Me interesó esta Historia de Colón de Gandía porque me podía servir de modelo en cuanto al uso de las fuentes en el periodismo de investigación. Pero, ¿quién era Enrique de Gandía?
sábado, 11 de diciembre de 2010
EL COLÓN DE GANDÍA
jueves, 7 de octubre de 2010
LOS 14 MINUTOS DE MARIO VARGAS LLOSA, Nobel de Literatura
Freddy Molina Casusol
Lima, 7 de octubre de 2010
Crédito de la foto: http://www.elreferente.es/cultura/vargas-llosa-el-nobel-reconoce-al-idioma-espanol-10283
viernes, 17 de septiembre de 2010
LOS QUIPUS DEL TAHUANTINSUYO
Freddy Molina Casusol
Lima, 17 de setiembre de 2010
viernes, 27 de agosto de 2010
EL PERIODISMO DE “EL FRANCOTIRADOR”
Bayly, posteriormente, tuvo que retroceder, pues no podía demostrar que Salinas Jr. había escrito ese correo, lo cual le hubiera acarreado serios problemas judiciales. Pero el daño ya estaba hecho.
Luego ha sido Beto Ortiz –con quien tiene una no muy reciente inquina, desde la época en que éste atacó la novela de su amiga/novia Silvia Nuñez del Arco, Lo que otros no ven (incidente que hay que señalar Bayly no provocó, sino el propio Ortiz)–, quien torpemente le cuestionó la adquisición de dos departamentos en una zona exclusiva de San Isidro, cuyo valor bordea el millón de dólares, dinero que, para Ortiz, hubiera sido mejor emplear para “solucionar la pobreza de varias provincias del Perú”.
La defensa de “El Francotirador” en este último punto fue impecable, pues nadie puede indicarle a uno lo que tiene que hacer con su dinero, como tampoco le corresponde a éste resolver los problemas de la pobreza en el país, pues esa es una labor del Estado. Además, Ortiz era el menos indicado para hacerle ese pedido: años atrás había invertido trescientos cincuenta mil dólares en la inauguración de una discoteca gay en Iquitos, suma que tranquilamente, siguiendo su misma lógica, hubiera servido para aliviar la pobreza de otras tantas provincias del Perú.
Pero en lo que está equivocado Bayly es en el haber utilizado el arma del chantaje mediático dirigida en contra de Ernesto Schütz-Freundt, administrador e hijo del dueño del canal, Ernesto Schütz Landazuri, con la exhibición pública de sus bienes –de él y de su padre– en Las Bahamas y Suiza respectivamente, para ocasionar la salida de Ortiz de Panamericana.
El mensaje fue más o menos el siguiente:
“Oye, Ernestito Schütz-Freundt, mi amigo –o ex amigo–, tú que has comido en mi casa lo que te ha servido mi mujer Sandrita, tú que te has comprado uno de los mejores hoteles en las Bahamas y que tienes como padre al prófugo de la justicia peruana, Ernesto Schütz Landazuri, quien a su vez se ha construido un hotel con vista al lago en la zona italiana de Suiza, si no callas a Ortiz, porque habla mal de mí en tu canal, voy a mostrar en “El Francotirador” todos tus bienes y demostrar que no eres tan insolvente como pretendes presentarte para eludir el pago de varios millones de dólares que tiene como deuda Panamericana a la Sunat. ¿Cómo hacemos? ¿Lo callas o continuo?”.
Obviamente, Ernesto Schütz no lo pensó dos veces y, desde las Bahamas, llamó a Federico Anchorena, su representante en Lima, para decirle que Ortiz no va más, cediendo al chantaje de Bayly y así no ver afectados sus intereses empresariales (que de nada le ha servido, pues el gobierno peruano ha autorizado a la Fiscalía suiza que investigue a Schütz Landazuri por recibir dinero de Montesinos).
Esto es, pues, a nuestro juicio, un atentado contra la libertad de expresión, cometido por un periodista contra otro periodista. En EE.UU, país del cual Jaime Bayly es también ciudadano, Ortiz hubiera sido protegido por la Primera Enmienda. ¿Qué dice, básicamente, la Primera Enmienda? Dice que no se puede coartar la libertad de expresión. ¿En qué caso emblemático fue invocada? En el caso Hustler Magazine versus Falwall, cuando éste último –un pastor religioso– acusó al dueño de la revista Hustler de haberle provocado daño emocional al haber publicado en dicho medio una caricatura donde se le presentaba en relaciones incestuosas con su madre. El Tribunal Supremo de los EE.UU. dictaminó que la prensa tenía el derecho de burlarse de los personajes públicos, aun cuando estas burlas fueran ultrajantes y causaran “angustia emocional”. Es decir, se superpuso el derecho a la libertad de expresión al daño psicológico que se podría infligir a una persona pública debido a una información maliciosa. Porque como decía la sentencia, reproducida en la película The People vs Larry Flint (1996): “El alma de la Primera Enmienda recoge el libre flujo de ideas. La libertad de poder expresarse es un aspecto de la libertad. Es esencial para buscar la verdad y la vitalidad de la sociedad. Muchos asuntos no admirables están protegidos por ella”. Pero como estamos en el Perú, el asunto Ortiz ha sido resuelto entre señoritos de narices respingadas que, llamándose entre sí, han puesto orden en sus feudos. Un claro ejemplo de cómo se manejan todavía ciertos problemas en el país.
En conclusión, el periodismo que hace Jaime Bayly es un tipo de periodismo que podría llamarse, sin exagerar un ápice, de “infidencia”. Un tipo de periodismo que de haberse ejercido en el caso Watergate hubiera entregado a la opinión pública los nombres y apellidos de “Garganta Profunda” si lo estimaba conveniente, violando así uno de los preceptos del periodismo: el de mantener en reserva la identidad de la fuente.
Por último, a Jaime Bayly, “El Francotirador”, le calza ya muy bien lo que dijo en alguna oportunidad Mario Vargas Llosa sobre él: que es un “payaso”.
Freddy Molina Casusol
Lima, 27 de agosto de 2010
Crédito de la imagen: Carátula del Suplemento "Domingo" de La República. Lima, 4 de julio de 2010
domingo, 22 de agosto de 2010
EL PARAÍSO DE MORGANA
TODAS LAS FOTOS SON BUENAS. Nuestra preferida es la de la página 25, donde se ve al escritor sentado tomando notas al pie de la tumba del pintor. Se llama “A solas con Gauguin”. El texto de Mauricio Bonnett acompaña perfectamente las imágenes que nos llevan a Tahití, lugar donde se inicia el recorrido para reconstruir el itinerario vital del pintor Paul Gauguin. Vargas Llosa, con seguridad, ha aprobado lo escrito allí, pues recoge con pulcritud lo vivido en el viaje.
Las fotos de Morgana, la de los berrinches en la cuna, como la presenta el escritor en El diario de Irak –otro de sus libros que dejó ilustrar por ella–, tienen, pues, la prudencia de no interrumpir la labor del novelista, sobre todo cuando, abstraído éste en sus pensamientos, se sumergía en sus apuntes para la nueva novela que estaba escribiendo, El paraíso en la otra esquina. (“Tengo una conexión muy fuerte con ese libro”, confesaría la fotógrafa después a un periodista).
Morgana con sus fotos nos empuja a pensar que las teorías de León Pinelo sobre el paraíso en la tierra, tal vez no fueron tan absurdas como creyeron algunos, y que quizás tuvieron su materialización, gracias a la certeza de sus encuadres, en la selva virgen de Hiva Oa, allá en las islas Marquesas (ver foto de la página 37, llamada, precisamente, “El Paraíso”).
En Las fotos del Paraíso, la hija menor de Vargas Llosa ha aprovechado la relación consanguínea con su afamado padre, para afianzar una mirada personal sobre el quehacer fotográfico. Un libro que un lector que sigue la obra del escritor disfrutará porque retrata una de las fases del proceso de creación novelístico, la relacionada a la recopilación de materiales y recuerdos para dar vida a los escenarios y personajes que moldean una ficción.
Por ello debemos sentirnos agradecidos, porque el libro de Morgana Vargas Llosa nos hace partícipes de éste. Algo que ni Faulkner ni Flaubert, los héroes del escritor, pudieron tener en vida.
Crédito de las fotos: Morgana Vargas Llosa
sábado, 7 de agosto de 2010
EL PEZ EN EL AGUA, DIECISIETE AÑOS DESPUÉS
El escritor y la política
CUANDO TERMINÓ DE ESCRIBIRLO, sintió un espasmo de satisfacción y placer. Había pasado un año en Berlín, dándole forma y expulsando la mala sensación de las elecciones que lo tuvieron como candidato. Al fin pudo decir lo que sentía en esas páginas, sin pedir permiso a asesores de prensa y a toda la ralea política que se alimentó durante meses de su imagen para llegar al parlamento. ¿Qué nombre le pondría? Se le ocurrieron varios, pero al final se quedó con uno: El pez en el agua. Parecía el más adecuado para reflejar la experiencia vivida hacía poco. ¿Acaso no había estado buceando en las aguas de la política en estos años? Luego de incrustar como epígrafe la cita de Max Weber, expresó: “Ya está”. “Hará las veces de tambor de guerra”, pensó. Antes de enviarlo a su editor, lo dedicó a cuatro amigos (Freddy Cooper, Miguel Cruchaga, Luis Miró Quesada y Fernando de Szyszlo). Todos ellos testigos, en tertulias y desvelos, de los buenos y malos momentos que pasaría en el Perú, cuando en 1987, y en contra de la opinión de su mujer, se lanzó al ruedo político para enfrentar a Alan García y sus intentos por estatizar la Banca. Aquella vez, recordó, en medio de los reflectores que lo alumbraban en el mitin de la plaza San Martín, su primera decepción en estos avatares. Uno de sus seguidores, Hernando de Soto, economista con nombre de conquistador –de quien, luego, se burlaría en su libro por su coqueto “de”–, estaba desertando. La víspera del mitin, De Soto se había entrevistado con García y, luego, fotografiado con él. Rememoró entonces lo que sus amigos le habían dicho: que éste no era un hombre en quien se podía confiar. Lejano había quedado el recuerdo del correcto organizador del Simposio sobre Desarrollo y Dependencia que, allá por 1981, había congregado a lo más graneado del pensamiento liberal. El historiador inglés Hugh Thomas, el economista Milton Friedman y De Soto estuvieron allí, para introducir las ideas de la libertad en la población. En su lugar ahora veía a un hombre ambiguo, dudoso. Se sentía defraudado. “¿Así era la política, entonces?”, meditó recordando a Zavalita, su alter ego en Conversación en la Catedral. Sí, así era Zavalita, ¿recién te das cuenta?
II
El Perú al pie del volcán
Sentado en el sofá de su sala bostoniana, Vargas Llosa se había pasado varias horas respondiendo a César Hildebrandt. Nadie, a excepción de él, su esposa y un grupo de amigos, sabía que estaba cobrándose cuentas con esos políticos y sus formas de hacer política, que hacían del Perú un país subdesarrollado, muy distante de los países que admiraba y le había tocado vivir: Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza y Estados Unidos. En el Perú, nadie imaginó las dimensiones de la revancha escrita a la que había llegado el novelista con su nuevo libro. Apenas se sabía, por retazos de información que llegaban, que era un libro de memorias; las memorias de un hombre, al decir del propio escritor, que estaba en la cincuentena. “No creo que vaya a ser un libro que todos los peruanos aprueben”, le dijo a Hildebrandt casi al final de la primera parte de la entrevista[1]. Y, en efecto, así ocurrió. El pez en el agua, desde que circuló, generó una oleada de opiniones, dividiéndose los lectores entre los que estaban de acuerdo con lo expresado en sus páginas y los que creían que se trataba de un texto salpicado de resentimiento y odio en contra del Perú. El país todavía vivía la algarabía de la captura de Abimael Guzmán, jefe de Partido Comunista Peruano Sendero Luminoso y responsable intelectual de las miles de muertes acontecidas durante la década anterior. La opinión pública había recuperado la confianza en el Gobierno, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional. Entonces, ¿a qué venía Vargas Llosa, desde su comodidad bostoniana, a aguar la fiesta a todos los peruanos con su libro? Cuando salió a la venta El pez en el agua, con la foto del novelista en la tapa alzando los brazos llenos de pica-pica, no faltaron los políticos que se apresuraron en pagar los 55 soles que costaban las 541 páginas de la primera edición. Querían saber, movidos por la curiosidad, cómo Vargas Llosa los había retratado. Dos años antes ya habían tenido una idea aproximada de lo que podía decir éste, a través del hijo. Alvaro Vargas Llosa, el hijo mayor del escritor, se había adelantado y publicado una extensa crónica sobre la campaña del 90, El diablo en campaña. Ya estaban, pues, alertados de lo que podía decir el padre. Menuda sorpresa tendrían. Las intimidades de Belaunde, los retrasos del “Tucán” Bedoya, las maquinaciones del tinglado electoral propio y ajeno, los malos entendidos con los políticos del Fredemo, etc, todo saldría a la luz. Allí estaban descritos con pelos y señales los malos hábitos de la politiquería criolla. El escritor, fiel a sus demonios, los había puesto en evidencia frente a la opinión pública. Había ventilado sus triquiñuelas políticas, sus ardides de políticos de segunda clase y sus verdades de medio pelo. En suma, los había desnudado en su pobreza y miseria moral.
III
Los críticos del pez
El primero que salió a replicar al escritor fue Enrique Chirinos Soto. Tocado por su pluma, publicó un largo artículo en El Comercio, en el que buscó inicialmente coincidir, para bajar el tono del asunto, con Vargas Llosa, respecto a sus preferencias literarias por Rubén Darío[2]. Aturdido por la bombarda que le había caído al leer El pez en el agua –y ver cómo había sido descrito por el escritor en las reuniones del Fredemo, despertándose de su geológico sopor–, Chirinos se apresuró en desenfundar lo mejor de su exquisita prosa para desmentir la especie. Posteriormente aparecieron otras supuestas víctimas de la pluma vargasllosiana, entre ellas, Héctor Cornejo Chávez, el más bilioso de todos. Retirado de la política domestica, y casi olvidado por la opinión pública, Cornejo publicó un par de artículos donde arrojó todo su odio a Vargas Llosa y de paso resaltar las cualidades políticas de su adversario electoral, el “Chinito” Fujimori, quien lo había derrotado dos años y medio atrás[3]. Tanta era su ira acumulada que, sin medirse, repitió el mismo agravió que el general Luis Cisneros Vizquerra difundió contra el escritor, cuando se publicó La ciudad y los perros: que había sido dado de baja del Colegio Militar Leoncio Prado por homosexual. “¿Qué cosa tan horrenda debe haberle ocurrido en el Colegio Militar Leoncio Prado –escribió– donde, según se nos dice, estudió.... o lo estudiaron a fondo, para que odie de esa manera al país que lo vio nacer....?”[4]. Toda una bajeza, solo superada por Hernando de Soto cuando en “Panorama”, el programa político más sintonizado de la televisión peruana de aquel entonces, lanzó un sonoro “hijo de puta”, en represalia por haberlo retratado en El pez en el agua como un amanerado. El escritor no respondió ni ésta ni la otra la injuria. Un displicente silencio acompañó sus pensamientos.
IV
Diecisiete años después
Han pasado diecisiete años desde que salió publicado El pez en el agua de Vargas Llosa y durante ese tiempo le han salido al frente infinidad de artículos; unos para alabarlo y otros para reprocharlo acremente. La crítica más frecuente ha sido la de que el escritor era un resentido y hablaba mal del Perú. Sin embargo, el polvo ha cubierto las líneas de sus detractores y El Pez en el agua se ha erigido como uno de los libros más importantes que todo peruano debe leer para entender la idiosincracia de los peruanos, al nivel –tal vez nos excedemos en la apreciación– de los 7 ensayos de Mariátegui y El Perú, un país adolescente de Luis Alberto Sánchez. Solo ha aparecido un crítico en estos años que ha tenido una lectura aguda, pero en ciertos pasajes arbitraria, del libro. Nos referimos a Herbert Morote y su VargasLlosa, tal cual (Jaime Campodónico/Editor, 1998) de lejos el único trabajo orgánico de respuesta a lo escrito por Vargas Llosa en sus memorias. El otro es el de Rafael Romero, Respuesta a Vargas Llosa (Editorial Juan Silva Santisteban, 2000), pero, a diferencia de Morote que ha cuestionado detalles de la vida personal del escritor, éste ha preferido refutar las ideas políticas de Vargas Llosa, tomando algunas citas de El Pez. Podría incluirse en esta corta lista el libro de Jeff Daeschner, La guerra del fin de la democracia (Peru Reporting, 1993), con la salvedad de que por aquel entonces este joven periodista utilizó párrafos de las memorias de Vargas Llosa, publicadas en calidad de adelanto para una revista, para hacer su análisis político del escritor. De lo anterior, se desprende que hace falta una lectura desapasionada de El pez en el agua. Una lectura que permita a los peruanos del futuro entender las claves del por qué un escritor peruano, en el mejor de sus momentos, decide intervenir en la política nacional, y que, al mismo tiempo, sirva para comprender mejor esta parte de nuestra historia republicana
Freddy Molina Casusol
Lima, 7 de agosto de 2010
[1] Ver entrevista en dos partes a Vargas Llosa, publicada en Diario uno los días 15 y 16 de noviembre de 1992.
[2] Ver “El pez fuera del agua”, Enrique Chirinos Soto. En El Comercio, martes 11 de mayo de 1993, A2.
[3] Ver “Y el chinito lo derrotó”, Héctor Cornejo Chávez. En La República, domingo 9 de mayo de 1993, p. 10; y “¿Qué hay detrás de la sonrisa...?”, Héctor Cornejo Chávez, en La República, domingo 16 de mayo de 1993, p. 10.
[4] Ver “Y el chinito lo derrotó”, Cornejo.
viernes, 23 de julio de 2010
UNA CENSURA INACEPTABLE
Freddy Molina Casusol
Lima, 23 de julio de 2010
Ver más:
http://www.elpais.com/articulo/espana/Diario/ninfomana/estara/marquesinas/elpepuesp/20081014elpepunac_17/Tes
miércoles, 30 de junio de 2010
LOS DIARIOS PROHIBIDOS DE ANAÏS NIN
Por Miller, Nin siente una obsesión, una cierta curiosidad. Reconoce en él a un ser egoísta y brutal, pero también al artista que entiende, como ella, la literatura como un medio de liberación: Je vois ses livres, sa gentillese, Henry explosif, dangereux, je nous vois tous deux en Espagne –des images brouillées, déformées, magnifiées par ce grand démon qui nous gouverne tous les deux, le demon de la litterature–.
Anaïs Nin, de otro lado, se movía en un ambiente pacato y conservador, el de los años 30, por lo que tuvo que vencer muchos prejuicios de la época. Rendida admiradora de D.H. Lawrence –a quien dedicó un ensayo–, Nin no tuvo el reparo de explorar las variadas formas del amor. Practicó el heterosexual con su esposo Hugo, experimentó con Miller (mientras éste concluía Trópico de Cáncer) y disfrutó el lésbico con June. Su psicoanalista Otto Rank tampoco escapó a esta lista.
Esta edición de los diarios de Anaïs Nin, mejor dicho el volumen titulado Inceste (Edition Stock, 1995, 1996. Versión francesa, sin expurgar), que tenemos en nuestras manos, describe estas relaciones clandestinas. A pesar que la barrera del idioma pueda ser una limitante, el mero hecho de trasladar de una lengua a otra sus contenidos, convierte su lectura en un hecho excitante, sobre todo cuando, a fuerza de rasgar las vestiduras de las palabras, empiezan a aparecer los pasajes íntimos, aquellos donde lo prohibido en Anaïs Nin incita la mente del lector y estimula su imaginación.
Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de junio de 2010
miércoles, 23 de junio de 2010
SENDERO SE PASEA EN SAN MARCOS
La última vez que se vio desfilando a Sendero en San Marcos, debe haber sido a finales de los ochenta. Por esas fechas los seguidores de Guzmán organizaban concurridos actos de conmemoración en el llamado Bosquecito de Letras. Precisamente en este lugar, hace 22 años, montaron un estrado y extendieron una gigantesca banderola roja al costado del pabellón de Economía, para celebrar el Día de la Heroicidad, fecha señalada en su efemérides para recordar la matanza en los penales de El Frontón y Lurigancho, sin que autoridad alguna osara detenerlos.
Algunas voces dentro de la comunidad universitaria han señalado que se está exagerando y que los senderistas allí filmados marchando por los pabellones de Sociales y Letras –al cual los propios estudiantes impidieron ingresar– no pasan de 30 o 50 pero no más de 80. La cifra no es lo importante, lo que importa saber es quién permitió dicha marcha, sobre todo cuando durante años la universidad ha tenido que cargar con el sambenito de “terrorista”, adjetivo con el cual era calificada.
Sendero, por otra parte, tiene el derecho de reintegrarse a la vida democrática, siempre y cuando abjure de su ideología violentista y pida perdón por el daño hecho a miles de familias por su actuar manchado de sangre. Creer que lo más saludable es impedir que participe en elecciones nacionales, regionales o vecinales, es confinarlos al ostracismo y que vuelvan a lo anterior. Hay que recordar que ex guerrilleros del Movimiento M-19 en Colombia se reintegraron a la vida política de su país e incluso participaron en comicios electorales.
Que Sendero utilice el campus de la universidad para hacer labor proselitista a favor de la liberación de su líder preso, es censurable. Pero más censurable es la negligencia de las autoridades –encargadas de velar por su buen funcionamiento– que no han tomado las medidas necesarias para poner freno a este tipo de manifestaciones que tanto daño hacen a su imagen.
San Marcos, como toda universidad que se precie en fomentar el debate de ideas, debe observar bien a quien abre sus puertas. No todos los que se acercan a ella creen en las virtudes de la democracia para resolver las diferencias. Existen todavía expresiones políticas como las de Sendero –que no se han redimido todavía con la sociedad– que la asechan. Su deber es mantenerse alerta para no ser sorprendida en sus nobles intenciones y ser a la luz pública lo que en sus mejores épocas fue: faro de la intelectualidad del país.
Freddy Molina Casusol
Lima, 23 de junio de 2010
Crédito de la foto: http://universidadyviolenciapolitica.blogspot.com/
Sobre San Marcos en los ochenta el lector puede leer "San Marcos en los ochenta. La lección que nunca se olvida" de Mario Munive
lunes, 17 de mayo de 2010
LA PROFESORA TAUZIN Y UN PRÓLOGO PARA EL OLVIDO
Habría que preguntarle a la profesora Tauzin en quiénes concitó repulsa el libro, sino en aquellos que tienen una visión adversa a las ideas liberales del escritor (Tomás Escajadillo fue uno de ellos); pero que peor aún se creen los únicos llamados a interpretar el legado dejado por Arguedas, consistente en múltiples novelas, cuentos y artículos que escribió en vida.
Pero allí no acaba todo. Más adelante, intentando defender a éste de un supuesto ataque vargallosiano, afirma: “La utopía arcaica configura un panfleto parricida y no ha de leerse como aporte científico”. Esto último merece examen.
En primer lugar, Tauzin supone a José María Arguedas como padre literario de Vargas Llosa. La profesora en mención yerra porque si con alguien tendría que cometer parricidio Vargas Llosa no sería con Arguedas, sino con Flaubert (luego con Faulkner, porque a Sartre lo “liquidó” hace muchos años), de quien tomó la idea del narrador omnisciente y ha dedicado un libro, La orgía perpetua.
En segundo lugar, tilda a La utopía arcaica de “panfleto”. Aquí nos eximimos de todo comentario porque lo expresado por Tauzin, al rebajar un ensayo a la categoría de panfleto, lo dice todo.
En tercer lugar, desmereciéndose como pretendida científica social en el sondeo de un texto literario, tacha de antemano las ideas del escritor Vargas Llosa sobre su colega Arguedas (“no ha de leerse como aporte científico”). Les niega toda posibilidad de veracidad, indisponiendo así a los futuros lectores del estudio vargallosiano. Por otra parte, ¿desde cuándo se le debe exigir a un ensayo, género literario caracterizado por lo personal y subjetivo en su composición, objetividad científica?
Continuando, Isabelle Tauzin expresa que Arguedas ha sufrido un “ajusticiamiento” en La utopía arcaica. Tauzin nos quiere tomar desprevenidos y con la guardia baja. Quiere equiparar el ensayo de Vargas Llosa sobre Arguedas, con el sí ajusticiamiento sufrido por éste en la mesa de redonda de 1965 dedicada a Todas las sangres. Todo un despropósito que linda con lo tendencioso.
A la profesora Tauzin, finalmente, hay que leerla con cuidado, sobre todo en sus apreciaciones sobre Vargas Llosa, todas ellas cargadas de animosidad e intolerancia. Lo mejor que se puede hacer, es quedarse con su buen análisis de Los ríos profundos en El otro curso y obviar lo que ha escrito en la introducción. Es para el olvido.
Freddy Molina Casusol
Lima, 17 de mayo de 2010
miércoles, 12 de mayo de 2010
LOS ANIMALES LITERARIOS DE ALONSO RABÍ
Freddy Molina Casusol
Lima, 12 de mayo de 2010
viernes, 30 de abril de 2010
CORAZONES DE PAPEL
Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de abril de 2010
lunes, 12 de abril de 2010
RECUERDO DE HAYA Y UN LIBRO
LA ÚNICA vez que vi a Haya de la
Torre sería en 1978, cuando ejercía la Presidencia de la Asamblea
Constituyente. Salió unos segundos por uno de los balcones del Congreso de la
República, en circunstancias que pasaba la Procesión del Señor de los Milagros.
La gente que lo reconoció coreó su nombre: “Haya, Haya, Haya”. Haya respondió
el saludo agitando un pañuelo con la mano. Menos de un año después moriría en
su lecho de enfermo, a la venerable edad de 84 años. Por ese entonces, ya se le
consideraba un patriarca y leyenda viva del APRA –Alianza Popular
Revolucionaria Americana–, que Luis Alberto Sánchez, Armando Villanueva –aún
vivo– y Manuel “Cachorro” Seoane, lo ayudaron a fundar. Recuerdo mucho, como si
fuera ayer, cuando una tía, que era profesora y tenía amistades apristas, me
llevó una noche a la Casa del Pueblo de Alfonso Ugarte. Eso me hizo sentir como
una persona grande, pues siendo aún un niño de unos diez años, ya pisaba un
lugar para mayores. Recuerdo que lo primero que hice una vez traspuse el umbral
del Partido del Pueblo –como así se autodenominaba y se sigue denominando el
Apra–, fue dirigirme a las mesas de ajedrez donde se podía ver filas de
aficionados concentrados en el juego. A mí me gustaba mucho el ajedrez, de modo
que mientras el olor a madera añeja se filtraba en mis narices y me parecía
enorme el local del partido, yo ya me sentía ganado por las ideas de Haya que
aún no conocía. La segunda vez que fui a la Casona de Alfonso Ugarte, la cosa
fue totalmente distinta. Haya había muerto y el partido se había dividido en
dos. Se celebraba el “Día de la Fraternidad” y un muchacho de mi barrio me
llevó al mitin del Apra. “Haya o no Haya, Haya será”, “Víctor Raúl, Víctor
Raúl, Víctor Raúl”, vociferaba el gentío. Como yo era más curioso que el
muchacho que me había llevado –que era varios años mayor que yo–, le pedí a
éste que me condujera a la Plaza San Martín (no conocía bien Lima), donde en
esos instantes Andrés Townsend Ezcurra, quien había sido expulsado del Apra,
había convocado otro para demostrar que la mitad del partido estaba con él. “El
Apra está en las calles y no en Alfonso Ugarte”, coreaban los partidarios de
Townsend. La verdad, comparando ambos mítines, el de Alfonso Ugarte y la Plaza
San Martín, estaban muy parejos. En los dos había una asistencia masiva,
desbordante. Por otra parte, como a muchos les ha ocurrido de jóvenes, a mí el
Apra me atraía, por esa aura de grandeza que tenía, por lo que se decía de ella
y por lo que significaba su Jefe Máximo Víctor Raúl Haya de la Torre para el
Perú. Todavía late en mi memoria la envidia que tenía cuando veía desfilar a
los “chapistas”, es decir los chicos del Apra, con sus antorchas –con la forma
de la estrella de cinco puntas aprista– por las calles de mi barrio de La
Perla, en el Callao. Yo quería ser como uno de ellos. Luego me acostumbraría a
no serlo –y ahora me alegro no haberlo sido nunca–. En mi etapa escolar,
recuerdo, haber leído por primera vez El
Antiimperialismo y el Apra, en la edición oficial del partido: la de tapa roja
y con la estrella adornando una esquina de la carátula. Después de su primera
lectura, ya estaba de acuerdo con las ideas de Víctor Raúl y había que hacer la
revolución indoamericana. Ya en la universidad –San Marcos– tuve que apaciguar
mis simpatías por el Apra, pues ésta era vista por los estudiantes como la
bestia negra que había que aniquilar. Luego, no sé si a punta de una lectura de
todos los textos acerca del debate Haya-Mariátegui (con los cuales nos embutían
los militantes izquierdistas en la universidad, para convencernos de que las
ideas del Amauta eran superiores a las de Haya de la Torre), o porque poco a
poco me persuadí de que éstas no servían –el puntillazo final me lo dio Víctor
Hurtado con su desconcertante Hayismo–leninismo, conjunto de punzantes
artículos periodísticos que desnudaban la dualidad ideológica del fundador del
aprismo–, mudé de ideas. Desde entonces, no he tenido ningún acercamiento al
Apra ni a su pensamiento. Esto hasta hace algunas semanas cuando llegó a mis
manos un libro editado por el Congreso de la República. El libro Haya de la
Torre y la unidad de América, antología de textos que nos acerca al primer
Haya, auroral, juvenil, que escribió como manifiesto de batalla “¿Qué el Apra?”
–que el cubano Julio Antonio Mella satirizó en su momento con su “¿Qué es el
Arpa?”–, y que propugnaba la idea de bloques continentales, adelantándose a
planteamientos como los de la Comunidad Europea, merece leerse. Aunque ahora yo
no tengo ninguna simpatía por el Apra, porque muchas de sus ideas –pasadas del
ideario a la acción, especialmente durante el primer gobierno de Alan García–,
pienso, fueron nefastas para el país, creo que este libro de Haya es bastante
recomendable para discutirlas y tener un panorama general respecto a su
pensamiento. Un libro que nos permite también, por qué no decirlo, entendernos
a nosotros como peruanos.
Freddy Molina Casusol
Lima, 3 de Abril de 2010
El sueño del libertador.
Haya de la Torre y la unidad de América. Selección, introducción y cronología
de Luis Alva Castro
Antología de homenaje. Fondo
Editorial del Congreso del Perú, 2004.
sábado, 27 de marzo de 2010
EL PRIMER INVIERNO DE DIANA FRENZY
Freddy
Molina Casusol
Lima,
27 de marzo de 2010
El
primer invierno de Diana Frenzy
Edición de La Toronja Hidráulica
2006
viernes, 19 de marzo de 2010
CINE Y LITERATURA: ¿Fidelidad o infidelidad en la adaptación cinematográfica?
Quien se expresa así en la anterior cita es Jorge Luis Borges, el cual cediendo a la tentación de comparar el filme de William Cameron, Things to come (Inglaterra, 1936) con el libro cinematográfico publicado por H. G. Wells, Lo que vendrá, realiza un elemental ejercicio que cualquier espectador de cine, aficionado a la literatura, podría realizar en casa luego de ver una película basada en una de sus obras favoritas. Aunque en este caso, es menester precisar, el acto de constatación no se haya hecho sobre un texto literario sino sobre un libro que podría fungir de guión, éste para los efectos del análisis viene a ser lo mismo. Cuando uno ve, por otro lado, El nombre de la rosa y La Odisea y comprueba que Jean-Jacques Annaud y Konchalovski han sido fieles al espíritu impreso por sus creadores, uno no puede sino comprender las razones de ciertos directores de cine, quienes elevándose por encima de las voces agoreras que ven en esto una subordinación, en tomar la literatura como soporte para la construcción de un film. ¿Alguien podría pensar en privar al espectador del placer de contemplar con sus ojos las visiones de Umberto Eco y Homero en sus versiones fílmicas? Pío Baldelli, por ejemplo, censura las perversiones a las que puede llegar un cineasta o productor cinematográfico en sus afanes mercantilistas por conseguir el éxito comercial a costa del machetazo –él lo llama hachazo– de las obras literarias volcadas al cine. Baldelli desde un plano superior del arte condena esas piezas cinematográficas, nacidas de las leyes del mercado, en su peor acepción y demanda, que apelan a la simplificación y a un mal entendido efecto reduccionista para capturar un auditorio. Dice él: “Lo principal no es aquí ‘hacer arte’ sino ‘vender’: vender a la masa de espectadores percibiendo en cambio una cuota mínima, el precio de entrada al cine”[2]. Sin embargo, ¿no se puede pensar que Pío Baldelli esté recortando la posibilidad de conocer la literatura a través del cine? ¿No será que estos cineastas mercantilistas nos están haciendo un favor al difundir una valiosa pieza literaria con sus malas películas? André Bazin, tratando el tema de las adaptaciones (por supuesto de las buenas), ha dado una respuesta, a todas luces satisfactoria, a esta interrogante:
“El drama de la adaptación es el de la vulgarización. En un cartel publicitario de provincia se leía esta definición del film La Chartreuse de Parme: ‘Según la célebre novela de capa y espada’. La verdad brota a veces de la boca de industriales del cine que no han leído a Stendhal. ¿Habrá que condenar por eso el film de Christian Jaque? Sí, en la medida en que ha traicionado lo esencial de la obra y aunque creamos que esta traición no ha sido fatal. No, si consideramos antes que esta adaptación es de una calidad superior al nivel medio de la producción y que además, a fin de cuentas, constituye una introducción a la obra de Stendhal, a la que sin duda habrá proporcionado nuevos lectores. Es absurdo indignarse por las degradaciones sufridas por las obras maestras en la pantalla, al menos en nombre de la literatura. Porque, por muy aproximativas que sean las adaptaciones, no pueden dañar al original en la estimación de la minoría que lo conoce y aprecia; en cuanto a los ignorantes, una de dos: o bien se contentan con el film, que vale ciertamente lo que cualquier otro, o tendrán deseos de conocer el modelo, y eso se habrá ganado para la literatura”[3].
No hay mal que por bien no venga, parece ser la moraleja. Pero esto nos lleva al inicio, subyacente en esta cita de Bazin y al margen de la literatura entendida como estructura para sostener un film, el de la fidelidad o infidelidad de las adaptaciones cinematográficas.
“Hollywood, por tercera vez, ha difamado a Robert Louis Stevenson. Esta difamación se titula El hombre y la bestia: la ha perpetrado Victor Fleming, que repite con aciaga fidelidad los errores estéticos y morales de la versión (de la perversión) de Mamoulian. Empiezo por los últimos, los morales. En la novela de 1886, el doctor Jekyll es moralmente dual, como lo son todos los hombres, en tanto que su hipóstasis –Edward Hyde– es malvada sin tregua y sin aleación; en el film de 1941, el doctor Jekyll es un joven patólogo que ejerce la castidad, en tanto que su hipóstasis –Hyde– es un calavera, con rasgos de sadista y de acróbata. El Bien para los pensadores de Hollywood, es el noviazgo con la pudorosa y pudiente Lana Turner; el Mal (que de tal modo preocupó a David Hume y a los heresiarcas de Alejandría), la cohabitación ilegal con Fröken Ingrid Bergman o Miriam Hopkins. Inútil advertir que Stevenson es del todo inocente de esa limitación o deformación del problema”[4].
Borges, en esta nueva cita, se molesta porque el cineasta Fleming se ha tomado la libertad de modificar el carácter de los personajes de la novela de Stevenson. El escritor se subleva cuando al cotejar la obra con el film encuentra que se hayan tomado licencias y hecho caso omiso a los signos de la novela. Nos encontramos, pues, ante una flagrante violación del espíritu de la obra literaria en pro de los hechos fílmicos. Pero la pregunta pertinente es: ¿en qué casos esta alteración es legítima y en qué casos no? Algunos autores, como Sánchez Noriega, aprecian que ésta es válida si el resultado final consigue que el espectador o crítico experimente una emoción equivalente a la suscitada tras la lectura del texto literario. Dice:
“Una adaptación se percibirá como legítima siempre que el espectador común, el crítico o el especialista aprecien que la película tiene una densidad o provoca una experiencia estética parangonables al original literario,
Porque cuando se habla de obtener una equivalencia en el resultado estético respectivo –esto es, en última instancia, en el efecto producido en quien recibe la obra, ya como lector, ya como espectador fílmico– nos estamos refiriendo, precisamente, al hecho de que una adaptación genuina debe consistir en que, por los medios que le son propios –la imagen– el cine llegue a producir en el espectador un efecto análogo al que mediante el material verbal –la palabra– produce la novela en el lector (Gimferrer, 1985, 61).
Este efecto análogo suele vincularse a la fidelidad al espíritu de la narración literaria; más allá de todo concepto-fetiche, con ello creemos que se indican de forma metafórica dos hechos íntimamente ligados: el resultado estético equivalente y la capacidad del autor cinematográfico para realizar, con su versión fílmica, la misma lectura que han hecho la mayoría de los lectores del texto literario. Es decir, una adaptación no defraudará si, al margen de suprimir y/o transformar acciones y personajes, logra sintonizar con la interpretación estándar de los lectores de la obra de referencia y si el proceso de adaptación ha sido llevando a cabo manteniendo las cualidades cinematográficas del filme, es decir, si se ha realizado una película auténtica”[5].
Ateniéndonos a estas formulaciones podemos entender porqué Borges no oculta su irritación en relación al film de Fleming: éste no había adaptado bien a su mentor literario y sus sensaciones, apenas impactadas por las imágenes de la película, le transmitían el efecto de traición del director cinematográfico. Sin embargo, esto también se puede comprender, desde otro ángulo de visión, como una concesión del cineasta a un público poco exigente, incapaz de distinguir las sutilezas de la ambivalencia emanadas del personaje de Stevenson, y más bien ávido de emociones extremas. (Desde el mismo nombre de la película –El hombre y la bestia– uno puede percibir la polarización. El Bien –encarnado por la supuesta racionalidad del primero– y el Mal –representado por el desenfreno de lo irracional en el segundo–. Maniqueísmo que anula los matices y con el que se pretende llamar la atención sobre los instintos básicos del hombre). Otra vez los problemas enunciados por Baldelli y Bazin se hacen presentes: los de la prostitución del cine como arte y la vulgarización de las adaptaciones. Pero dejando momentáneamente estas aprensiones, un director de cine puede alcanzar cotas muy altas de expresión artística cuando se deja arrastrar por el espíritu que se desprende del texto y trasvasar al lenguaje que le es inherente por formación la narrativa literaria. Allí tenemos los ejemplos anteriores –el de El nombre de la rosa y La Odisea–. Pero no todos piensan lo mismo como a continuación vamos a ver.
“Ya lo he dicho entre otras cosas y vuelvo a reafirmarlo: que el cine no será un arte mientras no logre librarse de la literatura, y esta dependencia actualmente es muy grande. Es decir, esto de no poder hacer una película mientras no haya una base literaria terminada es bastante grave para la autonomía del cine. Y esto es mucho más grave, por supuesto, en los Estados Unidos, donde el director o la mayoría de los directores no tiene ni siquiera participación en la elaboración del guión, sino que éste es escrito entre un escritor y los delegados de producción, y el director termina simplemente por ser realizador de una norma escrita, de la cual es casi imposible desviarse. En Europa, y particularmente en el cine primario latinoamericano, (...), el director goza de un gran margen de independencia. Pero de todas maneras, mi idea es de que mientras el director no esté en condiciones de hacer su película, es decir concebirla y realizarla guiado por unas notas y crearla durante la filmación, el cine será un arte dependiente de la literatura, y yo creo que eso está mal”[6].
Estas palabras de García Márquez nos remiten indefectiblemente, aparte de profundizar sobre el tema, a un cineasta peruano que ha abogado por la independencia del cine como arte y la emancipación del lenguaje cinematográfico de cualquier atadura externa que melle su capacidad de expresión: Armando Robles Godoy. Aunque Robles Godoy puede ser ese tipo de realizador que concibe un cine poético, desamarrado de las andaduras comerciales, cercano al de Pasolini, de quien recibe una evidente influencia, sus postulados son casi los mismos de García Márquez (a excepción del asunto del guión donde sus discursos se bifurcan): el cine será séptimo arte cuando, al igual que la pintura y la música, tenga una estética propia, claramente diferenciable de otras artes, y sin un guión que signifique un lastre para su expresividad artística. Afirma Robles:
“Pero la enseñanza del lenguaje cinematográfico debe superar los errores comunes, las vaguedades tradicionales, la evidente falta de un rigor académico en esta disciplina. La peor confusión que embrolla la comprensión de la semántica cinematográfica es su aparente relación de dependencia con la literatura y, en algunos casos, con el teatro; confusión que ha dado lugar entre otras cosas, a ese equivoco carente de sentido que se llama guión literario. De acuerdo con este disparate, toda obra cinematográfica tiene como fundamento de su estructura uno de esos famosos guiones, basado, a su vez, en una historia especialmente escrita ‘para el cine’, o en una novela, un cuento, o un drama o una comedia, ‘especialmente adaptado para el cine’. Y a pesar de este proceso sumiso y basado en una imposible traducción de un lenguaje a otro, en alguna forma, este lenguaje misterioso se las arregla para introducir y desarrollar sus propios elementos significativos, su propia magia expresiva, su maravillosa gramática, que va mucho más allá y más adentro de la gramática literaria”[7].
Por otra parte, Robles tiene la ventaja de tener una mínima experiencia literaria –ha publicado una novela– de tal forma que lo que dice y opina sobre el asunto en cuestión, contiene el raro encanto del conocedor de materia ajena. Podría decirse, sin pecar en un exceso, que es un típico escritor-cineasta (o para mejor precisar cineasta-escritor), manipulador, en el mejor sentido de la palabra, de dos lenguajes de expresión artística. A esa misma rara, y poco frecuentada, estirpe pertenece Vargas Llosa, aunque es necesario precisar que en el caso de éste la experiencia cinematográfica como co-director de un filme basado en una novela suya, Pantaleón y las visitadoras, terminó en un sonoro fracaso que el propio escritor ha querido olvidar. En cambio su colega, García Márquez, a quien hemos convocado en esta larga reflexión ha tenido, a partir de su trabajo de elaboración de guiones, un contacto más prolongado con el cine. De allí que se entiendan sus motivaciones y sus juicios respecto a los caminos que debe seguir aquél, y que nos llevan, además, a arañar la superficie de las relaciones, harto conflictivas, entre el cine y la literatura.
“Creo también que esos patrones, esos modos de narrar que nacieron con la literatura son los que el cine ha utilizado y ha adaptado a su propio lenguaje. Creo que ese sentido, el cine no significa ninguna revolución, ningún progreso en relación con la literatura. Lo que ha hecho, claro, es utilizar ciertas formas que le convenían más, que se adaptaban más a sus fines, tomándolas directamente de las formas narrativas, y luego las ha hecho más visibles, las ha puesto más en evidencia, y de ahí, de rebote han llegado a popularizarse contemporáneamente en la literatura. Pero en la narración clásica, en las novelas de caballería, por ejemplo, se utiliza una serie de recursos, de modos de organizar los datos de una historia, que muchas veces, al ser utilizados por el cine resultan revolucionarios, novedosos, y de allí han rebotado a la literatura. En realidad, en ese sentido el cine es muy parasitario”[8].
Vargas Llosa sintetiza en estas líneas las relaciones de la literatura con el cine –que por mucho tiempo se habían creído supeditadas al segundo, hasta que los estudiosos del précinéma salieron al paso descubriendo que esto no era así y que las visiones de los escritores del siglo anterior eran el anuncio de la existencia de un lenguaje deseoso en expresarse y que lo único que hicieron los realizadores cinematográficos fue aplicarlo a sus productos visuales–. Es harto conocida la polémica que tuvo Griffith –estudiada, sobre todo, por Eisenstein para establecer las primeras analogías entre cine y literatura[9]– con los funcionarios de la Biograph respecto al uso del montaje en paralelo, tomando como modelo la forma de contar historias de Charles Dickens. Carmen Peña-Ardid dice al respecto:
“En efecto, el sistema de acciones paralelas, articuladas en el cine por el adverbial ‘mientras tanto’, en una nueva variante de un antiguo procedimiento narrativo asociado a la ‘construcción en escalera’ –habitual en los libros de caballería, en las novelas de aventuras, en el folletín–, al entrecruzamiento de tramas múltiples –el Orlando furioso, el Quijote (aunque en este caso paródicamente)–, técnicas todas ellas empleadas en retardar el desenlace de la historia. En este sentido Griffith y otros realizadores posteriores, al inspirarse en unos determinados patrones narrativos asumían una tradición que podríamos remontar a los mismos relatos épicos[10]”.
Con lo cual se da la razón a Vargas Llosa en cuanto a su demanda de que fue la literatura la que influenció sobre el cine y que éste a su vez devolvió lo aprehendido a los literatos. Por ejemplo, la técnica de los ‘vasos comunicantes’ que adopta este escritor para sus novelas es la misma que cualquier espectador de cine o televisión puede ver en un moderno producto audiovisual. Esa simultaneidad, y los cortes precisos cuando el desarrollo de la acción lo demanda (un ejemplo eximio del uso de esta técnica lo podemos ver en La fiesta del chivo), le da agilidad al texto, confiriendo a la acción suspendida en el tiempo por el narrador una expectativa que compromete al lector en su trama. Pero esto sólo es parte de un debate que se remonta a las fechas de cuando el cine se propuso trasladar con otro lenguaje, otra vestimenta, los artilugios, las ficciones de los literatos: el de la fidelidad o infidelidad de las adaptaciones literarias.
“... Me robo la inspiración de donde la encuentro. Puede ser una nota periodística, una novela o de un relato de amigos. Es como determinar algo que puede ser utilizable gracias a ese momento misterioso que es el principio de la inspiración. Y entonces digo ‘quiero esto’. Cuando encuentro la inspiración en obras literarias soy fiel al momento de decir ‘esto es lo que yo quería’. Pero la novela queda siempre relegada al término de fuente. Yo soy fiel al cine, no a la literatura”[11].
Esta opción de Arturo Ripstein, cineasta mexicano que ha llevado al cine algunas obras de García Márquez como El coronel no tiene quien le escriba, resume la idea general que queremos expresar: que el cineasta, con sus propias metáforas, con sus propias comprensiones y dimensiones del lenguaje que domina debe trasladar a su propio vertedero lo hallado en otro lenguaje que le es ajeno a él. Que debe traicionar si es necesario, para los fines de su arte, la literatura. Claro que en esa aventura debe tener claro que en esa distorsión del material escrito corre el riesgo de que el producto sea irreconocible; pero todo en aras a una meta superior: hallar su propia expresividad, superarse a él mismo y superar la cárcel que le supone apoyarse en la realidad verbal. En el trayecto va a encontrar que escritores de la talla de Borges, Cortazar, Graham Greene y tantos otros que en su momento no se hallaron satisfechos con las películas basadas en su obra, porque han suprimido, “mutilado”, añadido, en imágenes lo que en la ficción escrita no existía, comprenderán su modesto acto de cortar escenas, modificar personajes, montar nuevas situaciones por una razón simple: la independencia que ellos mismos se infligen como creadores para interpretar con sus propias herramientas la realidad que los excede. ¿No es cierto acaso que el creador de realidades ficticias en la literatura transforma la “realidad-real” para sus propios fines y que los personajes que concibió sobre el papel no son idénticos a los inspirados de carne y hueso, que la inverosimilitud salta a la vista? ¿Y por qué no puede ser este curso de línea el mismo para los cineastas?
“Oponer la fidelidad al texto y la fidelidad al espíritu me parece falsear los datos del problema de la adaptación, si es que lo hay.
No hay ninguna regla posible, cada caso es particular. Todos los golpes están permitidos excepto los bajos; en otras palabras, la traición del texto o del espíritu es tolerable si el cineasta se interesa por una u otra cosa y si ha conseguido hacer:
a) Lo mismo
b) Lo mismo, pero mejor;
c) Otra cosa mejor.
Son inadmisibles, la insipidez, el empequeñecimiento y ‘edulcorar’ el producto”[12].
Lo que en el fondo le perturba a François Truffaut en este artículo, "La adaptación literaria en el cine", es que los guionistas franceses Aurenche y Bost se tomen licencias para modificar el texto y el espíritu de la obra literaria. No pocas razones lo asisten. Estos dos afamados adaptadores, si nos ceñimos a lo testimoniado por el cineasta, se dedicaron, mientras pudieron o los dejaron, a transformar la esencia de la obra narrativa en algo que debía de ajustarse al gusto común de la gente y asegurar así la acogida comercial de las películas puestas en sus manos. Truffaut llamó impropiamente a esto éxito, pero en realidad quiso decir exitismo. Porque tanto Aurenche como Bost en su tarea de cambiar diálogos, frases, de una novela en un guión, no para efectuar una labor de trasvase, sino para sustituirlos, en muchos de los casos, con escenas que, como bien señala el director de Los cuatrocientos golpes, disonaban en la pantalla por ridículas, lo que hacían era un embuste. Pero lo que más le irritaba a Truffaut era el hecho de que sean guionistas como ellos los que, inmiscuyéndose en la actividad del director, puedan dar las pautas de cómo debían hacerse los encuadres. Eso para él era inaceptable, una usurpación de sus funciones. Por eso escribe: “El único tipo de adaptación válida es la adaptación del director, es decir, la que se basa en la reconversión de ideas literarias en términos de puesta en escena”. Es que para este cineasta, el director no debía claudicar en su oficio porque para él el éxito de una película está asociado a la personalidad del realizador. La trampa en el caso de los guionistas franceses en mención –que llevaron a cabo el procedimiento llamado por ellos de “equivalencia”–, es que éstos se van al otro extremo cuando se trata de aplicar el concepto “traicionar” el texto. “Traicionar” el texto para los fines estéticos o de lenguaje del cineasta es aceptable; pero “traicionar” el texto para convertirlo en un monigote de lo que fue, es una tergiversación del sentido original que se le confirió. Por eso Truffaut, con buen criterio, no censura la traición de la obra literaria por acción del director cinematográfico, a quien cree capaz con su propia sintaxis hacer una obra de arte equiparable a su símil literario o por lo menos respetarlo, sino censura las conductas burdas, marcadas al decir de él “por la profanación y la blasfemia”. Y nosotros estamos de acuerdo con él.
“Al cine –dice Jarnés– le basta con la historia externa. Podremos ver gesticular, no razonar, en la pantalla. El más inteligente –‘Charlot’– expresará emociones sencillas, fáciles, menudas: la genialidad del cine va por otro camino. El cinema tiene que contentarse con recoger espigas sentimentales, plásticas, simbólicas, alusivas... La gran cosecha del cerebro humano quedará siempre en los graneros del arte de escribir[13]”.
En esta cita de Jarnés podemos ver que al principio no le quedó a la literatura sino negarle status al cine, restarle personalidad, eliminar sus posibilidades, minimizar su alcance. El cine, vislumbró, podía quitarle auditorio, robarle público, entonces la estrategia fue rebajarlo, quitarle prestancia. Y si alguna se le otorgaba era porque la genialidad de Charlot era difícil de negar, pero sólo era una pequeña concesión, eso sí limitada, a la esfera de la actuación y no a sus posibilidades expresivas, estéticas o artísticas, que consideraban un patrimonio exclusivo del arte de escribir, el cual podía transferir las emociones humanas con mayor exactitud y rigurosidad por obra y gracia del poder de la palabra. El fotograma, mudo, mímico y en movimiento, difícilmente desplazaría al libro en sus funciones de conductora de la psiquis humana. Con el tiempo, la literatura tuvo que acostumbrarse que el cine podía ser una ingrata compañía. Tuvo que aceptar que “saqueara” de sus linderos elementos que estructuraban su arquitectura. El montaje en paralelo, tomado de su patrimonio, fue la primera llamada de alerta. Jarnés no lo pudo prever. Acoderado en el castillo de las palabras, en la poesía de la prosa, no pudo proyectar el desarrollo de éste a nivel de lenguaje; y si lo hubiera hecho, tal vez, lo hubiera negado. Quizás lo hubiera considerado sacrílego, una ofensa de un arte menor a un arte mayor. Porque para Jarnés, ilustre representante de un modo de pensar de aquel entonces, el cine debía quedar relegado al mero papel de reproductor de imágenes risueñas como las de Charlot. En todo caso, para no ser tan tiranos con él, simplemente hay que ubicar sus expresiones en el contexto de una época en que se veía lejana la posibilidad de que el cine alcanzara la categoría de séptimo arte. Pero la cita es buena para analizar sus alcances, nos permite desbrozarla y ver que en un inicio las relaciones entre la literatura y el cine no fueron siempre buenas, que estuvieron llenas de un sentimiento de recelo, de extraña competencia, de invasión en la privacidad del otro. La buena vecindad no fue admisible, aceptarla era un síntoma de debilidad, sino de capitulación. La colisión se tornó, pues, inevitable. La primera por defender su tradición y la segunda por demostrar que podía ser también una forma de expresión artística tan válida como la primera.
“El cinema figura entre los principales modelos que inspiraron a los escritores de los años veinte en su empeño por renovar la novela y rechazar sus formas de expresión tradicionales. La incorporación en la novela de las modalidades cinematográficas del relato es el aspecto de la novela de vanguardia que, junto con el uso de la metáfora y la autorreferencia, ha sido analizado con mayor atención estos últimos años. En sus publicaciones recientes, Víctor Fuentes, C.B. Morris, Domingo Ródenas y José Manuel del Pino han estudiado la incorporación en la nueva novela de las técnicas del montaje fílmico, del juego de planos y del ritmo, de los procedimientos de aproximación visual con los cambios de enfoques, de iluminación, etc., demostrando cómo la adopción de lo que Antonio Espina llamó en su tiempo ‘la cinegrafía’ había contribuido a renovar la estrategia y la escritura de la narración”[14].
Al cine por esas fechas, los años veinte, ya no se le podía encasillar como mero dispensador de imágenes. Ya había superado la mayoría de edad y tenido la suficiente astucia para incorporar formas expresivas provenientes de otras artes como el teatro. El cine ahora ya se podía dar el lujo de enseñar a “escribir” a los literatos, de quienes había saqueado el arte de la narración en su aspecto técnico. El cine, que ya había entrado a disputar el favor del público, devolvía lo aprendido a sus maestros. Obligaba a una reingeniería mental a los escritores de la vanguardia española. Los forzaba a remover sus formas arcaicas de escribir o, de lo contrario, aceptar la extinción de la retina del lector. Su contribución fue, pues, significativa. Brigitte Magnien, al evocar estos hechos en su ensayo, El cine en la novela de vanguardia (1923-1936), versado mayormente en la impregnación de temas del cine en la novela –con lo cual, de manera indirecta, trata de filtrar cierta supremacía del cine sobre la literatura–, no hace sino hacernos ver que lo que ha ocurrido aquí es una especie de sincretismo donde la metáfora visual se da la mano con el arte literario. La literatura ya no podía defender sus reductos, anquilosada en formas de escritura decimonónicas, debió renovarse. Pero, ¿a quién miró para ello? Al cine, el cual le recordó de nuevo la eficacia de las acciones en paralelo que Griffith había utilizado con espléndido aplomo. Entonces sucedió lo que en la antropología se estudia como reciprocidad, don, un retorno de lo entregado a sus antiguos dadores. De esta forma se confirmaría lo que Carmen Peña-Ardid había deslizado como una hipótesis: “... si el cine tomó de la literatura del XIX determinados procedimientos narrativos, ¿no cabría pensar que su influencia sobre la literatura se limitaría a la simple ‘devolución’ de lo que aquélla le prestó inicialmente?”[15]. Cabe pensar que sí.
“Cuando se anuncia una película como adaptación de una novela o un drama, resulta difícil negarse a la tentación de establecer un juicio comparativo entre ambas producciones y de medir la cinematografía con el criterio de la literaria. Nada más falso, sin embargo, que este punto de vista. La novela o la pieza teatral adaptada sirve de base a la película en la misma forma y con el mismo alcance que podría haberle servido un argumento inventado ex profeso, una leyenda popular, un acontecimiento extraído de la Historia o un suceso recogido de un relato periodístico”[16].
Así opina Francisco Ayala en El escritor y el cine. Sin embargo, cuando se contempla películas como El conde de Montecristo (en la versión que tuvo como protagonista al actor Jim Caviezel, el mismo de La pasión de Cristo de Mel Gibson) uno no puede dejar de pensar en la versión anterior que tuvo a Richard Chamberlain encarnando a Edmundo Dantes. El Dantes de Chamberlain, sobrio, severo, adusto, contrasta con el personificado por Caviezel, distendido, disipado, por ratos distraído. He allí la primera diferencia entre ambas versiones, a nivel actoral. Porque este Edmundo Dantes, disfrazado con una capa fantasmagórica en su primera presentación pública como Montecristo (sólo interrumpida por la espectacularidad de un globo aerostático), disuelve el aire de misterio que el otro, interpretado por Chamberlain, imprime a su actuación. La impresión es válida. Necesitamos saber cuál de las dos perfomances satisface nuestra sensibilidad visual. La segunda está referida a los cambios en relación a la historia original. En la novela, Edmundo Dantes no tiene hijos con su amada; en esta nueva versión cinematográfica se le endilga uno (resulta que el vástago de Mercedes con Fernando Montego, no era de éste sino de Montecristo cuando era Edmundo). (En la anterior, el apego escrupuloso a la historia trazada por Dumas no fue impedimento para que el director realizara una película que tuviera la misma fuerza que la obra literaria). Las modificaciones afectan al lector del texto literario; lo obligan a rediseñar la película en su imaginario. Ahora éste tiene que aceptar que Montecristo tenga un esclavo a su cargo y que se haga amigo, luego de un fingido rescate (que a la postre resultó arreglado), del hijo de su antigua amada, quien resultó al final siendo hijo suyo también. Eso sí, se respeta el amor entre Dantes y Mercedes y se le da un aire melodramático que concluye en un happy end (variando la conclusión de la novela que sentencia una separación entre ambos) con ella, su hijo y él abrazados mirando el horizonte, luego de comprar el Castillo de If, centro de sus desgracias. Dos “traiciones” hemos, pues, presenciado: al texto y al espíritu de la novela. Pero ¿por qué esa sensación de falsificación? ¿Por qué concurre en todo momento a nuestra mente el original literario? Porque la comparación se tornaba ineludible, incluso necesaria para validar la puesta en escena. Para que el realizador hubiera tenido éxito, el lector del texto fílmico debió haber tenido una total ignorancia del símil literario (incluso de la anterior versión cinematográfica que la precede). Así se hubiera anulado el cotejo de información en forma de cruz, tanto de la antigua versión fílmica como de la novela que la sostiene, llenando la película con sus propios significados y significantes. Por último, ¿en qué concluye este ejercicio? En que por más que se apele al hecho racional de que la literatura y el cine respondan a sus respectivos medios de expresión artísticos, el espectador, en la oscuridad de la sala (a menos que la grandiosidad de lo que está viendo se lo haga olvidar), confronta al lector del texto literario y al lector del texto fílmico, quienes entran en diálogo y discusión, mientras por la pantalla discurren acciones y escenarios removiendo los recuerdos y emociones que alguna vez le brindó la obra literaria.
“Estoy impresionado con el filme. Rob (Marshall) ha hecho una película diferente del libro. Tenía dos horas para resumir la historia y lo ha hecho muy bien. A través de su trabajo he redescubierto a mis personajes, porque ha reelaborado la historia y el resultado es increíble. Ya la he visto tres veces. Cada escena captura el libro. Todo está allí de alguna manera, cada momento de la vida de Sayuri[17]”.
El escritor Arthur Golden no sólo celebra que el director de la película inspirada en su novela, Memorias de una geisha, lo haya hecho redescubrir a sus personajes sino que ve con asombro que éste ha hecho una buena labor de condensación. Es decir, el trasvase de la materia verbal al envase fílmico ha capturado el espíritu de la obra literaria. Esto ha provocado en Golden una sensación de satisfacción, cosa extraña en los escritores que ven traspuesta su obra al cine. Mérito también del guionista que ha tenido la suficiente destreza y ojo para seleccionar los elementos y escenas representativas de la novela para la puesta en escena. “Discutimos los cambios que se hicieron –explica Golden–. Pero entendí desde el primer momento que lo que resulta bien en un libro no necesariamente funciona en la pantalla. Los cambios se hacen para dar más fuerza a la película. No son cambios que afectan el espíritu de la historia”. Actitud sensata que recuerda –pero en otra polaridad de situaciones– la vivida por Graham Greene con El tercer hombre. Como se sabe, Greene tuvo que aceptar las alteraciones que hizo Carol Reed al final de la película. Al principio se resistió, pero luego aceptó que las modificaciones hechas por el director eran las más adecuadas. Escribió Greene:
“Una de las escasas disputas importantes que tuvimos con Carol Reed y yo fue acerca del final, y él tenía toda la razón. Mi opinión era que una película de corte ameno como ésta no podía soportar el peso de un final desgraciado. Reed pensaba que mi final –que era indeterminado, sin que hablara una palabra– podía resultarle al público, que acababa de ver la muerte y entierro de Harry, desagradablemente cínico. Me convenció sólo a medias; temía que poca gente iba a aguantar en sus butacas el largo paseo de la muchacha desde la tumba y que el resto de los espectadores abandonaría el cine pensando que ese final era tan convencional como el mío. Yo no sabía hasta dónde era capaz de llegar la maestría de Reed...[18]”.
Que visto de otro modo es un reconocimiento del escritor al cineasta. Greene entendió que las metáforas literarias pueden funcionar bien en la mente del lector, pero que éstas mismas traspuestas al film exigen otro tipo de tratamiento para que surtan un efecto similar en la mente del espectador. Pero volviendo a Golden; hay otras cosas más en sus apreciaciones. De sus líneas se puede deducir que Rob Marshall ha hecho uso de su propia estética, de su propio arte para, sin negar a Golden, reinterpretar la obra literaria y elaborar un texto fílmico en el que se pueda reconocer su huella. Una manera muy singular de decir: “la novela es de Arthur, pero la película es mía”. Una forma adecuada de encarar las relaciones entre cine y literatura.
¿En qué momento una obra literaria deja de ser la materia ficticia que es y se convierte en el espejo de imágenes que se ve en la pantalla? ¿Dónde se inicia el proceso? En el guión. En el guión, el torrente verbal calibrado por el literato es mondado –diríase condensado– por el guionista, que planea los diálogos en función de imágenes. Este es el primer paso, no siempre respetado, pues, en el siguiente, el director, haciendo uso de sus atribuciones puede tomarse la potestad, de modificar, trastocar, lo que el anterior hizo en un inicio. En ese momento, “el escritor de imágenes”, como podríamos llamar así al realizador, puede, como Hitchcock, tomar como pretexto la obra literaria y, de acuerdo a sus propias exigencias, convertirla en un producto visual, muy alejado, tal vez, de la idea original. El guión, entonces, sirve de base, soporte, para la creación del futuro texto fílmico. Y es en ese aparente divorcio entre el literato y el director de una película que la adaptación encuentra el terreno fértil para fructificar. Porque, hay que recordarlo de nuevo: mientras el escritor cavila con las palabras, el director de cine piensa en imágenes. Andreu Martín, novelista español de best sellers y guionista de comics, a cuyo testimonio echamos mano ante la falta de otros mejores, por otra parte confiesa:
“Diría que, cuando se pasa una obra literaria al cine hay que cambiar mucho para conseguir que cambie demasiado. Esto no es una ley: es una suposición. Martin Ritt hizo una adaptación muy fiel de El Espía que surgió del frío y la película era excelente, pero, en fin, hoy estamos tratando de variaciones que sufre la obra escrita al ser llevada a la pantalla y la verdad es que siempre me he encontrado más con el trastorno de los cambios que con la calma del respeto a la idea original[19]”.
Martín toca otro punto importante en el proceso de adaptación: la resistencia del escritor para ver modificada su obra. Eso ocurre porque –como afirmaba Graham Greene– el escritor considera que, en cuanto al tema, lo que ha expresado es lo último que se puede hacer por él. Pero independientemente de esto, y volviendo a la idea inicial, ¿qué pasa exactamente en el proceso de trasvase de un arte –literario– al otro –cinematográfico–? Pensamos que hay un proceso de ganancia y perdida. Que muchas metáforas literarias son suprimidas, otras relevadas, otras imposibles de trasladar por lo cual son dejadas a un lado, dando cuenta este hecho de la autonomía de la literatura como arte. Que por la mente del guionista los fogonazos visuales, las primeras impresiones de lo que puede ser el film, asechan, alimentados por la obra literaria, las cuales a su vez sufrirán, ya en la mente del director, otra transformación tal como ocurre en los procesos químicos donde muchos elementos son reconvertidos, eliminados o purificados.. Que mucha materia verbal es convertida en metáfora visual, dependiendo del gusto y la estética del cineasta; y otra irreductiblemente desechada como residuo. La puesta en escena es el punto culminante en este proceso de metamórfosis, en el cual el producto nuevo puede adquirir un tono de fidelidad o infidelidad respecto al texto literario del cual ha sido trasvasado. (Aunque trasvasar no sea la palabra exacta a utilizar por algunos que ponen en tela de juicio que se pueda “trasvasar”, como el liquido elemento, un arte al otro). Al final de esto todavía resta el juicio del espectador, quien expresará con su gusto o disgusto lo que le muestre la pantalla.
Freddy Molina Casusol
[1] Ver Borges en/y/sobre cine, Edgar Cozarinsky, Editorial Fundamentos, 1981, p.47.
[2] Ver El cine y la obra literaria, Pío Baldelli, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1970, p. 9.
[3] Ver ¿Qué es el cine?, André Bazin, Madrid, Ediciones Rialp S.A., 1966, pp. 176-177.
[4] Ver Borges en/y/sobre cine, Edgar Cozarinsky, p.71.
[5] Ver De la literatura al cine, José Luis Sánchez Noriega, Paidós, 2000, pp. 55-56.
[6] Ver “El origen de mis historias es el cine” (reportaje a García Márquez), Humberto Ríos y Adolfo García, en Sí, Lima, 23 de febrero de 1987, p. 69.
[7] Ver “El enigma del cine”, Armando Robles Godoy, en Lima Kurier, No. 71, 1987, p. 10.
[8] Ver “Mario Vargas Llosa habla de cine” (entrevista), Isaac León Frías y Juan Bullita (con la colaboración de Mario Molina y J.G. Guevara Torres), en Hablemos de cine, No. 52, 1970, p. 32.
[9] Ver Literatura y cine, Carmen Peña-Ardid, Madrid, Ediciones Cátedra, S.A, 1999, pp. 71-76.
[10] Ibíd., pp. 137-138.
[11] “Soy fiel al cine, no a la literatura” (entrevista al cineasta Arturo Ripstein), Pablo Gámez, en El Dominical, suplemento de El Comercio, No. 54, 23 de enero del 2000, p. 9.
[12] Ver El placer de la mirada, François Truffaut, Ediciones Paidós, 1999, p. 272.
[13] Ver Cita de ensueños, Benjamín Jarnés, Madrid, Ediciones del Centro, 1974. Cit. Lough, en Jarnés y el cine, Francis Lough, en Vanguardia Española e Intermedialidad. Artes escénicas, cine y radio, Mechthild Albert (ed.), Iberoamericana-Vervuert, 2005, p. 416.
[14] Ver “El cine en la novela de vanguardia (1923-1936)”, Briggite Magnien, en Vanguardia Española e Intermedialidad. Artes escénicas, cine y radio, Albert Mechthild, edit., p. 441.
[15] Ver Literatura y cine, Carmen Peña-Ardid, p. 109.
[16] Ver El escritor y el cine, Francisco Ayala, Ediciones Cátedra, Signo e Imagen, 1996, p. 89.
[17] Ver “He redescubierto a mis personajes” (Entrevista a Arthur Golden), Alberto Servat, en El Comercio, 4 de febrero del 2006, c7.
[18] Ver El tercer hombre, Graham Greene, Biblioteca de El Sol, Banco Bilbao Vizcaya, s/f, p. 11).
[19] Ver “Cine y literatura (Cómo un escritor ve cambiada su obra en guión), Andreu Martín”, en Cine y literatura. Relación y posibilidades didácticas, Gemma Pujals y Celia Romea, comp., Barcelona, I.C.E. - Horsori, 2001, p. 39.
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Citado por los periodistas Pastora Campos y Ernesto Flomenbaum, quienes reproducen parte de nuestro ensayo "CINE Y LITERATURA: ¿Fidelidad o infidelidad en la adaptación cinematográfica?" para su nota "Arte y cine: Homenaje a Jorge Amado (1912-2001)", publicada en el diario del 27 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata el 24 de noviembre del 2012
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