sábado, 30 de mayo de 2009

LA “ÚLTIMA HORA” de Juan Gargurevich

ESTE libro es una prolongación de Mito y verdad de los diarios de Lima (Editorial Gráfica Labor, 1972) –ensayo que no ha sido vuelto a reeditar por razones que no se han hecho conocidas, pero que sospechamos están relacionadas al tono velasquista con que fue concebido– y La prensa sensacionalista en el Perú (Fondo Editorial de la Universidad Católica, 2000).

Juan Gargurevich Regal (Mollendo, 1934), el autor de éste y los otros trabajos arriba mencionados, es un periodista que escribe con soltura y fluidez –sus recientes columnas en “La Primera” lo pueden atestiguar–.

Gargurevich no es un Lorenzo Gomis que ha planteado una teoría del periodismo, ni tampoco un Armand Mattelart que revolucionó en su momento la investigación en la comunicación desde la perspectiva crítica marxista, y menos aún una Rosa María Alfaro –quien sí ha hecho investigación de medios–.

Él es un excelente redactor perteneciente a la vieja escuela de periodistas que se hizo en la calle en la década de los cincuenta, y un buen difusor de las ideas de otros.

No es gratuito que lo mejor de su producción –el antes mencionado Mito y verdad y otro dedicado al joven periodista Vargas Llosa en “La Crónica”– se encuentre precisamente ubicada en ese periodo: es el que mejor conoce.

Sus publicaciones son un esfuerzo de recopilación y almacenamiento de datos, en los que se pueden escuchar las voces de Basadre, Jacques Kayser, Fraser Bond, Porras Barrenechea y otros, a quienes ha leído y presentado bien en sus textos sobre historia del periodismo.

En Última hora. La fundación de un diario popular (Ediciones La Voz, 2005), Gargurevich ha recogido el hilo dejado suspendido en Mito y verdad, cuando cuenta parte de la historia del famoso titular “Chinos como cancha en el paralelo 38”, convertido ahora en leyenda del periodismo peruano.

El autor recorre una serie de episodios y personajes que marcaron época en el país a inicios del siglo pasado: la asunción del Apra en el espectro político, la guerra de Corea de 1950, la vida azarosa de Eudocio Ravines, los apremios de Pedro Beltrán en el lanzamiento de “La Prensa”, la aparición de Dámaso Pérez Prado y los contoneos de las vedettes Betty di Roma, Mara y Anakaona, ilustres desconocidas para la generación actual, pero que por esas fechas despertaban la libido de la juventud limeña.

Gargurevich escribe con una pluma cargada de color y vivacidad y como testigo ocular de estos acontecimientos.

Lo novedoso en Última hora es la propuesta de dividir a los periodistas de antaño en generaciones, partiendo para ello del año 1903 hasta llegar a 1949 y 1950, año de la aparición de “Última hora”.

El autor encuentra hasta cuatro generaciones que ha identificado como: Grupo de La Prensa, Grupo de La Tribuna, Grupo de El Tiempo y Grupo Última hora (que tuvo vigencia hasta 1968, año del golpe militar de Velasco Alvarado).

Este esfuerzo por reagrupar a los hombres de prensa en periodos de tiempo, da cuenta de la preocupación de Gargurevich por sistematizar esta etapa del periodismo nacional.

Cuando, finalmente, toque juzgarse el conjunto de su obra –La historia de la prensa peruana, Introducción a los medios de Comunicación en el Perú, CIA y periodismo y otros títulos que han sido referentes para los estudiantes de periodismo–, se debe recordar lo que dijo García Márquez a Vargas Llosa respecto a los abuelos de la literatura costumbrista: que han removido bien la tierra para que otros, los que vengan, la puedan sembrar más fácilmente. Así se debe evaluar la producción de este buen exponente de la generación periodística de los 50, que es Juan Gargurevich: como perteneciente a la de un abuelo del periodismo peruano.


sábado, 9 de mayo de 2009

“EL CADETE VARGAS LLOSA” de Sergio Vilela Galván

LO ENCONTRÉ en un puesto de periódicos entre las avenidas Universitaria y Venezuela, y me fui caminando con él hasta llegar al cruce de las avenidas Perú y Bella Unión. Cuando despegué los ojos de sus líneas, ya tenía avanzado más de dos tercios de su contenido. Así de envolvente resultó su lectura. Hasta ese instante yo pensaba que Beto Ortiz había sido el único en capturar en un artículo esa etapa del escritor. Hasta ese instante, nomás. Al amigo que visitaba en el cruce de esas avenidas de San Martín de Porres donde detuve mi lectura, le dije, en tono, recuerdo, entre extasiado y eufórico, y blandiendo el texto entre mis manos, que ese libro, de un autor para mí, en ese entonces, aún desconocido, había hecho lo que muchos admiradores del escritor Vargas Llosa hubieran querido hacer: descorrer el velo que cubría la identidad de los personajes de sus novelas. Sergio Vilela Galván, un joven estudiante de periodismo, tuvo el honor, en una travesía de investigación que lo llevó hasta Francia, de revelar la historia oculta y secreta del cadete más famoso del Colegio Militar Leoncio Prado y de su novela La ciudad y los perros. Vilela planeó su proeza en el curso de periodismo literario del profesor Julio Villanueva Chang. Desde allí soñó, imaginó y reconstruyó en su mente La Prevención del colegio. Además, fue el primero en rebuscar en los recuerdos de Víctor Flores Fiol, Max Silva Tuesta, Herbert Moebius, Aurelio Landaure, Enrique Morey y Luis Valderrama, es decir de los integrantes de la sétima promoción de la cual egresó Vargas Llosa, para tomar el material que necesitaba y plasmar el borrador inicial de su futuro libro. El joven Vilela, además, en largas entrevistas que le concedió en su casa de Barranco, removió la memoria del escritor, revisó archivos de calificaciones y tomó notas de quienes lo conocieron por esos años. Es decir, fue a fondo, tomándose muy en serio lo que hacía. Y nunca se dio por vencido en su búsqueda de nuevos datos que alimentaran su historia, ni cuando en el Encuentro Internacional de Pau-Tarbes dedicado a la obra de Vargas Llosa, el peruanista Roland Forgues le dijera que por ningún motivo podía entrevistarlo. En otras palabras, tenía la garra del que lucha por hacer un buen reportaje, conseguir una primicia. Como buen discípulo aprovechado de Vargas Llosa, Vilela, tras descubrir las identidades cubiertas por la ficción de El Jaguar, El Esclavo y el Poeta, que crearon un punto de suspenso en su relato por el carácter inédito de la revelación, organiza con destreza el final intercalando el pasado y presente con el escritor –a quien le hacía la última entrevista para el libro–, con el uso de la técnica de las historias paralelas o vasos comunicantes, para dar el efecto de retardo y manejo del tiempo propios del narrador que conoce bien su oficio. He leído y releído El cadete Vargas Llosa (Editorial Planeta, 2003) cuatro veces. La última para escribir estas líneas. Y en todas he disfrutado de principio a fin el relato. He gozado y reído con las historias de Lola Flores y el profesor Mendoza, y he leído con asombro y desconcierto la confesión del cadete escudado en el anonimato quejándose con el joven Vilela de La ciudad y los perros, y exigiendo, casi cuarenta años después de escrita, que Mario Vargas Llosa se rectifique por lo que considera un daño hecho al colegio. Dudo mucho, por último, que el autor de El cadete Vargas Llosa vuelva reeditar una perfomance de tan magníficas proporciones. Pero si el destino y las musas me contradijeran en un futuro cercano, sería un placer perder una apuesta con Toño Angulo, amigo de Vilela, al respecto. Sí, sería sumamente placentero.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 9 de mayo de 2009


martes, 5 de mayo de 2009

LA “MALDITA TERNURA” de BETO ORTIZ

CREO que fue Rosa María Palacios la que dijo que se había tirado un balazo en el pie por la publicación de su libro.

Beto Ortiz escribe de las mil maravillas, mejor que Bayly incluso.

Bukowski y Henry Miller, quienes hicieron de la miseria de sus vidas un arte, han sido sus maestros.

La confesión pública de sus pecados carnales más “el periodismo es una basura”, han sido la fórmula de su éxito.

Esto es un periodismo beat; es decir, un periodismo que dista mucho del que se enseña en las universidades e institutos a los que los sacrificados padres mandan a sus hijos para aprender el oficio.

Una cámara que filma, dizque, a un ahorcado –que no era sino un trabajador del canal que se presta al juego de una periodista, que esa noche tiene que presentar un reportaje y no tiene la imagen del occiso–; un periodista famoso que, en un hotelucho de mala muerte, se mete en un hilo de coca para salir de la depresión (en la que se hunde más cuando descubre, por casualidad, que su ex flaca es ahora una actriz porno de un canal de cable); un aprendiz de periodista sodomizado por su maestro y su pareja, un “pirañita” de la calle; y un periodista vejete que muere por hacerle “un oral” a los jovencitos que llegan a practicar a un diario de alcurnia.

Esa es la pobreza del medio. 

Todo esto es lo que nos muestra Beto Ortiz. Todo es “bamba” y al mismo tiempo todo es realidad en Maldita Ternura, su libro.

Si la exhibición de las partes íntimas es una forma de perversión, aquí no lo es. Porque Ortiz ha preferido la presentación generosa de su pudibunda verdad a mantener el orden establecido, el no rompan filas. Su técnica: diálogos cortos, notas de prensa ficticias asesinando a su fiel enemiga, La Cuerva –ergo, Magaly Medina–, intercaladas con párrafos largos y un collage, casi al final, de cartas de ida y vuelta con sus amantes fortuitos –siempre masculinos–, es efectiva. 

Buena, Beto, te pasaste pal Cusco, tu vida con Galletita, El General y Kike Teresa y otras pulgas, funciona, le interesa a la gente. 

El periodismo televisivo peruano es así, no te engañes, calichín: destemplado, deslenguado, cuchillero. Por lo menos, el de la esquina de la televisión, que todos conocen, se edifica de esa manera, sobre los hombros de El Serrano Lara, las miasmas de Johnny Sánchez Sierra y las falsas polleras de La Chola Chabuca –mejor los identificamos, ¿no?, qué más da–. 

Ortiz recoge las interjecciones de la calle, los sonidos de los bajos fondos. Tiene un oído aguzado, súper fino. Es impresionante la cantidad de lenguaje “canero” que colecciona. Se nota que sabe usarla, que forma parte de su léxico bacán y, sobre todo, la “lleca”–calle– le ha enseñado como administrarla, mejor dicho, desenvainarla. Ahora se entiende como saca la chaira con Hildebrandt y lo deja mudo en los dimes y diretes desde el diario donde escribe. (Te vengaste bien de El Enano, lo llamaste el mastín más fiero de la perrera y mostraste un chihuahua a la platea. Bien, Ortiz, lo dejaste chiquito a Ampuero).

Siglos de entrenamiento en los huecos de Cárcamo y los cráteres pástrulos de la avenida Wilson –de donde sacó al Taca Taca y al Sicópata–, le han dado la destreza necesaria para batirse a duelo con el más pintado de la prensa nacional. Prensa que, por devaluada y subdesarrollada, va camino a la extinción ahora en las manos de Genaro Delgado Parker.

Beto Ortiz, al igual que los videos de Montesinos, nos ha hecho el favor de descubrirla, de hurgar en sus miserias, de explorarla en su pobreza de espíritu a través de su propio drama personal.

Hay que agradecerle, luego de leerlo, que el estudiante de periodismo exorcise sus ilusiones por ser un Carl Bernstein o Bob Woodward. Algo bueno nacerá de esta masacre, de esta crucifixión y empalamiento –con visos de tortura– que ha publicado Alfaguara. Excelente libro, hay que aplaudir al autor por su valentía y, en especial, por contarnos su verdad, la obscena verdad que pasea desnuda en las salas de redacción.

Freddy Molina Casusol
Lima, 5 de mayo de 2009

domingo, 3 de mayo de 2009

“LAS MUJERES DE HAYA” de MARÍA LUZ DÍAZ

ME DIJERON que fue publicado como una respuesta política al libro de Toño Angulo, Llámalo amor, si quieres. Pero no creo. Yo creo que intentaron utilizarlo como un boomerang para contrarrestar el efecto que podría haber provocado la idea deslizada por Angulo sobre la supuesta homosexualidad del líder del Apra. Además ya estaba en preparación desde hacía cuatro años atrás y uno de los borradores benefició para una de sus historias, precisamente la de Haya de la Torre, al libro del primero. No termino de leerlo y pienso que a su autora le ha ocurrido lo que a las mujeres de su libro: ha sido silenciada por nuestra república de las letras. Es decir, no se le ha hecho justicia. Porque el libro de María Luz Díaz, Las mujeres de Haya (Editorial Planeta, 2007), es un importante trabajo de investigación periodística que recrea con unas palabras como traídas del viento, la participación abnegada de las feminas que aparecieron en la vida de Haya de la Torre, mientras éste se esforzaba en construir un partido de ascendencia popular como era el Apra. En muchos aspectos superior a Llámalo amor, si quieres –con el cual tiene una conexión temática–, que se deja notar en la profusión de las notas al final de cada capítulo, las cuales advierten de la preocupación de su autora por la búsqueda de información, y, sobre todo, en la prosa que aflora cadenciosa y segura, a diferencia de la de Toño Angulo, a quien, aun reconociéndole sus innegables méritos como narrador, en varios pasajes de su obra transmite a sus lectores la sensación del apuro del cierre de edición. De las ocho historias que ha contado María Luz Díaz la más fascinante es la de María Luisa García Montero. Está al final del texto, y me he salteado las que la anteceden porque su foto y su belleza salvaje son subyugantes. Es como la imaginaba cuando leía el libro de Angulo –a quien Díaz acusa de inexactitud en el retrato–, de una hermosura atrevida y sensual. Así se la puede apreciar en Las mujeres de Haya: con el cabello negro azabache recogido al estilo de la época y unas cejas estilizadas, bastante bien marcadas, que denotan una personalidad libre y decidida. Le sigue una sonrisa coqueta invitando a la aventura, y una tez morena que podría competir con facilidad con la de cualquier rostro femenino de Hollywood. La autora de Las mujeres de Haya, de otro lado, desautoriza en su libro a Guillermo Thorndike, que, cediendo a su característica vena sensacionalista, ha filtrado en su trabajo El año de la barbarie. Perú 1932, la leyenda de un Haya enamorado de las mujeres que conoció. Este fue el caso de Ana Billinghurst. Luz Díaz ha demostrado que no hubo amor entre ambos y pone en evidencia la falta de rigor histórico de Thorndike. 

Tan interesante como el de Sergio Vilela –El cadete Vargas Llosa–, pero con diferentes ritmos de narración (el uno ganado por la pasión de la juventud y la otra atrapada por la tersa calma de una línea trabajosamente elaborada), Las mujeres de Haya comparte el hecho con El cadete Vargas Llosa de haber surgido del taller de periodismo literario de Julio Villanueva Chang, convertido, desde la universidad privada donde enseña, en mentor para sus jóvenes discípulos. 

Un libro, en suma, que ayuda a conocer, a través de su vida íntima y personal, a Víctor Raúl Haya de la Torre, un personaje de la política peruana, odiado en su momento por la clase dirigente que vio un peligro su ascenso al poder y, al mismo tiempo, amado por sus seguidores que veían en él a un redentor.

Freddy Molina Casusol
Lima, 3 de mayo de 2009

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...