miércoles, 24 de diciembre de 2014

SENDERO LUMINOSO EN SAN MARCOS DE LOS 80. Un testimonio personal

EN EL CENTRO: Mirando a César Lévano.
Foto: Ernesto Jiménez

Por:
Freddy Molina Casusol

LOS OCHENTA en San Marcos estuvieron divididos en dos períodos: del 80 al 85 (año en que yo ingresé) y del 86 al 89. Del primer período no puedo decir mucho porque no lo viví; lo que sí puedo decir es que hubo, según algunos estudiantes de la época, intensa actividad política y cultural, en especial en el patio de Letras que recibía grupos de música y teatro o, en su defecto, recitales de poesía, eventos que le daban mucho color y vida a la Facultad. A esos años corresponden esas fotos que de cuando en cuando aparecen por allí para dar cuenta que Javier Diez Canseco tuvo, alguna vez, tribuna para hablar en nombre de IU en San Marcos. Lo que vivimos nosotros fueron rezagos de esos tiempos. Del segundo período puedo decir que fue el momento más difícil para la universidad. Sendero hacía actividad abierta dentro de ella. Tan es así que el vicepresidente de la República, Luis Alberto Sánchez, decía que la universidad era una mata de Sendero, lo cual, viniendo de él, sonaba a una amenaza de intervención –la cual se concretó en febrero del 87–.


Atentado contra García Rada
Visión Peruana, 25 de abril de 1985

Si el 80 fue el inicio de la guerra popular, el 86 fue el inicio de la escalada de violencia senderista en diferentes partes del país. El 18 de junio de ese año, los presos de Sendero se amotinaron en tres penales de la capital –El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara–. Las noticias de la rebelión de los presos senderistas llegaron a San Marcos. Y la verdad, aunque ahora muchos lo quieran negar, era que los querían ver varios metros bajo tierra. Todavía estaba en la memoria de la gente el atentado contra el presidente del Jurado Nacional de Elecciones, Domingo García Rada, el año anterior –le metieron un balazo en la cabeza–.


Libro de la época
denunciando lo ocurrido en los penales

Cuando llegó al patio de Letras la información del bombardeo del penal El Frontón –que nos parecía escuchar a la distancia–, recuerdo haber escuchado por lo menos a uno decir: “Que los maten” (Hubo 248 ejecuciones extrajudiciales, hecho que provocó que el escritor Mario Vargas Llosa dirigiera una carta abierta a Alan García con el título de “Una montaña de cadáveres”). Ese mismo día o al día siguiente, una columna de Sendero, haciendo vivas a las “luminosas trincheras de lucha”, la guerra popular y al “Día de la heroicidad” –nombre con el que bautizaron ese día para recordar a sus compañeros muertos en los penales–, subía por la rampa de la Facultad que conducía a Educación y Psicología. Era impresionante, la columna senderista se desplazaba como una serpiente piso por piso; no terminaba aún de bajar y la cabeza ya se enroscaba con la cola.


Caretas (1987)

No fue la única vez. En 1987, por el Día de la heroicidad, creo, Sendero desplegó a lo ancho y largo de la pared lateral del edificio de Administración, colindante con el Bosquecito de Letras, una inmensa bandera con sus colores, el rojo de fondo y el dorado con la hoz y el martillo. Al pie de la bandera había un estrado. Esa vez habían organizado un acto cultural y, con esos faroles direccionando la luz, el resplandor de esa bandera se veía con más intensidad en la oscuridad de la noche. Alguno de sus militantes había ordenado a los trabajadores que apaguen las luces de la Ciudad y toda ella quedó en tinieblas. Desde la Facultad, en penumbras, muchos nos guiamos a tientas por las escaleras para alcanzar el tercer piso de Psicología y contemplar el espectáculo. Era imponente. Pensamos que en cualquier momento iba a entrar la policía o las Fuerzas Armadas para interrumpirlo, pero no pasó nada. A los pocos días, la revista Caretas publicó en su portada "Show terruco en el proscenio de San Marcos". 


SAN MARCOS da a conocer
su posición frente a intervención

En el análisis de Sendero no cabía la posibilidad de que el gobierno ingresara a los recintos universitarios donde parte de su militancia se encontraba infiltrada. Lo que esperaba es que el gobierno se mantuviera inerte, temeroso de las protestas que le caerían encima en caso que la policía o el ejército osaran violentar la autonomía de los claustros universitarios. Para Sendero la situación era perfecta: las universidades –y los estudiantes– les servían de escudo en sus planes globales de conquistar el poder. Pero los cálculos no le funcionaron la madrugada del 13 de febrero de 1987. Esa noche el gobierno intervino tres universidades donde se sospechaba había presencia subversiva: San Marcos, la UNI y La Cantuta. Hubo 793 detenidos –entre ellos veinte docentes–.


La República, 16 de febrero de 1987

Se cometió abusos, como usualmente ocurre en este tipo de operaciones donde la brutalidad le da una patada a la inteligencia: en San Marcos, mataron a Enrique Pacheco Tenorio, guardián del Centro Médico; a un alumno se le introdujo una “pata de cabra” en el recto; y a un número indeterminado de estudiantes los llevaron al Estadio Olímpico y los vejaron; además hubo una serie de destrozos que dejaron a la universidad más derruida de lo que estaba. Según un testimonio recogido por La Gaceta Sanmarquina de ese mes, un(a) estudiante declaró que “cuando se fueron los policías nos dimos con la sorpresa que no se habían llevado a todos, con algunos compañeros coincidimos en que, primero, habían escogido algunos cuartos y, luego, rompieron todas las puertas; un compañero de otro cuarto dijo que había visto a uno de los oficiales con una lista de nombres y números de cuarto previamente seleccionados”. El rector de San Marcos, Campos Rey de Castro, denunció en el programa conducido por Hildebrandt, “En Persona”, los abusos cometidos por las fuerzas policiales; el rector de La Cantuta, Melciades Hidalgo, curiosamente dijo que si se lo hubiesen consultado, él hubiera autorizado el ingreso; y el rector de la UNI, José Ignacio López Soria, declaró que se había entrado a un proceso de “militarización y fascistización del país” (Caretas, No. 492).


Marcha senderista en San Marcos
Foto: El diario (24/07/88)

¿Era necesaria la intervención? Es una pregunta un poco complicada de responder. De hecho, se había violado la autonomía universitaria (solo podía ingresar la policía con orden expresa del rector). Pero habría que precisar qué se entendía por autonomía: si era para defender el derecho de la universidad para autogobernarse, ejercer la libertad de cátedra y todo lo que implicaba el espectro académico; o si se la entendía como extraterritorialidad, como un Estado dentro de otro Estado o embajada en un país extranjero.


El "Che" caído
Caretas, Febrero de 1987

La intervención del 13 de febrero de 1987 fue muy triste, muy dolorosa para los sanmarquinos de la época. Recuerdo que cuando fui a la Ciudad, un grupo de estudiantes se había congregado alrededor de la estatua del “Che” que yacía caída en el suelo; otros, airados, gritaban contra el gobierno. Y en la vivienda se podía apreciar los estragos que había dejado la policía a su paso. Como era de esperarse, el alumnado salió a las calles los días subsiguientes en movilizaciones de protesta que llegaban al centro de Lima (yo fui detenido, con dos amigos, camino a una de ellas. Dos días estuve en una carceleta de Seguridad de Estado, hasta que fui liberado unos minutos antes de que estallara un coche bomba a espaldas de la Prefectura donde quedaba ella) ¿Los resultados de la intervención? Se encontraron 6 revólveres, bombas caseras, una metralleta policial y abundante folletería y propaganda del MRTA –la del “negro” León Joya se podía apreciar– y banderas de Sendero. Lo discutible de esta requisa es que se mostrara todo esto a las cámaras de televisión al lado de obras de Lenin, Mariátegui y Marx, a los cuales dudosamente se les podía condenar al exilio intelectual. Eso sí –y los rectores de las tres universidades intervenidas debían una explicación–: ¿Qué hacían 50 requisitoriados y “de ellos sólo 6 por causas del terrorismo” en los recintos universitarios (información tomada de las declaraciones del senador Enrique Bernales al diario La República, 16 de febrero de 1987)  ¿Cómo podía justificarse esa presencia? Finalmente, cuál fue la actitud de Sendero tras la intervención? Se replegó, solo por un tiempo.


La "Entrevista del siglo"
El diario, 24 de julio de 1988

1988. Asumo una de las principales representaciones estudiantiles de Letras (Consejo de Facultad). Ese año Sendero rompe su silencio y El diario, su vocero periodístico, publica una larga entrevista a su líder, Abimael Guzmán Reinoso. Lo que dijo allí hizo crujir el aura de intelectual que el escritor Miguel Gutiérrez le había construido en La generación 50: un mundo dividido, libro que apareció publicado el mismo año de la aparición de la entrevista. Gutiérrez escribió: “… si Abimael Guzmán y el camarada Gonzalo son la misma persona, entonces quien viene dirigiendo este gran acontecimiento (la guerra popular) es un hombre de inteligencia superior, de voluntad y disciplina inquebrantables…”. Pues bien, cuando uno terminaba de leer la entrevista, no le quedaba sino asombrarse por la distancia existente entre lo dicho por Gutiérrez y lo que acababa de leer (Guzmán era de una indescriptible simpleza intelectual).


Las mujeres de Sendero
de Robin Kirk

En la Facultad, si bien era cierto que había infiltrados de Sendero, también lo era que había gente ligada al Partido. Recuerdo que un dirigente del Centro de Estudiantes de Comunicación Social terminó en Cantogrande (penal donde eran confinados los presos senderistas); otro, matón y prepotente, terminó ultimado a balazos por la policía en Chorrillos (lo encontraron in fraganti haciendo pintas para Sendero); y otra, bastante conocida, Mónica Feria –que venía de la Católica a estudiar Lingüística en San Marcos–, fue detenida y acusada años después de pertenecer al PCP-SL. ¿Cómo eran enrolados? Poco a poco. Primero en el radicalismo de izquierda y luego, cuando decantaban posiciones, optaban por Sendero o el MRTA (“Beto” León Joya, estudiante de Comunicación muerto en Colombia, integró el Batallón América del M-19, primo hermano ideológico del MRTA).


San Marcos en los 80

¿Dónde estaba guarecido Sendero? En la vivienda universitaria y el comedor (cuyas dirigencias habían sido copadas por sus prosélitos). En el estadio de San Marcos se podía divisar pintada en las graderías una gigantesca hoz y martillo, símbolo del PCP-SL, y en sus astas flameaban banderitas del Partido. Parecía esa parte de la universidad una zona liberada. ¿Y las autoridades? Nada, no decían nada. Es que había temor.

¿Y los profesores? ¿Cuál era la posición de los profesores? Había uno que les hacía el juego. Recuerdo que en una clase de Materialismo Dialéctico el susodicho profesor dividió a los alumnos en dos grupos –“Materialistas” e “Idealistas”– para que debatan entre ellos. Hasta allí todo bien, uno podía aceptar la confrontación dialéctica; pero lo que no pareció aceptable fue que dejara como tarea a todo el salón la siguiente pregunta: “Diga usted, por qué Izquierda Unida es revisionista”. ¿Sospechoso, no?


Hubo otro que declaró, en una entrevista que le hizo El diario (ya en manos de Sendero), que este era “un modelo de comunicación popular”.

Quienes sino ellos eran los que alimentaban la imagen de subversiva de la universidad en aquellos tiempos.

Aula de Letras (1989)
Foto (detalle): Jaime Razuri

¿Cómo era el ambiente? Lamentable. Todo pintarrajeado con consignas de Sendero (las más comunes: “Combatir y resistir”, “Rematar el gran salto con sello de oro”, “Viva el marxismo-leninismo-maoísmo- Pensamiento Gonzalo”). En la entrada de la Biblioteca de Letras había una iconografía de Sendero que visualmente hacía indistinguible la placa de su inauguración. El MRTA tampoco se quedaba atrás. En el frontis de la Facultad, a la mano izquierda, se podía apreciar el símbolo de la organización liderada por Víctor Polay (un fusil y una porra incaica, coronados con la imagen de Túpac Amaru).

Y broncas, en relación a disputas de espacios de poder, no faltaron. En Comunicación, una noche, estudiantes simpatizantes de Sendero rompieron las ánforas en el curso de unas elecciones estudiantiles, tomaron el pabellón de la Escuela y la llenaron de pintas de color rojo (En una de ellas a un amigo y a mí nos acusaron de ser “testaferros del imperialismo”).


San Marcos
Foto: Ernesto Jiménez

En octubre de ese año, a Hernán Pozo Barrientos, un estudiante de Antropología, lo mató una bala en la sien que provino del arma de un policía. Recuerdo que un grupo de estudiantes –entre los que estaba el antropólogo Rodrigo Montoya– estábamos apostados en una columna de la Facultad viendo como la policía –provocada, es verdad, por unos cuantos exaltados– hacía el amago de ingresar. En eso comenzaron a sonar las balas y nos metimos todos adentro para protegernos. No habían pasado sino unos minutos, cuando vi que entre varios –uno de ellos era un amigo mío, militante del PUM– cargaban una pizarra con una persona encima. Era el chico Pozo malherido. “Ayuda, compañeros, ayuda”, decían. Los vi cruzar raudos por el patio de Letras para cortar camino y llegar más rápido al Centro Médico. En esos momentos, todo era confusión en la Facultad. A los pocos minutos nos llegó la noticia de su muerte. Eso nos impactó. Cuando volvimos a la entrada alguien señaló que allí, al pie de la columna donde habíamos estado un rato antes, le había caído la bala a Pozo. Me quedé impresionado. En la noche, la televisión –canal 9– informó lo sucedido.


Pozo no fue el único estudiante muerto en una intervención policial en el campus, lo fueron también Javier Arrasco y Carlos Barnett, este último estudiante de Derecho.

Así eran las cosas en San Marcos de esa época, donde la vida, como decía un cantor de la Nueva Trova, podía no valer nada.


Puntos de vista enfrentados
Debate PUM-Sendero

1989. Los partidos políticos de la izquierda legal fueron un muro de contención en las pretensiones de tomar el poder por la fuerza. En la universidad pasó así. El PUM (Partido Unificado Mariateguista) y su militancia –que, en sus mejores épocas, según me confesó un amigo, tuvo 150 militantes activos en San Marcos– fue por momentos un freno a los intentos de Sendero por hegemonizar el movimiento estudiantil. Pero esta actitud no fue gratuita, ni por amor al arte. Lo que pasaba es que el PUM –como Sendero– sentía la necesidad de enfrentar a un rival que le disputaba los mismos espacios tanto a nivel nacional –el movimiento campesino y obrero– como universitario. Las tesis de ambos se sostenían sobre columnas diferentes. Mientras el PUM hablaba de la Asamblea Nacional (ANP) –como germen de poder– y la autodefensa de masas (rondas campesinas), Sendero sostenía el tema de la guerra popular y la importancia de la comunidad campesina para arribar, previa a una "revolución democrática" (que era así como llamaban a su lucha armada), al comunismo. Sendero tildaba al PUM, con desdén, de revisionista (y al MRTA, de "revisionismo armado").


Semanario Amauta (1987)

Quien confronta, para ser más precisos, a Sendero es el sector llamado "libio" encabezado por Javier Diez Canseco y Eduardo Cáceres, a quienes sus oponentes del otro sector, los "zorros" –liderados por Santiago Pedraglio y Sinesio López (quien estaba a favor de un Acuerdo Nacional con el Apra)–, llamaban "vanguardistas militaristas", pues, por debajo, alentaban la vía insurreccional, al estilo de Cuba y Nicaragua, para entrar al socialismo (y para lo cual, se decía, estaban preparando una milicia). Ambos, Sendero y el PUM, no fueron "partidos de masas". Nunca tuvieron una acogida mayoritaria en San Marcos. Fueron, en todo caso, "partidos de cuadros", porque movían militantes alrededor de sus concepciones marxistas-leninistas. Uno bajo la variante maoísta y el otro bajo la variante guevarista (por el "Che"). Estas diferencias llegaron, en 1989, al plano de la discusión teórica. Amauta, vocero del PUM, y El diario se trabaron en un intercambio de puntos de vista sobre la coyuntura política que tenía como protagonista el accionar del PCP-SL. Para los voceros del PUM –en este caso, Raúl Wiener–, la estrategia y táctica militar de Sendero contradecía en la práctica lo expresado por Mao. Los acusaban de "aventureristas". Por su parte, los de El diario acusaban a Diez Canseco y a los diputados y senadores de IU de "cacarear" y de formar parte del "cretinismo" parlamentario. Las pugnas entre el PUM y Sendero llegaron a las paredes de la universidad. Las consignas de cada uno se podían leer sobre todo en las paredes de Ciencias Sociales donde ya no había un espacio de descanso visual por lo recargadas que estaban.


Facultad de Ciencias Sociales
Foto (detalle): Víctor Bustamante

Una experiencia interesante, en el enfrentamiento de los estudiantes con Sendero, fue la Coordinadora por la Defensa de San Marcos. La Coordinadora fue una réplica a mayor escala de la Coordinadora de Letras formada en la Facultad para las elecciones estudiantiles de 1988. La Coordinadora por la Defensa de San Marcos estaba integrada en parte por estudiantes cristianos identificados, me parece, con las posiciones de la Teología de la Liberación del padre Gutiérrez (por lo menos, conocí a un par de ellos que iban por esa línea). Uno de sus principales animadores, y propulsor, era Zenón De paz, hoy profesor de Filosofía de la Facultad. Su prueba de fuego más importante ocurrió en una fecha que no puedo determinar exactamente, pero que coincidió con un paro convocado por Sendero. Esa vez, recuerdo, la Coordinadora organizó una marcha por la universidad para responder al paro convocado por Sendero. El clímax de esta marcha –en la que participé invitado por Zenón– se suscitó en el momento que la columna de la Coordinadora se cruzó con la de Sendero –que salió también a marchar– en la Facultad de Ciencias Sociales. Fue ése un momento electrizante. Recuerdo que fue saliendo de Sociales cuando las dos se vieron frente a frente. La de Sendero entraba mientras la de la Coordinadora salía. En silencio ambas se miraron. En los alrededores habían estudiantes contemplando la escena. Por un momento se pensó que iba a haber un enfrentamiento con los "sacos" –así se les llama a los de SL–. Pero no, no pasó nada. Todo terminó en paz.


1989 fue un año preelectoral en el país. En mayo, Mario Vargas Llosa oficializó su candidatura a la presidencia por el Fredemo (Frente Democrático) y Sendero convocaría a un paro armado en la capital (3 de noviembre). Esto provocó que Henry Pease, candidato por la alianza electoral IU, llamara a una Marcha por la Paz, iniciativa a la que se sumó el escritor peruano.



A comienzos de año, el 9 de enero exactamente, en la universidad se suscitó un hecho que involucró a toda la comunidad universitaria. A un joven estudiante de Psicología la gente de Sendero lo sorprendió en una clase del decano de Letras, César Krüger, y lo bañó en pintura negra como represalia por haber arrancado una propaganda del Partido de las paredes de la Escuela de Psicología. Esa agresión fue denunciada por nosotros como representantes estudiantiles del Tercio, en un medio de comunicación escrito.


Sendero derrotado en San Marcos
El Nacional, 8 de setiembre de 1989

En Letras se celebraron tardíamente elecciones en Setiembre para el recambio de gobierno en el Consejo de Facultad, pero la lista única que se inscribió lamentablemente no pudo ser reconocida por el Comité Electoral debido a que más de la mitad de la población estudiantil no fue a votar (los “fachos”, combinados con estudiantes pro Sendero y MRTA, derrotados políticamente en uno de sus principales bastiones, Comunicación Social, no pudieron por primera vez, desde que se instauró el sistema de cogobierno en 1985, presentar candidatos en la Facultad). En consecuencia, el Consejo Universitario anuló las elecciones y emitió una resolución en la que ordenaba que, en aquellas facultades donde no se había alcanzado el porcentaje requerido, la representación estudiantil vigente completara el resto del periodo siguiente de gobierno. Es decir, me quedé un año más en el cargo. Como curiosidad debo decir que la lista única tenía como candidato por Comunicación a Toño Ángulo Daneri, quien años después haría una destacada carrera periodística.


Epílogo

Fueron los años correspondientes entre 1986 y 1989, años muy duros, muy difíciles, para la universidad. Fueron años de intervención policial, de bombazos en las calles, apagones, huelgas, muertes en el campus universitario, presencia de Sendero en las aulas, de pintas que perturbaban todo lo que significativa un clima de tranquilidad académica, de violencia inusitada en el país, de renuncia de rectores como Cornejo Polar fatigados por la intolerancia política, de debates infructuosos de los estudiantes más radicalizados que terminaban en roturas de vidrios en las aulas de la Facultad, de disputas entre el PUM y Patria Roja por la captura del local de la Federación de Estudiantes del Perú –que, alguna vez, terminó en pistoletazos–; pero también fueron años que, con ojos de asombro, los de la juventud, uno veía un mundo nuevo, de escarceos amorosos en los salones donde las parejitas se metían por las tardes para hacer el amor, de música primera de Soda Stereo, de cine en la Filmoteca de Lima, de café en los restaurancitos destartalados a la espalda de Letras, de la Semana de Integración Cultural Latinoamericana (SICLA) –en la que la poesía y el arte se confundieron en un hotel de la capital–, de la timidez del primer amor universitario. En otras palabras, de la juventud camino a la madurez. Cierro este testimonio, con estas palabras tomadas del libro de Luis Alberto Sánchez, La universidad no es una isla, que me enseñaron amar a San Marcos y que yo leía sentado por esos años en una esquina de la Facultad, y que desde entonces las tengo presentes cuando la evoco: “He padecido y padezco el mal de la Universidad –si mal fuere– desde hace cuarenta y cuatro años, es decir, desde el primer día de abril del año 1917 en que traspuse, ya como alumno, el umbral del inolvidable patio de los Naranjos del antiguo Noviciado de Jesuitas, donde, a partir de 1771, funcionó el Convictorio de San Carlos y, desde 1861, la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos. Me he identificado desde entonces, de tal manera, con los triunfos y fracasos de mi Alma Mater, que llevo tatuados en el alma indeleblemente sus luminosos estigmas. Me atrevo a afirmar que toda mi historia, al menos mi historia intelectual, gira en torno del nombre de San Marcos. Mi Alma Mater, lo ha sido de veras y por doble camino: como Alma y como Madre. (…) Llevo su tradición y su ambición metidas tan adentro que a menudo me ha sido imposible distinguir entre lo que yo pensaba de San Marcos y lo que San Marcos me impulsaba a pensar y decir”.

Lima, 24 de diciembre del 2014



lunes, 24 de noviembre de 2014

GLORIA DEL PACÍFICO

NO ES un esperpento como la quiso desmerecer un poeta –de escaso tacto para la crítica cinematográfica–. De patriotera –como lo dijo también este mismo personaje– tampoco tiene mucho. Gloria del Pacífico pudo haber sido, eso sí, mucho mejor. El arranque, documentalista con la voz en off, pudo haber sido tranquilamente suprimido para lanzar, de frente, al espectador al centro de la acción, con los soldados peruanos y chilenos trabados en combate, como se puede apreciar en la escena que le sucede. Las actuaciones son muy disímiles. Mucho más creíble el comandante chileno Baquedano que el coronel peruano Bolognesi. La narración, asimismo, es un poco confusa; no se tiene la precisión, hasta un poco avanzada la película, que el relator es un exsoldado de la guerra (Reynaldo Arenas), cuyo hijo (Pold Gastello) parece no comprender las razones de su progenitor para quedarse, en su momento de agonía –que es cuando evoca el pasado–, en Tacna, los días previos a su reincorporación al Perú. El personaje de Gastello no entiende, si no hasta el final, los motivos de su padre. El film trata de ser fiel con la historia –y he allí la crítica–, pero esa fidelidad no se debe traducir en que el realizador cinematográfico intente desceñirse de sus armas de creador para ponerle imágenes a los pasajes históricos de la guerra. Eso podía percibirse en muchas secuencias en las que había un esfuerzo, por supuesto loable, de contarlo todo; pero en perjuicio de la economía del film (dura dos y media, que pudieron ser menos). El realizador debió tomar como soporte las fuentes documentales y traducirlo a imágenes que sean fieles a su propio arte de composición visual. Partir de ellas para elevarse.

Un punto de inflexión es el oficial Agustín Belaunde (interpretado por el experimentado actor Juan Manuel Ochoa, ducho para los papeles de malo). Él le hace el juego de oposiciones a Bolognesi. Desde el punto de vista militar, el repliegue del Morro de Arica, sostenido por Belaunde, por razones de estrategia, era válido. La inmolación era inútil. Las fuerzas acantonadas podían dejar la plaza libre al enemigo y retroceder para unirse a otras tropas del ejército peruano que venían detrás y luego hacer la retoma. Sin embargo, en el análisis, también válido de Bolognesi (quien, quizá, intuyó las nulas probabilidades de obtener refuerzos), lo correcto era ofrecer resistencia al enemigo y cerrarle el paso en su avance. El problema de Belaunde es que se insubordinó –e intentó sublevar a los oficiales y tropas leales en contra de Bolognesi y los defensores del Morro– y huyó del escenario del conflicto –pesando en él el instinto de sobrevivencia–, quedando inscrita su participación en la historia como la de un desertor y un cobarde.

La película contiene, en muchos pasajes, un aliento didáctico. Eso, por instantes, repercute no muy favorablemente en la puesta en escena, porque la voz sentenciosa y engolada del personaje de Arenas moribundo en la cama, aleccionando a su hijo, en intentos de flash backs no muy bien logrados, suena postiza. El mejor momento llega en la parte final, cuando el film alcanza su clímax, cuando el desenlace es inevitable y las tropas chilenas, en proporción de 6 a 1, van a enfrentar a las peruanas. En ese momento épico, y los previos cuando hay un halito de esperanza en ganar (al incendiar, desde la costa, los cañones peruanos una embarcación chilena) y se cree que minando el Morro se lo podía convertir en inexpugnable, el espectador asiste, con el tronar de los cañones, el zumbido de las balas y el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, a la tragedia nacional expresada en la condiciones de inferioridad en que se encontraban las fuerzas peruanas (los fusiles se trababan con las balas que eran de otro calibre). El desconcierto, entonces, cunde, el enemigo arremete y los peruanos, respondiendo a bayonetazos, caen unos encima de otros atravesados por el fuego enemigo. La lucha, harto desigual, se resuelve, a favor del adversario que no tiene piedad con los vencidos a los que, ya heridos, “repasa”. En ese momento, el espectador peruano reconoce la valentía de Bolognesi y sus hombres de enfrentar una situación adversa. Contempla con el Morro ya tomado, las mujeres secuestradas y los invasores extranjeros desplegándose por las calles de Arica, la tragedia colectiva de un país el 7 de junio de 1880. Se conmueve, aplaude y llora a la vez.

El final es emotivo. Nos transmite la idea de que el sacrificio de Bolognesi y sus hombres no fue en vano. Es verdad que aún debe esperarse una mejor versión cinematográfica peruana de los acontecimientos de 1879 (la versión chilena es, por el momento, superior en realización). Pero hasta que aparezca, esta suple con creces ese vacío. Después de todo, en la historia del cine mundial tenemos filmes como Titanic (1996) de James Cameron, que fueron antecedidos por versiones que abrieron el camino a la que conocemos y alcanzó el reconocimiento general. A una señora que estaba en la sala –para tener una idea de las sensaciones encontradas que produce el film de Juan Carlos Oganes–, descendiente de tacneños, se le caían las lágrimas. “Nos toca ahora llorar derrotas”, decía con los ojos húmedos. Tal vez, una mejor focalización del tronco central de la historia–con una mejor administración de las sub-historias, como la de Ugarte y su novia, la del ingeniero encargado del minado del Morro y la del chileno espía camuflado de francés– hubiera dado mejores resultados. Sin embargo, y con todo, tenemos, por primera vez, una película peruana que toca los acontecimientos de la guerra del 79 y que enfrenta al espectador con la historia de esos hechos, la cual puede ser la de sus propios abuelos durante esos funestos días, y eso es lo que cuenta.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 24 de noviembre del 2014

domingo, 9 de noviembre de 2014

ANA GALLEGO Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE VARGAS LLOSA

HACE algunos meses en la Facultad de Letras de San Marcos se presentó –gracias a Agustín Prado– la académica española Ana Gallego –coautora del libro De Gabo a Mario–. Al final de su participación la abordé para hacerle algunas acotaciones sobre el pensamiento político de Vargas Llosa –a propósito de su ponencia sobre La civilización del espectáculo–. Le dije –mientras ella fumaba un cigarrillo– que para poder entender el pensamiento vargasllosiano había que remitirse a los estudios de mass media afincados en la Escuela de Frankfort y que había compartimentos en la mente del escritor que fácilmente podían aparecer como subsidiarios del concepto de Industrias culturales –aparecido por primera vez en el libro de Adorno y Horkeimmer, Dialéctica del Iluminismo–.
Le manifesté que la crítica debía despojarse de ciertas aprensiones ideológicas para auscultar mejor a Vargas Llosa y que había muchas cosas sobre él que pasaban frente a sus narices y no las veían; que había que tener una visión multifactorial y que había que hacer dialogar varias disciplinas, entre ellas la sociología y la comunicación (de donde yo provenía), al respecto.
¿Por qué, por ejemplo, alguna crítica se asombra del enfoque “progresista” de El sueño del celta, novela que cualquier escritor adscrito a esa tendencia hubiera hecho suya con gusto?, le pregunté. "Porque en Vargas Llosa –me respondí arriesgando una hipótesis (en tanto Ana Gallego botaba el cigarrillo a un lado)– hay otras líneas de pensamiento –de izquierda– en puja con su liberalismo”. “En roce con sus ideas cosmopolitas”, comentó, creo, ella e hizo un gesto de evidencia con las manos.
“Recuerde –agregué– que Vargas Llosa aprende el marxismo en San Marcos, escenario de una de sus novelas, Conversación en La Catedral. ¿En dónde? En la célula Cahuide. ¿Quién fue uno de sus instructores? Está en El pez en el agua: Isaac Humala, el padre del actual presidente de la República (y mentor del etnocacerismo de su otro hijo, Antauro). Entonces, hay que empezar por allí.” 
Le dije además –mientras la escoltaba Agustín y un profesor más a la salida de la universidad– que para entender el actual pensamiento político de Vargas Llosa, había que leer a Karl Popper, Ludwig von Mises y, especialmente, Hayek (La fatal arrogancia, los errores del socialismo), que había que analizarlo “desde esa mirada”.
Le señalé que el paso de Vargas Llosa al liberalismo no fue de un momento a otro. Anteriormente, le conté, se definía como un pragmático –imagino influenciado por su amigo de esos años, Richard Webb, aficionado al pragmatismo de James, cuyo libro, ¿Por qué soy optimista? (1985), prologó (y en el que confiesa que Webb era “un pragmático viejo”; en cambio él “está aprendiendo a serlo”; ver “Una cabeza fría en el incendio”, en Contra viento y marea III)–.
Es más, a mediados de los ochenta, cuando no se definía como un liberal –pero sí estaba en coqueteos (fue uno de los ponentes en 1979 de un simposio organizado por Hernando de Soto, que contó con la participación de Milton Friedman)–, entrevistado por Ricardo Uceda, afirmó que resolvía sus tomas de posición en “función de consideraciones más pragmáticas” (“…Ahora soy pragmático”, El Nacional, 2/11/85).
Sin embargo, en su tránsito de un lado al otro, se definía en otra entrevista (con Alfredo Barnechea), como un socialdemócrata (Peregrinos de la lengua, p. 291).
El paso de Vargas Llosa al liberalismo viene con fuerza de la mano de Popper –a quien, para la campaña presidencial del 90, estudió durante tres años y que, para muchos liberales ortodoxos, le advertí a Ana Gallego, quien me miraba con ojos curiosos, es el padre de la socialdemocracia (por lo que hay que examinar esa influencia en los rezagos de pensamiento de izquierda que aún parece mantener)–, luego viene Hayek –a quien, en 1991, le dedica un artículo: “Bienvenido, caos” (vuelto a publicar en Desafíos a la libertad, 1994)– y, por último, von Mises, de la Escuela Austriaca de Economía –al que tal vez menciona por primera vez, al final de la crónica dedicada a su hijo Gonzalo, “Mi hijo, el etíope” (1985)–.
No pudimos continuar porque Agustín se la llevó para cumplir, seguramente, con otras actividades planeadas para ella ese día. Pero la idea que quedó flotando, y no se la pude decir, era que, posiblemente, Vargas Llosa arribó a similares conclusiones que la Escuela (neomarxista) de Frankfurt, respecto a los temas planteados en La civilización del espectáculo –la frivolización de la cultura y la crítica de los mass media–, por caminos diferentes y sin tener, por supuesto, la menor empatía con esa línea de reflexión intelectual. Lo suyo es una aventura del pensamiento, una de las tantas a las que nos tiene acostumbrados.
Finalmente, cuando se fue Ana Gallego –secuestrada por Agustín– me quedó titilando la idea de escribir estas líneas –me pasé meses dándole vueltas–, un arrebato de escritura ha hecho que el día de hoy, por fin, las haya consumado.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 7 de noviembre del 2014

ORÍGENES DEL PERIODISMO RADIAL EN EL PERÚ

MÁS O MENOS hace diez años tuve la oportunidad de leer la tesis de Jacqueline Oyarce, El comentario y los comentaristas en la radiodifusión nacional (1996), en la Biblioteca Central de San Marcos. De entrada, el primer capítulo prometía. Estaba cuidadosamente preparado, con citas a pie de página y referencias de libros como el de Gargurevich sobre la experiencia de la Peruvian Broadcasting –texto poco conocido–, y otras menciones bibliográficas que hablaban de su interés por la investigación en comunicación social. La tesis, recuerdo, arrancó bien; pero, también recuerdo, que los dos siguientes capítulos no igualaban al primero. De cualquier forma, cuando uno evaluaba con frialdad el conjunto –incluyendo la entrevista a Luis Alberto Sánchez acerca de su programa radial en RPP, hecha un poco al paso– teníamos a una investigadora en ciernes. Esa primera impresión no ha sido defraudada. Por el contrario, ha sido confirmada, muchos años después, con la publicación del libro de Oyarce, Orígenes del periodismo radial en el Perú I-SUR (2007), el primero que recoge información dispersa, atomizada, no levantada, sobre el tema. Su autora ha hecho muchos viajes para ubicar a sus protagonistas, a esos héroes culturales que, detrás de un micrófono, daban vida al acontecer local y, cuándo no, exaltaban las fantasías de nuestros abuelos en las radionovelas que eran transmitidas, en algunos casos, por estaciones precarias.
Cusco, Arequipa, Moquegua, Tacna y Puno, han sido los lugares escogidos para hacer un primer mapeo de la radio en el país. El estudio de Oyarce, que la ha llevado a hurgar en fuentes documentales poco concurridas, cuenta los inicios de Humberto Martínez Morosini en Radio Landa de Arequipa; la participación, cuando niño, de Guillermo Ugarte Chamorro, antiguo director del Teatro Universitario de San Marcos, en la misma; el uso de la radio en la transmisión programas culturales –a cargo de catedráticos universitarios– en Radio Universidad; o la movilización solidaria de la población cusqueña para poner al aire de nuevo Radio El Sur, cuando se enteraron que un incendio los había privado de su estación favorita. Jacqueline Oyarce dice, modestamente, que su libro es “solo de consulta”. Seguramente, pero del que gusta de la investigación. Eso se nota.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 9 de noviembre del 2014

martes, 28 de octubre de 2014

LA PROSA PERIODÍSTICA DE JON LEE ANDERSON

COMPRÉ el libro con desgano, sin estar plenamente convencido de sus bondades. Es que yo no me guío en mis lecturas por las modas, yo sigo mis propios juicios. Tenía noticias de Jon Lee Anderson por un periodista en las redes sociales. Me había topado con algunos de sus artículos en revistas del medio, pero no le había hecho mayor caso. (Anteriormente, Kapuscinsky, no me había convencido.) Pero, peor, ver publicado El dictador, los demonios y otras crónicas, de Lee Anderson, en el sello de Anagrama, me parecía un poco frívolo. Debía ser que Herralde, su director y editor, me recordaba el premio del mismo nombre que le dieron a Bayly, un escritor más inclinado al escándalo que al ejercicio serio de la escritura.
El asunto es que, hasta el otro día, yo me quedaba, en cuanto a crónicas y reportajes, con García Márquez, Vargas Llosa y Tomás Eloy Martínez. Pero luego de leer a Lee Anderson mi percepción cambió.
¿Cómo calificar su prosa periodística? Cuando empecé a desmenuzar el primer perfil de su libro, el muy celebrado de Pinochet, me “enganchó” la entrada (“Sólo he sido un aspirante a dictador”). “Bien –pensé–, buen lead”. Luego, el efecto de retardo de la acción en el relato –un recurso literario que se encuentra en los novelistas– hecho sin apuro. El manejo en paralelo de la historia y sus escenarios evoca levemente la técnica de escritores como John Dos Passos y Vargas Llosa –que lo llama “la técnica de los vasos comunicantes”–, bien logrado.
Anderson se sabe no solo poseedor de un talento natural, sino que se preocupa por esmerilarlo. En las descripciones de sus “perfilados”, además, balancea la información (ítem que ciertos periodistas, ganados por compromisos políticos, parecen haber descuidado) y recoge el testimonio de los bandos en conflicto. Luego deja que el lector saque sus propias conclusiones. Como debiera ser.
Lee Anderson ha planeado este libro con la intención de proyectar un halo de luz en la oscuridad de la vida de sus biografiados (desde Hugo Chávez hasta el rey Juan Carlos I de España).
¿Cómo calificar, entonces, su prosa periodística? De brillante, forjada en el fragor de la búsqueda de la verdad. Qué diferente sería el periodismo si los que viven de él, tuvieran como Anderson el escrúpulo de la honestidad a la hora de escribir y publicar. Otro sería su destino y otros sus lectores.

Freddy Molina Casusol 

Lima, 28 de octubre del 2014


miércoles, 15 de octubre de 2014

LA PRENSA ESCRITA O EL ARTE DE ENVOLVER PESCADO

LOS MEDIOS ESCRITOS tal como los conocemos desaparecerán. Cuando se tenga que escribir la historia de los medios de comunicación en el país, un capítulo importante lo tendrán aquellos surgidos de la internet. De hecho, esto ya está sucediendo. Allí está para atestiguarlo el libro de Lyudmila Yezers’ka, Ciberperiodismo en Perú. Quedarán en la prehistoria, en el catastro, textos precursores como el de Raúl Porras Barrenechea, El periodismo en el Perú; Historia de la prensa peruana de Juan Gargurevich; y, el más reciente, el de María Mendoza Michilot, 100 años de periodismo en el Perú. Todos ellos se consultarán para saber cómo era la prensa de nuestros tiempos. El futuro del periodismo está en la plataforma global. La competencia será feroz en el propósito de fidelizar a los lectores. Blogs, páginas web y espacios hiperactivos se los disputarán.
En el futuro virtual veremos hologramas con las noticias en tiempo real reemplazando el aroma de la prensa de papel de los nostálgicos.
Desaparecerán los colegios de periodistas; en su lugar se instalarán las asociaciones de comunicadores o infografistas, quienes reclamarán un lugar de dominio en las comunicaciones del mañana.
La prensa de papel quizás tenga un espacio, pero uno muy reducido, focalizado en el mercado de lectores. Este será, no obstante, como el de los que compran discos de vinilo: una exquisitez para los conocedores. “¿Y la percepción de los lectores de la aldea global se modificará?”, preguntará alguien. No, porque el lector, como ahora, exigirá contenidos de calidad.
Por tanto, los periodistas tienen asegurada su existencia (por supuesto, nos referimos a los buenos periodistas). El llamado periodismo ciudadano no podrá cantar, por ende, victoria.
La batalla por retener a los lectores será dura. Ya vemos un adelanto de esto. Por ejemplo, un “like” en una página de facebook te abre un abanico de posibilidades informativas. Pero si sospechas que te están dando gato por liebre, entonces, fácil, retiras la preferencia y el medio pierde.
Por ello, ya se puede vaticinar el fin de la era de la aguja hipodérmica; en su puesto se enseñoreará la de los usos y gratificaciones. La audiencia gana y la llamada concentración de medios se integrará, quién sabe, a la arqueología mediática.
La prensa escrita quedará en el recuerdo; hará honor al título de aquel libro del poeta Antonio Cisneros: “El arte de envolver pescado”.
Pero no hay que apresurarse. Hasta que eso ocurra, hay que seguir gozándola. Y gozarla bien, para que en un futuro no muy lejano, cuando tengamos un ejemplar de un diario raído por el tiempo, podamos decir con una no reprimida añoranza: “Recordar es volver a vivir”.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 15 de octubre del 2014

lunes, 29 de septiembre de 2014

MARIO VARGAS LLOSA Y RAÚL PORRAS, HISTORIA Y LITERATURA ENTRELAZADAS

¿QUÉ HUBIERA PASADO si Vargas Llosa, seducido por las enseñanzas de Raúl Porras, dejaba la literatura y optaba por la historia? Hay que recordar que entre los años 1954 y 1958 –un año antes que se diera la revolución cubana– el joven Vargas Llosa trabajaba con el historiador fichando crónicas y mitos prehispánicos (Fue reclutado por Porras como asistente, junto a Carlos Araníbar). Vargas Llosa por esos años sanmarquinos, en los que tímidamente estaba enamorado de Lea Barba, prestó atención a un solo curso de la universidad, el de “Fuentes Históricas”, dictado justamente por Porras, en el que presentó un trabajo que le valió el llamado de este. El influjo de esos años sumergido en la historia –los que le hicieron dudar de su vocación literaria, como él mismo ha admitido–, se puede rastrear al menos en un artículo: “El nacimiento del Perú” (1985). Allí están las reminiscencias del historiador que, tal vez, íntimamente quiso ser Vargas Llosa, pero que luego la pasión por la literatura terminó por difuminar y colocar en un segundo lugar.

SI HAY ALGO que hay que reconocer, en su condición de maestro, a Raúl Porras, es que formó a un premio Nobel. Porque no hay que pensar demasiado para observar que esa manera con la que Vargas Llosa traza el destino de los personajes de sus ficciones, tiene como modelo el método con el que Porras acometía sus trabajos de investigación: fichando y siguiendo a los personajes de la historia. Método que el joven Vargas Llosa heredó de su viejo maestro sanmarquino para estudiar, por ejemplo, a Faulkner con lápiz y papel en mano en sus inicios, y que le sirvió ya en su madurez literaria para delinear el Diario de Irak, un reportaje de la historia contemporánea. Porras fue, pues, para Vargas Llosa lo que el preceptor de Simón Bolívar (Simón Rodríguez) fue para él: un ejemplo de trabajador intelectual y un forjador de su pensamiento.


FUE, cuando trabajaba con Porras, que Vargas Llosa publica su primer cuento: Los jefes (1957). Un año antes, 1956, su maestro había ganado el Premio Nacional de Historia con su obra Fuentes Históricas Peruanas. Y dos años antes se había casado con su primera esposa, Julia Urquidi. Fue por este matrimonio atropellado y rocambolesco, al decir del futuro escritor, que Porras, para que pueda subsistir con alguna decencia, le consigue varios trabajos, entre ellos el de asistente de bibliotecario en el Club Nacional, cargo que ejercería entre 1955 y 1958, el cual le permitiría leer literatura erótica, como la de Restif de la Bretonne, Sade, Aretino, la que en el futuro impactaría en sus novelas Elogio de la madrastra y Cuadernos de don Rigoberto. Porras, indirectamente, lo llevaría a explorar esa veta literaria que enriquecería su futura novelística. Pero es con Los jefes, inspirado en una huelga escolar protagonizada por el autor y algunos de sus amigos en el colegio San Miguel de Piura, que el joven Vargas Llosa, en los tiempos que frecuentaba la casa de Raúl Porras, iniciaría su descollante carrera literaria.

NO ES casual que Vargas Llosa y Raúl Porras hayan congeniado. Porras fue un cultor de la palabra. Sus inicios están relacionados a la literatura, especialidad en la que su discípulo, el joven Vargas Llosa, alcanzaría pleno dominio. Porras fue en 1928 catedrático de Literatura Castellana en la Facultad de Letras de San Marcos. Ese amor por las letras es refrendado por Jorge Guillermo Llosa, quien, en un estudio, afirmó que “la vocación primera y espontánea de Porras fue la literatura”, la que encuentra eco, como catador de esta, en su “Reseña de la Historia Cultural del Perú” (1945), convertida luego en libro por el Instituto que ahora lleva su nombre, con el título de El sentido tradicional en la literatura peruana (1969). Por tanto, esa atracción por la historia que tuvo Vargas Llosa cuando era joven, se debió a que, muy probablemente, vio en los trabajos de Porras a un artesano de las palabras, un maestro digno de emular, con esa hechicería que él emplearía para cautivar a los lectores de sus novelas, y que condujeron a que se dijera de él en la ceremonia de premiación del Nobel: “Usted ha encapsulado la historia de la sociedad del siglo XXI en una burbuja de imaginación”. Palabras que Porras, con orgullo, hubiera hecho suyas también.



Raúl Porras Barrenechea
Foto:"El Comercio"
¿CÓMO LLEGÓ Vargas Llosa a trabajar con Porras? Fue de carambola. Porras, necesitado de un asistente, recordó al alumno que había encontrado un error histórico del arqueólogo Tschudi en un trabajo que le había presentado. Ese era Vargas Llosa. Tenía tan solo 17 años. Por esas fechas, su padre le había conseguido un trabajo en un banco, trabajo que detestaba y que le recordaba, de alguna forma, su paso por el Leoncio Prado. Presentada la inmejorable oportunidad de dejarlo por algo que era más cercano a sus inquietudes intelectuales, y con el disgusto de su padre que lo acusaba de falta de ambición, el joven Vargas Llosa inició un periodo de cuatro años y medio como asistente del historiador en la casa de la calle Colina. Su horario era de lunes a viernes de 2 a 5 de la tarde, y su labor era leer crónicas y hacer fichas sobre los mitos y leyendas del Perú, como el propio escritor ha precisado en sus memorias de El pez en el agua. Por esos días de 1954, el joven Vargas Llosa colaboraba en la revista Turismo y abandonaba la célula comunista “Cahuide”, mientras su maestro Porras Barrenechea, empujado por docentes y estudiantes que lo admiraban, era tentado a ocupar el rectorado de San Marcos.

TAL VEZ cuando estaba escribiendo sus ensayos García Márquez: Historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua: Flaubert y “Madame Bovary” (1975) y La Utopía Arcaica (1996), Vargas Llosa tenía en mente la meticulosidad y el rigor de los trabajos de Porras, Fuentes Históricas Peruanas (1954) y Los Cronistas del Perú (1986), por su afán totalizador y el propósito de abrazar todo el conocimiento existente sobre el tema estudiado. Por otra parte, se podría arriesgar un paralelo entre García Márquez: Historia… y Los Cronistas, en ese sentido. En ambas, el manejo de las fuentes, el afán documentalista y la intención velada de novelar el (o los) personaje(s) descrito (s), hace que estas obras, en sus respectivos géneros, alcancen un grado de excelencia único. Monumentales, piezas bibliográficas indispensables en sus respectivas disciplinas, la literatura y la historia, estos dos trabajos que demandaron de sus autores considerable tiempo y esfuerzo, reflejan la tenacidad de dos vocaciones entregadas a la pasión por la investigación. Esto, una noche, lo reconoció Vargas Llosa cuando, recibiendo el honoris causa de una universidad privada, dedicó parte de su discurso a su viejo maestro. Era una manera de pagar la deuda contraída con él: la de su formación.    

INMORTALIZADO por Vargas Llosa, Porras aparece con nombre propio en una novela del escritor, El hablador, como uno de los personajes que se mueven dentro de ella. Esto forma parte de la propensión, confesada por el novelista, de simular la realidad en sus ficciones. Ocurre también en la no menos celebrada La tía Julia y el escribidor, en la que el personaje llamado Javier, inspirado en su amigo de juventud Javier Silva Ruete, participa y se hace cómplice de las aventuras de Marito, el alter ego del narrador, quien no es sino el propio Vargas Llosa. En El hablador, el escritor hace dialogar a Porras con el sociólogo Matos Mar, a propósito del otorgamiento de una beca a Francia a Saúl Zuratas –que, al final, rechaza–, protagonista de la ficción. Pero no solo aquí late el recuerdo de Vargas Llosa sobre su viejo maestro sanmarquino, esa evocación continúa en el discurso del novelista – publicado como “Elogio de los claustros” en el diario El Sol– cuando la Universidad de Lima le otorga un doctorado Honoris Causa en 1997, y en la dedicatoria de su ensayo La Utopía Arcaica con las siguientes palabras: “A la memoria de Raúl Porras Barrenechea, en cuya biblioteca de la calle Colina aprendí la historia del Perú”. Tenemos, pues, que Vargas Llosa reconoce las enseñanzas impartidas por el historiador en su etapa formativa cuando era tan solo un aspirante a escritor y sentía que el mundo venía cuesta arriba para él.


LA LECTURA de cronistas como López de Gómara, Cieza de León y el contador Agustín de Zárate, debe haber excitado la imaginación del joven Vargas Llosa cuando frecuentaba la biblioteca de Raúl Porras, allá en la calle Colina. Las noticias sobre el Perú, sus riquezas y leyendas, sobre sus tierras, habitantes y costumbres debe haber sido una experiencia estimulante para un joven como él habido de aventura, esa que siempre lo acompañó desde niño cuando secretamente alimentaba ser marinero y así, quizás, emular a Sandokán o el Capitán Nemo, sus héroes literarios de aquel entonces. Experiencia que volvió a revivir años después en Madrid, en circunstancias que hacía el doctorado, cuando en estado de exaltación descubrió las novelas de caballería de Tirant lo Blanc. ¿Pero por qué ocurrió ello? Porque existía ya un terreno abonado en el que ambas sensaciones, la aventura y lo épico –que, posteriormente, alimentaron la materia ficcional del novelista en obras como La guerra del fin del mundo– se fundieron para ser parte del soporte artístico del hacedor de ficciones en que se convirtió el joven Vargas Llosa. En todo esto, sin duda, colaboró Raúl Porras Barrenechea, quien, muy acertadamente, lo llevó de la mano a trabajar con él.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, setiembre del 2014

miércoles, 10 de septiembre de 2014

PERIODISTAS Y GUERRA

EL EJERCICIO del periodismo es arriesgado. En especial si se trata de periodismo escrito. Son conocidos los casos a nivel internacional de periodistas caídos cumpliendo su deber informativo en zonas de conflicto. Los corresponsales de guerra, destacados por las empresas informativas a los lugares más alejados del planeta, son víctimas no solo de las bombas sino del estrés y la incomprensión de su labor. Hay periodistas como Ryczard Kapucinski que han reporteado en diferentes lugares del globo y han convertido posteriormente sus textos –como La guerra del fútbol– en registros de los conflictos que ocurren en la historia contemporánea. En el medio periodístico peruano hemos tenido un magnífico reportero, Manuel Jesús Orbegozo, quien tuvo la oportunidad de estar en el frente de batalla y cubrir las atrocidades ocurridas en la Kampuchea de Pol Pot. Pero no solo ha habido periodistas que han hecho de corresponsales de guerra, tenemos también escritores como Ernest Hemingway, quien, a partir de su experiencia en la segunda guerra mundial, ha escrito libros como Adiós a las armas; o Mario Vargas Llosa, que en su Diario de Irak ha atestiguado lo vivido por los iraquíes durante la invasión estadounidense a sus tierras. No se queda atrás en esta breve enumeración el periodista gráfico Robert Capa. Él perdió la vida –una mina se la arrebató– mientras intentaba captar imágenes durante la guerra que se libraba en Indochina.
El periodismo, pues, es una carrera riesgosa. Eso lo hubieran podido atestiguar, si hubieran continuado con vida, los mártires peruanos de Uchuraccay. Como corresponsales en una zona de conflicto –Ayacucho– sintieron la obligación de perseguir la información, obsesión que, a la postre, los llevó a la muerte cuando, en la década de los ochenta, buena parte del país se estremecía con el ruido de las bombas estalladas por los insurrectos de Abimael Guzmán.
La guerra, asimismo, es el escenario donde se tiemplan los nervios de los periodistas. Allí tenemos las largas y espléndidas crónicas de William Shirer, corresponsal extranjero en Berlín, sobre el colapso del régimen nazi y el final de Hitler, las que, redactadas casi respirando la pólvora de los disparos, dieron forma al libro Auge y caída del Tercer Reich. O las de John Reed, que, dentro del marco de la revolución bolchevique, dieron forma a Los diez días que estremecieron al mundo.
También hay los que, como en el poema de Alejandro Romualdo, vuelan en mil pedazos. Eso pasó con la periodista norteamericana Marie Colvin en el 2012 cuando pereció en el bombardeo de una ciudad rebelde, Homs, en Siria. Y también hay los que sin tener nada que ver con un conflicto son asesinados por mentes trastornadas. Allí está lo que pasó en 1989 con la periodista lituana Barbara D’Achille, muerta por el fanatismo de Sendero. ¿Su crimen? No aceptar que sus captores le impongan una entrevista. Detenida en una zona controlada por la guerrilla senderista en Huancavelica, la ultimaron a pedradas. El vacío que dejó en la sección de Ecología del diario El Comercio de Lima, hasta ahora se siente.
El dolor. El dolor es uno de los sentimientos que los periodistas de guerra tienen que aprender a manejar. Frente a la conexión psicológica con el sufrimiento de otros seres, el periodista, muy a su pesar, recuerda que su principal deber, a pesar de la desdicha, es con la sociedad que le exige saber lo que ocurre en aquellos continentes donde se ha encendido la mecha de la guerra. Esto último lo puede atestiguar periodistas como Oriana Fallaci cuando cubrió la guerra de Vietnam y abordó al Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger sobre el curso de la misma, en una entrevista muy famosa.
Así, pues, en este apretado resumen hemos querido recordar a esa rara estirpe de periodistas de guerra, cuyo oficio tiene viejos e insignes antecesores como Homero en la guerra de Troya o el periodista miope de La guerra del fin del mundo. Un oficio que corre por sus venas.

Freddy Molina Casusol
Lima, 10 de setiembre del 2014

miércoles, 6 de agosto de 2014

EL PATO DONALD Y LA INCREDULIDAD DE LOS TONTOS

HAY QUE SER UN TONTO para no darse cuenta que los contenidos de las historietas de Walt Disney y, en especial, las del Pato Donald esconden una carga ideológica que sus creadores saben de sobra existe.
Gruñón, holgazán, un bon à rien como dirían los franceses, Donald ha competido, a mediados de la década pasada, con Axterix, el dibujo animado por antonomasia de los galos, en su objetivo de ganarse los favores de los niños europeos.
Su incursión –a través de Eurodisney– en la tierra de Camus y Sartre estuvo amenazada por el nacionalismo francés listo a combatirlo, y que vio en el foráneo un intruso que, con su carga de costumbres importadas del país de la comida al paso y el Kentucky Fried Chicken, irrumpía groseramente en una cultura caracterizada por la lectura cuidadosa, la sofisticación y la elegancia.
Los incrédulos pensaron cuán torpes debían ser estos nacionalismos para defender su terruño de los graznidos del pato de Disney. Creyeron que la tozudez y las anteojeras ideológicas cegaban a sus detractores, y que estas conductas anticuadas estaban años luz del buen saber europeo, llano a la tolerancia y a las formas civilizadas de confrontar posiciones.
Para ellos Donald era un maravilloso artificio de la imaginación y era inconcebible que alguien advirtiera que detrás de su nívea figura existiera un maquiavélico complot para malograr la mente de los niños franceses.
Pero aquellos franceses no debían ser tan tontos. En sus mentes debían orbitar los globos con los diálogos de las historias de Donald, Rico Mc Pato, Tribilín y sus amigos.
Porque si no lo saben, o lo quieren esconder –o en el peor de los casos ignorar–, los que lo quieren defender, todo estos feos asuntos, que discuten la resemantización de los discursos de Donald, se reducen a una cuestión de poder.
Sí, de poder, porque, para los que detentan el poder en su forma imperial, es imprescindible resguardar, difundir y propagar un modo de pensar para perpetuar su dominio.
Lo hizo, en los tiempos pretéritos, la Unión Soviética con sus celebres colecciones de Marx y Lenin, cuyos contenidos subversivos inundaron las librerías de América Latina en los años setenta; lo hizo la China de Mao y la Banda de los Cuatro por esas mismas fechas con su boletín Pekin Informa; y lo hace ahora los Estados Unidos con Los Simpsons cuando difunden, a través del despistado Burt, el modo de vida americano.
Por ello es que no entendemos el erizamiento de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa cuando en ese libro que escribieron a varias manos hace algunos años, y llamaron el Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano, enfilan sus baterías contra Ariel Dorfman y Armand Mattelart y su Para leer el pato Donald, incluyéndolo, para sancionarlo, en la lista de “Los diez libros que conmovieron al idiota latinoamericano”.
Las denuncias de Dorfman y Mattelart son legítimas –mucho más que las esgrimidas por los EE.UU para justificar la invasión a Irak–; y es verdad lo que escriben sobre el inocente pato americano, son bastante certeros.
Como ha ocurrido durante décadas se los ha querido caricaturizar señalando que es imposible que la cándida figura de Donald sea capaz de derribar gobiernos y menos aún que la lectura de sus aventuras o desventuras, sea nociva en las mentes de los niños latinoamericanos.
No se trata de eso –como se ha querido hacer desviando el foco de atención–; tampoco hay un afán tonto por dinamitar el icono del pato más mediático del mundo, sino de enfocar los reflectores hacia lo que los guionistas de la serie de Disney hacen decir a Donald y sus amigos, Mickey, Pluto y Tribilín.
Basta echar una mirada en las tiras cómicas, reproducidas en Para leer el pato Donald, para comprobar que existe un discurso adecuadamente sopesado y dirigido para afirmar una posición americana.
Lo de Vietnam y los afanes imperiales de una nación –vista ahora como la nueva Roma– están allí presentes, muy bien disfrazados, para convencer de una manera natural a los lectores ocasionales que los malos de la película –trazados con sagaz pincel anti viet-cong– son los comunistas.
(Hay que recordar que la propaganda y las técnicas de persuasión son una vieja herramienta utilizada por las fuerzas en conflicto. En la Segunda Guerra Mundial se lanzaron millares de volantes de uno y otro bando con información falsa para bajar la moral del enemigo e instarlo a deponer las armas y rendirse. Una apelación de este tipo hay en este comic de Disney).
Cuando Oliver Stone en JFK desnuda las miserias del sistema americano y demuestra en un cruce rápido de escenas y planos que la muerte de John F. Kennedy forma sospechosamente parte de un complot de fuerzas poderosas para derrocarlo (Stone presenta al informante del fiscal Garrison haciendo coincidir a una misma hora los tiempos de aparición de los principales matutinos a nivel mundial informando del atentado. Todo estaba sincronizado, cuando eso, por esos días, era técnicamente imposible) y que los contenidos de los mensajes están controlados para mantener el status quo, hay razones para escucharlo.
Recuerdo por mi parte que hace algunos años, observando un comic con la cara de un inca –difundida a todo color por una bebida nacional para un concurso–, lo estúpido que se veía este con su sonrisa perlada y boba; e imaginaba lo ofendidos que debieron sentirse los indios americanos cuando se vieron retratados como enajenados mentales en los dibujos animados del gran país del Norte.
Entonces, pues, hay que ser un tonto para no sospechar que detrás de las historias de Disney no hay una cuestión de poder y de desinformación, como quieren hacernos creer Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa hijo. Las hay, a pesar que, repitiendo las condenas del pasado, se resistan a creerlo.

Freddy Molina Casusol
Lima, Junio del 2004

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...