lunes, 29 de septiembre de 2014

MARIO VARGAS LLOSA Y RAÚL PORRAS, HISTORIA Y LITERATURA ENTRELAZADAS

¿QUÉ HUBIERA PASADO si Vargas Llosa, seducido por las enseñanzas de Raúl Porras, dejaba la literatura y optaba por la historia? Hay que recordar que entre los años 1954 y 1958 –un año antes que se diera la revolución cubana– el joven Vargas Llosa trabajaba con el historiador fichando crónicas y mitos prehispánicos (Fue reclutado por Porras como asistente, junto a Carlos Araníbar). Vargas Llosa por esos años sanmarquinos, en los que tímidamente estaba enamorado de Lea Barba, prestó atención a un solo curso de la universidad, el de “Fuentes Históricas”, dictado justamente por Porras, en el que presentó un trabajo que le valió el llamado de este. El influjo de esos años sumergido en la historia –los que le hicieron dudar de su vocación literaria, como él mismo ha admitido–, se puede rastrear al menos en un artículo: “El nacimiento del Perú” (1985). Allí están las reminiscencias del historiador que, tal vez, íntimamente quiso ser Vargas Llosa, pero que luego la pasión por la literatura terminó por difuminar y colocar en un segundo lugar.

SI HAY ALGO que hay que reconocer, en su condición de maestro, a Raúl Porras, es que formó a un premio Nobel. Porque no hay que pensar demasiado para observar que esa manera con la que Vargas Llosa traza el destino de los personajes de sus ficciones, tiene como modelo el método con el que Porras acometía sus trabajos de investigación: fichando y siguiendo a los personajes de la historia. Método que el joven Vargas Llosa heredó de su viejo maestro sanmarquino para estudiar, por ejemplo, a Faulkner con lápiz y papel en mano en sus inicios, y que le sirvió ya en su madurez literaria para delinear el Diario de Irak, un reportaje de la historia contemporánea. Porras fue, pues, para Vargas Llosa lo que el preceptor de Simón Bolívar (Simón Rodríguez) fue para él: un ejemplo de trabajador intelectual y un forjador de su pensamiento.


FUE, cuando trabajaba con Porras, que Vargas Llosa publica su primer cuento: Los jefes (1957). Un año antes, 1956, su maestro había ganado el Premio Nacional de Historia con su obra Fuentes Históricas Peruanas. Y dos años antes se había casado con su primera esposa, Julia Urquidi. Fue por este matrimonio atropellado y rocambolesco, al decir del futuro escritor, que Porras, para que pueda subsistir con alguna decencia, le consigue varios trabajos, entre ellos el de asistente de bibliotecario en el Club Nacional, cargo que ejercería entre 1955 y 1958, el cual le permitiría leer literatura erótica, como la de Restif de la Bretonne, Sade, Aretino, la que en el futuro impactaría en sus novelas Elogio de la madrastra y Cuadernos de don Rigoberto. Porras, indirectamente, lo llevaría a explorar esa veta literaria que enriquecería su futura novelística. Pero es con Los jefes, inspirado en una huelga escolar protagonizada por el autor y algunos de sus amigos en el colegio San Miguel de Piura, que el joven Vargas Llosa, en los tiempos que frecuentaba la casa de Raúl Porras, iniciaría su descollante carrera literaria.

NO ES casual que Vargas Llosa y Raúl Porras hayan congeniado. Porras fue un cultor de la palabra. Sus inicios están relacionados a la literatura, especialidad en la que su discípulo, el joven Vargas Llosa, alcanzaría pleno dominio. Porras fue en 1928 catedrático de Literatura Castellana en la Facultad de Letras de San Marcos. Ese amor por las letras es refrendado por Jorge Guillermo Llosa, quien, en un estudio, afirmó que “la vocación primera y espontánea de Porras fue la literatura”, la que encuentra eco, como catador de esta, en su “Reseña de la Historia Cultural del Perú” (1945), convertida luego en libro por el Instituto que ahora lleva su nombre, con el título de El sentido tradicional en la literatura peruana (1969). Por tanto, esa atracción por la historia que tuvo Vargas Llosa cuando era joven, se debió a que, muy probablemente, vio en los trabajos de Porras a un artesano de las palabras, un maestro digno de emular, con esa hechicería que él emplearía para cautivar a los lectores de sus novelas, y que condujeron a que se dijera de él en la ceremonia de premiación del Nobel: “Usted ha encapsulado la historia de la sociedad del siglo XXI en una burbuja de imaginación”. Palabras que Porras, con orgullo, hubiera hecho suyas también.



Raúl Porras Barrenechea
Foto:"El Comercio"
¿CÓMO LLEGÓ Vargas Llosa a trabajar con Porras? Fue de carambola. Porras, necesitado de un asistente, recordó al alumno que había encontrado un error histórico del arqueólogo Tschudi en un trabajo que le había presentado. Ese era Vargas Llosa. Tenía tan solo 17 años. Por esas fechas, su padre le había conseguido un trabajo en un banco, trabajo que detestaba y que le recordaba, de alguna forma, su paso por el Leoncio Prado. Presentada la inmejorable oportunidad de dejarlo por algo que era más cercano a sus inquietudes intelectuales, y con el disgusto de su padre que lo acusaba de falta de ambición, el joven Vargas Llosa inició un periodo de cuatro años y medio como asistente del historiador en la casa de la calle Colina. Su horario era de lunes a viernes de 2 a 5 de la tarde, y su labor era leer crónicas y hacer fichas sobre los mitos y leyendas del Perú, como el propio escritor ha precisado en sus memorias de El pez en el agua. Por esos días de 1954, el joven Vargas Llosa colaboraba en la revista Turismo y abandonaba la célula comunista “Cahuide”, mientras su maestro Porras Barrenechea, empujado por docentes y estudiantes que lo admiraban, era tentado a ocupar el rectorado de San Marcos.

TAL VEZ cuando estaba escribiendo sus ensayos García Márquez: Historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua: Flaubert y “Madame Bovary” (1975) y La Utopía Arcaica (1996), Vargas Llosa tenía en mente la meticulosidad y el rigor de los trabajos de Porras, Fuentes Históricas Peruanas (1954) y Los Cronistas del Perú (1986), por su afán totalizador y el propósito de abrazar todo el conocimiento existente sobre el tema estudiado. Por otra parte, se podría arriesgar un paralelo entre García Márquez: Historia… y Los Cronistas, en ese sentido. En ambas, el manejo de las fuentes, el afán documentalista y la intención velada de novelar el (o los) personaje(s) descrito (s), hace que estas obras, en sus respectivos géneros, alcancen un grado de excelencia único. Monumentales, piezas bibliográficas indispensables en sus respectivas disciplinas, la literatura y la historia, estos dos trabajos que demandaron de sus autores considerable tiempo y esfuerzo, reflejan la tenacidad de dos vocaciones entregadas a la pasión por la investigación. Esto, una noche, lo reconoció Vargas Llosa cuando, recibiendo el honoris causa de una universidad privada, dedicó parte de su discurso a su viejo maestro. Era una manera de pagar la deuda contraída con él: la de su formación.    

INMORTALIZADO por Vargas Llosa, Porras aparece con nombre propio en una novela del escritor, El hablador, como uno de los personajes que se mueven dentro de ella. Esto forma parte de la propensión, confesada por el novelista, de simular la realidad en sus ficciones. Ocurre también en la no menos celebrada La tía Julia y el escribidor, en la que el personaje llamado Javier, inspirado en su amigo de juventud Javier Silva Ruete, participa y se hace cómplice de las aventuras de Marito, el alter ego del narrador, quien no es sino el propio Vargas Llosa. En El hablador, el escritor hace dialogar a Porras con el sociólogo Matos Mar, a propósito del otorgamiento de una beca a Francia a Saúl Zuratas –que, al final, rechaza–, protagonista de la ficción. Pero no solo aquí late el recuerdo de Vargas Llosa sobre su viejo maestro sanmarquino, esa evocación continúa en el discurso del novelista – publicado como “Elogio de los claustros” en el diario El Sol– cuando la Universidad de Lima le otorga un doctorado Honoris Causa en 1997, y en la dedicatoria de su ensayo La Utopía Arcaica con las siguientes palabras: “A la memoria de Raúl Porras Barrenechea, en cuya biblioteca de la calle Colina aprendí la historia del Perú”. Tenemos, pues, que Vargas Llosa reconoce las enseñanzas impartidas por el historiador en su etapa formativa cuando era tan solo un aspirante a escritor y sentía que el mundo venía cuesta arriba para él.


LA LECTURA de cronistas como López de Gómara, Cieza de León y el contador Agustín de Zárate, debe haber excitado la imaginación del joven Vargas Llosa cuando frecuentaba la biblioteca de Raúl Porras, allá en la calle Colina. Las noticias sobre el Perú, sus riquezas y leyendas, sobre sus tierras, habitantes y costumbres debe haber sido una experiencia estimulante para un joven como él habido de aventura, esa que siempre lo acompañó desde niño cuando secretamente alimentaba ser marinero y así, quizás, emular a Sandokán o el Capitán Nemo, sus héroes literarios de aquel entonces. Experiencia que volvió a revivir años después en Madrid, en circunstancias que hacía el doctorado, cuando en estado de exaltación descubrió las novelas de caballería de Tirant lo Blanc. ¿Pero por qué ocurrió ello? Porque existía ya un terreno abonado en el que ambas sensaciones, la aventura y lo épico –que, posteriormente, alimentaron la materia ficcional del novelista en obras como La guerra del fin del mundo– se fundieron para ser parte del soporte artístico del hacedor de ficciones en que se convirtió el joven Vargas Llosa. En todo esto, sin duda, colaboró Raúl Porras Barrenechea, quien, muy acertadamente, lo llevó de la mano a trabajar con él.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, setiembre del 2014

miércoles, 10 de septiembre de 2014

PERIODISTAS Y GUERRA

EL EJERCICIO del periodismo es arriesgado. En especial si se trata de periodismo escrito. Son conocidos los casos a nivel internacional de periodistas caídos cumpliendo su deber informativo en zonas de conflicto. Los corresponsales de guerra, destacados por las empresas informativas a los lugares más alejados del planeta, son víctimas no solo de las bombas sino del estrés y la incomprensión de su labor. Hay periodistas como Ryczard Kapucinski que han reporteado en diferentes lugares del globo y han convertido posteriormente sus textos –como La guerra del fútbol– en registros de los conflictos que ocurren en la historia contemporánea. En el medio periodístico peruano hemos tenido un magnífico reportero, Manuel Jesús Orbegozo, quien tuvo la oportunidad de estar en el frente de batalla y cubrir las atrocidades ocurridas en la Kampuchea de Pol Pot. Pero no solo ha habido periodistas que han hecho de corresponsales de guerra, tenemos también escritores como Ernest Hemingway, quien, a partir de su experiencia en la segunda guerra mundial, ha escrito libros como Adiós a las armas; o Mario Vargas Llosa, que en su Diario de Irak ha atestiguado lo vivido por los iraquíes durante la invasión estadounidense a sus tierras. No se queda atrás en esta breve enumeración el periodista gráfico Robert Capa. Él perdió la vida –una mina se la arrebató– mientras intentaba captar imágenes durante la guerra que se libraba en Indochina.
El periodismo, pues, es una carrera riesgosa. Eso lo hubieran podido atestiguar, si hubieran continuado con vida, los mártires peruanos de Uchuraccay. Como corresponsales en una zona de conflicto –Ayacucho– sintieron la obligación de perseguir la información, obsesión que, a la postre, los llevó a la muerte cuando, en la década de los ochenta, buena parte del país se estremecía con el ruido de las bombas estalladas por los insurrectos de Abimael Guzmán.
La guerra, asimismo, es el escenario donde se tiemplan los nervios de los periodistas. Allí tenemos las largas y espléndidas crónicas de William Shirer, corresponsal extranjero en Berlín, sobre el colapso del régimen nazi y el final de Hitler, las que, redactadas casi respirando la pólvora de los disparos, dieron forma al libro Auge y caída del Tercer Reich. O las de John Reed, que, dentro del marco de la revolución bolchevique, dieron forma a Los diez días que estremecieron al mundo.
También hay los que, como en el poema de Alejandro Romualdo, vuelan en mil pedazos. Eso pasó con la periodista norteamericana Marie Colvin en el 2012 cuando pereció en el bombardeo de una ciudad rebelde, Homs, en Siria. Y también hay los que sin tener nada que ver con un conflicto son asesinados por mentes trastornadas. Allí está lo que pasó en 1989 con la periodista lituana Barbara D’Achille, muerta por el fanatismo de Sendero. ¿Su crimen? No aceptar que sus captores le impongan una entrevista. Detenida en una zona controlada por la guerrilla senderista en Huancavelica, la ultimaron a pedradas. El vacío que dejó en la sección de Ecología del diario El Comercio de Lima, hasta ahora se siente.
El dolor. El dolor es uno de los sentimientos que los periodistas de guerra tienen que aprender a manejar. Frente a la conexión psicológica con el sufrimiento de otros seres, el periodista, muy a su pesar, recuerda que su principal deber, a pesar de la desdicha, es con la sociedad que le exige saber lo que ocurre en aquellos continentes donde se ha encendido la mecha de la guerra. Esto último lo puede atestiguar periodistas como Oriana Fallaci cuando cubrió la guerra de Vietnam y abordó al Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger sobre el curso de la misma, en una entrevista muy famosa.
Así, pues, en este apretado resumen hemos querido recordar a esa rara estirpe de periodistas de guerra, cuyo oficio tiene viejos e insignes antecesores como Homero en la guerra de Troya o el periodista miope de La guerra del fin del mundo. Un oficio que corre por sus venas.

Freddy Molina Casusol
Lima, 10 de setiembre del 2014

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...