viernes, 22 de febrero de 2019

DOS ENFOQUES SOBRE LIMA A PARTIR DE DOS TEXTOS CANÓNICOS

«El criollismo es más aún. Es viveza criolla. Hay una palabra que expresa mejor, más gráficamente, este “valor”, inscrito en la singular tabla axiológica del criollo. ¿Qué es esa viveza? Un mixtión, en principio, de inescrupulosidad, y cinismo. Por eso es en la política donde se aprecia mejor este atributo». La contundencia de este enunciado condice con el contenido general de un texto que opta por la franca denuncia sin ambages, decididamente confrontacional, provocador desde su mismo título: Lima la horrible (1964).

Sebastián Salazar Bondy realizó en este ensayo un ajuste de cuentas con el pasado colonial de Lima. No pocos limeños antiguos tenían una nostalgia de esa Lima del puente a la alameda, que surgía irreductible en las letras de las canciones, en sus tapadas y en los balcones que la adornaban (y que alcanzó con Aldo Brunelli, personaje de El loco de los balcones, una obra teatral de Vargas Llosa, el punto más alto de exaltación). Con este tipo de perspectiva se impedía observar la nueva configuración social que iba adquiriendo la ciudad con la irrupción de los migrantes llegados de los Andes. Salazar lo veía muy claramente: Lima no era el Perú, y menos el jirón de la Unión. Así, con elegante prosa, se abocó a la tarea de desmoronar la visión de la Arcadia Colonial, añorada a partir del criollismo al que reprocha como reproductor de un pasado que se resiste a ver el presente.

 Al respecto señaló: «El mito colonial se esconde en el criollismo y por medio de sus valores negativos excita el sueño vano de la edad dorada de reyes, santos, tapadas, fantasmas, donjuanes y pícaros». Todo eso correspondía al siglo XVIII, a los tiempos de cuando la Perricholi se metía a la cama con el Virrey Amat y los limeños eran estremecidos por los terremotos que despertaban su devoción religiosa. De una Lima que, efectivamente, se había ido.

En contraste con lo expuesto por Salazar Bondy, consta otro texto igual de esencial a los limeños, el de Raúl Porras Barrenechea y su Pequeña Antología de Lima (1935). A Porras no le incomodaba citar a Ricardo Palma, a diferencia del anterior que lo hace para condenarlo –«Su fórmula (para componer sus Tradiciones Peruanas), tal cual él mismo la reveló fue: mezclar lo trágico y lo cómico, la historia con la mentira»–. Salazar Bondy hacía participe a Palma de la continuación del mito arcádico de la Colonia. Porras recoge la prosa elogiosa del chileno Vicuña Mackenna hacia la Lima colonial («la segunda ciudad de España, si no era más todavía»), rescatando una visión positiva de ella. Rescata igualmente el arrobado verso de Luis Fernán Cisneros acerca de la limeña coqueta y los piropos que esta recibía en las calles (inadmisibles hoy con las sanciones sociales y jurídicas vigentes). Esto implicaba, bajo ningún supuesto, que el maestro Porras terminara suscribiendo visión pasadista alguna. El conspicuo historiador peruano tendía a desceñir los elementos negativos de ese periodo para ofrecer una mirada matizada, amable, conciliadora si se quiere, ajena a toda visión excluyente.

La selección de Porras (ampliada el 2002 en la edición de la Fundación M.J. Bustamante de la Fuente) se ve beneficiada por su oficio de historiador, el cual le permitió escoger con vista aguda de águila los textos más significativos sobre el rostro de la ciudad, desde su fundación hasta su etapa republicana.

El ensayo de Salazar, a su vez, está alimentado por la rebeldía del escritor. Salazar quería fustigar, incitar conciencias, llamar la atención, entre otras cosas, sobre la cruda realidad de las barriadas, a las que la frivolidad limeña, simplemente, no prestaba un enfoque crítico.

Lima ya no es reconocida, como apuntó Porras, por los dos accidentes geográficos más visibles entonces: el Cerro San Cristóbal y el río Rímac. Tal vez el primero lo siga siendo en parte (los cerros El Pino y El Agustino rivalizan con él), pero el segundo ha sido reemplazado por el Metro de Lima, convirtiéndose ambos en símbolos de una capital conquistada por los hijos o bisnietos de la migración, esto es de los nuevos limeños.

Esta nueva Lima es la de la edificación inconclusa en sus fachadas, y de expresiones musicales como las de la cumbia andina y amazónica, acompañadas por otras menos nobles como el reggaetón.

Salazar registró la presencia del cholo, el serrano y el chino, como trabajadores que perfilaban con su esfuerzo el presente de la ciudad. Tal vez valga hacer una observación anacrónica: con la presencia masiva migración de los venezolanos, ¿podremos decir más adelante que el limeño del futuro será la fusión de los hijos de los venezolanos con los hijos de Gamarra?

Cabe anotar en esta parte  que, entre el trabajo de Porras (1935) y el de Salazar Bondy (1964), median cerca de treinta años. Los cambios dramáticos de la ciudad de décadas más tarde, no han sido condensados en un ensayo globalizador de envergadura. Quizá el libro de Rolando Arellano y David Burgos, La ciudad de los reyes, de los Chávez, de los Quispe (2004), cubra esforzadamente ese vacío.

Porras y Salazar Bondy, finalmente, registraron una realidad. Corresponde hacer un reconocimiento de lo que se viene. Por lo pronto, aunque les cueste a algunos admitirlo, Lima ya dejó de ser la del puente a la alameda.


jueves, 21 de febrero de 2019

EL UNIVERSO DISTÓPICO DE RAY BRADBURY EN CRÓNICAS MARCIANAS


Jorge Luis Borges le dedicó una enjundiosa recensión en 1955, posteriormente reproducida en su Prólogos con un prólogo de prólogos (1975). Ray Bradbury, autor de estas Crónicas Marcianas (1950) y de Farenheit 451(1953) –llevada al celuloide por François Truffaut en 1966–, es uno de los cuatro o cinco maestros de ese género considerado menor entre los lectores más enterados –Isaac Asimov (la trilogía Fundación), Arthur C. Clarke (“El centinela”, famoso cuento que da pie al film de culto2001: Odisea del espacio) y Phillip K. Dick (Sueñan los androides con ovejas eléctricas, adaptada al cine por Ridley Scott con el nombre de Blade Runner) forman parte de esa reducida constelación–: la literatura de ciencia ficción, que tuvo su edad de oro en los años cincuenta del siglo pasado.

A veces emparentada con la literatura fantástica, pero con vida propia, la literatura de ciencia ficción tiene en los libros de Julio Verne, De la tierra a la Luna, y H.G. Wells, La guerra de los mundos, connotados precursores.

Respecto al autor que nos convoca, Ray Bradbury, este en sus Crónicas Marcianas nos confronta con la incertidumbre del universo. ¿Qué hay más allá de nosotros mismos? Bradbury apela a nuestros temores, angustias, instinto de conservación y mecanismos de defensa, a la hora de colocar al hombre en un escenario desconocido para él: el planeta Marte.

Los relatos de Bradbury, por otra parte, se inscriben dentro del contexto que sigue al concluir la Segunda Guerra Mundial, el avance de la tecnología militar y la aparición de la bomba atómica como arma de destrucción masiva. La humanidad se planteó por aquellos días la posibilidad de migrar a otro planeta para perpetuar la especie humana. (Luego vino el aterrizaje del Apolo 11 en la Luna, para confirmar su propósito). Lo dice el personaje de su quinta historia (“El contribuyente”), Pritchard: “… todas las gentes con sentido común querían irse de la tierra. Antes que pasaran dos años iba a estallar una guerra atómica, y él no quería estar en la tierra en ese entonces.”

Borges consideraba la sexta historia de las Crónicas Marcianas –“La tercera expedición”– como la más inquietante. En nuestro caso, nos ha llamado la atención la cuarta, “Los hombres de la tierra”. De ella, creemos, se ha tomado la idea del desquiciamiento aplicado a la madre de John Connors, protagonista del film Terminator 2, a quien los psiquiatras toman como una demente cuando afirmaba venir del futuro para salvar a la humanidad de su destrucción. De este capítulo, lindante con el absurdo kafkiano, recordamos a la expedición terrícola en su llegada a Marte cuando es encerrada en un manicomio y sometida a diversos exámenes por los psiquiatras marcianos que no creen en la posibilidad de vida en la tierra (“La tierra es un sitio de mares y nada más que mares”, dice uno. “La tierra es un sitio de selvas”, añade otra).

La aventura culmina con el exterminio de los expedicionarios, así como el de sus captores quienes, a diferencia de sus víctimas, sí estaban ganados por la locura.
Bradbury compila sus veintisiete relatos abarcando un periodo que se inicia en Enero de 1999 y culmina en Octubre del 2026 con la colonización de Marte. Sobre esto último, el autor de El Aleph nos dice: “Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo –que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar sobre la arena–”.

La sociedad que construye Bradbury en sus Crónicas Marcianas es de corte distópico, una en la que se reproducen negativamente los modos de vida de la tierra y en la que una tal “señora K” (conocida en nuestros lares por razones poco encomiásticas) habita sorpresivamente la segunda historia (“Ylla”).
Se cierra el círculo de Crónicas con la presentación de los “nuevos marcianos”, simbolizados en una familia de colonos terrestre que se observa en las aguas de un cauce:

“–Siempre quise ver un marciano -dijo Michael -. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.
–Ahí están– dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal. Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció.
 Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.”

Con una escritura sencilla, sin mucho artificio, Ray Bradbury nos instala con sus Crónicas Marcianas en un universo fantástico para discutir, aún ahora, la condición humana de nuestro tiempo.








BERTOLUCCI, EL ÚLTIMO EMPERADOR DEL CINE



Ni bien exhaló el último suspiro y sus detractores se le vinieron encima. El último tango en París (1972), que tuvo como protagonistas a María Schneider y Marlon Brando, fue el motivo de la discordia. Bernardo Bertolucci ha pasado al recuerdo por esa secuencia, entre erótica y transgresora, en la que se fuerza a una casi púber Schneider –Mónica Belluci tuvo una escena más cruda en Irreversible (2002)–. Empero, Bertolucci ha dejado una huella que está más allá de esa provocación convertida en fotograma. Fue uno de los grandes directores de la cinematografía mundial. Para erigirse en ese pedestal ha dejado varias obras maestras, entre las que destacan nítidamente El conformista (1970), Novecento (1976) y El último emperador (1987).

Bertolucci, admirador en su juventud de Jean-Luc Godard, quien le escribió despectivamente en la parte posterior de una foto de Mao, luego de ver El conformista: «Debes combatir el individualismo y el capitalismo», tuvo en Pier Paolo Pasolini al maestro que guió sus inicios en el cine –fue su asistente de dirección en la película Accatone (1961)–.

El cine de Bertolucci, un cine profundamente político, se cimentó apoyándose en las obras literarias de escritores famosos como Borges o Alberto Moravia.











El conformista, adaptación de la obra literaria del mismo nombre de Moravia, y ambientada en la Italia de Mussolini, es un film, en el fondo, sutilmente antifascista, muy acorde al espíritu del cineasta. Cuenta la historia de Marcelo Clerici, un hombre cuya máxima aspiración era la de cultivar el aurea mediocritas griego, esto es, la de llevar una existencia como la de cualquier individuo común y corriente. El ideal de Clerici –a la sazón, un agente fascista– se ve interrumpido cuando se le encarga la tarea de eliminar a su profesor de filosofía francés. Godard, vio en esta puesta en escena, una concesión con el enemigo político, lo que provocó un debate sobre el uso que debe tener el cine.

La escena del baile de Julia, la mujer de Clerici, y Ana, la esposa del profesor Quadri, sugiriendo una relación prohibida, ha pasado como una de las escenas más sensuales en la historia del cine –superada largamente por la protagonizada por Emmanuelle Seigner y Kristin Scott Thomas en el film dirigido por Polanski, Luna de Hiel (1992)–.

Novecento, en cambio, es un fresco de la Italia campesina, en la época del fascismo. La película tiene como eje central la vida de dos personajes que nacen el mismo día y casi en la misma hora: Olmo y Alfredo. El primero es hijo de padres jornaleros y el segundo es hijo del hacendado. Esas dos vidas paralelas –que Plutarco habría reclamado para una semblanza– se confrontan desde la niñez hasta el final de su vejez, representando la colisión de dos clases antagónicas.

Bertolucci busca claramente esa oposición ya que responde a un modo de ver el mundo de su tiempo (incluso aún ahora): socialismo versus capitalismo. El director italiano estratégicamente divide los momentos históricos del film de acuerdo a las estaciones del año: primavera, verano, otoño e invierno. El de la caída del fascismo, significativamente corresponde al de la última estación.

El último emperador constituye indudablemente la obra cumbre de Bertolucci, la que resume su largo recorrido en el cine. Para su realización le fue concedido el acceso a la Ciudad Prohibida, lugar de residencia de los emperadores chinos. La autobiografía de Puyi, Yo fui emperador, le ayudó en la tarea de recrear la mentalidad y el escenario fastuoso de la China premaoísta.

El film gira alrededor de la vida de Puyi, el último emperador. Y es a través de su transformación de un hijo del Cielo a jardinero en la nueva sociedad construida, que se observa la caída de la dinastía imperial Qing, la invasión japonesa en Manchuria y el arribo al poder del Partido Comunista en China.

La Revolución Cultural, uno de los fondos históricos del film, no es motivo de condena por parte del cineasta (ya se conocían los abusos de la Banda de los Cuatro, liderada por la viuda de Mao, Jian Qing). Simplemente la presenta y deja que el espectador forme su propio juicio.

Antes de desaparecer, Bertolucci dejó dos filmes, Soñadores (2003) y Tú y yo (2013), que no hicieron sino ratificar sus dotes para hacer del cine un espectáculo cargado de una dura y turbadora belleza.



martes, 19 de febrero de 2019

RIBEYRO Y SU PASIÓN POR EL CINE

HACE cinco años, en una entrevista que concedió al diario Gestión (12/04/14), “Julito”, el hijo de Julio Ramón Ribeyro, reveló que en el caso de su padre “nadie hace mención de su pasión por el cine y (que esta) era una pasión muy clara”. El poeta Paco Bendezú, para confirmar lo dicho por “Julito”, evocó para el libro de Ángel Esteban, El flaco Julio y el escribidor (Lima, 2016), los tiempos en que compartía con Ribeyro caminatas en París: “Íbamos mucho al cine y al teatro, la cinemateca tenía cine de todos los países, a Julio le interesaba más el (cine) europeo que el americano. Vimos todo Buñuel, por ejemplo…” (p. 349). Ribeyro, de acuerdo a Bendezú, se habría, pues, interesado en filmes de Luis Buñuel como El perro andaluz (1929).

“Julito” contaba también en una entrevista que le hizo Jorge Coaguila en la Casa de la Literatura el 14 de diciembre pasado, que su padre lo llevaba al cine de barrio y que mucha de la afición que tiene él por el séptimo arte, se debe a “esos momentos que pasábamos viendo películas viejas en esos cines”, corroborando lo señalado anteriormente en Gestión cuando confesó que Ribeyro le hizo conocer el cine de Fellini, así como el cine francés e italiano.

Como se sabe el hijo de Ribeyro es realizador cinematográfico en Europa. Para fortalecer esa vocación su padre, Julio Ramón, tuvo la intención de hacerlo estudiar en Cuba, pero su madre se opuso y lo mandó a estudiar a Londres, como recordó en esa conversación con Coaguila.

Por otra parte, cuatro años de morir, en 1990, Julio Ramón Ribeyro tuvo la satisfacción de ver uno de sus cuentos más reconocidos, “Los gallinazos sin plumas”, trasladado al cine por Francisco Lombardi, quien lo incluyó dentro de uno de los capítulos de su film Caídos del cielo. Un año antes, en 1989, el cineasta cusqueño Federico García Hurtado estrena en las salas de la capital La manzanita del diablo, que tuvo en su reparto a actores como Tania Helfgott y Antonio Arrue, tomando una idea suya de base. Tres años después, en 1992, y dos antes de que partiera Ribeyro, el cortometraje de Gerardo Herrera, Ni contigo ni sin ti, adaptado de un cuento de Ribeyro, “Tristes querellas en la vieja quinta”, tuvo el honor de ser nominado al prestigioso premio cinematográfico Goya de ese año en España.

Ribeyro no ha tenido la suerte que han tenido Arguedas (Luis Figueroa) y Vargas Llosa (Lombardi) de tener un cineasta que lleve al ecran lo mejor de su mundo cuentístico. Esta es aún una deuda pendiente por saldar entre nuestros cineastas nacionales. Esperemos que lo hagan pronto.

UNA TESIS SOBRE YEROVI

HAY tesis que se convierten en libros como esta de Paulo Piaggi sobre el destacado dramaturgo Leonidas Yerovi, o como la que no muy reciente...