie de explanada en la que se podía apreciar carros estacionados y dos edificaciones a los costados. La más grande El Trocadero y la más pequeña El Botecito. Entramos al primero. Creo que fue “Gordillo” quien pagó la entrada (“Viene conmigo” le dijo al guardián que pareció percatarse que era menor de edad). Adentro era como se puede ver en la portada del libro de Shimabukuru, Viaje a las Cucardas, revestido de luces rojas no tan intensas. Precaución que posiblemente se tomó para cubrir la identidad de las prostitutas y los clientes. Las mujeres que ofrecían sus servicios estaban en la entrada de las puertas. No vi mamacitas como el relato de “Gordillo” prometía. Vi mujeres semidesnudas cuyos rostros y cuerpos me informaban de una vida trajinada en el oficio y hasta avezadas por la mirada que tenían. No me animé con ninguna por temor (las palabras de “Peña” tuvieron un efecto paralizante sobre mí) y porque me sentía intimidado con ellas. Además, con lo ansioso que estaba ya que me había escapado de casa, ninguna erección hizo acto de presencia. Ni Peña ni Gordillo se atendieron con las féminas. Fueron a “sapear”. Nos quedamos un largo rato recorriendo los pasadizos. Luego salimos. Recuerdo, como una especie de alivio, el regreso, atravesando otra vez la boca oscura de ese túnel, para volver a casa. Nunca más me aventuré por la zona. Después, ya de adulto, fui a Las Cucardas, y una noche de sábado recorrí todos los lupanares del Centro de Lima ubicados en los jirones Rufino Torrico, Cailloma y La Colmena (incluido el Grill Tabaris donde una prostituta me alcanzaba una y otra copa de licor cuyo contenido botaba al suelo porque sospechaba que tenía la intención de drogarme). Pero esas impresiones de mi viaje a El Trocadero jamás las olvidé. Fueron parte de mis primeros ardores adolescentes.

 

*Se llama así al contagio por una enfermedad venérea cuya huella quedaba en la punta del pene.

miércoles, 29 de marzo de 2023

MARÍA KODAMA

HA partido María Kodama, la viuda de Borges. Se ha ido no sin dejar testimonios que informan sobre el carácter difícil que ostentó en vida. Uno de ellos es el de Epifanía Uveda, Fanny, la ama de llaves de Borges. Ella ha contado en El señor Borges (2004), libro en coautoría con Alejandro Vaccaro, detalles respecto a su discutible conducta. Vaccaro, biógrafo de Borges, por su parte, anota en Borges. Vida y Literatura (2006) que su matrimonio con el autor de El Aleph fue irregular (se casó con él, a pesar de no haberse divorciado de Elsa Astete, su primera mujer). María Esther Vásquez, amiga entrañable del escritor, relata en Borges. Esplendor y derrota (1996) que la dedicatoria que le hizo Borges en el “Poema de los dones”, incluido en El Hacedor (1960), fue borrada, luego de su muerte, por orden expresa de Kodama, ya en posesión de sus derechos de autor. Lo mismo pasó con la dedicatoria a una jovencita llamada Viviana Aguilar en el poema “Olvidar un sueño”. A Bioy Casares, amigo de toda la vida del escritor argentino, lo llamó “traidor” por haber revelado en su voluminoso Borges (2006) –una transcripción minuciosa de cuarenta años de conversaciones– aspectos personales e íntimos, y otros de apreciación literaria, que ahora sirven a los estudiosos para entenderlo mejor. Del mismo modo, María Kodama detuvo la reedición en francés de las obras completas de Borges en la prestigiosa colección La Pléiade de la Editorial Gallimard. Inmersa en juicios y declaraciones controvertidas, la viuda de Borges se granjeó odios en vida. Y ese celo por el cuidado de su obra hay que entenderlo bajo ese marco: el de la apropiación de la memoria de un escritor del que fue una ocasional discípula. El único biógrafo conocido que la trató con guantes de seda fue Marcos-Ricardo Barnatán en Borges (1995). El escritor Volodia Teitelboim le dedicó un capítulo en Los dos Borges. Vida, sueños y enigmas (2003), en el que consigna los cuidados al escritor en sus últimos momentos de existencia. Emir Rodríguez Monegal le lanza elogios en Borges. Una biografía literaria” (1978). Dice de ella: “Ahora parece inconcebible que Borges pudiera haber viajado alguna vez sin estar custodiado por la sonrisa pálida, la finísima atención, el amor de Antígona que le ofrece en su ancianidad…”. Pero Rodríguez Monegal vivió hasta 1985, poco menos de un año antes de que Borges falleciera y no pudo verla para juzgar su conducta posterior. Miguel de Torre, sobrino de Borges, ni siquiera la menciona en Apuntes de familia. Mis padres, mi tío, mi abuela (2004) (“No me hablen de esa mujer”, le dijo a Ana Prieto de la revista Orsai). Por lo demás, Kodama fue muy criticada y señalada de vivir del brillo borgiano que ella no alcanzó por mérito propio. Ha partido la mujer que en una entrevista interrogada por lo que pasaría con el legado de Borges cuando ella no esté, contestó sonriendo: «Yo pienso vivir doscientos años». Vivió 86, los mismos que Borges, y ha dejado como obra una fundación en la que perenniza el legado literario de su marido. Sera el tiempo, y solo él, el que dicte un veredicto sobre su paso en este plano.

 


viernes, 24 de marzo de 2023

REBELDE SIN PAUSA, UN LIBRO VIAJERO

 

ESTE es el libro de un discípulo y un escritor que selecciona y talla las palabras cuidadosamente. Es una larga entrevista en forma de viaje que cabalga entre la crónica y la biografía, pero, de pronto, en un salto imprevisto, se transforma en un perfil del personaje. Pudo haberse llamado Viaje al mundo interior de Lévano recordando el épico Veinte mil leguas de viaje submarino de Verne, pero el autor prefirió darle un nombre acorde a la vida de su maestro, a lo James Dean, Rebelde sin pausa. Leerlo evoca el libro de memorias de Octavio Paz, Itinerario; El amor posible de Juan Arias, una entrevista a Saramago; y el de Ricardo Setti, Diálogo con Vargas Llosa. Libros hay que recorren la trayectoria vital de un periodista como los de Domingo Tamariz (Memorias de una pasión) o el de Manuel Jesús Orbegozo (Testigo de su tiempo). Este se suma a ellos. Con el escrito por el historiador Porras Barrenechea, El periodismo en el Perú, pueden ser parte de una cartografía mayor. El libro de Moreno alcanza la meseta con los detalles de la entrevista a Haya, contada en otros lugares, por ejemplo, en Cambio de Palabras de César Hildebrandt, y en el del propio Lévano, Diálogos desde la historia. (Lévano allí se hace justicia al remarcar que la entrevista fue hecha al alimón.) De otro lado, la edición. Es una edición muy bien cuidada, a semejanza de las del Fondo Editorial de la Universidad Garcilaso de la Vega, con sobrecubierta e intercalada con fotos al inicio de cada capítulo como si fuera un film. El autor no ha escatimado esfuerzos para estar a la altura del reto que se había echado al hombro durante los dos años que le tomó esbozarlo. Asimismo, el libro del maestro (Diálogos) y el discípulo (Rebelde) forman una compacta unidad, el uno remite al otro. Rebelde sin pausa es un libro trajinado desde un taxi que hace las veces de embarcación recorriendo las estaciones de vida del periodista Lévano. Como el poeta romano Virgilio, Lévano (otro poeta) guía a Moreno (y no al revés) por una ruta donde se topa con periodistas, literatos y compositores como Manuel Acosta Ojeda, su compadre, cuyas anécdotas arrancan carcajadas al lector. Por ello, siendo serio, Rebelde sin pausa no está exento de humor, a menos que se crea, como el Burgos de El nombre de la rosa, que la risa es profana y deba censurarse. Rebelde sin pausa, un libro escrito por un periodista sobre otro periodista y para periodistas.

 

Rebelde sin pausa

Paco Moreno

Ediciones Altazor, 2016

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...