domingo, 30 de septiembre de 2007

EL MUNDO ABSURDO DE CIELO LATINI

Abzurdah es un libro que se puede leer de un porrazo. Debe ser que su autora, Cielo Latini, tuvo la virtud de escribir su ideas como se le venían, de golpe y sin pensarlo mucho. La Latini quiso dejar sentado en su testimonio la angustia existencial de su adolescencia, que es la misma de muchas jóvenes argentinas abrumadas por la anorexia y la bulimia. Su autora tiene un estilo bastante desenfadado y no tiene el más mínimo interés de agradar al lector. Por eso es que se puede encontrar en su prosa frases subidas de tono, interjecciones coloquiales y descansos altisonantes. Es que ella se ha tomado muy en serio escribir como se le viene en gana. Ella no es una Ana Frank y menos una Anais Nin. Su propósito es hacer una catarsis y la escritura le sirve de desahogo. Lo único que quiere es purificarse y aclarar sus confusiones. Para eso, las clases de periodismo la han ayudado: le han servido para afilar la puntería y poder contar su drama. Cielo Latini, en buena cuenta, no quiere ser un personaje de Françoise Sagan en Bonjour tristesse, solo quiere ser ella misma. Si hay que recordar bien el libro es por una escena. Esa escena donde ella aparece desnuda en la cama, siendo apenas tocada por Alex, un amor que la arrastra al borde del abismo, es bastante erótica. Recuerda aquella ocurrida de El último tango en París, en la que la protagonista vive una tórrida relación con un hombre que le doblaba la edad y al cual visitaba en su departamento para obtener sexo y placer. La Latini hizo lo mismo, pero con la diferencia que con su amante del cruce de la avenida 9 de julio e Independencia iba a tocar el precipicio. Casi ocho años le ha tomado a Cielo Latino escribir Abzurdah. Desde los 13 hasta los 20 años. Y se llama Abzurdah porque significa transgresión del orden establecido. Transgresión que ella se encarga de reflejar en cada una de sus páginas.

Freddy Molina Casusol
Lima, 2 de septiembre de 2007

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jueves, 23 de agosto de 2007

EL BUEN SALVAJE DE CARLOS RANGEL

Por: Freddy Molina Casusol 

I


Carlos Rangel. Su nombre, para ser sinceros, me sonaba esotérico, como el de una figura lejana o de un escritor de moda, quizá. Pero Carlos Rangel, allá por los setenta, había escrito un libro importante, ahora poco mencionado y sólo resucitado por quienes libran una batalla constante contra las ideas conservadoras de izquierda. Del buen salvaje al buen revolucionario, el libro de Rangel, es el equivalente, desde el liberalismo, a Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, ensayo que ha llenado el imaginario de los socialistas románticos, émulos del “Che” Guevara. ¿Pero qué expone el libro? El libro de Rangel presenta que los males de América Latina se deben a los propios latinoamericanos, quienes se han dedicado a culpabilizar de sus derrotas al fantasma del imperialismo norteamericano, suerte de chivo expiatorio y piñata ocasional para el caso, en vez de encontrar la responsabilidad de sus desdichas en ellos mismos. Rangel hace una especie de exorcismo y revisa la historia de América Latina y EE.UU. con un escalpelo en la mano, y encuentra que somos herederos de la civilización occidental europea, reflejada en nuestras instituciones y códigos, y no hay razón para no tener un destino común. Rangel piensa además que mientras los latinoamericanos han gastado energías demonizando a la CIA por sus males, los norteamericanos –quienes recién fundan su primera universidad en 1630 (la de Boston), mientras Perú y México ya la tenían desde 1551– han fundado su prosperidad y progreso en el trabajo y el comercio, los cuales se forjaron en el rigor y la disciplina del protestantismo, el mismo que fue estudiado por Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo.


II

Una de las mayores sorpresas del libro es el reconocimiento a la figura de Víctor Raúl Haya de la Torre y su visión de un marxismo original para América Latina. Para Rangel, Haya sería un verdadero marxista ortodoxo, en la medida que éste interpretó con autenticidad a Marx, quien pensó que el ingreso del capitalismo imperial inglés a la India sería beneficioso para transformar una sociedad tradicional de organización aldeana, capturada por el despotismo oriental y el hechizo de la superstición. Esta incursión serviría para la formación de un proletariado moderno, coadyuvando, en teoría, la llegada del socialismo. Haya, explica Rangel, se desmarca del marxismo soviético al considerar que el imperialismo en América Latina no es la última, sino la primera del imperialismo, provocando con ello la iras del Partido Comunista sujetado de las bridas por Stalin. Este reconocimiento de Rangel a la figura del fundador del Apra se debe tomar en el contexto general de la época, en la cual todo pensamiento disidente, como el de Roger Garaudy, era relevado y destacado para oponerlo a los dictados de Moscú, y a la esfera de pensamiento del propio autor, quien, inicialmente, tuvo afinidad intelectual con el ideal socialdemócrata.


III

¿Quién sería el buen revolucionario para Carlos Rangel?


El buen revolucionario sería el prototipo de guerrillero de izquierda, como el “Che”, solidario con los cambios sociales, y que, incontaminado de las taras estalinistas de sus pares del Viejo Mundo, las desecha para engendrar un hombre nuevo –un superhombre– que, continuador de la pureza adánica del buen salvaje, genere con su accionar una sociedad ajena a la ambición y la codicia traídas por la civilización occidental y europea. 

Ésta, al mismo tiempo, tendría su origen en el cristianismo primitivo y el segundo advenimiento de Cristo, quien establecería un reino perfecto de mil años. 

Ese milenarismo, de transformación súbita del mundo (en el que la propiedad privada, producto de la “caída” del hombre, sería abolida), está conectado íntimamente con los revolucionarismos. 

De allí se entiende que sacerdotes como Camilo Torres, amigo del “Che”, se hayan adherido a la Revolución, porque la fe milenarista y la revolución social se han dado la mano para consagrar un mito religioso.


IV

Rangel presenta a los ojos de sus lectores la inocencia arcádica del primer habitante de América Latina –o el “buen salvaje”–, quien habiendo sido sustraído de su estadio de inocencia por manos europeas, es ahora redimido por estos en artículos y libros en la creencia que se debe a ellos, con la llegada de la civilización occidental, que este se haya “corrompido”; por lo tanto todo lo que conduzca a un retorno al estado de pureza original es bien visto por sus redentores.


Esto, para Rangel, sería el origen de la mitología de izquierda que ha penetrado en las capas dirigenciales latinoamericanas para incentivar el odio a EE.UU como proyecto político (al cual, se pregunta, si no se le debe reconocer los efectos benéficos de su influencia, como las doctrinas y aspiraciones políticas y sociales que se expandieron por el continente). 

Por eso hay que celebrar la existencia del libro de Carlos Rangel: porque demuestra que las raíces de nuestros males se encuentran en nosotros mismos y no necesariamente en el imperialismo yanqui. 

Lástima que Rangel no viviera para ver la caída del muro de Berlín y la agonía del socialismo realmente existente. Empero, donde él esté debe estar satisfecho de este logro: su libro sirve para no vivir en la equivocación. 




jueves, 2 de agosto de 2007

LA FIESTA DEL CHIVO: UNA NOVELA QUE YA ES HISTORIA

UNO

Durante estos días he tenido oportunidad de leer los dos, y hasta casi tres, primeros capítulos de “La Fiesta del Chivo” y mi primera impresión es de que la crítica especializada ha exagerado en sus apreciaciones –negativas, por cierto– y que ésta es una buena novela. Por supuesto que éste es un análisis todavía parcial y no da una muestra del conjunto, faltando desglosar lo que sigue. Eso es cierto, eso es exacto. Pero en esos dos primeros capítulos he podido comprobar que el mejor Vargas Llosa se encuentra allí, y que éste, Flaubert y Faulkner están yendo de la mano. Eso se dejaba extrañar en Vargas Llosa, sobre todo en esos intentos fallidos de novelas como “Los Cuadernos de don Rigoberto”, y en especial “Cartas a un joven novelista” que le salió muy forzada, como sacando camotes con los pies. En cambio, en “La Fiesta del Chivo”, Vargas Llosa, demuestra porque es considerado uno de los mejores exponentes de las letras hispanas y porque está en tal sitial. En esta novela se puede sentir a través de Urania, una de las protagonistas, la presencia de los dos maestros anteriormente mencionados. Los cambios de tiempo son sutiles, leves, y transportan al lector a lo que quiere el novelista, vivir el tiempo de la realidad ficticia. Quizás lo mejor y lo que causa una grata impresión es la redondez, el tiempo de circularidad que rodean a esos primeros capítulos que salen muy bien mondados, con un acabado impecable, terso, apenas lesionado, tal vez, cuando se aborda al dictador Trujillo y en él al “mariconazo de Betancourt” y la OEA, pero esto es leve, como una brizna, una pelusa que afea el cuadro, cosa que no sucedió en “Historia de Mayta” que se le estropeó en diferentes tramos por su afán de dejar malparada una ideología –la socialista–. Sin embargo, a lo mejor, esta puntualización sea una exageración, producto de una mala lectura, un digerimiento apresurado, pues el resto es melodioso, armónico, bien encajado. Si los siguientes capítulos contienen ese aliento, Vargas Llosa habrá redondeado una buena faena y se entenderá una vez más el por qué a los críticos se les debe tomar con pinzas y más bien de las veces fondearlos en el olvido.



DOS

Luego de la lectura de los cinco primeros capítulos de “La Fiesta del Chivo”, última novela del escritor Mario Vargas Llosa, uno puede comprobar cuán errada puede estar cierta crítica. Nos referimos, en este caso, al señor Garavito de “El Espectador” de Bogotá, quien no muy recientemente ha publicado unas líneas sobre esta novela (reproducidas en el diario “Liberación” de Lima), atreviéndose a señalar que “Vargas Llosa se ha olvidado de escribir” y descalificando al escritor por los errores gramaticales que comete éste en algunos pasajes de la misma. Es menester recordar que muchos escritores, comenzando por Cervantes, pasando por Proust, y terminando por Neruda –quien tenía terror a las comas y tildes–, les ha sido señalado problemas en su idioma natal. Para enjuiciar una obra literaria no se puede echar mano sólo de la cuestión lingüística, sino de los tópicos referentes a la parte artística, estética. Si uno se dedicara a desgajar páginas, líneas o párrafos, de las mejores obras de la literatura universal, éstas con seguridad no nos dirían nada. La combinación de las partes, sumadas al talento y el genio del creador dan la belleza del conjunto. Desacreditar la labor artística remitiéndose a fallas nimias es un absurdo, una mezquindad. Si hubiera sido ese el patrón para evaluar lo artístico, entonces en donde quedarían ciertas obras de arte como la Mona Lisa, de la que no se sabe con certeza si su sonrisa es ex profesa o un yerro de Leonardo da Vinci. Lo que pasa es que el señor Garavito en sus ánimos de pontificar no ha entendido las intenciones del novelista, a pesar de que su especialidad, la de crítico, ha debido darle el entrenamiento adecuado. Él ha pensado que “La Fiesta del Chivo” iba a darle la imagen fidedigna de la dictadura de Trujillo, y eso es un error, por no decir una gaffe, pues lo que recrea ésta es una ficción. Vargas Llosa, fiel a sus postulados de “deicida” (ver su ensayo “García Márquez, historia de un deicidio”) es quien mueve los hilos de la trama y es el dios de la novela. Él ha “creado” su propia dictadura, su propio Trujillo y ha recogido elementos de la “realidad real” para darle forma, vida. Que algunos críticos, como Garavito, no comprendan esa intención no es culpa de Vargas Llosa, sino de las limitaciones del primero, cuyas anteojeras le impiden ver mejor el horizonte.



TRES

Al parecer la crítica no ha comprendido a Vargas Llosa. Quizás se deba esto a ciertas limitaciones para percibir el uso adecuado de la técnica narrativa. Hace poco, uno de ellos, el Sr. Planas (de la revista “Caretas” de Lima) –según me han contado– habría revivido viejas tesis de un antiguo crítico –Chavez de Paz– consistente en que Vargas Llosa primero escribe sus novelas, las troza y luego las rearma para dar la sensación de ruptura y continuidad. Una tesis un tanto incrédula y facilista. Por qué no pensar que Vargas Llosa, en todo caso, hace uso de la argucia para dar efecto a la trama. No sería una mala opción. Sin embargo, se repite esta especie para desmerecer “La Fiesta del Chivo”. Si fuera así, a cualquiera se le ocurriría escribir una novela de manera lineal y luego rearmarla para generar la sensación de suspenso y expectativa. ¿Por qué no lo intenta la crítica? Tal vez con el método de la prueba se le puedan aclarar algunos vacíos y de pasada nos despejarían la duda a nosotros también. Sería de mucha utilidad que demuestren que una novela se puede hacer haciendo uso de ese tipo de artificios. Imagino las dificultades que se les va a presentar y los problemas que van a tener que afrontar para hacer coincidir las rupturas, que en las novelas de Vargas Llosa aparecen naturales en los capítulos alternados. Ya veremos uniones de cinta scotch pegando artesanías de barro y problemas para utilizar la técnica de los vasos comunicantes y los saltos de tiempo del pasado al presente y viceversa, que en Vargas Llosa aparecen muy naturales y nada forzados en los cortes. Sería un buen ejercicio y un buen adiestramiento. Un buen entrenamiento para ser de una vez por todas verdaderos creadores.



CUATRO


Terminar de leer y releer “La Fiesta del Chivo” es como saborear un buen vino. Es comprobar que Trujillo y Johnny Abbes, se parecen tanto a nuestros Fujimori y Montesinos que las diferencias parecen disolverse. Pero, más allá de ello, esta novela nos da un fresco de las interioridades, psicologías y atrocidades de las dictaduras latinoamericanas. Aquellas que introducen sus raíces en la piel y poros de nuestros gobernantes. Nadie que haya leído esta última novela de Vargas Llosa podrá negar que el oportunismo y la mala laya se encuentran fielmente retratados en personajes como Henry Chirinos, El Constitucionalista Beodo; la crueldad y la perfidia en Abbes; y la sinuosidad y la astucia en la política, en Balaguer. Vargas Llosa ha construido bien sus personajes y ha realizado al final de esta novela, trenzada en las historias paralelas de Urania, la hija del senador Agustín Cabral –caído en desgracia y sometido a prueba por capricho de Trujillo– y los actores del atentado contra el dictador, un ajuste de cuentas con el género policial, con aquel que le jugó una mala pasada en “¿Quién mató a Palomino Molero?”, que, como sabemos, se le cae de las manos en los momentos de resolución de la misma. En cambio, en “La Fiesta del Chivo”, el novelista ha cogido firmemente las riendas y ha dejado que las elaboraciones poéticas tomen forma y ganen espacio. He allí la maestría de Vargas Llosa, la de dosificar el tiempo y no dejarse avasallar por la ansiedad en contar una historia. No hay duda de que en esta novela está el mejor Vargas Llosa, el de los destellos técnicos de “La Casa Verde”, el de la profundidad poética de “La Ciudad y los perros” y el de la gran visión de conjunto de “La Guerra del Fin del Mundo”. Una novela que, como lo dicen las líneas de su presentación, “ya es historia”.

Freddy Molina Casusol
Lima, agosto-setiembre del 2000


miércoles, 1 de agosto de 2007

"VARGAS LLOSA, EL ÚLTIMO EXTIRPADOR DE IDOLATRÍAS” (Entrevista a Miguel Ángel Huamán Villavicencio)

Por: Freddy Molina Casusol

25 de mayo de 1999


Miguel Angel Huamán es uno de los más ponderados críticos y estudiosos peruanos de la obra de José María Arguedas. Merced a ello, hemos querido recoger sus puntos de vista respecto del análisis exegético que ha hecho en La Utopía Arcaica el escritor Mario Vargas Llosa, a quien en esta entrevista cuestiona su mirada romántica del quehacer literario y sobre todo su visión de Arguedas. A Miguel Angel, de igual modo como le sucede al escritor confrontado, se le escaparon de hito en hito algunos “demonios” que tenía guardados franciscanamente. Sería que el tema era picante o que el clima estuvo propicio, pero él no dejó escapar la oportunidad para sumarse también a la crítica que otro crítico, Tomás Escajadillo, ha hecho del abordamiento arguediano de Vargas Llosa. No sabemos si hemos sido una especie de redivivos “extirpadores de idolatrías”, pero la intención de fondo fue reavivar el debate en torno a uno de los titanes de la literatura peruana que todavía sigue siendo José María Arguedas, colocando sobre el tapete del Index el libro de un hereje y narrador como aquél.
Has dicho en la revista Quehacer, a propósito de La Utopía Arcaica escrita por Vargas Llosa, de que “se trata de un libro muy bien escrito con una intención muy seria de trabajo, como todos los grandes escritores sus puntos de vista son siempre enriquecedores”; hablas enseguida de que se trata de una crítica hermenéutica y pasas a refutar el texto para luego decir que “a mí personalmente no me enriquece en nada”. ¿Podrías explicar esta contradicción?

Claro, digamos, cuando yo digo que está muy bien escrito y que enriquece, lo afinco en el plano hermenéutico, me refiero al hecho de que cualquiera que participa de la experiencia artística, en el nivel de la creación o de la interpretación, fundamentalmente tiene una visión que depende de su grado de identidad y empatía con el fenómeno artístico en sí, con la obra en sí. Vargas Llosa es definitivamente un escritor importante y maneja definitivamente niveles de interpretación que están marcados por esa participación, esa experiencia con el hecho en sí literario. Pero eso no supone necesariamente que lo que se diga ahí tenga la calidad de un hecho analítico, confrontable con otras versiones y otras opciones que es lo que supone los estudios literarios. Los estudios literarios suponen un nivel de observación y análisis, que van más allá de la participación e identidad con el objeto de estudio. Es en un segundo nivel donde Vargas Llosa hace evidente un concepto, un aparato categorial, digamos ya superado en la perspectiva de los estudios literarios.
Has manifestado también de que Vargas Llosa “no entiende ni ve las estrategias de la cultura andina”, de que basa su análisis en una oposición entre la racionalidad y la modernidad –enmarcándolo con seguridad dentro de lo utópico, una utopía liberal quizás–, y lo andino. ¿No es también utópico, por decir, que en lo andino también está presente como una cuestión bastante utópica –y derrepente idílica e irrealizable– el mito del Inkarri?

Vamos por partes, en primer lugar, desde el punto de vista de la actividad artística, de la creación literaria, Vargas Llosa se mueve en un terreno evidentemente de una concepción moderna de la actividad literaria, entendiendo la obra como una relación ficcional, una creación ficcional. Pero desde el punto de vista de su concepción sobre esos fenómenos, él sigue conservando una perspectiva de carácter evidentemente romántica porque él sigue creyendo que la fundamentación del hacer del escritor se encuentra en su vivencia, en su talento, entonces esa es la contradicción cuando evalúa a Arguedas, le critica en cierta medida su relación referencial, pero él interioriza también en su análisis, Vargas Llosa, la relación referencial, porque sigue juzgándolo en función de su propio trauma y sus conflictos vitales, ¿no es cierto?

¿No crees que, por ejemplo, a Vargas Llosa le faltó leer a profundidad, a pesar de que lo menciona en la bibliografía, el libro de Carmen María Pinilla, Arguedas, conocimiento y vida, donde justamente trata ese punto que acabas de mencionar, del carácter de la literatura de Arguedas, de la relación entre su obra y sus vivencias personales?

Él probablemente, si se trata de lecturas importantes que él obvia, no estaría solamente el libro de Pinilla, sino estarían los textos de Lienhard que él trata superficialmente; los trabajos de William Rowe que menciona solamente en su primera parte, y muchos otros trabajos que enriquecen la comprensión del hecho textual arguediano. Pero lo más importante, quizás, es entender, es que desde la perspectiva que él desarrolla su fundamento no está en una capacidad analítica de observación, sino él encuentra argumentos para refrendar su propia experiencia con respecto al arte, lo cual le plantea un nivel de acercamiento pálido pero no exhaustivo, no en el sentido de una explicación textual de una comprensión teórica del fenómeno arguediano. Es por eso que cuando él aborda la temática más allá del hecho en sí y trata de evaluar el mundo andino cae necesariamente en un reduccionismo y una idealización utópica también, ya no en este caso a partir del mundo andino, sino a partir del mundo occidental, a partir de la creencia en una racionalidad supraindividual que rige todos los acercamientos. Y de hecho allí, en ese terreno, pues está años luz de todos los desarrollos antropológicos estructurales, como el caso de Lévi Strauss. O sea sostener como él sostiene en uno de sus capítulos, casi textualmente, habla de que “existen evidentemente ciertas culturas que tienen cierto desarrollo, pero que van a seguir siendo primitivas en la medida de que no lleguen a la razón”, es pues una lectura pre - Lévi Straussiana digamos y seguir manteniendo esa concepción ya superada en las Ciencias Sociales, por un lado; y por otro lado entender que lo artístico es reductible solamente a las intencionalidades implícitas o explícitas de un creador, es evidentemente una concepción pre-moderna.


Te has referido a que “los términos del debate en relación con el indigenismo han cambiado” ¿Entonces, para ti, cuáles serían los nuevos términos del debate? ¿Cuáles son las fronteras, los limites, en todo caso?
Un componente central de las observaciones que desliza Vargas Llosa en el mundo andino, es esa suerte de creencia que el polo de lo tradicional y el polo de lo moderno son irreductibles, que no hay posibilidad de contacto. Tomás Escajadillo lo ha calificado muy bien, a Vargas Llosa, como “el último de los extirpadores de idolatrías”. Y cuando yo hablo de un nuevo estado de la cuestión me refiero precisamente a eso, ver al mundo andino no como un elemento intocado, una quinta esencia, sino como un proceso de continuas transformaciones, de cambios e incorporaciones, creaciones nuevas, donde el polo de lo tradicional no está reñido con el polo de la modernidad, sino al contrario están en permanente diálogo. Allí radica, tal vez, la utopía de Vargas Llosa, creer digamos que la modernidad y el proyecto de la razón moderna es todavía un proyecto cerrado y perfecto.

¿Ahora que has recordado a Tomás Escajadillo, que con Vargas Llosa tiene una vieja rencilla, no piensas que en los términos del debate, hay detrás de todo, y en cuanto a la apreciaciones de Vargas Llosa respecto a Arguedas, como telón, un tinte político, que detrás están lo andino, o lo indígena, versus lo cosmopolita?

Bueno, tal vez, tu línea de observación me permite inducir en tus propias palabras una lectura que yo no había visto. Vargas Llosa, en su lectura del mundo andino a través de Arguedas, está también exorcizando sus propios demonios del candidato que perdió por el mundo andino, precisamente. Yo creo que eso es factible de hacer como todo tipo de comprensión hermenéutica, pero no es mi interés como estudioso de la literatura. Mi interés va más allá de la simple focalización de determinados rasgos particulares. Mi pregunta como interesado en el fenómeno literario es, quizás, por qué es que se producen, en qué condiciones se producen esos discursos, de qué manera se producen esos discursos y por qué tienen tal resonancia. Yo no trato de juzgar en términos cognitivos o negativos los diferentes discursos de la práctica textual, heterogénea que hay en el país. Mi lectura va para el otro lado, va para la interrogante de las condiciones en que aparecen y por qué funcionan, no asignándoles verdades o falsedades. En ese sentido, como te decía, son niveles distintos. Por eso la lectura de Vargas Llosa sobre Arguedas es una lectura que más o menos se ha repetido varias veces ya se ha conocido, se ha conocido varias veces y que no aporta nada. Pienso que hay otras lecturas que están en pleno curso, eventualmente de gente más joven que ve las cosas de otra manera.
¿Entonces no crees de que la sensibilidad de Arguedas, plasmada en su obra artística, no haya colisionado con ese mundo moderno que llama Vargas Llosa, y que vio Arguedas como un mundo calculado en el cual no se sintió demasiado inserto?

Mira, las citas que hace Vargas Llosa de Arguedas, tendenciosas, mal leídas, mal interpretadas, podrían ser usadas también en algunos casos, y otras citas también, para demostrar exactamente lo contrario, la apertura de Arguedas al mundo occidental, a la modernidad desde las raíces andinas. El mismo texto clásico de Arguedas No soy aculturado, precisamente habla en ese sentido, y quizás la expresión más cabal de esa apertura y no contradicción irreconciliable entre tradición y modernidad lo plantea el poema Llamado a unos doctores. Entonces yo creo que la lectura de Vargas Llosa es una lectura marcada por la pasión del escritor, y no es la lectura del que analiza un discurso, del que trata de explicar las condiciones en que se producen. Es una crítica y una interpretación bastante autoritaria que surge desde sus propios criterios que los da como universales. Por eso es que yo decía que no me enriquece, porque ese tipo de crítica fue rara y más o menos consistente en un momento dado en la recepción de la obra de Arguedas, y ya se ha superado largamente.

¿No piensas que Arguedas, así como Vargas Llosa, a quien criticas con dureza, no ha sido tendencioso? Me viene en este momento a la memoria la serie de ensayos reunidos en Indios Mestizos y Señores, y en especial el ensayo principal Razón de ser del Indigenismo, donde éste se refería a Riva Agüero y Víctor Andrés Belaunde con bastante dureza, cuando ellos, así como él, relevaban el mestizaje como la, digamos, una nueva fundación de un nuevo Perú, ¿no? O quizás entre esas dos posiciones haya existido una diferencia, en el sentido de que unos levantaban lo hispano sobre lo andino y, del lado de Arguedas, lo andino sobre lo hispano.

Mira la impresión que tengo es que hay que precisar bien los niveles de las lecturas. Yo creo que cuando decía que Vargas Llosa como escritor es extraordinario, que no es lo mismo que cuando él hace el papel de exegeta, interprete de determinados autores, donde lleva agua para su molino, igual podría decir exactamente de Arguedas en sus varias dimensiones. Una cosa es Arguedas el escritor, el autor, pues, de El zorro de arriba y el zorro de abajo, los poemas de Katatay, y otra cosa es el Arguedas político, el Arguedas etnólogo; son diferentes dimensiones. Yo no puedo juzgar solamente por criterios excesivamente ambiguos y lábiles como la sensibilidad o la identidad con determinadas vivencias. La producción textual de un autor es también subsidiaria de su época, es una época marcada tal vez por ese componente. Pero el sentido que yo le doy no es un sentido racista. Precisamente con el devenir de los años esta palabra se entiende, no desde un sentido reduccionista a nivel de vivir todas las razas, sino en el sentido de vivir todas las culturas, todas las voces, todas las expresiones, bajo un criterio simbólico a nivel cultural, que precisamente haga de nuestra diversidad nuestra fuerza y no al revés. Entonces ese tipo de lecturas yo no comparto, me parece que no están ni siquiera textualmente bien sostenidas, porque las mismas citas podría leerlas de otra manera, y que en Arguedas hay infinidad de otras propuestas más valiosas que simplemente marcar las citas para ese lado.

¿Por último no crees que a José María Arguedas le está pasando lo que le ha pasado a Mariátegui en su visión del Perú de los veinte y treinta, que ha perdido peso, especificidad en las gentes?

Bueno, al José María Arguedas político, probablemente si le pasó y terminó suicidándose; pero al José María Arguedas escritor, autor de El zorro de arriba y otros poemas mencionados sigue vigente. Tu mismo interés por el Arguedas escritor da cuenta de ello.


jueves, 26 de julio de 2007

"EL ENANO" de FERNANDO AMPUERO

Al terminar de releer El enano, uno no puede dejar de pensar que Fernando Ampuero desperdició una oportunidad preciosa para ajustar cuentas con César Hildebrandt. Ampuero que, según confiesa en uno de los pasajes del libro, se tomó siete semanas en escribirlo, optó por la literatura elusiva, en vez de ser contundente y efectivo. Quizás su intención fue tomar distancia y demostrar en esos párrafos y frases recargados de literatura adornada, superioridad intelectual sobre su rival, pero el efecto resultó adverso, pues el lector no advierte el propósito del narrador –a quien sigue descorazonadamente en toda la trama del libro–, y está a la espera del dardo en el centro, la estocada final en el pecho para liquidar el duelo.
Ampuero está muy lejos de emular –tampoco lo pretende ser, es cierto– a un Dante Alighieri en La Divina Comedia o un Vargas Llosa en La Fiesta del chivo. El narrador de El enano no logra alcanzar esos niveles de consumación, perdiéndose en divagaciones o fiestas en el Waikiki desconcertando a su lector.

Fernando Ampuero es un gozador de la vida, un hedonista y tal vez un buen bicicletero, pero está muy lejos de las elaboraciones poéticas que inmortalicen su prosa. No obstante, cuando uno sale de las 195 páginas de El enano, uno tiene la serena impresión que el ser retratado es un tipo envidioso, una persona roída por el resentimiento y la inquina, alimentadas por un ego sobredimensionado.

Ampuero, en ese sentido, nos ha hecho el favor de bocetear –aunque pálidamente– la imagen de un hombre de prensa ahogado por la bilis y odios infinitos. Debido a ello es que “Hache” –o sea, Hildebrandt– ya dejó de ser el periodista equilibrado que era en su juventud. Un día se pelea con Ivcher, endilgándole los peores calificativos, y al otro día se amista con él para al instante trabajar en su canal. Otra vez, como advierte Ampuero, simula que es objeto de censura por parte del gobierno y se presenta a la prensa como víctima de la libertad de expresión. Ha hecho, pues, de su propio drama televisivo un espectáculo, la que alcanzó la cumbre con la bronca en vivo y en directo con Genaro Delgado Parker hace algunos años.

El final de El enano, con un Hildebrandt demudado, pasándose una luz roja y escapando como “conejo” del propio Ampuero cuando éste quería propinarle un golpe por sus excesos periodísticos, fue eso sí un bocatto di cardinale, una cereza en el helado. Mostró la cobardía del personaje que no es capaz de dar la cara a sus víctimas cuando no tiene a la mano sus armas mediáticas.

Lastima que ese tipo de cincelazos no estuvieron presentes a lo largo del libro: otra hubiera su acogida.

Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de julio de 2007


sábado, 21 de julio de 2007

EL REGRESO DEL IDIOTA LATINOAMERICANO

MUCHO MEJOR escrito, con registros más uniformes y homogéneos respecto a la obra que la precedió diez años atrás, “Manual del perfecto idiota latinoamericano”, El regreso del idiota actualiza el debate en torno al nacionalismo y el futuro de la corriente liberal en América Latina. Montaner, Plinio Apuleyo Mendoza y Alvaro Vargas Llosa, han superado las expectativas y presentan en su trabajo una mirada mucho más minuciosa y mejor elaborada, de la conciencia y subconciencia de ese animal político llamado “populista” o “nacionalista”, pero que ellos, con causticidad, prefieren llamar “idiota”.


En su examen, los autores no escatiman esfuerzos para mostrar al lector la simpleza de argumentos de gobernantes latinoamericanos como Hugo Chávez, a quien presentan en sus orígenes ideológicos como entusiasta seguidor del fascista argentino Ceresore y falsificador de la figura política de Simón Bolívar, quien en vida nunca alentó una lucha de clases y menos de razas.


De igual modo, presentan las incongruencias del presidente Kirchner, el cual, dependiendo del humor con que amanezca, puede tocar tierra con el pie izquierdo y cubrir el desliz del mal paso con la otra pierna, la derecha, para explicar sus desbordes populistas en las tribunas; y de Evo Morales, cuya fidelidad a Chávez riza con la genuflexión, cuando se tropieza con las inversiones brasileñas y debe aceptar que Lula le diga: “la paciencia tiene un límite”.


Pero más allá de lo anecdótico, por lo cual se podría erróneamente identificar el libro, El regreso del idiota, demuestra con cifras y hechos que el crecimiento de las naciones, otrora pobres, se debe a la sapiencia de sus gobernantes por instaurar en sus sociedades una economía de mercado, libre de sujeciones controlistas y fiebres tropicales.


 El mejor ejemplo que se presenta es el de Estonia, una sociedad pequeña, perteneciente en el pasado al desaparecido bloque comunista de la Unión Soviética, y de apenas un millón y medio de habitantes, cuyo despegue la ha hecho convertirse en el país de mayor crecimiento económico en la Unión Europea. Esto sin mencionar China o Vietnam, las cuales aun manteniendo las envolturas comunistas han desarrollado vigorosamente en los últimos años una economía capitalista, que ha hecho que, en el caso de la primera, crezca a un ritmo del 9 por ciento anual y sacado de la pobreza a 250 millones de chinos. La India, Finlandia e Irlanda van por ese mismo camino.

Para Montaner, Vargas Llosa y Apuleyo Mendoza, las causas del subdesarrollo en América Latina, se debe a la idiotez política de los líderes latinoamericanos y el echarle la culpa de todos los males en esta parte del continente a los EE.UU., sin mirar dentro de ellos mismos la responsabilidad de las catástrofes económicas. Para ellos la resurrección del nacionalismo y el populismo, en los rostros de Ollanta Humala y Evo Morales, se debe a esa suicida reiteración por cometer los mismos errores del pasado, los cuales encuentran en la Argentina de Kirchner, plagada de peronismo, uno de sus mejores modelos.

Si un error cabe señalar en los autores de El regreso es su cegada admiración por EE.UU. Ese tipo de señalamientos ha sido ya antes observado por un recusador peruano del “Manual”, Rafael Romero, cuya Respuesta a Vargas Llosa (Editorial Juan Silva Santisteban, 2000) –cargada de resabios apristas y animosidad contra sus autores– fue el primero en advertirlo.

No obstante, El regreso del idiota, por la severidad de sus juicios y por la contundencia de su análisis, en nuestra opinión, puede competir tranquilamente, en cuanto a difusión y propagación de ideas, con el libro de Eduardo Galeano, “Las venas abiertas de América Latina”, texto que sirvió para sujetar en las filas de la izquierda durante decenas de años a varias generaciones de jóvenes latinoamericanos, desde la oriental Uruguay, patria del autor, hasta la acalorada Cuba, país de Montaner.


Un aspecto curioso del libro –aunque algo artificial– es la nueva división que se hace de la izquierda en América Latina. Los autores de El regreso se han cuidado en llamar “izquierda vegetariana” a todo aquel espécimen socialista que, a pesar de comprender las bondades de la economía abierta, oscila en las veleidades del populismo y el sentido común en sus discursos. De esta izquierda no hay que tener cuidado, pues, racional y comprensiva con la sociedad abierta ha entendido que la apertura y el libre mercado es la solución para los problemas sociales. Pero, de la otra, la “izquierda carnívora” hay que estar con los ojos bien abiertos y la mirada atenta, pues, su desprecio por la democracia y el modelo económico liberal la convierten en un peligro en ciernes. A esta izquierda, la primera, la vegetariana, le tiene un fuerte complejo, pues arropada aquélla de trajes revolucionarios, la hace sentir “pequeño burguesa”, en el lenguaje de los “carnívoros”.


No quisieron Montaner y compañía dejar solo al “idiota” descrito en sus páginas, sino que lo ha hecho acompañar de sus pares europeos como James Petras e Ignacio Ramonet, entre los más insignes.


Petras, reconocido entre la intelectualidad de izquierda como uno de sus interlocutores, sale mal parado cuando se le presenta en un artículo contra Chomsky y otros que firmaron un documento censurando el fusilamiento de tres jóvenes negros en Cuba. Decir que había que castigar a los disidentes porque estaban al servicio de un país extranjero, le valió la respuesta de una activista de izquierda, Joanne Landy, quien lo calificó de “inescrupuloso” y “admirador de los represivos regímenes comunistas”.


Asimismo, Ramonet, que junto con Chomsky –tan apreciado en el campo de la Lingüística, pero tan discutido cuando se trata de sus ideas políticas–, publicó el libro “Cómo nos venden la moto”, nos evoca la exquisiteces de cierta izquierda local –asidua a los bares bohemios de Barranco y socialista luego de escuchar a Pablo Milanés– lista para cobrar con la derecha lo que piensa a la izquierda.


A diferencia del “Manual”, que pecaba de ampuloso, áspero y agresivo en el recuerdo de los diez libros que hicieron al “idiota latinoamericano”, el trío Montaner, Mendoza y Vargas Llosa, remata la faena con una guía de diez libros para “desidiotizar” al “idiota” o al prospecto de idiota. Hayek, Mises, Friedman, entre otros, están bien acompañados de un Carlos Rangel, a quien se le rinde homenaje de nuevo al incluir uno de sus libros en la nómina, Del buen salvaje al buen revolucionario.


Propositivo, sólido, armado de severos juicios bien distribuidos a lo largo de sus páginas, “El regreso del idiota” lanza un desafío a la izquierda que se atrinchera ahora en los nacionalismos y los indigenismos, los cuales reemplazan los integrismos marxistas del pasado. El prólogo de Mario Vargas Llosa, presentador de la obra, da fe de ello.

Freddy Molina Casusol
Lima, 21 de julio de 2007

miércoles, 18 de julio de 2007

HUGO CHÁVEZ Y UN AMIGO

CADA VEZ que nos encontramos por el messenger –único lugar posible en estos tiempos para encontrarse con las personas– no pierde la oportunidad para hinchar el pecho por el régimen de Hugo Chávez. Yo no me inmuto; por el contrario, me causa gracia lo que dice. Lo curioso del caso es que mi amigo es periodista de un medio independiente. Durante su juventud, en los pasadizos de la universidad en que nos conocimos, publicaba un periodíquito mural muy simpático, subversivo y lujurioso, “El Órgano”. Un día, el director de Comunicación de San Marcos, harto de las barbaridades que allí se reproducían, mandó a uno de sus adeptos para clausurarlo de una forma poco prosaica: arrancándolo de cuajo de la pared donde estaba pegado. De inmediato pensamos que esto era un atentado en contra de la libertad de expresión y nos fuimos en contra del director. Luego de haberse perpetrado la clausura de “El Órgano”, éste siguió apareciendo pero solo un par de números más, pues, para evitar represalias lo mejor era no continuar publicándolo. (Años después, los estudiantes harían ganar a mi amigo y su grupo, “Los salvajes”, unas elecciones en reconocimiento a su gesto de rebeldía). Pasó el tiempo, dejamos la universidad, cada quien comenzó a hacer su vida como podía y no nos vimos más. Con los años me fui enterando que mi amigo se había hecho un exitoso locutor radial y que había viajado por Ecuador y parte de Centroamérica. Bravo por él, pensaba. Un día, cuando ya nada advertía que nos volveríamos a ver, mi amigo y yo nos reencontramos. Él, con la cojera de juventud que nunca lo abandonó, y yo con el mismo rostro de aburrido de siempre. Hablamos de los amigos comunes, de las hazañas del pasado y de las dificultades en los medios donde a él le tocó trabajar. Hasta allí yo creía que mi amigo, a pesar de los avatares y contratiempos sufridos, mantenía en alto los ideales que lo habían caracterizado en sus años mozos. Craso error. El desmentido comenzó una tarde cuando empezamos a hablar de política por Internet. Resultaba que se había convertido en un fiel seguidor de Ollanta Humala. La postergación, la discriminación y el racismo –o el etnocacerismo venido del padre– expresados en el discurso nacionalista de Humala eran ahora parte de él. Traté de comprenderlo. Pero lo que no comprendí fue su actitud a favor de Hugo Chávez. ¿No había el señor Chávez cerrado un medio de comunicación, RCTV, tal como lo había hecho el director de la universidad con “El Organo” de mi amigo? ¿Cuál era la diferencia entre ambos medios? "¿Por qué uno era grande y el otro pequeño?", reía socarronamente. Desde entonces, cada vez que nos encontramos en el ciberespacio tenemos peleas fenomenales. Me acusa de ser un agente de Bush, que el imperialismo me ha lavado el cerebro, que mis ideas son las ideas de la “derecha cavernaria” y que no sabía que se había infiltrado “Rosa María Palacios de Althaus” en nuestras riñas. (La vez pasada, para ver si con eso conseguía asustarme, me llamó “neoliberal”. Cuando le pregunté si había leído a Hayek, von Mises o algún pensador liberal, se limitó a decirme que los “olía” –como si fuera lo mismo oler Tres fuentes, tres partes del marxismo de Lenin que leerlo–). Yo no quiero perder la amistad de mi amigo, pero a veces siento que el espectro de Hugo Chávez se ha apoderado de su espíritu. No me canso de decirle que este es un pobre hombre que para hacerse valer tiene que callar las voces disidentes. Pero mi amigo no entiende, tiene los oídos tapiados a todo lo que mancille la imagen de su líder, quien llevando el culto de la personalidad a extremos comparables con los de la Rusia soviética, ha embadurnado las paredes de Caracas con su rostro y rotulado además los envases de productos de panllevar con su nombre. La última vez que hablamos, a propósito de la infiltración chavista en la zona sur del país, me lanzó un “ay, qué miedo, Chávez en Puno”. Como soy de reflejos rápidos, le respondí: “me parece bien, pero que se quede en la parte más fea del Titicaca (ya saben cuál)”. No me contestó. Imagino que no lo hizo para no maltratar más nuestra amistad. No sé cuánto tiempo continuará así, pero eso me hace recordar que las personas pueden pasar la fantasía como realidad y ser felices. Solo espero que el día que vuelva a la cordura, Venezuela recupere la libertad perdida y él y yo volvamos a ser los amigos que fuimos siempre.

sábado, 14 de julio de 2007

LA PICA EN FLANDES DE MIGUEL GUTIÉRREZ (sobre el debate entre andinos y costeños en la literatura nacional)

Estimado señor Gutiérrez:

Gracias a una amiga, que labora en un medio de comunicación escrito, es que he podido tener acceso a la casi integridad de los artículos periodísticos que han conformado lo que ha sido un debate entre costeños y andinos en la literatura nacional. Déjeme decirle que ha tenido que ser un escritor de su talla y trayectoria quien, con toda la autoridad que le confiere una obra publicada y valorada por especialistas extranjeros, haya puesto en el tapete lo que en las tertulias y sobremesas literarias se comenta: que existe un grupo de amigotes, embutidos en la toga de críticos literarios, pretendiendo regimentar el canon literario peruano, y que puestas más sus narices en las oficinas de las grandes editoriales que en presentar al lector un autor poco conocido, se dedican a favorecer a sus allegados, conformando, como bien ha señalado, una secta, que en honor a la verdad, hubiera pasado desapercibida si no fuera por los excesos que han cometido en los espacios culturales donde ejercen sus malas artes. Para descalificarlo he leído también, con espanto, que uno de sus impugnadores, ha sacado de los anaqueles de su perfumada biblioteca, un ensayo suyo que, por cierto, causó gran polémica en su momento: La generación del 50: un mundo dividido. Qué manera de debatir la del señor Fernando Ampuero, me decía. Un hombre que le queda muy grande el saco de “escritor” –y cuya obra, aupada por los amigos que tiene en la prensa y por aquellos con quienes se pasea en bicicleta por Miraflores o Barranco, es prescindible– y que, con descomunal esfuerzo –como si el lector de sus artículos tuviera miopía literaria, pero peor aún (lo que sería un insulto para quienes lo soportamos en ellos) miopía intelectual–, intenta presentarse como el adalid de las letras nacionales. Déjeme expresarle que mientras leía, con ojos sorprendidos, las penosas líneas de Ampuero, recordaba la polémica entre Vargas Llosa y Gunter Grass, iniciada, después se supo, por una mala traducción de la palabra “cortesana” en los medios, y endilgada supuestamente por el primero a García Márquez. Pensaba, pues, que este calificativo le caería muy bien al autor de Caramelo Verde y Miraflores Melody –título con el que se solaza en presentarse, porque los otros, Bicho raroEl Enano, y sobre todo alguno, que casi nunca menciona y que fue su opera prima, Mamotreto (título profético que tal vez englobe el conjunto de su escritos), son poco atractivos– que, con esforzada coquetería, se exhibe en librerías y cuantos lugares puede (y pronto, parece anunciarse, en supermercados), en una bien calculada labor de mercadeo y venta de sus no tan bien logrados best-sellers. Desviar el debate hacia asuntos ideológicos, a posturas en el pasado, para descalificar y restar méritos a una obra literaria sólo nos indica la carencia de recursos del contendor. Qué dirán entonces Ampuero y Oviedo –descontemos al señor Alegría que utiliza el apellido de su ilustre padre con fines de exposición extraliteraria– de Borges, que consideró como únicos gobiernos posibles los de Pinochet y Videla. ¿Lo habrían acusado de complicidad en las matanzas y genocidios ocurridos en Argentina y Chile en los años setenta? ¿O lo habrían rescatado por su obra literaria? Seguro que la sensatez habría imperado. En ninguna parte de esta polémica, por más que he buscado en los artículos que me han alcanzado, logro leer que usted, bajo la lupa de la lucha de clases, la dialéctica marxista, o algo que se le asemeje, esté evaluando la obra del primero de los mencionados o de Alonso Cueto para señalar a otro interlocutor de ésta –y que sin querer se ha delatado como miembro del grupo que ha denunciado–. ¿De dónde sale la especie? De la imaginación inquisidora de Fernando Ampuero, quien, en este caso, ha hecho uso a raudales de ella –la que por cierto no se ve en su libro de entrevistas, Gato encerrado, libro para el olvido y que pone el trabajo de su oponente César Hildebrandt, Cambio de Palabras, en mejores condiciones, y, de refilón, para su disgusto, como mejor entrevistador en el sector que se disputan durante años: el periodismo–. Lo triste del asunto es que personajes que creíamos ponderados en sus juicios, que parecían inmaculados en sus apreciaciones literarias, tuvieran en un pasado remoto, si nos atenemos a los testimonios de Reynoso y Gregorio Martínez, conductas sinuosas, similares a las que tienen sus actuales herederos en la crítica literaria local. Eso, para nosotros que pertenecemos a la generación de los ochenta, ha sido una ingrata sorpresa. Nos referimos al caso de José Miguel Oviedo. Nunca se nos hubiera ocurrido sospechar de la integridad intelectual del señor Oviedo. A él que lo habíamos leído entrevistando a Luis Alberto Sánchez para un libro de Mosca Azul, analizando a Vargas Llosa en un libro dedicado a la obra de éste, desmenuzando con paciencia de entomólogo la penúltima obra de José María Arguedas, Todas las sangres, en un artículo para El Comercio, no lo habíamos creído capaz de tales despropósitos. Esto nos hace pensar que el doble perfil del doctor Jekyll y Mr. Hyde se había estado paseando impunemente en las redacciones periodísticas, cátedras universitarias, revistas especializadas, de aquí y del exterior, sin que nadie se percatara, hasta ahora, de sus desaguisados. Por ello, esta polémica ha sido instructiva (lastimosamente, no ha alcanzado los ribetes de la protagonizada por Sánchez, Mariátegui y otros, en la década del veinte), porque ha desnudado las miserias en las que puede caer cierta crítica cuando asume comportamientos mafiosos. Respecto al tema de fondo que la ha provocado: la exclusión de los escritores andinos en los espacios mediáticos por un grupo elitista, se puede decir que es verdad lo que dice Ampuero: no hay ningún escritor actual de los Andes que esté a la talla de un Arguedas o Alegría que exija una especial atención, pero tampoco, como bien ha acotado Gustavo Faverón, no hay, por el otro lado, el de los “costeños”, ninguno de la talla de un Mario Vargas Llosa. Ampuero, está demás decirlo, no le hace ni cosquillas. Y para que éste no se moleste comparándolo con usted, si se coloca por un instante la globalidad de su obra (novelas, cuentos, libro de entrevistas) al lado de uno de los principales libros de aquél, La ciudad y los perros, toda ella se encogería tímidamente adquiriendo, además, el tono cenizo del cielo de Lima, o tal vez se decoloraría igual que el título que vio Cueto para un libro suyo, Pálido cielo –que Alonso Alegría comentó con desigual entusiasmo para quedar bien con su amigo e ingresar al clan, y que Dante Castro descubrió, para su infortunio, en un correo electrónico–. Decir, por otra parte, que usted está liderando a los escritores andinos es otro desatino. Quien se haya tomado la molestia de leer La novela en los Andes, encontrará que usted postula una renovación de la literatura producida en esta zona del país. Qué dirían, nos preguntamos, sus oponentes a párrafos como este: “Como cualquier realidad, los Andes están signados por la diversidad. Las novelas de Vargas Llosa, Colchado y Rosas Paravicino narran historias y plantean problemas que remiten a la sociedad andina tradicional, a la sierra arguediana y sería bueno que éstas fueran las últimas novelas de esta temática, pues en el futuro cercano resultarán extemporáneos y epigonales aquellos relatos poblados de wamanis, apachetas y auquis y otros seres de la demonología andina.” (La novela en los Andes, p. 110). Con seguridad dirían los que creen que usted defiende a raja tabla este tipo de literatura, que es un extirpador de idolatrías, un traidor; y, los del otro bando, celebrarían jubilosos su excomunión. No, de lo que se trata, refiriéndose en este mismo trabajo al caso del escritor amazónico Urteaga Cabrera, es de lo siguiente: “lo que confiere autenticidad y legitima su libro de relatos es su valor estético, valor alcanzado por una confluencia de los requerimientos formales y artísticos con una actitud de honesta simpatía frente al mundo relatado en la ficción narrativa.” (Ibíd, p. 106). Ese es el verdadero sentido del debate: la cuestión artística, la validez estética de textos literarios andinos o amazónicos –que, como mal ha pretendido hacernos creer Cueto, usted habría querido obviar–, y no las tontas vanidades encendidas por las ventas de libros, que se parecen a las otras tantas de un periodista conocido, enamorado –como toro de la luna– del rating, y que no nos indican nada acerca de la calidad de una obra. Por último, que un escritor como usted haya puesto pica en Flandes, dice mucho de la buena salud que está gozando la literatura peruana en sus más logrados exponentes. Dice que no todo está perdido, que hay intelectuales decentes y que hay que seguir luchando.


Muy cordialmente,
Freddy Molina Casusol
Lima, 24 de octubre de 2005



Crédito foto: http://www.correoperu.com.pe/paginas_nota.php?nota_id=48128&seccion_nota=4

jueves, 12 de julio de 2007

EL PERÚ DE LA RESISTENCIA (Crónica de la caída de Fujimori)

I


Un inca de presidente

En la noche del 9 de abril del dos mil, una masa enfervorizada, rabiosa, que cubría grandes tramos de las primeras cuadras del Paseo de la República en el centro de la capital, exigía que de una de las ventanas del Hotel Sheraton, saliera un personaje quien, eludiendo los ardides y trampas de la maquinaría electoral puesta al servicio del régimen, se había erigido entre los peruanos como la única esperanza para salir de la dictadura de Fujimori y Montesinos.
“Queremos un inca y no un japonés”, gritaba la gente mientras una bandera roja y blanca, que casi cubría una tribuna, pasaba de mano en mano, esperando la salida del candidato que no pudo ser batido por los ataques de la prensa adicta al gobierno y los silencios cómplices de la televisión parametrada. Esa noche, apertrechado entre la multitud, me limitaba a observar y auscultar a esa masa irascible que abofeteaba en el aire toda clase de insultos en contra de Fujimori y su hija, de quien decían en tono de sorna: “El pueblo está en las calles y Keiko está muy gorda”. A pocos metros se podía observar que improvisados vendedores de recuerdos hacían negocios entre los asistentes ofreciendo vinchas con el eslogan: “Toledo Presidente”, y que los suculentos pasteles de choclo, acompañados de una gaseosa, constituían un manjar entre los más vocingleros para reponer energías. El hotel Sheraton lucía una serenidad expectante. Sus luces se encendían para unos cuantos cuartos, en tanto su alerón, repleto de periodistas y miembros de la oposición pugnando por estar en primera fila, esperaba la salida de Alejandro Toledo, el candidato a quien horas antes Fujimori había robado una elección. ¿Pero quién era este personaje de rostro andino y piel cetrina, que amenazaba la estabilidad de un régimen planeado a quedarse quince años en el poder?



II

El economista de Cabana

Alejandro Toledo es un economista graduado en Stanford, una de las mejores universidades de los Estados Unidos. Nacido en un pueblo de la sierra del Perú, Cabana, de niño tuvo que afrontar las dificultades de la pobreza junto a sus once hermanos. En su adolescencia se dedicó, a la par que los estudios, a lustrar zapatos y a vender una compota de maíz que llaman los peruanos “tamal”, para llevar unas cuantas monedas a su casa. Cuenta la leyenda que un día el joven Toledo dispuesto a vencer los obstáculos que le ponía la pobreza, decidió ir a la capital para conversar con el entonces presidente Belaunde. Éste impresionado por la audacia del joven cabanense que venía a pedirle ayuda para continuar sus estudios fuera del país, le tendió la mano. Luego de haber concluido sus estudios en una universidad de menor envergadura, prosiguió sus estudios en Stanford, y allí, entre curvas econométricas y malabarismos matemáticos, captó el interés de una linda francesita de ojos azules y mirada vivaz, bastante interesada en la cultura andina y la obra de José María Arguedas, de nombre Eliane. Eliane Karp por aquel entonces perfeccionaba su interés en el Perú estudiando Antropología, y debido a esas circunstancias es que conoce a Alejandro Toledo y se enamora de él. De la unión de ambos nació Chantal. Pero con el tiempo surgieron desavenencias entre la pareja obligándolos a separarse y seguir vidas paralelas. Toledo por su parte volvió al Perú para hacerse cargo de su hija, mientras Eliane trabajaba como funcionaria internacional en diversos países. A raíz de los incidentes de la toma de la embajada del Japón en 1997 por elementos del grupo subversivo MRTA, donde figuraba como rehén Alejandro Toledo, vuelven a reencontrarse. La campaña electoral del dos mil los encuentra de nuevo juntos, enfrentando la dictadura fujimontesinista que amenazaba perennizarse en el Palacio de Pizarro. Eliane Karp en ese momento se convirtió en el brazo derecho de Toledo y la artífice de que a éste se le reconociera mejor en ciertos estratos de la exclusiva sociedad limeña. El “Cholo” y su “Gringa”, decían a esa curiosa mezcla de lo occidental y lo andino. Un golpe de marketing que iba al fondo del subconsciente peruano promedio que anhelaba parecerse a ellos y miraba con simpatía los discursos en quechua de la primera y los zapateos de huayno del segundo. A esa imagen, la maquinaria del régimen, quiso desfigurar en los medios de comunicación que le eran adictos, en la primera vuelta; pero fue demasiado tarde. Toledo se les había escapado. Para el joven de Cabana, esa era una manera de cumplir una promesa que hizo consigo mismo cuando se fue del país: que un día volvería para ser presidente.


III

“Pachacutec”


“Que salga el Presidente”, rugía la masa de gente, haciendo añicos el aire que la rodeaba. “Pachacutec, Pachacutec”, gritaban hasta desgañitarse, jóvenes, mujeres, niños, reclamando la salida de su líder. Con el tiempo Alejandro Toledo llamó a esto surgido entre él y el pueblo peruano, “una química, un amor a primera vista”. Por esas fechas, recuerdo, no tenía las intenciones de votar por Toledo. ¿Por qué habría de votar por alguien que a la hora de hablar daba un acento anglosajón al castellano y engolaba la voz en falsete? ¿Qué seguridad me podía dar alguien que no estaba seguro de su propia identidad? Yo pensaba que Toledo no era sino un oportunista y que se metía entre los codos de otros candidatos más presentables, como Andrade y Castañeda, que no pasaría de ser un bluff. Con el transcurrir del tiempo tuve que tragarme mis propios pensamientos y comenzar a mudar de opinión en la medida que veía como los candidatos favoritos eran triturados por el aparato mediático de la dictadura y eran reacios a unificar fuerzas en una plancha de oposición. Unos meses antes de la elección, un prestigioso diario limeño, “El Comercio”, que hacía una tibia resistencia al gobierno debido al temor a ser asaltado por las huestes del régimen, publicó un informe de Ricardo Uceda, donde se daba cuenta de los pormenores de una secreta reunión entre los representantes de los candidatos Andrade, Castañeda y Toledo, en un lujoso restaurante. Toledo, según se informó después por otras fuentes, estaba dispuesto, luego de aquella y otras citas, a allanar el camino y declinar su candidatura a cambio de una de las vicepresidencias. Él se sometería a lo que dispusieran tanto Andrade como Castañeda, para dar viabilidad a una candidatura unificada de la oposición. Allí fue la primera vez que pensé que si una persona era capaz de ceder en sus ambiciones, era porque tenía buenas intenciones para con el país. Esa vez, luego de leer ese informe y entender que las ambiciones de Andrade y Castañeda eran demasiado grandes como para creer en un milagro unificador, pensé muy remotamente: ¿Por qué no darle la oportunidad a un “cholo” en el poder?


IV

La mano negra de la dictadura


Cuando el caso Zaraí explotó, Toledo tenía alrededor de cuarenta por ciento en las encuestas de opinión. A esas alturas cualquier cosa que se dijera en contra de él, rebotaba y levantaba su candidatura. A esto los analistas políticos llamaron “efecto teflón”. Nada se le pegaba. Esto provocó que la mente maquiavélica de Montesinos urdiera un plan para derribarse al “Cholo” y mantener al “Chino” en el poder. Los esbirros del régimen comenzaron a hurgar toda clase de papeles y encontraron en la biografía de Toledo una mancha negra. Hacía muchos años que el candidato de Perú Posible afrontaba un juicio de paternidad de una niña llamada Zaraí, en Piura. Esa era la oportunidad que se le presentaba a los agentes de la dictadura para desinflar la candidatura del principal opositor al régimen. ¿No sería acaso, pensarían, sensible la opinión pública ante un caso de paternidad negada? ¿Cuántos niños abandonados existían en el país?, meditaron, calculando los beneficios políticos que obtendrían si esta vez sí funcionaba una campaña en contra de Toledo, llevada en esa dirección. Para eso, para cumplir esos despropósitos, llamaron a una de las fieles defensoras del régimen en la televisión: Laura Bozzo. La Bozzo, utilizando su aceptación en los niveles C y D de la población, lanzó un programa donde se denunciaba el caso y llamó al electorado a no dejarse engatusar y menos votar por un hombre irresponsable que abandonaba a sus hijos. Así nació el “caso Zarai”, que lamentablemente se desnaturalizó cuando se supo que tanto la niña y la madre habían llegado a Lima en un avión fletado por un coronel del ejército peruano. La mano negra de la dictadura las instrumentalizaba para desprestigiar a Toledo. La maniobra había quedado al descubierto. Oscuros intereses corrían bajo de la mesa para mantener a Fujimori en su cargo y tapar la corrupción de su gobierno. La población más convencida que nunca que algo se cocinaba a sus espaldas, dio la contra al “Chino” y votó por el “Cholo” esa vez, exigiendo dirimiera fuerzas con su adversario, en una espectacular segunda vuelta.


V

Un mal cálculo


“Dictadura, dictadura”, no dejaban de gritar los asistentes al mitin convocado por la resistencia que apoyaba a Toledo. En el alerón del Sheraton se podía observar entre el enjambre de periodistas, los rostros de Víctor Andrés García Belaunde, sobrino del ex presidente Belaunde; Máximo San Román, antiguo colaborador de Fujimori y ahora enrolado en las filas de la oposición luego del golpe del 5 de abril de 1992 –fecha en la que el régimen disolvió los poderes del Estado y cerró el Congreso que él presidía–; Jorge del Castillo, Secretario General del Partido Aprista Peruano y defensor incondicional del ex presidente Alan García; Javier Diez Cánseco, líder de la izquierda peruana; y los inefables Luis Castañeda Lossio y Alberto Andrade, quienes en medio de los reflectores de las luces ámbar que alumbraban sus rostros demudados y serios, meditaban, seguramente, su dos y cinco por ciento respectivamente, obtenidos la tarde de ese domingo. De los dos, el más contrariado parecía ser Castañeda Lossio. Su mirada se paseaba nerviosa y perdida entre el gentío allí arriba. Lo que había pasado horas antes con su candidatura, era una catástrofe electoralmente hablando. Mientras lo veía trasladarse de un lado a otro, recordaba el informe de “El Comercio”. Según se deducía de éste, la gente de Castañeda había sido quien había puesto más resistencia en las negociaciones para ir la oposición unida en una sola plancha. Al parecer, creía que con su 14%, podría remontar vuelo y superar el porcentaje de Andrade, un 23% en las preferencias ciudadanas, en las últimas semanas que faltaban para la elección. Argüía, siempre según la misma información, que él tenía mayores posibilidades de éxito en caso de una segunda vuelta con Fujimori, pues mientras Andrade estaba de bajada, él estaba de subida. Lo que en verdad ocurría –y Luis Castañeda no lo evaluaba bien– era que el régimen repartía equitativamente los palos a uno y otro sector, de acuerdo a cómo se movieran en el tablero de ajedrez electoral. El asunto era mantenerlos a raya –aparentando una ilusión de elección transparente– y dar la falsa idea de que podían aprovecharse de los márgenes democráticos que otorgaba el régimen para beneficio propio. Castañeda, para remate, se decía por otro lado, no miraba con buenos ojos a Toledo, mientras éste era recibido con cordialidad por Andrade. Mal cálculo el del candidato de Solidaridad Nacional –nombre de la agrupación política que lideraba– que estaría lamentando en ese momento su error, cuando la gran masa de gente que se aglomeraba a los pies del Sheraton, hacía retumbar en sus oídos el nombre de su rival como presidente.


VI

Un candidato surgido de la bruma


Cuando Toledo salió al estrado, la masa lucía más exaltada que nunca. Yo, casi contagiado por las arengas del público, casi me disponía a saltar junta a ella, aunándome a los gritos de que “el que no salta es un c...”, pero mi pudor era mucho más fuerte y me conformaba con acompañar tímidamente los gritos de “y va a caer, y va caer...la dictadura va caer”. Minutos antes de la presentación de Toledo, hubieron intentos fallidos que la anunciaban. Los organizadores del improvisado mitin decidieron, para calentar la plaza, que una serie de oradores debían preceder en la palabra a “Pachacutec”. Así se pudo ver a Carlos Ferrero, disidente del fujimorismo y candidato a la segunda vice-presidencia en la plancha de Perú Posible, fustigar el régimen de Fujimori y Montesinos exigiendo el respeto al voto de la ciudadanía que había optado por una segunda vuelta entre Alejandro Toledo y Alberto Fujimori; a Susana Higuchi, ex primera dama, quien saludaba a la muchedumbre presente y reclamaba también elecciones limpias; a Anel Townsend, hija del desaparecido líder del Apra, Andrés Towsend Ezcurra, entre otros. Los flashes de los fotógrafos no cesaban de enviar fogonazos en diversas direcciones. Esa noche, seguramente, habían tenido harto trabajo los periodistas nacionales e internacionales que, por arte de birlibirloque, veían a medida que las horas pasaban como las cifras de la ONPE –jurado electoral peruano– iban cambiando, acercando al candidato presidente Fujimori, a la ansiada segunda re-re-elección. Esa tarde, horas antes de que Toledo se encontrara con sus entusiastas seguidores, una cariacontecida conductora de televisión, anunciaba a las cuatro en punto una gran sorpresa: el candidato Alejandro Toledo llevaba ocho puntos de ventaja a Fujimori, en el conteo a boca de urna. El candidato de la Chakana –símbolo del Perú incaico– se llevaba de encuentro al “Tsunami” Fujimori. Lo que se asomaba como una leve esperanza para salir de una dictadura, que había impedido durante la campaña se expresaran con libertad otras candidaturas, había cristalizado en una agradable realidad. Toledo a lo largo del país, se murmuraba en la calle, se estaba llevando en vilo al “Chino”. El traqueteo de las maquinas en las agencias de prensa internacionales no dejó de cesar. En el Perú, un candidato casi desconocido había surgido de la bruma y desafiaba la imbatibilidad de Fujimori, vencedor de Vargas Llosa y Pérez de Cuellar, en las dos últimas justas electorales.


VII

Un acertado análisis


A las cuatro de la tarde del domingo 9 de abril, Carlos Ferrero no podía dar cuenta de lo escuchaban sus oídos: había pasado a la segunda vuelta con el “Cholo de Harvard”. Cuando salió en la televisión su rostro delataba una ansiedad creciente. La saliva se atoraba en su paladar y sus ojos delatando sus deseos, apenas daban pie a sus palabras. Su mirada, que revoloteando por todos lados buscaba posesionarse en algún rincón de la habitación, lucía vivaz y alborotada. Su corazón acelerado y la agitación de sus pulmones eran casi incontrolables. Apenas podía articular unas cuantas palabras cuando una periodista se acercó a entrevistarlo. “Hay que esperar con paciencia los resultados finales, no hay que cantar victoria”, dijo. Pero en el fondo, él sentía que se había sacado la lotería, que casi ya acariciaba la vicepresidencia de la nación. En cada pasar de mano alisando su desierto cráneo, y en cada zancada rectilínea dentro de la habitación, trasladaba su estado de ánimo, torrentoso y febril. Había hecho bien, entonces, romper con Fujimori cuando las aguas se volvían turbulentas. Al principio, claro, la animadversión de sus antiguos correligionarios que lo acusaban de traidor no lo dejaban en paz, pero él supo capear el temporal. Es que había olfateado en el ambiente que el régimen se derrumbaba, que los diques de contención se estaban rajando y que muy pronto ellos no resistirían los embates de los adversarios, y era mejor irse. Era demasiado: el referéndum anulado, el Tribunal Constitucional descabezado, la interpretación auténtica de la Constitución, la re-re-elección del Presidente, lo de Barrios Altos, La Cantuta, las cuentas secretas del asesor presidencial y la televisión capturada, ya no daba más la gente. Ya no querían al “Chino”, y era mejor largarse antes que la cosa continuara deteriorándose. ¿Pero adónde migrar? Su olfato político lo guió y le dijo que era mejor ubicarse en el centro. Luego, tibia pero estratégicamente se orientó hacia la ruta de los opositores de Fujimori. Estos que comenzaron a verlo al principio con recelo, con el tiempo se acostumbraron a su figura y lo tomaron como uno de los suyos. Lo del arreglo oscuro con el Ecuador, hizo que se luciera en el Congreso. Había sido uno de los más inteligentes fustigadores del acuerdo del gobierno con el país del norte, y eso fue bien visto por la oposición que lo convocó a sus reuniones. Cuando el cambio de camiseta había quedado definido, Toledo, un día, una tarde o una noche, lo llamó y le preguntó: ¿No quisieras ser mi vice-presidente? Y él, sin pensar que la suerte le sonreiría a ese candidato desconocido, porque quizás pensó que lo más importante era tener vigencia política, aceptó. Ahora, cuando estaba en las puertas de la gloria, pensó cuán acertado había estado en su análisis ese momento.


VIII

El hotel era un loquerío


Las puertas del hotel eran un loquerío. La muchedumbre casi se avalanzaba hacia las primeras filas para estar más cerca de su líder. “Queremos un inca y no un japonés”, gritaba a voz en cuello la gente, mientras hacían retumbar el asfalto con sus saltos. “Chino de mierda”, vociferaban con la rabia encendida, y luego se quedaban en silencio, como para que el eco de sus voces se escuchen hasta Palacio. Irritados porque ese domingo, cuando fueron a votar por Toledo, encontraron las cédulas de sufragio untadas con cera, no cabían en su indignación. Y más tarde, cuando los resultados a boca de urna lo daban como ganador, se dieron con la sorpresa que ahora perdía por la misma cantidad con la que se le había dado como ganador: ocho puntos. Eso los colmó. O sea el “Chino” quería quedarse cinco años más. Entonces comenzaron a organizarse, a salir casi espontáneamente de sus casas. ¿Pero adónde ir? Se enteraron que Toledo y los suyos estaban en el Hotel Sheraton y hacia allá se dirigieron. Primero llegaron en grupos pequeños, de tal modo que la televisión copada por el régimen se atrevió a dar cuenta de su minúscula presencia, un poco para minimizar a Toledo; pero eso no les importó, porque a medida que crecía la indignación con las cifras, luego fueron confluyendo más y más. Las primeras cuadras del Paseo de la República, se habían convertido en cuestión de horas en el principal bastión de la resistencia al régimen de Fujimori. Eso no lo esperaba Montesinos, quien desde algún lugar del SIN, digitaba las cifras a sus adláteres de la ONPE. Esperaban el momento adecuado para soltar el mazazo y decir, a través de la televisión, que Fujimori había obtenido el 50% más un voto y todo había terminado. No habría segunda vuelta. Pero la gente no los dejó. A medida que pasaban las horas, la presión se hacía cada vez más fuerte. Los hombres del Fujimori y Montesinos estaban jaqueados. No podían proclamar el triunfo del dictador, porque afuera la amenaza de una revuelta popular los asechaba.


IX

Un aroma a insurrección


Ya en el estrado Toledo, ensayó una de las figuras que lo caracterizaría en cada una de sus presentaciones: tomar la bandera peruana, besarla y elevarla en el aire, en señal de veneración. Un exceso histriónico que no le importó a la gente que lo aclamaba y no lo dejaba hablar en cada rescoldo de sus palabras. Al costado de Toledo se podía ver a los periodistas que pugnaban por tomar las mejores fotos. Cada uno de ellos, cumpliendo con el oficio de registrar el mejor momento de la noche, se dedicaba a buscar el mejor ángulo. Se podía ver pujando entre los asistentes a los camarografos de Canal N, que desafiando a los mastines del gobierno se dedicó toda la tarde –mientras los otros canales distraían a la población con una programación fraudulenta, plagada de dibujos animados y series cómicas–, a transmitir los acontecimientos en el Hotel Sheraton. Al otro lado, haciéndole guardia se podía distinguir las cabezas de Ferrero, Anel Towsend. En un momento de su alocución Toledo hizo mención de varios lideres internacionales que habían expresado su repudio a lo que pasaba en el Perú, entre ellos Mario Vargas Llosa, quien, desde algún lugar del mundo, había expresado su solidaridad al candidato de Perú Posible, actitud que fue muy bien aplaudida por la gente, que se agolpaba en las calles a la espera de un gesto, una palabra, que les indicara la conducta a seguir. En el fondo lo que ansiaban oír era que Toledo ordenara, como Belaunde lo hizo el 56, marchar a Palacio. Pero la gente estaba fogosa, en el ambiente se olía un aroma a insurrección, y la fatalidad podía siniestramente reinar en esa atmósfera rodeada de acontecimientos extraños. Luego se supo que, ante esas imágenes dadas a conocer por la televisión, los comandantes del ejército, se resistieron a obedecer las órdenes emanadas por Montesinos. “Está loco”, dijeron, cuando se enteraron que éste pensaba enfrentar el pueblo a los tanques. Mejor sería que el “Chino” vaya a una segunda vuelta con el “Cholo” y allí vemos que podemos hacer, dijeron. Mientras tanto, Toledo se encargaba de apaciguar y a veces, a ratos, exaltar a sus seguidores, quienes llevados por su euforia, le exigían desde abajo ir a Palacio.


X

La dama de hierro


Toledo, según los cálculos más optimistas, había logrado reunir esa noche del 9 de abril alrededor de cincuenta mil personas. Pero los analistas políticos peruanos se encontraban divididos. Unos –Morelli, Trelles– agrupados en el canal 8, repetían lo que el régimen despedía en las páginas de los diarios de cincuenta céntimos: que Toledo era un “terruco”. Y para demostrarlo dedicaron parte de sus presentaciones a mostrar las imágenes donde el candidato presidencial de Perú Posible, aparecía cargado por la multitud en la Plaza Mayor y en aparente estado de embriaguez. En cambio, para los otros, que se agrupaban en el diario “Liberación”, dirigido por el periodista César Hildebrandt, éste asomaba como el líder de la resistencia democrática. La cobertura que daba Hildebrandt a Toledo, era la del hombre que logró plasmar desde abajo la unificación de la oposición atomizada. Sin embargo, en esos asomos que daban a conocer la personalidad de Toledo, muy poco contaba la imagen de Eliane Karp. Eliane Karp, era el as debajo de la manga. Ella, gracias a sus conocimientos del Perú andino, había sido la que había diseñado el logo de Perú Posible –la chakana– y la que había en el transcurso de la campaña empujado al candidato Toledo a seguir en la lucha. Se la había visto por primera vez en un programa de televisión –”Beto a saber”– absolviendo preguntas de cultura general, acompañada de las esposas de otros candidatos presidenciales. Se decía de ella que era la que verdaderamente mandaba a Toledo y la real artífice de su ascenso en primera vuelta. En todo caso, si existieran opiniones contrarias, el empuje de la esposa de Toledo, le permitió a éste llamar la atención, sobre otros sectores sociales donde el color de piel es importante: los sectores A y B. Desde la aparición pública de Eliane Karp, esos sectores se sintieron identificados con una mujer culta, de origen francés –algo que en su cursilería aspiran– y sobre todo decidida, cosa que no es nada común en el promedio de la mujer peruana, acostumbrada a ser sólo la consorte del esposo. La actitud positivamente agresiva de la Karp, permitió que esos sectores sociales abrieran sus puertas a quien no era uno de los suyos: Toledo. Su dominio de idiomas, su postura altiva y desafiante, el manejo del quechua, que significaba un severo llamado de atención a una sociedad lista a despreciar sus orígenes andinos, para dar paso a los anglicismos y galicismos, hacían de Eliane Karp una mujer singular, aguerrida, acondicionada para el momento que se vivía.



XI

El abogado y su presidente


“Vamos a Palacio, vamos a Palacio”, gritaba la gente. Pero Toledo no quiso, hasta que obligado por las circunstancias, acurrucado en los malos recuerdos de la campaña, decidió arriesgar y ceder al entusiasmo. Primero el gentío, armado de palos y banderolas, y luego él se internaron por el jirón de la Unión. Para mala suerte del candidato de Perú Posible, cuando llegó a la Plaza se suscitaron una serie de feos incidentes en la plaza de Armas y eso fue aprovechado por sus detractores para sacar a grandes titulares al día siguiente: “Toledo terrorista”. Una foto donde aparecía cargado en hombros y con una botella –que no era de licor, sino de una de esas bebidas gaseosas de cincuenta céntimos que se expendían por la zona– en la mano, presentó la imagen de un líder emborrachado del poder que todavía no tenía. Las arpías del régimen, luego, salieron a decir escandalizadas, que si éste era el presidente que merecía el Perú. Después, el Vice-presidente de Fujimori, Francisco Tudela, un hombre de correctísimo hablar y de intachable, hasta ese instante, honestidad, salió a dar la cara para limpiar al régimen. En los dos o tres días siguientes de los laberintos que se armaron en el centro de Lima y en otros lugares del país, Tudela se presentó en los medios de comunicación para cumplir el mandado. Pero un gran porcentaje de la población –incluyendo los partidarios de Fujimori que se quedaron petrificados en sus casas, mientras la oposición ganaba las calles– no le creían. Lo peor ocurrió en una rueda de prensa. Allí, sentado al lado de Fujimori, se le vio en su máximo esplendor, tratando de justificar lo injustificable. De Francisco Tudela van Breugel-Douglas, abogado de ilustre abolengo, descendiente directo de una de las más rancias aristocracias limeñas, había quedado una brizna, un triste recuerdo, luego de esa perfomance. En su lugar, suplantándolo, estaba un hombre que, utilizando los mejores artificios en el Derecho, intentaba vanamente defender a un Fujimori, quien duro, tieso y hostil, había ingresado a la sala donde se hallaban los periodistas nacionales e internacionales para, con cara de líder del Tercer Reich, responder sus preguntas. No pudo haber estado peor Fujimori aquella vez. Sus gestos, su voz, su mirada adusta, rocosa, lo delataban. Luego de lamentar y responsabilizar a la oposición por los desmanes ocurridos la noche del 9 de abril, contestó algunas preguntas y cuando incomodado por el asunto que lamía el ambiente, se levantó de manera mecánica de su silla, y rígido, tieso, marcial salió por donde había entrado. Tudela, encargado de suavizar la cosa, lo siguió.


 XII

El Perú de la resistencia


Recuerdo cuando todo empezó, yo estaba en un piso quinto de una oficina del centro de Lima. Estaba revisando unas carillas y me enteré de las cifras. Yo estaba confiando, pues creía que el gobierno iba a ser lo suficientemente respetuoso para acatar los resultados. Qué ingenuidad. Recuerdo que mientras golpeteaba las teclas de mi computadora, un susurro de voz se alzó a mis espaldas, luego la radio de alguien llegó con la voz de un locutor a mis oídos. Fujimori, tenía 49.98% –o algo así– de los votos validamente emitidos y no había nada que hacer: no habría segunda vuelta. La ONPE iba a hacer del Perú, la dictadura perpetúa. En ese momento la adrenalina se me subió. Me levanté y lancé un carajo y otra interjección bien altos. Imagine, de pronto, un régimen al estilo de Pinochet y que iba a haber muchos muertos. Ni bien terminé lo que tenía que hacer, salí a la calle agitado. La gente por la plaza de Armas, caminaba en diferentes direcciones. Se notaba la alteración, el alboroto, al día siguiente del 9 de abril. Hasta esas horas de la tarde, 2 o 3 pm. creía que el gobierno no se iba a arriesgar a tirar el tablero y aceptaría una segunda vuelta. Por allí me encontré con un poeta conocido deambulando por la calle. “Oye, la gente está en el Sheraton. Allí está Toledo esperando los resultados con la prensa internacional. Anda”. Apuré el paso y llegué. La entrada estaba colmada de periodistas y jóvenes universitarios. Por una pantalla de televisión, una cuadra antes, pude ver cómo el candidato de Perú Posible se dirigía a los periodistas nacionales y extranjeros denunciando un fraude. En esa misma tienda donde estaba el aparato televisivo escuché dos posiciones divididas. La de un viejito que reprochaba a Toledo y la de un joven que lo apoyaba. Así había quedado el Perú después del 9 de abril, partido en dos por obra y gracia de un autócrata que quería eternizarse en el poder. Minutos después en el Sheraton, pude ver rostros conocidos, de amigos y amigas, de gente que días posteriores pude ver de nuevo. Jóvenes de la Católica, de otras universidades privadas, gritaban exaltados en la afueras. “Con esos jóvenes había esperanza de salir de la dictadura”, pensaba. Así empezó todo, en el Perú de la resistencia.



XIII

El hacedor del monstruo


Según César Hildebrandt, el hacedor del monstruo fue Francisco Loayza. Loayza, un ex profesor de Teoría de la Comunicación en la Universidad de San Marcos, habría sido el artífice de la creación del –como él mismo llamó– “Rasputín” peruano. Según cuenta en un libro que tuvo dificultades para su circulación, “Montesinos, el rostro oscuro del poder”, el asesor del entonces presidente Fujimori habría creado su red de contactos y potenciado sus capacidades de espionaje en las esferas del Ejército, cuando cadete de la Escuela Militar de Chorrillos, ubicada al sur de Lima. Loayza, precisa en su libro, que le fue presentado Montesinos por un profesor de Derecho Constitucional de la universidad. “Conocí a Vladimiro Montesinos a inicios de la década de los setenta: era teniente del Ejército. Me lo presentó un amigo mío, un renombrado profesor de Derecho Constitucional de Montesinos, en ese entonces. En realidad esta persona lo que buscaba era cómo librarse de un personaje que intentaba devorarle el cerebro con sus inquietudes sobre la política, no como ciencia, sino como praxis. Lo interrogaba de esto o aquello con la avidez de un pájaro carpintero.” Desde entonces, el “Doc”, como luego se conoció a Montesinos, planeaba meterse por las rendijas del poder. Relata Loayza en su libro cargado de chismes y confidencias que Montesinos estaba muy enamorado de una secretaría de un Primer Ministro de la época de Velasco Alvarado, al cual estuvo ligado. Herido en su amor propio juró vengarse de la persona que los separó: el General Arbulú Galliani, para quien tuvo reservadas una serie de venganzas una vez hubo consumado, de la mano de Fujimori, su llegada al poder. Escribe Loayza: “Para él (...) reservaría varios momentos desagradables, como aquel de enviarle una corona mortuoria el día de su cumpleaños, o hacer llamadas telefónicas a su esposa informándole que el general había sufrido súbitamente un infarto. En este último caso, esperaba que el general estuviese inaccesible al teléfono, para que no pudiese desmentir la especie, lo que obviamente le creaba una mayor ansiedad a la esposa y a su familia”. Así era Montesinos, desde la cúspide del poder: vengativo y taimado. Pero no fue, como cuenta Loayza, el General Mercado Jarrín el que le abrió las puertas del Ejército a Montesinos, sino el propio autor, quien husmeando las posibilidades que tenía éste para escalar en el poder, el que redacta un documento con el que debía llamar la atención del probable sucesor de Velasco. Y así ocurrió. El documento titulado “El rol de las Fuerzas Armadas en una sociedad de transición”, escrito por Loayza sirvió para impresionar a Mercado. “Usted es una demostración palpable del por qué yo he defendido que los oficiales sigan una carrera a la militar, sobre todo humanística... Con oficiales como usted las Fuerzas Armadas de mañana va a ser otra cosa.”, dijo el General cuando lo leyó e inmediatamente asignó a Montesinos a su despacho, desde el cual el nuevo asistente de Mercado Jarrín husmeó y sustrajo una serie de papeles ligados a la compra de armamento soviético en la época del gobierno militar y desde el cual, con su diligente ayuda, la agenda del Consejo de Ministros llegaba a las manos de la misma CIA, antes que al mismo general Velasco, conductor de la autodenominada “Revolución Peruana”. Descubierto su juego gracias al general De la Flor quien lo vio en una recepción en Washington, luego de falsificar documentos y de que Arbulú Galliani lo enviara a un oscuro destacamento en Piura llamado “El Algarrobo”, Montesinos terminó arrestado en el Cuartel Bolívar de Pueblo Libre. Cuando salió, un año después, era un militar pasado al retiro y políticamente liquidado, sin mayor futuro. Lo único que le quedaba era terminar sus estudios de Derecho, cosa que hizo, y ejercer la abogacía en el estudio de su primo. Desde allí, para demostrar que sus habilidades habían quedado intactas, escaló otra vez. Luego de quitarle el estudio y la mujer a su primo –olfateando la presencia de dinero– se hizo defensor exitoso de narcotraficantes. Con el tiempo estableció una serie de contactos oscuros en el Poder Judicial que le sirvieron para asesorar a un ex Fiscal de la Nación, Hugo Denegri. Montesinos estaba de vuelta. Pero lo que constituyó un triunfo personal para él, fue el caso del General Valdivia Dueñas en el sonado caso Cayara. Valdivia era acusado de ordenar la matanza de campesinos en la zona de Cayara, una población localizada en el departamento de Ayacucho. Arrinconado por la prensa y el Fiscal Escobar que llevaba a cabo las investigaciones, el General Valdivia estaba en graves aprietos. Montesinos intervino y consiguió ganar el juicio, a pesar de las evidencias que ponían al general en la picota. Este gesto que libraba a un miembro del ejército de un juicio público fue bien visto por el general López Albujar, ministro de Alan García, quien lo desagravió. Para el “Doc” esto fue un reconocimiento y una especie de rehabilitación moral en el seno de las Fuerzas Armadas. Estas artes de Montesinos para sacar casos de la nada, fueron utilizadas después por él para obtener una resolución judicial a favor de Fujimori, el candidato presidencial que en 1990 tentaba su ingreso a Palacio de Gobierno. Esa maniobra favorable para quien era señalado de evadir impuestos, le sirvió para convertirse en su asesor, desplazando a su hacedor, Francisco Loayza, asesor hasta entonces de Fujimori, y hacerse de la mitad del poder. El resto es conocido: el golpe del 5 de abril de 1992, el cierre del Congreso y la manipulación del Poder Judicial que lo hicieron el amo del Perú.


XIV

Las indecisiones de un candidato


A mucha gente de a pie le pareció que lo que Toledo y sus partidarios habían cometido en la Plaza de Armas fue un exceso. Eso de aparecerse aupado por una masa eufórica y en un estado que aparentaba –aunque no lo fuese en realidad– embriaguez, fue mal visto. Era necesario –y de eso no dio cuenta su entorno– guardar la compostura, para no aparecer como un revoltoso y menos un incendiario. Fernando Belaunde lo hizo mejor. El hombre apareció desafiante recorriendo el jirón de la Unión, reclamando su inscripción al régimen de Odría y salió ganando. Fue más elegante. En cambio Toledo, ganado por no sé qué, apareció naufragando en los hombros de la multitud con la mirada perdida. Evidentemente eso lo desmereció. A partir de entonces la gente se preguntó si era la persona indicada para manejar los rumbos del país. Sus marchas y contramarchas en la segunda vuelta se hicieron famosas, y prácticamente lo liquidaban. Por esas fechas, a propósito de esto, un feo chiste recorrió la boca de los peruanos. Decían que Toledo era “Chino”: “Chi” por la mañana y “no” por la noche. Esta actitud, sin embargo, fue justificada por sus seguidores cuando decían que éste era nuevo en lides políticas y no tenía las mañas ni enjuagues de los políticos profesionales. No obstante, para un sector de la población esto era un indicador de las incapacidades subyacentes del candidato de Perú Posible. Durante la transición entre la primera y la segunda vuelta, Toledo dudó en infinitas oportunidades retirarse de la contienda electoral. Tenía un dilema: continuar o no continuar. Si continuaba se arriesgaba avalar un proceso fraudulento con su presencia, y si no continuaba y renunciaba, se despedía, por tiempo indefinido, de la presidencia. Por ello, Toledo, era un rácimo de contradicciones y adonde fuera, denunciado el fraude y el andamiaje electoral creado en su contra, uno no podía vislumbrar la dirección de sus pensamientos. Eso obligó en un momento a que un periodista que lo apoyaba, César Hildebrandt, desde el periódico que dirigiera entonces –“Liberación”–, exigiera más seriedad de él y una clara definición. Toledo no se inmutó, pero sí intentó, a partir de entonces, ser cuidadoso con las palabras que empleaba, pues éstas eran también cuidadosamente utilizadas por sus adversarios para señalar sus debilidades y contradicciones. Una de ellas era Martha Hildebrandt –hermana del periodista César Hildebrandt–, quien aprovechando su conocimiento del idioma, señalaba sus errores al hablar. ““Haiga”, cómo puede decir “haiga”, el señor Alejandro Toledo”, reclamaba airada Martha Hildebrandt, quien justificaba los “miones” de Fujimori como un error de pronunciación. Doña Martha Hildebrandt era conocida como una integrante del ala dura del fujimorismo en el poder. Irascible, atrabiliaria, se ufanaba de llevarse mal con medio mundo. Una vez, cansada de los reclamos de los tacneños por el arreglo con Chile, los llamó “llorones”. Ellos ni cortos ni perezosos, le exigieron que devolviera la medalla de la ciudad. No le importó –la devolvió–, como no le importó contemplar desde su puesto en la presidencia del Congreso el descabezamiento del Tribunal Constitucional –obra y gracia que Chirinos Soto facturaba en su haber– y el pase sospechoso de los congresistas “tránsfugas” a las filas del gobierno. Martha Hildebrandt era capaz de eso y de otras cosas más, como esperar al final del gobierno de Fujimori que el Congreso la censurara para hacerse a un lado. Una mujer inteligente, lo reconocían sus adversarios, de gran temple, pero de una terquedad suicida para cuando de defender dictaduras –las de Velasco y Fujimori– se trata.



XV

Dos periodistas en medio de la tormenta


Uno de los medios de comunicación que, a pesar de los dislates y otras perlas del candidato, apoyó a Toledo, fue el diario “Liberación”. Su director, el periodista César Hildebrandt, enemigo jurado del régimen, le dedicaba generosos titulares levantando sus expresiones. Hildebrandt, un sabueso de la prensa peruana, lanzaba dentelladas al gobierno desde su periódico y no perdía la oportunidad para explotar al máximo el más mínimo error de Fujimori y su entorno. Él los llamaba “los miembros de la mafia” y a Fujimori, “El Jefe”. Durante los meses que antecedieron a las elecciones se dedicó desde su pequeño espacio llamado “Radicales Libres” a decir la “vela verde” al gobierno. Se la emprendió contra Martha Chávez, Carmen Lozada de Gamboa, Martha Hildebrandt, Luz Salgado. En realidad contra toda persona que encarnara las posturas dictatoriales de Fujimori y Montesinos. Para esa coyuntura fue un periodista valioso, aunque a veces exageraba en sus críticas, haciendo tambalear su credibilidad. Fiel a sus principios Hildebrandt –seguidor entusiasta de las catilinarias del ensayista peruano Gonzales Prada– se las había ingeniado desde “Liberación” –al cual había convertido en su vocero– para liderar la oposición en los momentos que no había asomo de alguna, de tal modo que en alguna gresca televisiva con su productor Genaro Delgado Parker, éste le dijo: “lánzate al Congreso”. Hildebrandt, claro, no se lo tomó a pecho y si alguna vez lo pensó se tiró atrás y recordó que su deber era ser periodista. En los meses que precedieron a lo que luego se volvería una franca dictadura, Hildebrandt cumplió un papel preponderante. Denunció, desde su diario, las cuentas de Montesinos, la corrupción en la cúpula militar, la falsificación del millón de firmas –que destapó “El Comercio”–, el pase de los tránsfugas al partido de gobierno luego de la primera vuelta, los preparativos para el fraude de la segunda y dio cobertura, como ningún medio lo hizo, a la “Marcha de los Cuatro Suyos”, con la que Toledo hizo tambalear al régimen. A Hildebrandt y a otros periodistas como Pedro Salinas, quien desde “Ondas de Libertad”, en radio 1160, era una pulga en los tobillos del gobierno, se les debe que el país pudiera respirar algo de libertad. A ellos, a Beto Ortiz, desde su programa “Beto a saber”, y a otros periodistas anónimos, que desde sus trincheras lucharon por una país libre se les debe también la caída final de Fujimori. Porque desde sus espacios, casi subterráneos, su voz generó la corriente de opinión necesaria para sacar a Fujimori y Montesinos del poder y tener la esperanza de recobrar la libertad. Los dos, Hildebrandt y Ortiz, son un ejemplo de lo que las convicciones, llevadas a su extremo más alto, pueden significar para la vida de un país.



XVI

Un país agitado


La tarde del 28 de mayo del dos mil –fecha señalada para la segunda vuelta–, las calles de Lima lucían vacías y tristes. A esas horas, cuatro en punto de la tarde, se dieron a conocer los primeros resultados en que un Fujimori solitario obtenía un holgado “triunfo” y se consolidaba en la presidencia de la República. Unos días atrás el candidato Toledo informó al país que, ante la imposibilidad de realizarse elecciones limpias, optaba por retirarse de la contienda pidiendo a sus electores que escribieran “no al fraude” en la cédula de votación, como una manera de protestar ante el régimen. Esa tarde, cuando la televisión daba el primer flash informativo, el ambiente se sentía sombrío y la gente no quería festejar, pues algo les indicaba que las elecciones no habían sido limpias y esto les remordía la conciencia. Las cifras no pudieron ser más escandalosas: el candidato-presidente que iba por su tercera e ilegal re-re-elección obtenía entre el 75% y 80% de los votos validamente emitidos. Unos resultados de dictadura que lo emparentaban con Stroessner, que hasta los locutores intentaron maquillar imprimiendo un tono susurrante de voz. Como siempre salieron las escuderas del régimen, Luz Salgado, Carmen Lozada de Gamboa y Martha Chávez a comentar los resultados. Dijeron que las elecciones habían sido limpias y transparentes, y que había un solo ganador: el pueblo peruano, la democracia, y el presidente Fujimori, por supuesto. Mientras tanto, esa noche, Alejandro Toledo, reunía en las calles de Lima alrededor de cincuenta mil personas, para dar inicio a un período de resistencia pacífica que tuviera como propósito derrocar la dictadura que se había implantado en el Perú. Los meses que siguieron a esa manifestación fueron de profunda agitación. El país vivió con expectativa lo que Toledo podía hacer desde las calles y plazas, en tanto Fujimori y su régimen se apertrechaban detrás de las armas. El país vio como varios días después, el 8 de junio, en un hecho inusual, las Fuerzas Armadas rendían honores a Fujimori como presidente electo, adelantándose a cualquier tipo de reconocimiento oficial, y como, en un acto que fue visto como una traición del mandato popular, varios congresistas electos en las filas de la oposición se iban pasando uno por uno a las filas del gobierno. Del mismo modo contempló las maniobras dilatorias del gobierno para aferrarse en el poder y como algunos de los congresistas de “la oposición”, Manuel Masias y Javier Barrón, hacían el juego al régimen desde el Parlamento, cuando en el día de la juramentación de Fujimori, el 28 de julio, el resto de la oposición protestaba en las calles, mientras ellos cantaban el Himno Nacional, en un tácito reconocimiento de la dictadura. Los acontecimientos más extraños sucedieron por esas fechas. Nadie sabía cuál era el rumbo del Perú. Debido a las maromas ocasionadas por la re-re-elección el país estaba paralizado en sus inversiones. La recesión y el desempleo se agudizaban y ya se veía, en cada movilización, gente que por los atuendos y harapos que colgaban de sus cuerpos pasaban muchas estrecheces. Por ello y por otras razones ocultas, que se pueden asimilar con el hambre, la desesperanza y la pobreza, la población pedía un cambio de rumbo. Ya no quería saber nada con Boloña en el gabinete, ni con Federico Salas de Primer Ministro de un gobierno cuestionado desde su raíz. Y fue en ese clima irrespirable y tenso, con la comisión de la OEA a un costado y la oposición exigiendo nuevas elecciones, que Fujimori y Montesinos recibieron la estocada que, finalmente, los sacó de Palacio de Gobierno.


XVII

La Marcha de los Cuatro Suyos


La “Marcha de los Cuatro Suyos” fue el acontecimiento más espectacular que había ocurrido en la política peruana de los últimos diez años, decían los analistas políticos. Gestada a partir de la resistencia civil en contra de la dictadura, tuvo como punto de inspiración la antigua división geográfica del Perú incaico. Traídos desde los más remotos lugares, indios, cholos, mestizos, por la oposición liderada por Alejandro Toledo, inundaron la capital los días 26, 27, 28, de julio del dos mil. A mí me tocó la suerte de asistir como espectador de una de las marchas, la del 27. Recuerdo que el ambiente que se vivía era de incertidumbre. El gobierno, a través de sus voceras, auscultaba la posibilidad de prohibirla, mediante una ley emitida a último momento por el Congreso sumiso a las ordenes del Ejecutivo. La atmósfera que se estaba creando era la de que cualquier acto de alteración del orden público iba ser tomado por el gobierno como un pretexto para la intervención enérgica del Estado y acallar la voz de la oposición. “¿Tú crees que “El Chino” se va ir?”, me dijo una noche un amigo, quien escéptico contemplaba conmigo una de las innumerables marchas alrededor de la plaza de Armas luego del 28 de mayo, una vez Fujimori se supo otra vez en el poder. Yo no sabía si Fujimori se iba a ir. Yo lo que hacía era preguntarme hasta cuándo iban a durar las marchas y manifestaciones en contra del gobierno. Lo más probable –estrategia por la que apostaba Montesinos– era que tarde o temprano hubiera un desgaste y la gente se acostumbrara al estado de cosas. Es más ya se escuchaban voces, pasadas varias semanas, que alimentaban el desaliento. “Ya, Toledo, debe dejar así las cosas como están; que deje gobernar al “Chino” cinco años y luego que espere su turno. ¿Qué le cuesta esperar?”, decía inmutable José, el guardián del edificio donde trabajaba. Como José había cientos, miles, de personas que creían que ya nada se podía hacer. Era la política de los hechos consumados que en el Perú se estila ejercer para no mover un solo músculo, una vez perpetrado un atropello o legicidio. Durante la década pasada el gobierno de Fujimori había llevado al extremo esa mala costumbre habituando al peruano a la pasividad. El Programa Nacional Alimentario (PRONAA) era testimonio de ello. Creado para llevar alimentación y víveres a la población de menores recursos, el PRONAA se había convertido en la despensa e instrumento del gobierno para congraciarse con ésta. Cuando el candidato Toledo se atrevió a cuestionar estos procedimientos, cantidades de madres de familia, movilizadas por el régimen, salieron a protestar. Ellas no eran “mendigas” como había hecho creer Alejandro Toledo, ellas defendían la alimentación de sus hijos. Casi arreadas como reses en buses alquilados por el gobierno, las madres casi eran obligadas a expresarse así. Sucesivos gobiernos habían hecho de esto una costumbre inveterada. Le resultaba más barato al gobierno de turno mantenerlas así, que crear puestos de trabajo y obligarlas a ganarse el sustento con dignidad. Sin embargo, en las fechas que antecedieron la “Marcha de los Cuatro Suyos”, surgieron intentos de modificar esa conducta. Recuerdo que frente a Palacio de Gobierno, madres provenientes de comedores populares y otros extractos sociales bastante empobrecidos, gritaban a otras que arengaban en favor del gobierno, que no se dejaran engañar por un poco de arroz y leche. Para la “Marcha de los Cuatro Suyos” éstas mismas, armadas de cucharas y ollas, desfilaban, seguidas de nativos, campesinos huancavélicanos, comuneros de las remotas provincias del Perú profundo, para decir “basta” al gobierno de Fujimori y Montesinos. Largas fueron las filas de pobladores, que portando coloridas pancartas, carteles y afiches expresaban su desacuerdo con el régimen. De Villa María del Triunfo, San Martín de Porres, Villa El Salvador, San Juan de Lurigancho, Comas, El Agustino, San Juan de Miraflores, de todos los conos de Lima, venían cantidades de delegaciones para confluir en el Paseo de la República, escenario principal de la manifestación. La “Marcha de los Cuatro Suyos” fue un éxito, pero quedó empañada con la muerte de seis guardianes en el Banco de la Nación el día 28 de julio, designado como fecha central. La muerte de esos trabajadores fue adjudicada a Toledo y los grupos de la oposición, pero en realidad –después se supo–, fue el gobierno el que, a través de Vladimiro Montesinos Torres, había ordenando el incendio de la sede bancaria. Como también fue de responsabilidad del gobierno la aparición de decenas de delincuentes, que, aprovisionados de palos y piedras, infiltraron la marcha y se dedicaron a romper lunas de locales públicos y privados. Pero nada de esto, al decir de sus promotores, impidió que ésta tuviera el éxito deseado y que la comunidad nacional e internacional se interrogara hasta cuándo iban a durar Fujimori y su socio en el poder.


XVIII

La caída del régimen


Nunca se supo con exactitud quién fue la persona que proporcionó el vídeo que tumbó al régimen. Se dijo que había sido un oficial de la marina, que harto de los maltratos de su jefe Montesinos el que se vengó. Otros, pulsados por la prensa, informaron que había sido un grupo de patriotas, que, cansados de los abusos, había decidido entregar la valiosa información en imágenes. Lo único que se tuvo en claro es que el famoso vídeo que le costó el puesto a Montesinos, y la presidencia a Fujimori, fue valorizado en cien mil dólares. La noche del 14 de setiembre del año dos mil, las pantallas de la televisión presentaron esas imágenes; las imágenes de Alberto Kouri Bumachar en el momento de recibir un sobre de dinero con quince mil dólares de las manos Vladimiro Montesinos Torres. El escándalo que suscitó este caso de soborno, develado por Fernando Olivera y el Frente Independiente Moralizador, desnudó la raíz corrupta del gobierno y ocasionó la dimisión de Fujimori dos días después. En un mensaje a la nación que duró escasamente unos cuantos minutos, un Alberto Fujimori demudado daba a conocer al país el recorte de su mandato y el adelanto de elecciones generales en el plazo más corto posible. No tuvo tiempo de hacerlo porque acorralado por la oposición que había tomado fuerza y la opinión pública que pedía la captura de su asesor, Fujimori, fingiendo que iba a una cita de negocios en las Bahamas, decidió dos meses más tarde desviar el curso del avión presidencial para recalar en la tierra de sus ancestros: el Japón. Desde allí presentó su renuncia al cargo, dejando con los crespos hechos a sus ministros y colaboradores que ingenuamente esperaban su retorno. El sabor a ceniza que había dejado su huida fue evidente. Luego, un gobierno de transición, encabezado por Valentín Paniagua, daba fin a un régimen corrupto de pies a cabeza. El daño moral que habían ocasionado Fujimori y Montesinos en las Fuerzas Armadas y las instituciones del Estado, en la década que les había tocado gobernar, no tenía precedentes. En la mayoría de ellas la sujeción y el chantaje reemplazaban el mérito y el honor. Poco tiempo después, en unas elecciones limpias y transparentes, Toledo, frente a un resurrecto Alan García, ganaba la presidencia e iniciaba una nueva etapa en la vida del país, que todavía hoy sigue continuando.

Lima, enero del 2003


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LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...