viernes, 11 de noviembre de 2016

NEGOCIACIONES EFICACES

CUANDO empecé a leer este libro pensé cuántos conflictos se hubieran solucionado si los protagonistas de enfrentamientos sociales o riñas amorosas, hubieran tenido la oportunidad de leerlo. La gente no sabe dialogar ni encontrar las salidas adecuadas cuando se topa con un desencuentro en el trabajo, en el hogar, en la calle. Pinkas Flint –cuyo nombre evoca lejanamente al del grupo Pink Floyd (y el apellido al del actor Errol Flint)– no tiene la varita mágica para darle fin a todos, pero trata de encontrar, desde la negociación, la solución más conveniente.

Flint examina cuadrantes, puntos de vista de los personajes enfrentados, posiciones ventajosas, desventajosas y espacios de acuerdo para arribar a lo que los expertos en su especialidad llaman Batna –acrónimo en inglés de Best Alternative to a Negotiated Agreement (traducido como: La mejor alternativa en un acuerdo de negocios)–. Todos negociamos, todos regateamos a diario, todos pujamos el precio de un producto con la caserita, el chofer de una combi, el vendedor de un libro, todos buscamos sacar ventaja de nuestro contendor siempre y cuando nos permitan hacerlo. Al final llegamos a un acuerdo consensuado, a un justiprecio. Ese es el punto del Batna.

Las salidas basadas en el enfrentamiento son cosa del pasado. Hace quince años o veinte años se hablaba en las universidades que se estaban creando, de la formación de abogados de otra estirpe, que dejaran atrás a los típicos litigantes que se llenaban los bolsillos con el dinero de sus clientes en largos juicios. Por entonces, ya se pensaba en una nueva especie de advocatus que resolviera con inteligencia los conflictos de las empresas. La novedad era el profesional del derecho conciliador. Ese era el futuro en aquel entonces –que ahora es realidad–. De este tipo de abogado habla Flint en una parte de Negociaciones Eficaces (El Comercio, 2001) dedicada a la negociación integrativa.

Esta última y la negociación distributiva son los dos estilos conocidos en un proceso de negociación. Flint apuesta abiertamente por la segunda debido a que integra intereses y deja a un lado los egos.

 Una aplicación práctica de Negociaciones Eficaces, si se lo desea ver así, se puede apreciar en Historia de un desafío. TLC. A la conquista de EE.UU. y el mundo, libro del ex ministro de Relaciones Exteriores, Alfredo Ferrero Diez Canseco, jefe del equipo de negociadores peruanos para implementar un Tratado de Libre Comercio con EE.UU. –hoy puesto en duda (como otros similares) por el presidente electo Donald Trump–.

El capítulo VI (“Aspectos culturales de la negociación”) puede empalmar con todo el relato del libro de Ferrero respecto a la importancia de conocer la cultura que impregna a la contraparte en una mesa de negociación. En este caso, el libro de Ferrero es un ejemplo vívido del estilo –no exento de mañas– de negociación norteamericano, a las que sumaron las argucias sacadas debajo de la manga del equipo peruano para llegar a un acuerdo beneficioso –o Batna– de nuestro lado.

El libro de Pinkas Flint examina teóricamente las jugadas de los adversarios en el tablero de ajedrez de los negocios. Es un libro de cabecera, quizás elemental para los conocedores, pero fundamental para quienes carecen de conocimientos teóricos y técnicos sobre el tema.

Freddy Molina Casusol

Lima, 11 de noviembre del 2016

lunes, 3 de octubre de 2016

EL “CAPITALISMO” DE FERNANDO O.

MI AMIGO Fernando O. se ha empeñado en estudiar El capital de Karl Marx. Tamaña empresa no es nada fácil, pues entre los que se reconocen como marxistas, hay muy pocos que puedan decir: 1) Que lo hayan leído; y 2), Que lo hayan comprendido. La única vez que yo intenté hacerlo fue cuando estaba en la universidad. Le pedí prestado a una amiga uno de los gruesos volúmenes de la edición argentina de Cartago –“expropiada” a su “ex” cuando ambos terminaron– para escudriñar un punto: la idea de Marx sobre los medios de comunicación que un profesor, muy alegremente, había interpolado en un texto suyo para intentar formular una teoría marxista en relación a ellos (¿podían ser los medios de transporte, vías, o, mejor dicho, los rieles, que aparecían anotados por Marx, contrafuertes para fundar seriamente una?).

Pero, mejor, regresemos con mi amigo.

Fernando robándole el tiempo a su esposa, a sus hijos, y, sobre todo, a sus amigos que lo queremos tanto, se ha sumergido en las aguas de El capital para desentrañar sus misterios. Se ha pasado estos meses examinando los temas del valor, la importancia en el pasado del patrón oro y la circulación del capital. Atrás ha dejado su afición por la Física y la Mecánica Cuántica.

Su persistencia en el tema –donde me abruma de datos– ha tenido la virtud de hacerme volver la mirada hacia un libro, del cual ya no tenía sino un viejo recuerdo, y que he vuelto a recuperar en una librería de viejo para comentarlo aquí.

A finales de los ochenta, en la vorágine sanmarquina, donde las citas de Marx salpicaban en los vasos de cerveza que apurábamos en La Curva, había un librito, delgadito él, de Ernest Mandel, un economista trotskista, acerca del trabajo que a mi amigo Fernando le estaba quitando el sueño. El capital. Cien años de controversias en torno a la obra de Karl Marx, así se llamaba. Yo, por esos años, no lo pude leer porque había conceptos que no podía entender; pero, transcurridas tres décadas, y con varias lecturas encima, ya pude atisbar, con cierta dificultad, lo que decía.

Mandel escribe su análisis como una introducción a El capital. Lo hace con un conocimiento de las varias versiones que componen los capítulos del estudio principal de Marx; conoce el plan de trabajo inicial y las modificaciones sucesivas que tuvo (Como se sabe, en vida Marx solo pudo editar el primer volumen; en tanto que los siguientes fueron ensamblados por Engels con los materiales que aquel dejó tras su partida); y tiene un buen manejo de las fuentes, hecho que el lector debe agradecer pues se convierte en una guía autorizada para seguir el rastro de su redacción. (Anteriormente había escrito La formación del pensamiento económico de Marx. De 1843 a la redacción de El capital: estudio genético. Para quienes están interesados en el tema, pueden empezar por allí. Es un texto más asequible).

Mandel era un intelectual serio –como buen trotskista que se lo precie–, pero eso no lo eximió de cometer el mismo error común de los marxistas –que es el de su mentor, Marx–: profetizar el derrumbe del capitalismo. Desde la primera edición de su libro en 1976, han pasado cuarenta años desde que anunció, refiriéndose a las crisis cíclicas del sistema, que era “sumamente improbable que el capitalismo sobreviva otra media centuria de crisis (militares, políticas, sociales, monetarias, culturales), como las que han ocurrido ininterrumpidamente desde 1914. Es muy probable además, que El capital y lo que representa –a saber, un análisis científico de la sociedad burguesa que representa la conciencia de clase del proletariado en su nivel más alto– terminará por probar que ha hecho una contribución decisiva a la sustitución del capitalismo por una sociedad sin clases de productores asociados”[1].

Pues bien, a pesar de todo lo predicho por Mandel, ha sucedido todo lo contrario, quince años después que arribara a esta conclusión se derrumbó la Unión Soviética y la sociedad comunista instaurada, vía golpe de estado, por Lenin en 1921. El mismo año de su anuncio, la viuda de Mao y la Banda de los cuatro salieron del poder en China, poniéndose fin al experimento social llamado Revolución Cultural, que fue el preludio de la apertura comercial –o, mejor dicho, la entrada del capitalismo– estimulada por Deng Tsiao Ping, su nuevo primer ministro. Claro, de todas las experiencias político-sociales, inspiradas en el credo de Marx –y Lenin–, la única que queda en pie, a costa de una gran impopularidad (y debido a la insularidad que la favorece), es la de Fidel Castro. Sostenida en el pasado con el petróleo de la ex URSS –y hasta hace poco con el de Venezuela–, esta vieja dictadura caribeña que pasa, ella sí, la media centuria, ahora coquetea por una apertura comercial, para lo cual pide que EE.UU. la desbloquee y así abrirse al mundo capitalista. Es decir, el mundo ha ido por otro rumbo que las intenciones de Mandel no hubieran querido aceptar. Algún lector avisado podría decir: “Pero aún faltan diez años, Mandel habló de cincuenta años y solo han transcurrido cuarenta”. Es cierto, pero todo conduce a pensar que es dudoso que el capitalismo sea sustituido por otro sistema que lo supere en eficacia; y si lo hay bienvenido sea, pero el comunismo no es. Porque no ha sido nada más irónico que descubrir en las últimas décadas que la etapa superior del esclavismo, feudalismo y capitalismo, como sus apologistas defendieron era el comunismo, terminó negado en las sociedades donde se impuso para convertirse de nuevo al capitalismo.

No he visto a mi amigo Fernando las últimas semanas. Tengo dos hipótesis al respecto: 1) Que sigue imbuido en El capital (en su versión audio-libro, con el cual duerme por las noches); o 2) Que ha tirado la toalla y no estoy enterado de que ha vuelto a la normalidad. Pienso que la primera es la más probable, conociéndolo. Mientras se dilucida el tema, la pesadilla que fue para mí entender los vericuetos económicos en los que se metía Marx para entender el capitalismo de su época, solo ha durado un par de semanas, en las que robándole tiempo a otras lecturas volví al pasado, con alguna poca nostalgia, para escribir este comentario al que pongo fin en esta última línea.

Freddy Molina Casusol
Lima, 2 de octubre de 2016



[1] Ver El Capital. Cien años…, Siglo Veintiuno Editores, 1985, p. 84.

lunes, 26 de septiembre de 2016

EL SEÑOR DE LAS COLUMNAS

CUANDO era adolescente me preguntaba quién sería ese señor que escribía en un lenguaje barroco esa columna periodística tan larga y ancha, que veía publicada en El Comercio, en su suplemento de los domingos. “El dardo en la palabra”, decía. Yo no tenía la menor idea que quien escribía con tanta corrección, era toda una autoridad en el idioma. Han pasado más de treinta años desde que vi por primera vez impresas esas columnas, y pienso cuánta diversión y entretenimiento me he perdido todo este tiempo (las dejaba pasar, en verdad). Fernando Lázaro Carreter, así se llamaba el señor de las columnas, es un conocedor de la lengua del Quijote como hay pocos. Entre los nuestros no alcanzan su talla –creo, sin exagerar un ápice– ni Martha Hildebrandt ni Marco Aurelio Denegri –a veces extremado con su purismo idiomático–. Don Fernando, sin duda era de otro lote, un ave de otro vuelo. Ahora que no está, lamentamos su ausencia para poner la pica en Flandes en la redacción de los periodistas. Leer El dardo en la palabra es salir bañado de aguas lustrales. Realmente uno se desasna y se avergüenza de las torpezas cometidas a la hora de perpetrar un párrafo. Cada una de sus entradas, preciosistas, llenas de lucidez, son un premio a la lectura. Lázaro Carreter te jala las orejas sin agraviarte, y sin ese asomo de pedantería lingüística con la que se embadurnan algunos en las aulas. Ejerce la docencia con la simpleza de quien desea compartir lo que sabe. Da gusto leerlo, pero sobre todo releerlo. En este primer volumen –hay un segundo publicado años después–, que reúne la mayor parte de sus columnas periodísticas desde 1975, pone toda su ciencia, todo su arte al servicio de la comunidad idiomática en castellano. ¿La mejor? Difícil elección: todas. Tenga, pues, fino lector, la dicha de probar de tan exquisito manjar. Lo esperan más de 700 páginas, salidas de la mismísima mano del maese Lázaro –al que no se debe confundir con el bíblico–, el señor de las columnas de mi barroca adolescencia.

Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de setiembre de 2016


lunes, 19 de septiembre de 2016

AMBELAIN O UNA DISTINTA LECTURA DE LA BIBLIA

UNO puede confrontar con su Biblia y preguntar, por ejemplo: ¿Tuvo Jesús hermanos? La respuesta en dos de las versiones más concurridas del libro sagrado del cristianismo –la de los Testigos de Jehová y la de Jerusalén– es la misma: sí, los tuvo. Dicho de otra forma: ¿Fue Jesús hijo único de María? Robert Ambelain, muy avisado, cruza versículos de la Biblia (Marcos 3, 31-35; Lucas 8, 19-21 y Juan 7, 5) y demuestra que Jesucristo no llegó al mundo solo, es decir que María, su madre, “conoció hombre” y le dio hermanos. En los citados versículos inequívocamente se habla de hermanos –el Diccionario de la Biblia de Browning trata de salvar la situación al anotar, aludiendo a la traducción de las Santas Escrituras del hebreo al griego, que se podían considerar “primos”[1]–. Claro, esto, ni remotamente lo va admitir una persona dominada por la fe. ¿Acaso no nos han enseñado que Jesús fue hijo de Dios, concebido en una virgen por el Espíritu Santo? Y siendo esto así, ¿un hombre podría “conocer” a la madre de Jesús, luego de que el cuerpo de esta ha sido tocado por el Espíritu Santo?

Pero hay más revelaciones. Pregunta: ¿Quién fue el que entregó a Jesús a los romanos por treinta monedas? Todos lo sabemos, Judas Iscariote. ¿Y quién fue su padre? Lo dice la Biblia: Judas era hijo de Simón Iscariote (Juan 6, 70). Ahora bien, Ambelain, convocando al historiador Flavio Josefo –en La guerra de los judíos y Antigüedades judías–, recuerda que la palabra zelote, “era utilizada para designar a los sicarios, terroristas judíos armados de la sica, puñal curvo con el que destripaban a sus adversarios”. No era, pues, como se ha argüido, que el patronímico de Judas se debía a que era originario de un pueblo llamado Khariot[2]. Este Simón Iscariote –como hemos visto, viene de sica–, en una cuidosa interpretación de los versículos bíblicos hecha por Ambelain en su estudio, vendría a ser hermano de Jesús. Y aquí viene la sorpresa. Si el tal Simón era hermano de Jesús, y este tenía como hijo a Judas, ¿quién entonces entregó al Mesías a los romanos? Su sobrino; Judas, el traidor, habría sido su sobrino.

Llama la atención que Ambelain no figure en las bibliografías sobre Jesús y la familia sagrada aparecidas durante los últimos decenios, a pesar de ser un precursor, entre otros, de estos estudios. No aparece mencionado ni una sola vez en El enigma sagrado, El legado mesiánico y La conspiración del mar muerto de los autores M. Baigent, R. Leigh y H. Lincoln. ¿Cómo se explica esta omisión de un autor cuyos libros Jesús o el secreto mortal de los templarios, Los secretos del Gólgota y El hombre que creó a Jesucristo cuestionan una verdad establecida en el cristianismo y fueron tan best-sellers como los anteriores? ¿Celos? Alguien que conoce de estos temas me cuenta que esta postergación se debería a que Ambelain fue masón y que debido al contenido de sus investigaciones fue convenientemente silenciado. De cualquier forma, comparando ambas trilogías –la de los autores arriba citados y la de Ambelain–, las de este último salen ganando en cuanto a profundidad en el análisis y la meticulosidad en el cruce de información, deudoras ambas de la formación como historiador del autor. Aunque no se niega la calidad de los primeros, lo que hace Ambelain es confrontar fuentes oficiales y antiguas, haciéndolas “hablar” aprovechando sus penetrantes conocimientos en lenguas como el hebreo y el griego. Ambelain, pues, escribe su versión analítica de los textos del cristianismo con guantes de hielo, como por allí alguien sugirió se debía escribir la historia.   

El libro de Ambelain, por otra parte, tiene varias interpretaciones que no pueden gustar al hombre de fe. Por ejemplo, la famosa expresión “Hijo del Hombre” pronunciada por Jesús, según este autor, en un cotejo de la traducción del hebreo y el griego, escondería, encriptado, el nombre del causante de su paso por la tierra. Dejemos hablar a Ambelain sobre este punto crucial de su investigación: “Observaremos también que con frecuencia Jesús se hace llamar ‘hijo del hombre’. ¿Qué quiere decir con esto? Aquí abajo todos somos hijos del hombre. Es decir que, en hebreo bar-aisch no significa nada. Pero afortunadamente existe un vocablo para designar al hombre. El antiguo germánico conoce la palabra bar, que significa hombre libre, y ese término dio lugar a barón. El hebreo posee la palabra geber, que significa lo mismo, pero que tiene, además, el sentido de héroe. Por lo tanto, si traducimos, ‘hijo del hombre”, no por bar-aisch, sino por bar-geber, tenemos ‘hijo del hombre libre’, o ‘hijo del héroe’, características todas que se acomodan perfectamente a Judas de Gamala, ‘héroe del censo’, el hombre que llamó a Israel a la insurrección en nombre de Yavé…”

¿Y quién era este Judas de Gamala?

Ambelain da la respuesta en el texto: el padre de Jesús. Así lo dice: “Así pues, sería el ‘Héroe de Dios’ (Geber-ael) el que fecundaría a la joven virgen llamada María, pero en realidad no se trataría de un puro espíritu (porque Gabriel, arcángel, significa asimismo ‘héroe de Dios’), sino de un héroe en tres dimensiones, de un hombre en el sentido completo del término.” 

De esta manera, sustenta lo que expone en las primeras líneas de su libro: “La hipótesis de que Jesús era hijo de Judas el Galileo (Hechos, 5, 37), alías Judas de Gamala, o Judas el Galaunita, el héroe judío de la revolución del Censo, no es nueva. Ya resultaba molesta en los primeros siglos del cristianismo….”[3]

Sería extenso presentar todo lo que muestra Robert Ambelain en su explosivo trabajo (invitamos al lector, al respecto, a abrir su Biblia en Lucas, 19: 27-28, hecho notar por este). Nos hemos limitado a unos cuantos ejemplos. El lector debe juzgar por sí mismo (el libro circula libremente por la red). Lo que sí queda claro, es que Ambelain procede con honradez, vuelve de carne y hueso a un hombre desencarnado por los siglos en su análisis hermenéutico, y utiliza la lógica para hacerlo. Sin embargo, esto que puede ser entendido como una herejía, debe ser tomado como un reto para el creyente. Hay libros en la Biblia, como los salmos y proverbios, que son un bálsamo para el espíritu. En ese sentido se debe entender el mensaje de Cristo, y no en su historicidad, para no dejarse arrastrar por aguas torrentosas.

Freddy Molina Casusol
Lima, 19 de setiembre de 2016




[1] Ver entrada ‘María, la madre de Jesús’, en Diccionario de la Biblia, W.R.F. Browning, RBA, 2009. p. 301.
[2]  El Diccionario de la Biblia de Browning admite la posibilidad que “su sobrenombre pueda derivar del griego sikarios (=asesino)”, sin descartar que signifique ‘hombre de Kariot’. Ibíd., p. 264.
[3] La explicación de Joseph Ratzinger, intelectual de la Iglesia Católica y antecesor del actual papa Francisco, sobre esta misteriosa expresión, se puede tomar como referencia para tener una idea hasta donde han llevado los exegetas su interpretación. Ver Jesús de Nazareth, Joseph Ratzinger, Planeta, 2007, pp. 373-388.

lunes, 12 de septiembre de 2016

MARIO BUNGE PERIODISTA

LA FACETA más conocida de Bunge es, entre nosotros los profanos, la de divulgador del método científico en su socorrido librito La ciencia, su método y su filosofía, un texto aún consultado por los estudiantes del primer año de la universidad. Otro trabajo, en el sentido anterior, es La investigación científica, este sí muy pormenorizado y especializado. Pero Bunge, un autor muy prolífico –tiene en su haber más de 35 libros–, no es muy conocido por su faceta periodística. Y, por ese lado, hay que decirlo, es muy divertido y ameno. Allá por 1997, Editorial Sudamericana le publicó una serie de crónicas viajeras, artículos científicos y notas sobre personajes famosos. Notas que no tuvieron la oportunidad de ser leídas en Argentina, patria natal de Bunge. Para rectificar tamaña ausencia estas han cobrado la ciudadanía de libro. Admiro a Bunge desde que tuve la oportunidad de pasar por las páginas de Vigencia de la Filosofía, reunión de conferencias que dictó en Perú por el año 1996. Admiro su claridad –que cultiva con esmero– y la defensa que hace de la razón y la verdad científica en un mundo que los denominados posmodernos se empeñan en relativizarla. Bunge hace honor a lo dicho por aquel pensador (cuyo nombre no recuerdo en este momento, pero que creo fue Erasmo de Rotterdam): “La amabilidad del filósofo es la claridad”. En Elogio de la curiosidad, nuestro filósofo escribe sobre diversos tópicos con la libertad que puede hacer gala un libre pensador. Puede criticar sin problemas la aplicación política del marxismo en Rusia, expresar sus reparos por las propuestas económicas liberales de Hayek –a quien conoció en su madurez, cuando no era premio Nobel y usaba una corbatita michi– o levantar su voz de protesta por el actuar del psicoanálisis y la parapsicología, a los que tilda de seudo-ciencias. Bunge es un socialista de esos que llaman libertarios, pues no están sujetos a un determinado dogma –el único posible para él es el de la búsqueda honrada de la verdad–. Su preocupación es el analfabetismo científico-técnico de la sociedad moderna, lo cual lo hace preguntarse por el papel de los medios de comunicación en la divulgación de los adelantos científicos –esa labor la hizo en el pasado por estos lares Óscar Miro Quesada (Racso) desde las páginas de El Comercio–, en lugar de dar preferencia al horóscopo diario. Tal vez sea uno de los pocos que se ha atrevido a llamar charlatán a Heidegger, por hacer pasar, según él, como “profundos” la oscuridad de escritos que no dicen nada. Glosando, para concluir. Bunge, como periodista, no defrauda: entusiasma.

Freddy Molina Casusol
Lima, 12 de setiembre de 2016

lunes, 5 de septiembre de 2016

“¿QUIERES SER MI AMIGA?”

DOS NIÑAS conversan. Una habla de su patria; la otra, de la suya. No se conocen. Están a pocos kilómetros de distancia. A un cuarto de hora. ¿De qué conversan a través de las cartas que se escriben? Del conflicto que las separa físicamente, el de Israel y Palestina, sus patrias de origen. Una periodista, Litsa Boudalika, se convierte en la mensajera entre ambas. Inmersas en su niñez, en sus juegos de infancia, Galit y Mervet perciben el peligro. La Intifada –guerra de piedras de inspiración religiosa declarada por Palestina para arrojar a Israel de los territorios que consideran árabes– las afecta de diverso modo. Galit, en Jerusalén, tiene las comodidades de un hogar moderno –su hermano, Eyal, tiene una computadora donde juega Atari (un video juego de la época), y ella puede ir a la piscina–. En cambio, Mervet, en su pueblo de Dheisheh,  juega a los “árabes y los soldados” con sus amigos, curando ficticiamente a los heridos con trapos viejos y una botella de agua. Mervet es muy pobre en Palestina. Quiere ser médico cuando sea grande y curar a la gente sin distinguir raza o religión. Las dos comparten sus vivencias y fantasías cuando se escriben. A una, Galit, le gusta la serie Dinastía; y a la otra, Mervet, los dibujos animados de Tom y Jerry la divierten. Son inocentes frente al conflicto. Pero cada cual tiene la suficiente noción como para darse cuenta de la gravedad de este. Cada cual en los poemas que intercambian, reivindican las tierras donde viven. Galit le pide a Mervet que les diga a los palestinos que no arrojen piedras a los soldados israelíes que patrullan las zonas ocupadas, que si ella lo dice la van a escuchar. Mervet, por su parte, se queja en sus cartas de que los soldados israelíes son unos perros y que los tratan como si fueran burros. No obstante, ellas se entienden bien y se tratan como buenas amigas a pesar que sus pueblos viven peleados. A través de sus ojos infantiles podemos conocer las celebraciones del Sabat y el Ramadán. Viven bajo la sombra de un clima violento, de atentados contra lugares públicos en Israel y ataques a las comunidades palestinas. Una vez ocurrió que Galit interrumpió la comunicación con Mervet. Estaba molesta con ella por el atentado cometido por un palestino contra un autobús en Tel Aviv. Esto ocasionó que fallecieran dieciséis personas desbarrancadas y quedaran una gran cantidad de heridos. Mervet trata de calmarla con sabiduría: “Galit, si preguntas a tus abuelos, te dirán que los árabes y los judíos son descendientes del mismo profeta, Ibrahim –Abraham, en la Biblia–. Por lo tanto somos primos. No está bien que los primos se peleen entre sí.” En la anterior carta, Galit, dolida por la tragedia, le llega a decir: “Después de todo, nada tengo que temer de ti. Tú no podrías hacerme ningún daño. Eres exactamente como yo”. Confían una en la otra. Cuando dos años después se conocen en Jerusalen, Mervet le obsequia a Galit un brazalete con los colores de Palestina que ella se pone. Galit, por su parte, le entrega una hoja blanca con las banderas de sus países, como símbolo de la paz. Luego, probablemente, dejaron de escribirse, absorbidas por la vorágine del conflicto.

Intercalando la correspondencia de Galit Fink y Mervet Akram Sha’ban con notas periodísticas sobre el conflicto árabe-israelí, Litsa Boudalika ha hecho un magnífico trabajo de sensibilización en ¿Quieres ser mi amiga? (Editorial Everest, 1996). Boudalika comprende que no hay nadie mejor que ellas para informar al mundo acerca de las consecuencias de una guerra que viene afectando a sus países. Entiende que ellas son el centro de la noticia y se invisibiliza en el texto. Se limita a ser una simple mediadora y de ayudarlas a conocerse al final. Hay una ética profesional en su labor.

¿Quieres ser mi amiga? es una clase de historia contemporánea. Pero, sobre todo, es muy tierno. Hay que leerlo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 6 de setiembre de 2016

    

viernes, 2 de septiembre de 2016

ARGUEDAS Y VARGAS LLOSA VISTOS POR LA CRÍTICA

BASTA ver la bibliografía al final para saber adonde apunta su crítica. Mabel Moraña –profesora de la Universidad de Washington–, saca del sombrero a Cornejo Polar, Ángel Rama, Aníbal Quijano y el sofisticado Pierre Bordieu –con su capital simbólico– para devaluar a Vargas Llosa y levantar a Arguedas –no sé si en vilo, pero al menos en hombros–. Moraña, en este libro, bastante bien construido –suponemos que le ha tomado bastante tiempo edificar esta obra de entomología textual–, hace lo que otros no hicieron en su momento: una respuesta inteligente, desde sus parámetros conceptuales –e ideológicos–, a La utopía arcaica de Vargas Llosa. Siguiendo la línea trazada por Isabelle Tauzin –en el prólogo de su estudio sobre Los ríos profundos– y antes Tomás Escajadillo: la de presentar al escritor peruano como un extirpador de idolatrías, como una persona que desconoce las estrategias de modernización del mundo andino reflejadas en la obra de Arguedas (algo que por cierto Vargas Llosa no tiene por qué necesariamente entender ya que no es su referente –en cambio, sí se da perfectamente cuenta, para felicidad de sus lectores, que una novela no es un tratado de sociología–). Pero lo peor en Moraña –para dar cuenta de su antipatía, hábilmente maquillada de fraseología científico-social– es que saca a la luz a los adversarios ideológicos de Vargas Llosa para enfrentarlos con él. Ese es el caso de Lauer, a quien recuerda en su texto a sabiendas de que el escritor lo coloca en el grupo de “los intelectuales baratos” (Ver El pez en el agua). Moraña se pone detrás de él para empujarlo como punta de lanza en sus críticas; lo mismo ocurre (pero en sentido contrario) con Rama, a quien enarbola para enaltecer las bondades del texto arguediano. Y no se detiene en esto, sino que para rebajar al escritor peruano lo pone en las mismas condiciones de uno de sus personajes, el hablador. En el capítulo “La lengua como campo de batalla (II): el narcisismo de la voz”, escribe: “Vargas Llosa se convierte en ‘hablador’ en el sentido de charlatán, parlanchín, cuentero o lenguaraz, desplegando una locuacidad que compite con la elocuencia de su literatura.” (p. 130). Es notorio que Moraña hace un guiño a quienes les resulta insoportable las posturas no solo estéticas, sino políticas de Vargas Llosa. Por allí apunta, escribe, o ausculta, para esa audiencia a la que gratifica con su discurso.  Para ella, Arguedas es el bueno y Vargas Llosa, el malo. Eso está subsumido en su crítica. Prácticamente –aunque no lo dice de manera explícita porque sería escandaloso– la narrativa de Vargas Llosa debería confundirse con la de Paulo Coelho o la de la británica E.L. James de Cincuenta sombras de Grey, cuando dice que esta “se nutre de materiales híbridos donde el elemento regional es redimensionado a partir de técnicas narrativas que vehiculizan lo local y lo transforman en mercancía simbólica de consumo masivo” (p. 206). Así en diversas partes lo condena, no le da pie a nada. A la crítica en cuestión bien le podría calzar lo que escribió sobre Ángel Rama, quien como él “evalúa comparativamente la obra de los dos escritores peruanos (Arguedas y Vargas Llosa), inclinándose notoriamente hacia el autor de Los ríos profundos…” (p. 217). Por lo menos Rama fue, en su polémica con Vargas Llosa, honesto en su exposición de motivos, de tal forma que el autor de La ciudad y los perros, reconociendo su valía, se prestó al cotejo de ideas. Lo mismo no se puede decir de Moraña, quien en las 314 páginas de su trabajo se empeña en dejar mal parado, desde el ángulo que sea –literario, político o cultural–, a Vargas Llosa. Si eso es hacer crítica, uno, justificadamente, puede interrogarse para qué sirve si el prejuicio ya pesa de antemano. Sería largo enumerar los despistes de la profesora Moraña. Es suficiente anotar –repitiendo el argumento manido de los enemigos del escritor peruano– sus menciones al tema de Uchuraccay y de su fallida candidatura a la presidencia, o el del su “neoliberalismo” –santo y seña de la izquierda local– (p. 267), para tener una clara idea de sus intenciones. Capturada por un lenguaje que recuerda el de ciertos intelectuales franceses puestos al descubierto por Sokal y Bricmont en ImposturasIntelectuales, Moraña trata de impresionar –o sofocar– al lector con la artificiosa cientificidad de su pretendido aparato teórico. Mejor queda en una entrevista que, en un portal peruano, por allí le publicaron.

Freddy Molina Casusol
Lima, 2 de setiembre de 2016

martes, 30 de agosto de 2016

ARGUEDAS, UNA RIÑA PERIODÍSTICA Y UN LIBRO

TODO COMENZÓ el 12 de junio de 1960, cuando el escritor José María Arguedas publicó en El Comercio un artículo desaprobando el espectáculo “Las danzas incas del Perú”, montado por Julio Castro Franco, un gestor cultural de la época, en el Teatro La Cabaña de Lima. Castro, airado, replicó a Arguedas una semana después, el 19 de junio. El escritor publicó su dúplica el 11 de julio de 1960. El gestor Castro no pudo ver luego impresa su respuesta: El Comercio, considerando que había sido suficiente, dio por finalizado el intercambio de palabras.

Ese desplante encendió su furia que, cuarenta años después, cobró forma de libro.

Cuando uno lee “Algunas sangres del zorro Arguedas” (1999), uno queda sorprendido por la cantidad de invectivas que lanza Castro Franco en contra del escritor. Uno puede pensar: “Bueno, está bien, está irritado”. Pero no era para lanzar una serie de descalificaciones ad hominem. Castro se excedió, y muy largamente. Posiblemente tenía la razón en el hecho de que Arguedas haya llevado muy lejos su defensa de la cultura andina –esto por la evidente censura de la coreografía presentada por él en La Cabaña–, pero ridiculizarlo, maltratarlo, presentarlo como un timorato, endilgarle los peores denuestos, se sale de todo libreto establecido, lo invalida como crítico y ocasional oponente.

Lo interesante del libro de Franco –si cabe rescatar algo de él– es el hecho de que presenta un rostro poco conocido de Arguedas. De alguna manera lo desmitifica. Quizás se lo pueda comparar –con las reservas del caso– con los retratos de Julia Urquidi –Lo que Varguitas no dijo– y Herbert Morote –Vargas Llosa, tal cual–, o, tal vez, el poco comentado –por ser políticamente incorrecto– de Rodolfo Hinostroza, Pararrayos de Dios. Se podría decir, por los toques de insidia, que se acerca más a Morote –pero superándolo infinitamente en mordacidad–. Castro –para dar cuenta de su inquina– relata, por ejemplo, en un fragmento de su libro, un infeliz encuentro que tuvo Arguedas con la clase pudiente de San Isidro. Dice así, y transcribo esta parte sin ningún tipo de afeite: “Arguedas, aterrizó como esperado: cual vivísima mascota vernacular que hablaba ‘quechua mejor que castellano’; un ente folklórico al que, durante las reuniones en salones alfombrados, los caballeros de puños con enormes gemelos de oro, el vaso con wisky (sic) en la mano, le preguntaban divertidamente: dime José María, cómo se traduce al quechua cómo estás? Imaynallam kachkanky, pues. Y, cómo se dice en quechua, qué hora es? Imay pacham, caballero. Y, hasta mañana? Pakarimkama. Y… caca? Isma no más se dice, pues. Dime José María, cómo le miento la madre a este conchudo que me ha jodido en el banco?”[1].

Insultante, racista y agresivo. Y así como este hay muchos fragmentos más.

A estas alturas, cabe preguntarse ¿Qué fue lo que reclamaba Franco de Arguedas que provocó la escritura acre de este libro después de varias décadas? Arguedas, en concreto, creyó ver en la coreografía montada por Julio Castro Franco, “Las danzas incas”, la vulneración de las tradiciones culturales del país. Por esos años, tal como lo recuerda una de sus estudiosas, Carmen María Pinilla, Arguedas oficiaba de Director de Expresiones Artísticas del Ministerio de Educación[2]. Desde allí, el escritor expresó su rechazo. Castro, por su parte, lo acusó de desconocer la realidad artística peruana, de plagiar y de ser continuador de prácticas gamonalistas por contratar como domésticos a jóvenes artistas.

Pinilla señala que Arguedas criticó a Castro “con argumentos imbatibles pues había observado directamente la mayoría de danzas en sus escenarios naturales” y que desde su condición de funcionario del ministerio “buscaba convencer a los grupos artísticos sobre la importancia de mantener la tradición, garantía de lo artístico y evitar ceder a las imposiciones del mercado.”[3]

Este rechazo, pues, fue muy mal tomado por Castro, quien hizo correr las tintas de su furia, de su odio empozado, en “Algunas sangres del zorro Arguedas”. Arguedas, se desprende del propio texto, se sentía intimidado por Julio Castro. Pasado un tiempo de la desavenencia que los tuvo enfrentados, aparentemente retomó la amistad con este frecuentándolo de nuevo. Pero era un miedo cerval fundado en lo deslenguado que podía ser el coreógrafo de “Las danzas incas del Perú”. (Allí está como muestra la respuesta fuera de tono publicada en El Comercio). Arguedas tenía temor a las calumnias de su eventual contendor. Todo indica, por otro lado, que Castro Franco, un tipo ligado al ambiente cultural –fue presidente de la Asociación Cultural Peruano-Rumana–, se dejaba arrastrar por la ira cuando lo contrariaban. Arguedas que lo conocía porque frecuentaban los mismos espacios, quiso evitar probablemente un encontronazo verbal con él, pero cuando vio en juego, a su juicio, el correcto enfoque del folklore andino, su genio lo dominó. Y las consecuencias se vieron varias décadas después, con este libro que el escritor –una persona delicada en sus sentimientos– hubiera visto horrorizado al poner al descubierto pasajes vergonzosos –como el arriba mencionado– de su vida personal.

Bioy Casares realizó un homenaje a su amigo, el escritor Jorge Luis Borges, en Borges. Un frondoso libro que pone al descubierto sus grandezas y contradicciones. Un libro sí de infidencias, pero también de ideas literarias. Su objetivo era dejar un testimonio de su amistad. No fue hiriente, simplemente reprodujo las conversaciones que tuvieron ambos durante cuarenta años –el mismo tiempo que le tomó a Castro para perpetrar su venganza–. Bioy transcribió con paciencia los diálogos sostenidos entre él y su amigo, empleando su memoria. Es su mejor libro, y tal vez el único en su género. Castro Franco no hace eso, lo que hace es deteriorar la imagen de un escritor con quien tuvo cierta amistad; lo hace para erigirse como el triunfador de una riña trunca. Su libro, sorprendente por lo desagradable, es una suma de miserias. Huelga decir que hasta allí nomás llega.

Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de agosto de 2016

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[1] Ver Algunas sangres del zorro Arguedas. Hechura de su madrastra, Julio Castro Franco, Edit-eterna, 1999, p. 55.

viernes, 12 de agosto de 2016

UNA NOVELA QUE NO ES NOVELA, PAÍS SIN NOMBRE

PODRÍA decirse que son un tipo de memorias al estilo de Bayly –en Yo amo a mi mami–: camufladas y con los nombres de los personajes reales cambiados para pasar, en apariencia, inadvertido. Pudo haber alcanzado su autor, Rosas Ribeyro, las cimas de un Bryce, quien hizo en Un mundo para Julius una exquisita disección de su clase social haciendo alarde de un manejo delicado del idioma. Pero Rosas Ribeyro prefirió la sima, y fiel a sus demonios, se encargó de ajusticiar partes de su novela que no es novela, País sin nombre, asestándole una buena dosis de coprolalia a las más de quinientas páginas que dan grosor a este su (a)salto en la narrativa peruana.

 

Desde el título, por otro lado, se percibe el ánimo de venganza. Javier Rosales –que no es sino Rosas Ribeyro– cuenta su vida en Lima y París, y en todos los lugares donde tuvo la fortuna de caer, hace un ajuste de cuentas con el país que parece no merecerlo y con todos los seres que cruzaron su existencia. Por sus páginas aparecen apristas, trotskistas, la izquierda cultural y política, teniendo como trasfondo el gobierno de Velasco. Y todos ellos, sin excepción, aparecen como inconsecuentes y embusteros, hasta el punto que uno puede llegar a pensar que el único dechado de pureza es Rosales, esto es, el alter ego de Rosas Ribeyro, que es él mismo.

 

En el tema de las memorias todavía sigue siendo invencible Vargas Llosa –El pez en el agua– y Alfredo Bryce con sus Antimemorias. Rosas Ribeyro –o Rosales– teniendo momentos significativamente altos en sus recuerdos, se ufana en estropearlos con frases o pensamientos que causan repulsa. Henry Miller, que también vivió en París, se las ingenió muy bien para retratar la miseria en que vivía, pero hizo un arte de la basura que le cupo tocar. Rosas Ribeyro, en cambio, muchas veces se hunde en la catarsis de un rockero subte. Tal vez esa explosión de abyecciones se la han aplaudido la miríada de seguidores que debe tener alrededor del jirón Quilca, pero, hay que decírselo, tendrán muy poca cabida cuando se haga un balance desapasionado de la literatura peruana de las últimas décadas. Ya tuvimos bastante con el peor Bayly –El canalla sentimental–, para tener dos.

 

De cualquiera manera, País sin nombre, es un libro que merece leerse. Un poco por la curiosidad, para reconocer entre sus páginas a Mirko Lauer, Armando Villanueva del Campo, Javier Heraud o Winston Orrillo; y otro tanto como un balance y liquidación –no al estilo de Luis Alberto Sánchez– de una época marcada por la Revolución cubana, las ilusiones traicionadas del cambio social, las fracturas ideológicas de la izquierda peruana y los desencuentros en los círculos culturales, a través de un personaje, Javier Rosales, cuya vida como deportado por el gobierno militar de Velasco, no es sino la de un joven peruano lastrado por el anarquismo y el descontento personal, que décadas después vuelca en un torrente de palabras para expresar el sinsabor vivido. Para eso hay que leerla, por curiosidad, y para tener una idea de cómo era el ambiente de cierta época, nada más. Luego de eso, como diría Borges con autoridad, salvo alguna opinión contraria, queda el olvido.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 12 de agosto de 2016



sábado, 19 de marzo de 2016

UNA NOVELA BREVE

La prosa de Selenco es suave, sutil, como un susurro, parece una pluma pasada por la oreja del lector. Vega gusta construir su edificio de palabras con precisión, sin rugosidades y sin mayores sobresaltos; en su escritura lisa, llana, en el calculado control sobre sus personajes, hay una invitación para seguirlo en su peregrinaje narrativo.

En esta oportunidad, el escritor hace uso de la segunda persona gramatical para hurgar en la intimidad del protagonista (Ernesto –que podría ser él mismo disfrazado–).

Ese tipo de artilugios ha sido explorado por Carlos Fuentes en su excepcional La muerte de Artemio Cruz. Fuentes utiliza alternativamente el Yo, el Tú y el Él; en cambio, Selenco Vega experimenta con lo segundo.

En Segunda Persona, se presencia a un aplicado discípulo de Flaubert (al menos así lo veo); invisibiliza al productor de las palabras y hace que la historia viva por su cuenta.

Después de Orquídeas en el Paraíso de Enrique Planas, no había tenido la oportunidad de repasar una buena novela breve. Con ese influjo poético que le viene de Reinos que declinan (2001), Selenco Vega nos ha regalado un instante de su mejor literatura.

Freddy Molina Casusol
Lima, 19 de marzo del 2016

lunes, 25 de enero de 2016

LOS JÓVENES ROJOS DE SAN MARCOS

MUCHO de lo que dice aquí Nicolás Lynch en Los jóvenes rojos de San Marcos. El radicalismo universitario en los años setenta, se parece a lo que viví en San Marcos de los ochenta. Los estudiantes que se ven en la foto de la tapa caminando por los pasadizos y calles de la universidad corresponden a los de la época. Así eran. En el frontis de la Facultad de Letras, como se aprecia, se podía leer NO PARTICIPAR, lema del partido más legendario de la izquierda universitaria sanmarquina, el FER-antifascista. Lema que los acompañó durante toda la década del setenta, y que se inscribe en el contexto de la dura oposición que hicieron a la Asamblea Estatutaria Nacional impulsada por el gobierno militar de Velasco que pretendía incorporar a los jóvenes a su proyecto educativo, y al que tildaron de “fascista y corporativo”. Cuando yo estudiaba en San Marcos el lema todavía continuaba allí en la fachada en lo alto, hasta que en una jornada de limpieza y pintado de esta, en 1987, lo borraron del todo.

Lo que se lee en Los jóvenes rojos es bastante cierto: uno podía identificar a los “fachos” del FER-A –sobrenombre que le endilgaron sus enemigos para ridiculizar el “antifascismo” que enarbolaban– por el componente étnico –andino– de sus integrantes. Yo veía en San Marcos que quienes se proyectaban para ser “fachos”, lo primero que hacían era buscar instintivamente entre sus compañeros de aula a quienes compartían sus inquietudes y su mismo color de piel. Luego, seducidos por la prédica revolucionaria que les vendían, pasaban a incorporarse al respectivo grupo político de turno –que podían ser, aparte del FER, el FDR, UDP o Pueblo en Marcha–, como paso previo a la asunción de posiciones más duras como las de Sendero o el MRTA.

El “no-partipacionismo”, alentado por el FER-A, cuenta Lynch, duró hasta 1979 cuando quienes lo habían explotado hasta el cansancio perdieron, primero, ese año el plebiscito para decidir la participación de los estudiantes en los órganos de gobierno, y, luego, las elecciones a la Federación Universitaria de San Marcos (FUSM) en manos de la coalición de partidos de izquierda que disputaba con ellos el espacio estudiantil –PCR, Patria Roja y Unión Estudiantil–, liderada por el joven estudiante de Medicina Enrique Jacoby. Esa obstinación en aislar al movimiento estudiantil de toda forma “democrático-burguesa” de elección –que veían como una concesión– ocasionó que fuera calificado el FER-A, de acuerdo a la vieja tradición leninista en vigencia, como “infantilismo de izquierda.

Académicamente los “fachos” eran mediocres. Bastaba conversar con alguno de ellos para constatar su orfandad de ideas. Sería por eso que siempre expresaban en las asambleas su rechazo al “academicismo” de aquellos estudiantes impermeables a todo tipo de actividad política. Era una manera de esconder sus debilidades intelectuales. Si tenían lecturas estas se enmarcaban dentro de los clásicos del marxismo-leninismo, y luego cero en cultura en general. Era fácil sorprenderlos desprevenidos en una conversación cuando alguien les hablaba de cine o literatura o de algún libro, y se quedaban un poco en el aire. Los “fachos” eran una especie cavernícola que despertaba de su letargo cuando avistaba una marcha, un amago de toma o veía la oportunidad de lanzar arengas –su especialidad favorita– por la ciudad universitaria.

Entre los “fachos” había muchas divisiones, pero por razones de estrategia electoral se mantenían unidos. Por ejemplo, el Frente Democrático Revolucionario (FDR) –el guevarista Pueblo en Marcha sostenía buenas relaciones con ellos–, mantenía distancia del FER-A, de origen maoísta. Pero pronto aparecían fusionados en las elecciones para enfrentar el “reformismo” del enemigo común: Izquierda Unida (IU).

El libro de Lynch llenó mucho la curiosidad que tenía por conocer las raíces del movimiento estudiantil sanmarquino. Descubrió ante mis ojos los actores del pasado de esas historias que, como leyenda, llegaban a mis oídos por esos días: la historia del épico triunfo sobre los “fachos” en 1979 y la repetición –y celebración– de ese triunfo en el local de la Federación en una fecha indeterminada de, supongo, 1981. Traía asimismo a mi memoria los recuerdos de mi niñez cuando veía por la televisión a los sanmarquinos de esos tiempos capturando ómnibuses y quemando llantas en la avenida Venezuela, y los que tenía cuando, aún en el colegio, vi a Alberto Mendieta, Presidente de la Federación Universitaria, en el programa de Mario Vargas Llosa –La torre de Babel– dando vergüenza ajena con una perorata seudo-revolucionaria en medio de la presencia de otros presidentes de federaciones y del propio escritor que, con no poco disimulado desdén, se limitaba a escucharlo con el volante en la mano que este le había alcanzado. Vargas Llosa lo había invitado para hablar sobre la realidad universitaria y Mendieta dedicó su tiempo –con un lenguaje mal articulado que despedazaba el habla en castellano– en criticar al gobierno, y con una retórica que luego, para mi infortunio, escucharía otra vez, frente al local de la Facultad de Economía, cuando ya era estudiante de San Marcos. Su perfomance en aquel programa la recuerdo hasta el día de hoy como una lección de lo que no debería ser un dirigente estudiantil: un demagogo.

Hay libros como el del poeta José Rosas Ribeyro –País sin nombre– o el sociólogo Luis Montoya –El lado oscuro de la luna– que retratan la universidad en diversas épocas –las de los sesenta y noventa–, pero no como el de Lynch: este es un libro único.

Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de enero de 2016

martes, 12 de enero de 2016

SAN MARCOS Y LA ESTATUTARIA QUE SE VIENE

DENTRO de pocos meses se instalará la Asamblea Estatutaria en San Marcos. Ella será la encargada de establecer un nuevo conjunto de normas que regirá la vida de los docentes y estudiantes sanmarquinos. Más allá de la implicancia legal que esto significa, es pertinente preguntarse: ¿Hacia dónde va la universidad? ¿Cuál es la dirección que debe tomar teniendo en cuenta un entorno en el que los cambios científicos y tecnológicos son cada vez más acelerados? ¿Debe ser una meta de San Marcos el ubicarse entre las mejores universidades del mundo? ¿Se debe dar paso solo a una universidad cuyos conocimientos tengan una aplicación práctica en la sociedad o debemos procurar construir un puente entre los saberes prácticos y las humanidades? ¿Debemos aspirar a un tipo de universidad que tenga como objetivo –más allá de la obtención del diploma– que su discente se preocupe por el conocimiento como una forma de enriquecimiento personal? ¿Debemos desde ya apostar por la calidad como norte en un futuro inmediato?

Durante las últimas décadas se ha hablado desde las cátedras de una universidad “crítica”. Es verdad, debe haber un sentido de cuestionamiento, un poner de cabeza toda teoría o todo conocimiento establecido. Esa es la manera de avanzar de la ciencia. No hay nada fijo o inmutable. Sin embargo, el contenido que se la dado a la palabra “crítica” ha sido desde una única posible acepción: el de cuestionar el sistema socio-político de turno. Debido a esa postura, la universidad devino politizada. El empobrecimiento académico se vio reflejado en la calidad de los debates estudiantiles de los setentas y ochentas en San Marcos: muy alejados de los protagonizados, por ejemplo, por los integrantes del Conversatorio Universitario de 1919, quizás la última generación de brillo intelectual de la universidad.

La política en la universidad debe ser entendida como un cotejo de ideas, como un intercambio de puntos de vista asentada en la razón. Debiera la universidad, como bien ha expresado Mario Bunge, “estudiar el proceso político de manera científica, hacer ciencia política en lo posible…” y “hacerse en la calle, en los partidos políticos, donde quiera que sea, menos en la universidad”. Esto traería como beneficio que los alumnos no distraigan sus mejores esfuerzos en estériles activismos o tratando de enderezar entuertos administrativos. Ya tendrán tiempo suficiente para, en una edad madura, dedicarse a la actividad política a tiempo completo si esa es su vocación y si esta, honradamente, está dirigida a servir a la sociedad.

San Marcos tiene un premio Nobel de Literatura; pero no tiene uno de Física, Química o Medicina. En las universidades del extranjero se mide la excelencia por la cantidad de premios Nobel que cuentan. Es un indicador que señala cómo van las cosas por dentro. Es necesario plantearse metas mayores. El nuevo diseño de la universidad tiene, como dicen los ingenieros industriales, que planearse con prospectiva, es decir, mirando hacia el futuro.

La universidad necesita una nueva reforma universitaria. La concebida en Córdoba a principios del siglo XX –de la que se desprendieron importantes derechos como el de la cátedra paralela– ya se agotó. San Marcos se tiene que alinear con el siglo XXI.

¿Qué exige una sociedad como la peruana de una universidad mayor como San Marcos? La respuesta, sin duda, es: ser rectora espiritual. Los últimos hechos, relacionados a la conducción manifiestamente mafiosa de la universidad en los últimos diez años, nos ha puesto de espaldas a esa misión. Es necesario recobrarla.

La universidad no debe andar por el mundo divorciada del Estado. Es más, como se ha dicho en otras partes, debe integrar una tríada con el sector empresarial para coadyuvar al desarrollo del país. La universidad podría poner los talentos y el empresariado el financiamiento de proyectos de investigación dentro de un plan estratégico nacional de largo plazo.

Dentro de pocos meses, la universidad se refundará. ¿No es ese suficiente motivo para que como comunidad académica de docentes, estudiantes y graduados –reconocida por la nueva ley universitaria– nos planteemos el rumbo a seguir?

San Marcos, finalmente, ha sufrido intervenciones, como las del 48, 87 y 95 en el siglo pasado. Y de todas ellas –incluyendo la crisis actual– ha vuelto a renacer. Es esta otra oportunidad para hacerlo de nuevo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 11 de enero del 2016

domingo, 10 de enero de 2016

BORGES RETRATADO POR DOS MUJERES

BORGES tuvo mala suerte en el amor. Ninguna de las mujeres a las que amó –incluida María Kodama– lo veía como un personaje de sus relatos, un malevo, un guapo cargado de virilidad. Más bien lo veían necesitado de cariño. Por un lado era así, pero por otro, en realidad, se aprovechaban de él, de su fama, ese aparente cariño maternal que le profesaban estaba teñido de algún tipo de interés.
Dos han sido las mujeres que han estado más cerca del escritor argentino (aparte de su madre): Estela Canto y María Esther Vásquez. Las dos escribieron sendos libros que perfilan su ser íntimo –Borges a contraluz, la primera; y Borges. Esplendor y derrota, la segunda–. De ambas estuvo muy enamorado y de ambas recibió sendos rechazos.
Lo que pasaba era que Borges, ansioso de amor femenino, las espantaba: era muy posesivo. Eso lo perdía. Las llenaba de halagos en cuentos y poemas que les dedicó, y terminaba por asfixiarlas.
Estela Canto en Borges a contraluz narra los tímidos acercamientos que tuvo Borges con ella. A diferencia de María Esther Vásquez, la Canto es más descarnada a la hora de describir su relación con él. En sus líneas disecciona al hombre que conoció en su juventud, en el mejor momento de su producción intelectual. Es más cerebral. En cambio, María Esther Vásquez es más tierna, más protectora. Incluso le enmienda la plana a la Canto cuando esta omite en su libro pasajes que le son desfavorables, como aquel donde a gritos le pide a Borges –ya reconocido en el mundo de las letras– que cumpla su promesa original de matrimonio y se case con ella. Interesada (después Borges, generoso, ante su pedido, le daría permiso para vender el manuscrito de El Aleph en una subasta, con el fin de que pudiera aliviar sus penurias económicas).
Una vez Borges le confesó a su amigo Bioy Casares: “He pasado la mitad de mi vida pensando en mujeres”. Tal vez lo dijo evocando su primer amor, la adolescente Concepción Guerrero, o recordando a la madura Ulrike von Kullman y otras tantas, de quienes estuvo muy prendado.
María Esther Vásquez, su asistente, quien conoció de sus desamores, escribió: “Detrás de ese anciano febril, conocedor de literaturas y lenguas, dueño de una erudición sólo comparable a su memoria prodigiosa, burlón con quienes lo atacaban, duro y cruel con quienes menospreciaba, se ocultaba un adolescente romántico, temeroso, encendido de pasión, que temblaba ante el contacto de una mano querida”.
Así era Borges, Borges enamorado.

Freddy Molina Casusol
Lima, 10 de enero del 2016

UNA TESIS SOBRE YEROVI

HAY tesis que se convierten en libros como esta de Paulo Piaggi sobre el destacado dramaturgo Leonidas Yerovi, o como la que no muy reciente...