miércoles, 7 de diciembre de 2011

NUEVA EDICIÓN DE “EL NUEVO INDIO” DE URIEL GARCÍA

ESTA NUEVA edición de El nuevo indio no tiene un prólogo, como anuncia la portada –bellamente ilustrada–, de Mario Vargas Llosa sino la reproducción de un subcapítulo que escribió éste sobre el libro y su autor, Uriel García, en La Utopía Arcaica –“El andinismo”–. El nuevo indio es un tópico en la literatura indigenista. Su tesis, la del mestizaje, se oponía a las visiones excluyentes de Luis E. Valcárcel en Tempestad en los Andes. Como bien advierte Vargas Llosa en sus líneas, lamentablemente (para la evolución de las ideas en el Perú), el segundo tuvo mayor audiencia que el primero. La Universidad Garcilaso de la Vega –que en los últimos tiempos ha lanzado magníficas ediciones de autores representativos de la cultura nacional (como parte de una estrategia de fortalecimiento de su imagen institucional)– da a conocer al público en general esta nueva edición de El nuevo indio, que tiene como novedad una galería de fotos de la colección del propio Uriel García al final de la misma. Un nuevo acierto de esta universidad –digno de ser imitado por otras instituciones académicas del país– que hace honor al lema de su Fondo Editorial: “Nuevos tiempos. Nuevas ideas”.

jueves, 1 de diciembre de 2011

VARGAS LLOSA Y EL NOBEL, UN AÑO DESPUÉS

HACE UN AÑO Mario Vargas Llosa ganó el premio Nobel de Literatura. Fue toda una sorpresa. No lo esperaba ni el propio escritor. Desde 1981 –año de la publicación de La guerra del fin del mundo–, Vargas Llosa era candidato de fuerza a tan codiciado premio. ¿Por qué demoró tanto la Academia Sueca en otorgárselo? Al parecer, Arthur Lundvikst, experto de literatura en español y miembro de la Academia, se erigió durante años como un serio obstáculo para que el peruano lo obtuviera. Lundvikst, de posiciones políticas de izquierda, fue señalado como el responsable de que Jorge Luis Borges no lo recibiera en vida. Ya fuera éste de la Academia –que incorporó a miembros más permeables–, se abrió el camino para que Vargas Llosa al fin lo recibiera. En 1990, el crítico peruano Tomás Escajadillo, comentando sobre la ruleta del Nobel, escribió un artículo donde especulaba sobre los candidatos al premio de ese año. En «Por qué no vino Octavio Paz a Lima» (Página Libre, 30 de marzo de 1990), Escajadillo repite lo que había escrito en otro parte («Vargas Llosa: de incendiario a bombero». El Nacional, 23 de agosto de 1987): “A Vargas Llosa le interesa la Presidencia de la República sólo y en tanto ello le abra las puertas del Premio Nobel”. (Por esas fechas el escritor candidateaba a la primera magistratura de la nación y el fuego graneado de sus adversarios políticos –y de sus colegas literarios– caía sobre él). Una afirmación un tanto arbitraria –si hubiera sido así, el dramaturgo Vaclav Havel, que fue elegido presidente de Checoslovaquia en 1990, lo hubiera ganado–. Del mismo modo sostuvo que el peruano había acentuado un proceso de «derechización» en sus posiciones políticas para así encajar, cuando le toque el turno –en lo que llamaba «El ajedrez del Nobel»–, con el signo político del próximo Nobel latinoamericano –opuesto, obviamente, al de García Márquez, quien lo había recibido en 1982–. Hay que señalar que en estos artículos Escajadillo hace competir, primero, a Carlos Fuentes con Octavio Paz, y luego a éste con Vargas Llosa por el Nobel. Muchos años después, el 2002, el escritor Iván Thays, defraudado por la no obtención del Nobel ese año para Vargas Llosa –que recayó en el escritor húngaro Imre Kertész–, se preguntaba: “¿Podrá alguna vez Mario Vargas Llosa conseguir el premio? Quizás cuando la Academia deje de cumplir con las lenguas a las que debe premios (en cualquier momento le toca al coreano Yi Munyol) y con los países europeos a los que relega (vendrá el premio al holandés Cees Nooteboom) Mario Vargas Llosa tendrá una oportunidad, porque le tocará el turno al idioma castellano o porque hace años que America Latina no tiene premios…” («¿Por qué no Vargas Llosa?». Correo, 19 de octubre del 2002). Es decir, todas las razones menos las estrictamente literarias. El asunto es que hace un año se hizo justicia con el escritor peruano, fue galardonado con el Nobel después de varias décadas de postergación. Aquí, como recuerdo de este feliz acontecimiento, ofrecemos su discurso completo con algunas notas a pie de página para que sus seguidores, quienes buscan hurgar en las raíces del pensamiento vargallosiano, puedan disfrutar otra vez de él.

Crédito de la imagen: Agencia EFE

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ELOGIO DE LA LECTURA Y LA FICCIÓN

Mario Vargas Llosa

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia)[1]. Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu[2], o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean[3], con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final[4]. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda[5], y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos[6], y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia[7]. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas[8]. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola[9].

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.

La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes[10]. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas[11], como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar)[12]. Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo[13]. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo[14]. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial[15]. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo[16]. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor[17], desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Estocolmo, 7 de diciembre de 2010

NOTAS

[1]Ver El pez en el agua, Mario Vargas Llosa, Editorial Seix Barral, 1993, p. 16.
[2]El pez en el agua, pp. 114-115.
[3]Protagonista de la novela Los Miserables de Victor Hugo, a la cual el escritor ha dedicado un ensayo: La tentación de lo imposible, Alfaguara, 2004.
[4]El pez en el agua, p. 19.
[5]Ver conversación de Alonso Cueto con Vargas Llosa, en Mario Vargas Llosa. La vida en movimiento, Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2003, p. 4.
[6]El pez en el agua, p. 27.
[7]Flaubert, maestro de Vargas Llosa, de quien toma el concepto de la invisibilidad del escritor a la hora de narrar una historia, es homenajeado por éste en La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, (Seix Barral, 1975) libro en el que analiza y desmonta la técnica literaria empleada por su autor en esta última novela. Ver también Mario Vargas Llosa. La vida en movimiento, p. 96.
[8]Vargas Llosa habla sobre el influjo de Faulkner en su técnica literaria, en Diálogo con Vargas Llosa, Ricardo A. Setti, Kosmos-Editorial, 1990, p. 18. De igual modo, la admiración de éste por el autor de El sonido y la furia ha quedado plasmada en la entrevista que le hizo Raymond L. Williams, “Vargas Llosa visita a Faulkner”, publicada en el diario La República el 22 de julio de 1990. También se puede leer las apreciaciones del escritor sobre una de las novelas principales de Faulkner, Santuario, a la que califica de obra maestra, en el ensayo “El santuario del mal”, en La verdad de las mentiras, Peisa, 1993, pp. 61-67.
[9]La verdad de las mentiras, p. 8.
[10]Esto mismo –con palabras casi idénticas del escritor– puede ser leído en “El país de las mil caras”, publicado en la recopilación de artículos, discursos y ensayos, Sables y Utopías, Mario Vargas Llosa, Aguilar, selección y prólogo de Carlos Granés, 2009, p. 45. Se puede leer sobre lo mismo también en El pez en el agua, pp. 47-48. Igualmente se puede consultar una entrevista publicada en El nuevo diario de Puerto Rico, “El Perú lo llevo dentro y me sigue obsesionando”, y reproducida en el diario Correo (Lima, 31 de diciembre de 2003), en la que Vargas Llosa responde las mismas preguntas que el periodista español Manuel del Arco le hizo hace 44 años, a propósito de su primer premio literario, el Leopoldo Alas, por Los Jefes.
[11]Vargas Llosa pidió a los gobiernos democráticos de Occidente cortaran todo tipo de relación económica con el gobierno ilegitimo de Alberto Fujimori, luego del golpe de estado del 5 de abril de 1992. Ver “Regreso a la barbarie”, en Desafíos a la libertad, Mario Vargas Llosa, El País/Aguilar, 1994, pp. 112-113 y la larga entrevista que concedió al periodista César Hildebrandt en noviembre de 1992 en “El Perú ha dado un salto atrás en la historia”, diario uno, Lima, 16 de noviembre de 1992, p. 3.
[12]Por lo menos desde 1981, cuando ya se voceaba su nombre para el premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, ha expresado su rechazo a toda clase de dictaduras, sean éstas de derecha o de izquierda. Ver “Vargas Llosa: «No hay dictadura buena»”, entrevista de Albino Mallo, en Extra, 11 de octubre de 1982, pp. 12-13.
[13]Este tópico ha sido tocado antes por Vargas Llosa en “El nacimiento del Perú”. En Contra viento y marea (III), Mario Vargas Llosa, Seix Barral, 1990, pp. 376-377.
[14]Sobre la relación entrañable con España, ver “Conversación con la Catedral”, Luis Jochamowitz (1977), en Mario Vargas Llosa. Entrevistas escogidas. Selección, prólogo y notas de Jorge Coaguila, Fondo Editorial Cultura Peruana, 2004, p. 119.
[15]Su paso por San Marcos y por la célula Cahuide son retratados por el escritor en El pez en el agua y en el discurso “Regreso a San Marcos” (17 de abril del 2001), reproducido en Bases para una interpretación de Rubén Darío, tesis de Bachiller de Vargas Llosa publicada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2001).
[16]Vargas Llosa escribe extensamente del miedo que tenía a su padre cuando era niño en el capítulo I de El pez en el agua, “Ese señor que era mi papá”.
[17]Leer el testimonio de Vargas Llosa sobre el teatro como su primer amor, en Semana de autor. Mario Vargas Llosa, Ediciones de Cultura Hispánica/Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid, 1989, pp. 99-100.

jueves, 27 de octubre de 2011

UNA NOTA SOBRE “AVES SIN NIDO” Y LA NOVELA INDIGENISTA

TODAVÍA NO SE CONOCE el motivo por el cual José Carlos Mariátegui omitió a Clorinda Matto de Turner y su novela Aves sin nido (1889) en su análisis sobre la literatura peruana. Diversas hipótesis se han presentado al respecto para interpretar esta ausencia. Según Fernando Arribas García la novela no calificaba en el rubro indigenista, pues no se acercaba ésta al alma del indio[1]. Tomás Escajadillo, por su parte, piensa que hizo bien el autor de los 7 ensayos en silenciarla “ya que no hubiese podido elogiar su novela: su tipo de enfoque de nuestra literatura no se lo hubiera permitido”. Luego, agrega: “pienso, personalmente, que Mariátegui optó por un cortés silencio”[2]. (Posteriormente, en una labor de salvataje, Escajadillo trata de explicar la actitud de Mariátegui subrayando que si bien es cierto que no la cita, sí le rinde homenaje con motivo de un Congreso en el Cuzco[3]. Pero Francisco Carrillo, uno de los estudiosos más ponderados de la obra de la Matto, como contradiciendo este último aserto, escribe: “Los homenajes de la instituciones femeninas de Lima y del Cuzco, son más bien de carácter humano. El movimiento indigenista, que cobra vigor después de 1920, olvida su labor de iniciadora”[4]. En realidad, la omisión mariateguiana, ha quedado en un misterio apenas descifrable[5]). De otro lado, Julio Rodríguez-Luis, entrando al terreno del análisis de la novela, establece una comparación entre Aves sin nido y la novela costumbrista de Fernán Caballero, aportando datos y señales que podrían orientar ese sentido[6]. Sin embargo, Antonio Cornejo Polar encuentra –sin dejar de lado el influjo costumbrista– que el sistema narrativo de las novelas de Clorinda Matto está inscrito en la novela francesa del siglo XIX, vale decir –glosa Cornejo recordando a Hugo Friedrich– en “la incorporación al universo novelesco del «dominio de la realidad social» (...) y la acción de un «doble proceso de interpretación del mundo», que el novelista escoge para su representación verbal”[7]. Alberto Tauro –“antiguo y fiel comentarista de Clorinda Matto de Turner”[8], al decir de Escajadillo– a su turno alega que Aves sin nido “denuncia la transición hacia el realismo”, sin por ello dejar de consignar el espíritu romántico que envolvía a su autora[9]. Carrillo, terciando en la discusión, en cambio manifiesta la dificultad de clasificarla como naturalista o costumbrista[10]. La propia Matto, para cerrar el debate, dijo de esta su primera novela que era una novela de costumbres[11].

“Si la historia es el espejo donde las generaciones por venir han de contemplar la imagen de las generaciones que fueron, la novela tiene que ser la fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo, con la consiguiente moraleja correctiva para aquéllos y el homenaje de admiración para éstas”[12], dice Clorinda Matto en el prefacio de su novela. Aquí hay una tesis, una manera de encarar la literatura que, a nuestro juicio, colisiona con otra manera de verla como es la de Vargas Llosa. Precisamente es éste quien dedica, en un libro polémico donde hace un balance del indigenismo, unas líneas a la autora de Aves sin nido. “El primer escritor indigenista fue una mujer, enérgica hacendada[13]ella misma y lectora de Émile Zola y de los filósofos positivistas: Clorinda Matto de Turner (1854-1899). Su novela Aves sin nido inauguró una larga sucesión de libros comprometidos en los que se retrata, desde diversos ángulos, la vida campesina, denunciando las injusticias y reivindicando las costumbres y tradiciones indígenas hasta entonces ignoradas por la cultura oficial”[14]. Vargas Llosa dice esto luego de sostener que la literatura en los países de América Latina durante larga data pasaron a ser un sucedáneo de las ciencias sociales, de una visión correcta de la sociedad, de lo moral y éticamente aceptable. Para Vargas Llosa esa es una mirada inapropiada del hacer literario en el que la imaginación y el hechizo –entiéndase como el arte de seducir al lector con las palabras– tienen un lugar preponderante, casi aséptica de su entorno social. En sus ensayos La orgía perpetua. Flaubert y “Madame Bovary”; García Márquez: historia de un deicidio; y La verdad de las mentiras. Ensayos sobre la novela moderna, ha explicado su posición. Su visión de la literatura se acopla a la de Flaubert, Faulkner, a quienes él considera sus maestros. No tiene un anclaje en la tradición literaria nacional. Es el tipo de escritor –como lo ha demostrado con gran talento– que se encierra en su torre de marfil para dar rienda suelta a lo que él suele llamar placenteramente “sus demonios literarios”, recogiendo materiales y perfiles de la realidad; pero que no le significan en modo alguno compromiso con la sociedad. Por lo tanto, el hecho de leer en una novela –aunque sea del siglo pasado– tal declaración de principios, tuvo que haberle provocado algún tipo de reparo. Mario Castro Arenas, al respecto, con buen ojo, ha escrito: “No admite ambigüedades la decisión de Clorinda Matto de Turner en el sentido de emplear la novela, al igual que Aréstegui Cisneros, el mismo Cásos y Mercedes Cabello de Carbonera, como un instrumento al servicio de las reformas sociales”[15]. La Matto, pues, instrumentaliza la novela para hacer un alegato a favor de los indios, tal como lo hubiera esperado de ella su maestro: González Prada[16].

Notas
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[1] "Aves sin nido: ¿novela indigenista?", Fernando Arribas García, en Revista de crítica literaria latinoamericana, Año XVIII, Lima, 2do. semestre de 1991, pp. 63-64.

[2] Ver cita 9b, en La narrativa indigenista peruana, Tomás G. Escajadillo, Amaru Editores, Lima, 1994, pp. 43-44.

[3] Ver Aves sin nido ¿novela indigenista?, Tomás G. Escajadillo, en Socialismo y Participación, Lima, abril de 2003, p. 95.

[4] Clorinda Matto de Turner y su indigenismo literario, Francisco Carrillo, Ediciones de la Biblioteca Universitaria, Lima, 1967, p. 42.

[5] Escajadillo, en un libro de reciente publicación, dice –reiterando su primigenia opinión– que fue una “omisión consciente; no un olvido”. Ver Mariátegui y la literatura peruana, Tomás G. Escajadillo, Amaru Editores, Lima, 2004, p. 178.

[6] Hermenéutica y praxis del indigenismo. La novela indigenista de Clorinda Matto a José María Arguedas, Julio Rodríguez-Luis, Fondo de Cultura Económica, México, 1980, p. 19.

[7] Ver Clorinda Matto de Turner: para una imagen de la novela peruana del siglo XIX, en Clorinda Matto de Turner, novelista. Estudios sobre Aves sin nido, Indole y Herencia, Antonio Cornejo Polar, Lluvia Editores, Lima, 1992, p. 15.

[8] "Aves sin nido ¿novela indigenista?", Tomás G. Escajadillo, p. 80.

[9] Clorinda Matto de Turner y la novela indigenista, Alberto Tauro del Pino, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1976, p. 38.

[10] Clorinda Matto de Turner y su indigenismo literario, Francisco Carrillo, p. 55.

[11] Ver Proemio, en Aves sin nido, Clorinda Matto de Turner, Peisa, Lima, edición noviembre 1986, p. 9.

[12] Ibíd., p. 9.

[13] Clorinda Matto no fue hacendada (la hacienda donde pasó sus primeros años fue legada por su padre a los hijos de su segundo matrimonio) y menos terrateniente como lo ha demostrado Nelson Manrique. Fue acopiadora de lana primero y tras la muerte de su esposo, José Turner, una eficaz empresaria. Ver "Clorinda Matto de Turner y el nacimiento del indigenismo literario (Aves sin nido, cien años después)", Nelson Manrique, en Debate Agrario No. 6, Lima, abril-junio 1989.

[14] Ver La Utopía Arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Mario Vargas Llosa, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 21.

[15] Ver La novela peruana y la evolución social, Mario Castro Arenas, José Godard Editor, 2da. edición, Lima, s/f, p. 108.

[16] Clorinda Matto de Turner primero fue discípula de Ricardo Palma y luego de González Prada, cuyas posiciones estético-literarias estaban enfrentadas. “Los miembros del Círculo Literario (presidido por González Prada) rechazaban la estética de Palma. Desde su punto de vista literario la literatura debía reflejar acontecimientos históricos en vez de embellecerlos. Los escritores debían volcarse al realismo para atender problemas históricos o políticos concretos.”, anota Kristal. Resulta curioso reconocer en la definición de tradición de Ricardo Palma una identidad de propósitos con Vargas Llosa, y que casi un siglo después desarrollaría éste en su libro de ensayos La verdad de las mentiras. Dice Palma: “La tradición es la fina urdimbre que dio vida a las bellísimas mentiras de la novela histórica cultivada por Walter Scott en Inglaterra, por Alejandro Dumas en Francia y por Fernández González en España.” Posición que a más no poder se asemeja, como dos gotas de agua lo pueden ser, a las de Vargas Llosa, admirador de Tirant lo Blanc y las novelas de caballería. Ver Una visión urbana de los Andes, Génesis y desarrollo del indigenismo en el Perú 1848-1930, Efraín Kristal, Instituto de Apoyo Agrario, Lima, 1991, pp. 125-126.

sábado, 22 de octubre de 2011

LA PALABRA DE COAGUILA

SI HAY UN ESCRITOR que conoce bien Jorge Coaguila, ese es Ribeyro. Su primer libro, Ribeyro. La palabra inmortal (1995) –a la sazón ganador, en el género de reportaje, de los juegos florales en la Facultad de Letras de San Marcos a comienzos de los noventa– da cuenta de ese interés. Coaguila es una especie de Tycho Brahe. En otras palabras, es, como el astrónomo danés, un almacenador de datos listos a la espera de que un Kepler los organice para mostrar la belleza del conjunto. En Ribeyro. La palabra inmortal, Coaguila sorprende a su entrevistado, Julio Ramón Ribeyro, con preguntas rebuscadas, datos escondidos, claro indicador de que lo había leído lo suficiente bien como para plantearle un tête à tête. Con los años, el joven Coaguila desarrollaría su devoción por Ribeyro hasta los límites de la publicación de un libro sobre aquél, Las respuestas del mudo (1998, notablemente ampliado en la segunda edición del 2009), que reúne acertadamente una selección de entrevistas concedidas por el escritor a diferentes medios limeños. Si hay algo que criticarle a Jorge Coaguila, tanto en este como en el volumen dedicado a Vargas Llosa, Mario Vargas Llosa. Entrevistas escogidas (2004, 2010) es la ausencia de un estudio introductorio. Esa ausencia lesiona sus intensiones de convertirse en un biógrafo de ambos escritores. No bastan las notas a pie de página para suplir esa falta. Era necesario que se explayara con una reflexión profunda sobre el quehacer de éstos, amén de los aportes que podía ofrecer si tomamos en cuenta que durante años ha catado y bebido de sus respectivas literaturas (nos viene a la memoria, como ejemplo, el prolijo estudio del profesor Angel Crespo para una edición del Cancionero de Petrarca). No obstante, el esfuerzo de recopilación y selección hecho por Coaguila, es digno de ser destacado. Ha llenado un vacío de investigación y ha ahorrado un precioso tiempo para que otros estudiosos más sagaces se aboquen mejor a la exégesis, si cabe el término, “bio- literaria” de Ribeyro y Vargas Llosa. En estas entrevistas contenidas en Ribeyro. La palabra inmortal –seis en total, más un apéndice de seis cuentos inéditos– el joven Coaguila hace un despliegue de conocimiento de la obra del autor de “Silvio en el rosedal”. Todas –a excepción de la segunda, que se le cae al final– tienen esa marca. Todas, desde diferentes aristas, nos muestran una faceta desconocida del escritor. Por esta razón, este libro y las consiguientes respuestas del “mudo”, son valiosos materiales para quienes buscan acercarse a la vida y obra de Ribeyro, un clásico de la tradición cuentística en nuestro país.

Freddy Molina Casusol
Lima, 22 de octubre de 2011

domingo, 16 de octubre de 2011

BONDY Y OTROS RELATOS

MUY BUENOS, los cuentos de Juan Carlos Bondy son muy buenos, son de clara estirpe ribeyriana. Especialmente destacables son “Ayuda por teléfono” (que da nombre a la colección) y “Torres”, cuyas hilarantes escenas evocan las guerrillas literarias de nuestros narradores limeños. Bondy escribe bien, es pausado, tranquilo, no apura el ritmo de la prosa, se toma su tiempo, fuma su cigarrillo, deja que las frases se acomoden solas, reposa un momento y continúa el hilo del relato hasta darle la puntada final. Es una grata sorpresa en medio de una fauna de cuentistas insípidos y sosos. (Hasta el momento no surge un digno sucesor de Luis Loayza, o del propio Ribeyro). Llama la atención, por otra parte, que en los tres primeros cuentos de Bondy haya puesto como uno de los escenarios un diario, al cual dirigen sus cartas el profesor Mendoza, Carlos Torres y el protagonista de “Ayuda”, cuyo nombre tiene claras reminiscencias chilenas: El Mercurio. ¿Por qué? ¿Es que el autor de estos textos vivió en el país del sur y tuvo una grata estadía que ha querido inmortalizar ese recuerdo? ¿O es por puro afán lúdico? Del buen trato que tiene Bondy con el idioma, ya se tenía conocimiento en las páginas del desaparecido suplemento cultural de La Primera. Allí Bondy aparece como un buen redactor de notas culturales, provisto de un lenguaje cuidadoso que piensa en el lector y lo respeta. En Ayuda por teléfono y otros cuentos (Tierra nueva editores, 2009), ratifica esa impresión.

Flaco, silencioso, y hasta un poco enigmático, la figura de Bondy aparece replegada entre los no tan jóvenes narradores nacidos en la década del setenta –entre los que se encuentra Enrique Planas con Orquídeas en el Paraíso.

Finalmente, con Ayuda por teléfono, Juan Carlos Bondy no tiene motivos para mantenerse más en el anonimato. Es un buen narrador, con la salvedad de que debe desprenderse del aura de Ribeyro para expresar una voz propia, so pena de confundirse con su maestro. Eso creemos.


Freddy Molina Casusol
Lima, 16 de octubre de 2011

domingo, 2 de octubre de 2011

EL “EXAMEN” DE L.A.S.

YO CRECÍ ADMIRANDO a Luis Alberto Sánchez. Su frente sabia, su voz modulada y precisa, sus ojos perdidos en la ceguera blanca que lo acompañaba. Admiraba su inteligencia, su vivaz juego de palabras con el que descolocaba a los periodistas con sus preguntas. “Maestro”, le decían. Y, en verdad, lo era. Mi tía me decía que cuando era estudiante de San Marcos se acercaba a hablar con él y que, mucho tiempo después, cuando otra vez lo hizo, él se acordó de ella. Dueño de una memoria prodigiosa, Sánchez, como se decía por aquella época, era la inteligencia en persona. Terco militante del Partido Aprista Peruano y amante de la Universidad Mayor de San Marcos, a la que llamaba “su eterna novia”, Luis Alberto Sánchez fue una de las últimas lumbreras intelectuales que tuvo el Perú. Culto, bastante bien informado, Sánchez, por los años setenta y ochenta, tuvo algunas apariciones televisivas. Primero en el programa “Testimonio” de César Hildebrandt; y luego con “La hora de Luis Alberto” que él mismo dirigía en el canal del Estado, donde derramaba toda su vasta cultura y conocimiento literario. Yo siempre me preguntaba qué hacía L.A.S. (sigla con la que era reconocido) al lado de políticos como Carlos Enrique Melgar o Armando Villanueva, si lo suyo era la literatura, la vida intelectual y el mundo de las ideas, que ya eran reconocidas en sus libros La Literatura PeruanaLa universidad no es una isla y Proceso y contenido de la novela hispanoamericana. Era que su sola presencia adecentaba la política, le daba el toque de inteligencia que necesitaba. Esa era su contribución. Por eso a muchos no les asombró que integrara la fórmula presidencial encabezada por el joven Alan García en 1985. Le daba el equilibrio necesario. Sus adversarios –que no eran pocos– le enrostraban en el plano intelectual que se dejara llevar por su portentosa memoria –que a veces lo traicionaba– para cometer gazapos en sus libros. Eso lo recordó Mario Vargas Llosa en El pez en el agua, cuando contó cómo el riguroso Raúl Porras Barrenechea quedó espantado aquella vez que el crítico chileno Ricardo A. Latcham dejó malparado a Sánchez, a propósito de las inexactitudes detectadas en su libro Proceso y contenido. A mediados de los ochenta, L.A.S., haciendo un alto en sus labores como vicepresidente de la República, regaló a los lectores y admiradores de su buena prosa, un conjunto de artículos que fueron publicados en el semanario “Visión Peruana” dirigido, para variar, por César Hildebrandt. Escritos buena parte de ellos en primera persona, Sánchez los escribe con una fluidez envidiable, sin el apuro del cierre, con la sapiencia de un hombre que supera los ochenta años y quiere, apelando a la confesión íntima, revelar sus secretos, sus anhelos y angustias. El recorrido de Sánchez en estos artículos pasa por su infancia y adolescencia, por sus lecturas más queridas Por ello, se puede decir que estos textos reunidos en Examen de conciencia (Mosca Azul Editores, 1988) son una especie de memorias anticipadas –o continuadas, si la memoria no me es infiel, de los seis volúmenes que por esos años salieron a la luz–, un extracto selecto de lo mejor de su pensamiento. Leer –o releer, como aconsejaba L.A.S– estos textos es más que un deleite, es una obligación, sobre todo ahora que andamos carentes de intelectuales de fuste que nos hagan soñar con las palabras.

Freddy Molina Casusol

Lima, 2 de octubre de 2011

 

Sobre Luis Alberto Sánchez puede leer el artículo "El intelectual comprometido" del periodista Raúl Mendoza Tume, publicado en el diario La República.

 









jueves, 29 de septiembre de 2011

PRENSA Y FASCISMO EN AMÉRICA DEL SUR

LO INTERESANTE de este libro es su enfoque: describe en cinco enjundiosos ensayos cómo el fascismo se valió de la prensa para difundir su pensamiento, así como sus relaciones con intelectuales y empresarios que se dejaron seducir por la prédica de Mussolini en Brasil, Argentina y Perú. El libro tiene una serie de revelaciones que vale la pena leer. Escrito por investigadores ajenos al cubileteo político local, Fascistas en América del Sur (Fondo de Cultura Económica, 2007), compilado por Eugenia Scarzanella, actualiza el panorama sobre la presencia de los fascio en nuestros países. Aunque no constituya ninguna novedad, para el caso peruano, enterarse del fascismo de intelectuales como José de la Riva Agüero y Osma y Carlos Miró Quesada Laos, sí lo es saber cómo fue observada esa conversión desde la mirada de un extranjero. Del primero dice Luigi Guarneri –encargado del estudio sobre el fascismo en el Perú– que “dio un sensacional viraje reaccionario en los años treinta, abrazando el fascismo, en clave católica, antiliberal y «latina»”; y del segundo evoca que era “hijo del propietario del periódico más importante de Lima, El Comercio –órgano que apoyó de manera evidente el fascismo italiano–, difundió y reseñó los escritos y discursos de Mussolini en las páginas del periódico de su familia, y también vivió en Italia durante la segunda mitad de los años treinta”. Las relaciones de presidentes como Oscar R. Benavides con el fascismo, así como las del partido Unión Revolucionaria de Sánchez Cerro, inspiradas en este, también son vistas por el autor. Pero quizás lo más curioso, para los que gustan desenmarañar las redes del poder, constituya el acápite dedicado al Nucleo di Propaganda en el que tuvo notoria importancia Gino Salocchi, director del Banco Italiano, quien apoyó iniciativas de corte cultural que incluyeron, en su momento, la donación del Museo de Arte Italiano al Estado. La publicidad de las empresas italianas era asimismo la modalidad por la cual el fascismo financiaba a la prensa peruana, asegurando así la difusión de sus comunicados. La Crónica, El Universal y La Prensa fueron, aparte de El Comercio, otros diarios que difundieron notas y artículos a favor de la causa fascista, siendo La Crónica, según Guarneri, la que sostuvo la posición italiana –a favor de la guerra de Italia contra Etiopía– y sus periodistas “oportunamente financiados” en sus críticas a la Sociedad de Naciones –que sancionó este hecho–. La compra de hombres de prensa, la activa participación de la embajada italiana en el Perú y el apoyo de empresarios italo peruanos, resaltan como conclusiones para explicar la difusión de la propaganda fascista en el Perú de los años treinta. El papel que cumplió el diario Il Mattino d’Italia en Argentina, como órgano de difusión del pensamiento fascista en el continente, es examinado oportunamente en los trabajos de Vanni Blengino y Eugenia Scarzanella respectivamente. En suma, en Fascistas en América del Sur, el lector podrá encontrar una buena guía para adentrarse, vía la exploración periodística, en las ideas de los camicie nere que amenazaron, mientras tuvieron vigencia, revivir los esplendores de la Roma Imperial.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 29 de setiembre de 2011


domingo, 21 de agosto de 2011

LOS "VEINTE POEMAS" Y UNA DECLARACIÓN DE AMOR

ESTA ES UNA de las más hermosas ediciones de los Veinte poemas de amor de Neruda. Publicada en la colección pequeña de Alianza Cien de Madrid en 1994, incluso llegó a ser “pirateada” en Lima. Hecha en papel ecológico, su delicadeza es insuperable. Competía –vanamente– con ella la de Oveja negra; pero los chicos –a decir por los testimonios de los libreros de la época– preferían la de Alianza, para regalar y “caerle” a las chicas con éxito. La carátula –con los corazones entrecruzados– encendía hasta el corazón más frío. Hay numerosos estudios sobre la poesía de Neruda, entre ellos el de Amado Alonso, Poesía y estilo de Pablo Neruda (Editorial Sudamericana, 1966), quien lo ausculta con detenimiento, pero ninguno puede traer a tierra ese sentimiento de nostalgia que llevan estos versos. Hoy esta edición de Alianza Cien es casi inhallable. Ya no ha sido vuelta a reeditar. Y eso es una lástima, porque la belleza y pulcritud de su presentación merecen una reimpresión. Tuve hace pocos días la suerte de encontrar un ejemplar en esa feria improvisada de libros que se ha hecho –al amparo de la nocturnidad y el descuido municipal limeño– en la avenida Alfonso Ugarte, a pocos metros del colegio Guadalupe. Años atrás había regalado los Veinte poemas en esta edición a varias chicas que me interesaron, y me quedé sin uno solo. El último lo sacrifiqué en 1997 en manos de una chica, quien no hace mucho, para sorpresa mía, cuando yo creía todo olvidado, había fotografiado y publicado la portada de poemario de Neruda en su página personal. Cuando le pregunté sobre si éste era el ejemplar que le había obsequiado, me dijo que sí y que además tenía una carta mía de esas fechas. Ahora ella está casada, pero aún recuerdo cómo mi corazón latía de amor por ella. Por eso le regalé ese ejemplar, porque sus ojos negros relampagueantes y su cabello azabache, eran merecedores de estos exaltados versos –sobre todo el poema veinte– como una tímida declaración de amor. Sobre Neftalí Reyes –Neruda– se ha escrito mucho. Es más, su segunda esposa, Matilde Urrutia, le ha dedicado un libro, Mi vida junto a Pablo Neruda (Seix Barral, 1987). También hay una película, Il postino (“El cartero”, 1995), pero de ésta mejor hablo en otro momento para no traicionar la intención poética de esta reseña.


Freddy Molina Casusol
Lima, 21 de agosto de 2011

jueves, 21 de julio de 2011

“RELATOS FANTÁSTICOS” DE CASTELLANOS


Foto: Casa de la Literatura
A VECES HAY ESTUDIANTES que saben más que sus profesores. Este es uno de esos casos. Miguel Ángel Cavero, exestudiante de Literatura de la Universidad Federico Villareal, desafió al destino y a su profesor que se resistía a admitir que su alumno tuviera la razón en su proyecto de investigación sobre Alfredo Castellanos, un autor desconocido. ¿Quién diablos era él?, pensaría. Mejor sería que dedicara sus esfuerzos a un novelista o cuentista consagrado. Pero Cavero, terco, no lo hizo. Y con la ayuda de la viuda del escritor, Esperanza Ruiz, desempolvó una serie de relatos que merecían salir a la luz. Alfredo Castellanos, para quienes no lo saben, fue uno de los mejores amigos de Julio Ramón Ribeyro. Ribeyro, que sabía largamente más de literatura que el profesor de Cavero, apreciaba el talento de Castellanos. De él, y de otro amigo de infancia, Pedro Perucho Buckingham, afirmaba que eran “unos tipos bien dotados para la creación literaria que por esas contradicciones que suelen darse en la vida tuvieron que abandonar tal vocación para dar paso solo a los segundones”[1]. Ribeyro sabía bien lo que decía. Cavero, en esta edición de Relatos Fantásticos de Castellanos, ha tenido el buen tino de insertar “Crisálida”, uno de los cuentos más apreciados del autor, incluido en la antología de El Cuento Peruano 1942-1958 hecha por Ricardo González Vigil. Igualmente ha tenido la certeza de incluir dibujos hechos por el propio Castellanos para acompañar los relatos que conforman la serie, así como un total de seis fotos donde se ve al escritor con autores reconocidos como Eleodoro Vargas Vicuña y críticos como el recientemente desaparecido Carlos Eduardo Zavaleta. Abstracta, oscura e ilógica se puede calificar la prosa de Castellanos; de la muestra presentada por Cavero queremos destacar “Leutonio”, relato que, a nuestro juicio, no se puede incrustar propiamente dentro de lo fantástico, sino del horror. Relatos fantásticos de Castellanos, es un libro a tomar en cuenta por los estudiosos de la literatura peruana que quieran ahondar en la psicología de un personaje marginal de la generación 50, ninguneado por un profesor de literatura que no supo reconocer lo que tenía entre manos uno de sus pupilos.

Freddy Molina Casusol
Lima, 18 de julio de 2011

[1] Ver Las respuestas del mudo (Selección, prólogo y notas de Jorge Coaguila), Iquitos, Tierra nueva editores, 2009, p. 53.



jueves, 14 de julio de 2011

THORNDIKE Y “EL REY DE LOS TABLOIDES”

SI EL LECTOR esperaba en sus páginas una historia del diario Ultima hora o una biografía de Raúl Villarán, un grande del periodismo nacional, se equivoca. Esto es, como lo advierte la contraportada del libro, el “asesinato de un fantasma”. Guillermo Thorndike, el encargado de perpetrarlo, fue no sólo un destacado escritor sino un periodista-escritor, título que muchos quisieran ostentar en vez del superficial redactor con el que se presentan a diario. Hildebrandt decía que era nuestro Truman Capote. No le faltaba razón. Thorndike tenía una espléndida pluma. 1879, El caso Banchero, El año de la barbarie, El Hermanón –quizás uno de sus mejores libros– y La revolución inconclusa –fallido texto hagiográfico–, son algunos de los libros con los que Thorndike demostró su talento. Ganado por el periodismo sensacionalista en algún momento, tuvo varios detractores, entre ellos el escritor Mario Vargas Llosa, quien le dedicó –con alguna razón– unas duras líneas en El pez en el agua. Director de diarios como La Crónica y La República, y de otros como Página Libre –desde el cual hizo campaña a Fujimori–, Thorndike, al final de su larga carrera periodística, dedicó su tiempo a escribir El rey de los tabloides para hacer un balance de su itinerario personal. Raúl Villarán y Ultima hora fueron el pretexto. De allí que El rey de los tabloides esté lleno de evocaciones, de largos párrafos dedicados al San Isidro de su juventud o a la frustrada rebelión aprista de 1948, que en el acto nos remiten a uno de sus más comentados libros, El año de la barbarie. Sólo en la primera parte de El rey, el lector podrá encontrar la ansiada información sobre Villarán. Eso sucede cuando entra en escena la tía Josefina, que vivió enamorada del padre de Villarán; y luego surge la figura de Villarán a los veinte años, presto a convertirse en el fundador de Equipo, revista deportiva con la que quería competir con El Gráfico de Buenos Aires. Luego de esos pasajes, la figura de Raúl Villarán se diluye, se confunde en el proceloso mar de recuerdos de Thorndike. Thorndike inventa un Villarán que no se sabe con certeza cuán fiel sea al original, aunque es necesario recordar que éste ya había advertido desde la contracaratula que estas páginas no debían tomarse como una biografía autorizada. De cualquier forma, el lector ávido por datos de Villarán, esperaba que el ocasional biógrafo tuviera un mayor apego a la vida de su biografiado. Lo mejor de El rey de los tabloides se encuentra al último, en ese final irreverente donde la genialidad de Villarán se manifiesta en esa entrevista con Pedro Beltrán, a la sazón dueño de Ultima hora, quien escandalizado por la proliferación de rumberas en las páginas de su periódico, decide ponerle un alto a los excesos de su director, el señor Raúl Villarán. “¿Cuáles son sus órdenes don Pedro?”, preguntó Villarán. “No más calatas”, contestó Beltrán. “¿Definitivo, para siempre?”. “Ni una más”, repitió don Pedro, sin pensar que por esos excesos el periódico había llegado a vender la friolera de noventa y nueve mil ejemplares, cifra impensable para la época. Villarán, superando el mal momento y la posibilidad de un infame despido, tuvo el gesto iconoclasta de irse de la dirección de Ultima hora con una última edición llena de calatas –en total veintiocho–, incluyendo las páginas de política, opinión e internacionales. Ese fue el final de Raúl Villarán, el rey de los tabloides, leyenda del periodismo nacional de ayer y de ahora, que Guillermo Thorndike mezcló con sus recuerdos para presentarlo a las nuevas generaciones de jóvenes periodistas, con la secreta esperanza de que por allí surja alguno que se atreva a poner en una primera plana un titular como este: “Chinos como cancha mueren en el paralelo 38”, y así rendir homenaje a una de las últimas glorias del periodismo de este país.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 14 de julio de 2011

martes, 28 de junio de 2011

EL MURAL DE SAN MARCOS

FUE PINTADO en los años ochenta cuando los grupos de izquierda en San Marcos tenían la hegemonía política en el campus universitario. Exactamente en 1986, si atendemos la fecha que reza en el interior del recuadro que reproduce una conocida frase de Vallejo: “Hay, hermanos, muchísimo que hacer”. Pero, estrictamente, no se puede saber cuándo. El asunto es que el mural del segundo piso de la Facultad de Letras fue hecho cuando Educación era huésped en su pabellón. Sus alumnos, inficionados por la ideología marxista-leninista-maoísta, con seguridad, alentaron su creación. San Marcos, hay que recordarlo, fue en los setenta “un templo de Mao Tse Tung”[1]. El mural, aunque consumado en otro período, se inscribe, dentro de esta concepción. Sin recibir mantenimiento alguno durante un cuarto de siglo, en febrero de este año ha sido restaurado. Una nueva capa de pintura ha vuelto a la vida aquellos rostros y escenarios que, ocultos y sombríos, yacían adormecidos en su interior. Tras las labores de restauración, el simbolismo que encierra el Mural está de nuevo a la vista de los estudiantes y curiosos que se detienen a observarlo. Aunque no se puede descartar la posibilidad de que él o los encargados de la restauración hayan hecho algunas modificaciones, aprovechando el grado de deterioro en que se encontraba, lo importante es que, al parecer, la mayoría de trazos originales ha sido respetado. En las siguientes líneas ofrecemos las apreciaciones surgidas luego de varios días de observación del mismo.



El mural

El mural, como ya lo hemos expresado líneas arriba, ocupa el segundo piso de la Facultad de Letras. Representa toda una alegoría del advenimiento de una sociedad comunista. Se puede apreciar muchas imágenes que avisan de su llegada. La que representa a una masa de gente en movimiento mirando la luz de la alborada, y que marca poderosamente la composición del cuadro, es un ejemplo de lo anterior. En la parte inferior derecha, se puede ver lo que representaría, para un marxista ortodoxo, la burguesía, la clase explotadora y el imperialismo expoliador. Allí se puede observar a un personaje trajeado como el Tío Sam representándolo. Cerca de él está una mujer pelirroja, vestida con un traje holgado e insinuante. Del cuello de esta mujer pende un collar de perlas, indicativo de su extracción social: pudiente. La acompaña un hombre delgado, de tez blanca y con inconfundibles lentes Ray ban. Este hombre cubierto con una camisa de verano, fumando un cigarro –o quizás opio–, representa a los ricos, quienes, ignorando las necesidades del pueblo, se entregan a la diversión y al desenfreno. Al lado de ellos se puede apreciar también a un hombre mestizo –reconocible por el color mate de la piel– aferrándose a una botella de licor. Y un poco más allá hay otro que, cual Sodoma y Gomorra, aparece en los brazos de una mujer blanca, una prostituta, a quien ha pagado con un dinero que se halla regado cerca. Próximo a este escenario, al lado izquierdo, se ve una situación de enfrentamiento que más adelante analizaremos. Estas dos polaridades en conflicto reflejan la sociedad peruana, el “zorro de arriba” y el “zorro de abajo” de los que hablaba Arguedas, si es que vale la pena forzar la expresión arguediana. El mural, pues, es un gran fresco donde se establece la lucha de clases, las cruentas oposiciones entre la burguesía y el proletariado, donde el amanecer socialista está a la vista de las masas rebeldes y empobrecidas que no tienen nada que perder derribando el viejo orden capitalista.



El rostro del intelectual

Entre los múltiples rostros que aparecen en el Mural, hay uno que despierta la atención. Es el que corresponde a un hombre de aspecto intelectual que usa lentes y porta en un brazo dos libros y un rollo de papel. Su apariencia trae el recuerdo de la importancia de la educación para algunas facciones de izquierda, que piensan que a través de ella el pueblo puede superar su estado de ignorancia. El libro de Carlos Iván Degregori, El surgimiento de Sendero Luminoso, precisamente, trata de esto, de la relevancia de educación en los sectores rurales para ascender en la escala social. De esta manera se puede entender por qué ciertas agrupaciones de izquierda como “Patria Roja” –cuyo ascendiente en la Facultad de Educación (donde se gestó el mural) fue evidente–, han procurado tener injerencia en la formación de los maestros. Conocedores del poder de la instrucción pública sobre el conjunto de la sociedad, han buscado siempre ubicar sus “cuadros” políticos e intelectuales en el magisterio. La imagen, por otra parte, guarda un lejano parecido con el historiador peruano Alberto Flores Galindo (recordemos que a mediados de los 80, la ascendencia de Flores Galindo en partidos de izquierda como el PUM –Partido Unificado Mariateguista– era detectable, así que no debe sorprender que el muralista haya dejado trazada esa influencia –si así lo fue– en su trabajo). Inicialmente, conjeturamos, que era Mariátegui, pero el rostro del pensador socialista peruano no calzaba bien con el boceto de la imagen. Este intelectual de rasgos mestizos, asimismo, está acompañado de una mujer –su esposa, al parecer– que envuelve en un abrazo protector a sus dos hijos. La mujer, cuya rudeza se puede reparar en la contextura de sus brazos, rodea maternalmente a sus vástagos con el brazo derecho, mientras que con el izquierdo en alto denota la grandeza, el logro de alcanzar la ansiada sociedad comunista donde la humanidad conseguirá su plena realización.



La campesina y el desaparecido

En la década de los ochenta, el país estaba viviendo el climax de la violencia subversiva. Sendero Luminoso había iniciado la llamada “guerra popular”. Por esas fechas los militares incursionaban en las comunidades y caseríos andinos cometiendo una serie de atropellos y violaciones en contra de los campesinos, los cuales se veían enfrentados entre dos fuegos: el del ejército y Sendero, que reclamaba sujeción al “Pensamiento Gonzalo”. La violencia subversiva trajo como consecuencia la desaparición y muerte de ancianos, niños y mujeres, todos ellos inocentes. Accomarca, Aucayacu, Lucanamarca, Putis y las fosas comunes de Pucayacu, son parte de la larga lista de los excesos y violaciones de derechos humanos en esas zonas de los Andes[2]. Teniendo como marco lo anterior se puede entender, pues, la presencia de una campesina en el mural. Ella se encuentra cogiendo entre sus manos una foto. Silenciosa nos avisa que tiene un deudo desaparecido. Muda, triste, contrita, esa imagen de la campesina, flanqueada por dos individuos que le indican, o instan, con la mano izquierda que siga la aurora comunista, es una metáfora de la época; la imagen de la desgracia colectiva de un país, del desplome de una sociedad, que tuvo que pagar una cuota de sangre para alcanzar la paz doce años después de iniciada la vesania senderista. Aplicar la consciencia de clase a machaca martillo y la pacificación con el culatazo de un fusil FAL, tuvieron como consecuencia la perdida inútil de miles de vidas humanas. El mural es, desde esa perspectiva, un reflejo de lo ocurrido. La campesina y la foto del deudo desaparecido bien podría ser la de uno de los hijos de las Madres de la Plaza de Mayo, quienes reclamaban sanción para los militares argentinos que asesinaron a sus seres queridos; o la de uno de los desaparecidos durante el golpe de estado del 11 de setiembre de 1973 en Chile que sacó a Allende del poder. El mural, mirado de esta forma, alcanza las dimensiones de América Latina, en sus penurias y lamentos.



La Estela de Chavín

Si se analiza el mural en forma de composición en cruz (o como un cuadrado semiótico), tenemos que las representaciones expuestas en el extremo superior izquierdo se oponen a las que figuran en el extremo inferior derecho. La estela de Chavín, el microscopio, el sikuri, el charango y el árbol representan sucesivamente la tradición y la perennidad del conocimiento andino. Estos están en oposición a la opulencia, el lujo, el desenfreno y el boato de las clases pudientes, cuyos símbolos, el Regatas y el Sheraton, caminan a la decadencia. La estela representaría la cultura ancestral, la raíz de los antiguos peruanos. Esta parte del mural está acompañado de la imagen de un hombre con su hijo, a quien está enseñando a escribir. Debajo de ésta se puede leer la manida frase de Vallejo: “Hay hermanos muchísimo que hacer”. Esto reafirma la idea expresada anteriormente: que es por la vía de la educación que el pueblo encontrará su liberación. Las clases explotadas (campesinos y trabajadores) no volverán a ser subyugadas cuando tengan la educación que la clase explotadora les niega. Ese es el mensaje. Lo colectivo, y no lo individual, tiene un claro predominio en el mural: son las masas las que hacen la historia y no “los héroes” de un Carlyle. Para el comunismo, el individuo no puede estar por encima de lo colectivo. Esto estaría reñido con las enseñanzas de Marx y sus seguidores: la de una humanidad sin diferencias de clase. El mural, pues, refleja esa convicción.



Los hijos de Cronos

Una imagen particularmente tétrica es la que representa al Fondo Monetario Internacional. Recuerda la representación de Cronos comiéndose a sus hijos, hecha por Goya. La mitología griega nos dice que Saturno o Cronos, avisado por Las Parcas que uno de sus hijos lo iba a destronar, decide devorarlos. No es difícil pensar que el muralista, condicionado subconscientemente –por muy socialista o comunista que sea–, por su formación judeo-cristiana-greco-latina, haya replicado esa imagen goyesca con la variante del FMI devorando a los “hijos del pueblo”. En ese mismo recuadro se puede apreciar también a la “reacción”, simbolizada por el ejército apertrechado, defendiendo el coto cerrado de la burguesía de un posible ataque del pueblo, que, a pocos metros, está desfilando en claro gesto de rebeldía. Un cura alzando una cruz –de cuyo mango terminado en forma de cuchillo, gotea sangre del pueblo–, parece exorcizar a los insurrectos con un “vade retro”. Un hecho curioso lo constituye la aparición de una cámara fotográfica que, muda y silenciosa, parece decir que ha registrado lo que le ha ocurrido a esa pila de cadáveres devorados por el FMI. El Tío Sam, del cual hablamos en un principio, merece una mención aparte. Resulta interesante examinarlo rodeado de dos figuras. La primera de ellas, una rata, evidencia la connotación expoliadora del imperialismo que el muralista ha querido imprimir en su obra. La segunda, que aún no hemos podido explicar su presencia, la de un intelectual, que evoca el rostro de Mariátegui y asoma desde atrás. Al parecer se ha querido decir que la iniquidad que se está cometiendo en contra del pueblo, ya llegará a su fin. La figura vigilante del Amauta auguraría una especie de apocalipsis. Una tercera imagen, la de la paloma ensangrentada escapando de la mano del Tío Sam, es el símbolo del padecimiento de los pueblos oprimidos del mundo que han sufrido abusos de manos del imperialismo.


Crédito de fotos: Freddy Molina Casusol

[1] Ver Los jóvenes rojos de San Marcos de Nicolás Lynch.
[2] Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, las víctimas y desaparecidos durante la violencia de esos años ascendería a la cifra de 24,000 personas.

UNA TESIS SOBRE YEROVI

HAY tesis que se convierten en libros como esta de Paulo Piaggi sobre el destacado dramaturgo Leonidas Yerovi, o como la que no muy reciente...