lunes, 25 de enero de 2016

LOS JÓVENES ROJOS DE SAN MARCOS

MUCHO de lo que dice aquí Nicolás Lynch en Los jóvenes rojos de San Marcos. El radicalismo universitario en los años setenta, se parece a lo que viví en San Marcos de los ochenta. Los estudiantes que se ven en la foto de la tapa caminando por los pasadizos y calles de la universidad corresponden a los de la época. Así eran. En el frontis de la Facultad de Letras, como se aprecia, se podía leer NO PARTICIPAR, lema del partido más legendario de la izquierda universitaria sanmarquina, el FER-antifascista. Lema que los acompañó durante toda la década del setenta, y que se inscribe en el contexto de la dura oposición que hicieron a la Asamblea Estatutaria Nacional impulsada por el gobierno militar de Velasco que pretendía incorporar a los jóvenes a su proyecto educativo, y al que tildaron de “fascista y corporativo”. Cuando yo estudiaba en San Marcos el lema todavía continuaba allí en la fachada en lo alto, hasta que en una jornada de limpieza y pintado de esta, en 1987, lo borraron del todo.

Lo que se lee en Los jóvenes rojos es bastante cierto: uno podía identificar a los “fachos” del FER-A –sobrenombre que le endilgaron sus enemigos para ridiculizar el “antifascismo” que enarbolaban– por el componente étnico –andino– de sus integrantes. Yo veía en San Marcos que quienes se proyectaban para ser “fachos”, lo primero que hacían era buscar instintivamente entre sus compañeros de aula a quienes compartían sus inquietudes y su mismo color de piel. Luego, seducidos por la prédica revolucionaria que les vendían, pasaban a incorporarse al respectivo grupo político de turno –que podían ser, aparte del FER, el FDR, UDP o Pueblo en Marcha–, como paso previo a la asunción de posiciones más duras como las de Sendero o el MRTA.

El “no-partipacionismo”, alentado por el FER-A, cuenta Lynch, duró hasta 1979 cuando quienes lo habían explotado hasta el cansancio perdieron, primero, ese año el plebiscito para decidir la participación de los estudiantes en los órganos de gobierno, y, luego, las elecciones a la Federación Universitaria de San Marcos (FUSM) en manos de la coalición de partidos de izquierda que disputaba con ellos el espacio estudiantil –PCR, Patria Roja y Unión Estudiantil–, liderada por el joven estudiante de Medicina Enrique Jacoby. Esa obstinación en aislar al movimiento estudiantil de toda forma “democrático-burguesa” de elección –que veían como una concesión– ocasionó que fuera calificado el FER-A, de acuerdo a la vieja tradición leninista en vigencia, como “infantilismo de izquierda.

Académicamente los “fachos” eran mediocres. Bastaba conversar con alguno de ellos para constatar su orfandad de ideas. Sería por eso que siempre expresaban en las asambleas su rechazo al “academicismo” de aquellos estudiantes impermeables a todo tipo de actividad política. Era una manera de esconder sus debilidades intelectuales. Si tenían lecturas estas se enmarcaban dentro de los clásicos del marxismo-leninismo, y luego cero en cultura en general. Era fácil sorprenderlos desprevenidos en una conversación cuando alguien les hablaba de cine o literatura o de algún libro, y se quedaban un poco en el aire. Los “fachos” eran una especie cavernícola que despertaba de su letargo cuando avistaba una marcha, un amago de toma o veía la oportunidad de lanzar arengas –su especialidad favorita– por la ciudad universitaria.

Entre los “fachos” había muchas divisiones, pero por razones de estrategia electoral se mantenían unidos. Por ejemplo, el Frente Democrático Revolucionario (FDR) –el guevarista Pueblo en Marcha sostenía buenas relaciones con ellos–, mantenía distancia del FER-A, de origen maoísta. Pero pronto aparecían fusionados en las elecciones para enfrentar el “reformismo” del enemigo común: Izquierda Unida (IU).

El libro de Lynch llenó mucho la curiosidad que tenía por conocer las raíces del movimiento estudiantil sanmarquino. Descubrió ante mis ojos los actores del pasado de esas historias que, como leyenda, llegaban a mis oídos por esos días: la historia del épico triunfo sobre los “fachos” en 1979 y la repetición –y celebración– de ese triunfo en el local de la Federación en una fecha indeterminada de, supongo, 1981. Traía asimismo a mi memoria los recuerdos de mi niñez cuando veía por la televisión a los sanmarquinos de esos tiempos capturando ómnibuses y quemando llantas en la avenida Venezuela, y los que tenía cuando, aún en el colegio, vi a Alberto Mendieta, Presidente de la Federación Universitaria, en el programa de Mario Vargas Llosa –La torre de Babel– dando vergüenza ajena con una perorata seudo-revolucionaria en medio de la presencia de otros presidentes de federaciones y del propio escritor que, con no poco disimulado desdén, se limitaba a escucharlo con el volante en la mano que este le había alcanzado. Vargas Llosa lo había invitado para hablar sobre la realidad universitaria y Mendieta dedicó su tiempo –con un lenguaje mal articulado que despedazaba el habla en castellano– en criticar al gobierno, y con una retórica que luego, para mi infortunio, escucharía otra vez, frente al local de la Facultad de Economía, cuando ya era estudiante de San Marcos. Su perfomance en aquel programa la recuerdo hasta el día de hoy como una lección de lo que no debería ser un dirigente estudiantil: un demagogo.

Hay libros como el del poeta José Rosas Ribeyro –País sin nombre– o el sociólogo Luis Montoya –El lado oscuro de la luna– que retratan la universidad en diversas épocas –las de los sesenta y noventa–, pero no como el de Lynch: este es un libro único.

Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de enero de 2016

martes, 12 de enero de 2016

SAN MARCOS Y LA ESTATUTARIA QUE SE VIENE

DENTRO de pocos meses se instalará la Asamblea Estatutaria en San Marcos. Ella será la encargada de establecer un nuevo conjunto de normas que regirá la vida de los docentes y estudiantes sanmarquinos. Más allá de la implicancia legal que esto significa, es pertinente preguntarse: ¿Hacia dónde va la universidad? ¿Cuál es la dirección que debe tomar teniendo en cuenta un entorno en el que los cambios científicos y tecnológicos son cada vez más acelerados? ¿Debe ser una meta de San Marcos el ubicarse entre las mejores universidades del mundo? ¿Se debe dar paso solo a una universidad cuyos conocimientos tengan una aplicación práctica en la sociedad o debemos procurar construir un puente entre los saberes prácticos y las humanidades? ¿Debemos aspirar a un tipo de universidad que tenga como objetivo –más allá de la obtención del diploma– que su discente se preocupe por el conocimiento como una forma de enriquecimiento personal? ¿Debemos desde ya apostar por la calidad como norte en un futuro inmediato?

Durante las últimas décadas se ha hablado desde las cátedras de una universidad “crítica”. Es verdad, debe haber un sentido de cuestionamiento, un poner de cabeza toda teoría o todo conocimiento establecido. Esa es la manera de avanzar de la ciencia. No hay nada fijo o inmutable. Sin embargo, el contenido que se la dado a la palabra “crítica” ha sido desde una única posible acepción: el de cuestionar el sistema socio-político de turno. Debido a esa postura, la universidad devino politizada. El empobrecimiento académico se vio reflejado en la calidad de los debates estudiantiles de los setentas y ochentas en San Marcos: muy alejados de los protagonizados, por ejemplo, por los integrantes del Conversatorio Universitario de 1919, quizás la última generación de brillo intelectual de la universidad.

La política en la universidad debe ser entendida como un cotejo de ideas, como un intercambio de puntos de vista asentada en la razón. Debiera la universidad, como bien ha expresado Mario Bunge, “estudiar el proceso político de manera científica, hacer ciencia política en lo posible…” y “hacerse en la calle, en los partidos políticos, donde quiera que sea, menos en la universidad”. Esto traería como beneficio que los alumnos no distraigan sus mejores esfuerzos en estériles activismos o tratando de enderezar entuertos administrativos. Ya tendrán tiempo suficiente para, en una edad madura, dedicarse a la actividad política a tiempo completo si esa es su vocación y si esta, honradamente, está dirigida a servir a la sociedad.

San Marcos tiene un premio Nobel de Literatura; pero no tiene uno de Física, Química o Medicina. En las universidades del extranjero se mide la excelencia por la cantidad de premios Nobel que cuentan. Es un indicador que señala cómo van las cosas por dentro. Es necesario plantearse metas mayores. El nuevo diseño de la universidad tiene, como dicen los ingenieros industriales, que planearse con prospectiva, es decir, mirando hacia el futuro.

La universidad necesita una nueva reforma universitaria. La concebida en Córdoba a principios del siglo XX –de la que se desprendieron importantes derechos como el de la cátedra paralela– ya se agotó. San Marcos se tiene que alinear con el siglo XXI.

¿Qué exige una sociedad como la peruana de una universidad mayor como San Marcos? La respuesta, sin duda, es: ser rectora espiritual. Los últimos hechos, relacionados a la conducción manifiestamente mafiosa de la universidad en los últimos diez años, nos ha puesto de espaldas a esa misión. Es necesario recobrarla.

La universidad no debe andar por el mundo divorciada del Estado. Es más, como se ha dicho en otras partes, debe integrar una tríada con el sector empresarial para coadyuvar al desarrollo del país. La universidad podría poner los talentos y el empresariado el financiamiento de proyectos de investigación dentro de un plan estratégico nacional de largo plazo.

Dentro de pocos meses, la universidad se refundará. ¿No es ese suficiente motivo para que como comunidad académica de docentes, estudiantes y graduados –reconocida por la nueva ley universitaria– nos planteemos el rumbo a seguir?

San Marcos, finalmente, ha sufrido intervenciones, como las del 48, 87 y 95 en el siglo pasado. Y de todas ellas –incluyendo la crisis actual– ha vuelto a renacer. Es esta otra oportunidad para hacerlo de nuevo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 11 de enero del 2016

domingo, 10 de enero de 2016

BORGES RETRATADO POR DOS MUJERES

BORGES tuvo mala suerte en el amor. Ninguna de las mujeres a las que amó –incluida María Kodama– lo veía como un personaje de sus relatos, un malevo, un guapo cargado de virilidad. Más bien lo veían necesitado de cariño. Por un lado era así, pero por otro, en realidad, se aprovechaban de él, de su fama, ese aparente cariño maternal que le profesaban estaba teñido de algún tipo de interés.
Dos han sido las mujeres que han estado más cerca del escritor argentino (aparte de su madre): Estela Canto y María Esther Vásquez. Las dos escribieron sendos libros que perfilan su ser íntimo –Borges a contraluz, la primera; y Borges. Esplendor y derrota, la segunda–. De ambas estuvo muy enamorado y de ambas recibió sendos rechazos.
Lo que pasaba era que Borges, ansioso de amor femenino, las espantaba: era muy posesivo. Eso lo perdía. Las llenaba de halagos en cuentos y poemas que les dedicó, y terminaba por asfixiarlas.
Estela Canto en Borges a contraluz narra los tímidos acercamientos que tuvo Borges con ella. A diferencia de María Esther Vásquez, la Canto es más descarnada a la hora de describir su relación con él. En sus líneas disecciona al hombre que conoció en su juventud, en el mejor momento de su producción intelectual. Es más cerebral. En cambio, María Esther Vásquez es más tierna, más protectora. Incluso le enmienda la plana a la Canto cuando esta omite en su libro pasajes que le son desfavorables, como aquel donde a gritos le pide a Borges –ya reconocido en el mundo de las letras– que cumpla su promesa original de matrimonio y se case con ella. Interesada (después Borges, generoso, ante su pedido, le daría permiso para vender el manuscrito de El Aleph en una subasta, con el fin de que pudiera aliviar sus penurias económicas).
Una vez Borges le confesó a su amigo Bioy Casares: “He pasado la mitad de mi vida pensando en mujeres”. Tal vez lo dijo evocando su primer amor, la adolescente Concepción Guerrero, o recordando a la madura Ulrike von Kullman y otras tantas, de quienes estuvo muy prendado.
María Esther Vásquez, su asistente, quien conoció de sus desamores, escribió: “Detrás de ese anciano febril, conocedor de literaturas y lenguas, dueño de una erudición sólo comparable a su memoria prodigiosa, burlón con quienes lo atacaban, duro y cruel con quienes menospreciaba, se ocultaba un adolescente romántico, temeroso, encendido de pasión, que temblaba ante el contacto de una mano querida”.
Así era Borges, Borges enamorado.

Freddy Molina Casusol
Lima, 10 de enero del 2016

sábado, 2 de enero de 2016

“CABALLO LOCO”

CON RAZÓN en 1987, cuando la estatización de la banca, en la plaza San Martín, la gente gritaba con furor: “Caballo loco, caballo loco” y aclamaba al escritor. Alan García, presidente del Perú, recibía el desprecio de las masas no apristas que expresaban su repudio por una medida sacada debajo de la manga en un arranque de impulsividad. Es que así no se gobierna un país: con estallidos de mal humor. En otras palabras, al “caballazo”. Atrás habían quedado los días cuando Alan Ludwig García Pérez arrullaba al “demos” con el poder seductor de las palabras. Bastaba que en uno de sus célebres “balconazos” en Palacio, extendiera las dos manos y tronara con los dedos silencio, para que los presentes, hipnotizados con su histrionismo, cayeran rendidos. Ni Haya de la Torre en la plaza de Acho lo había conseguido. Pero ahora la cosa era diferente: otro mago de las palabras, venido de la literatura, le había salido al paso: Mario Vargas Llosa. Vargas Llosa había escuchado en una vieja radio de transistores, allá por el norte del país, en Punta Sal, mientras se tostaba con el sol piurano, que, Alan Ludwig, había decidido como medida de gobierno, y por decreto, controlar el sistema financiero peruano. “Una vez más el Perú acaba de dar un paso hacia la barbarización”, comentó a Patricia, su esposa. En esos momentos el escritor, como Albert Camus, pensó que había que decir NO.

“Y va a caer, y va caer, caballo loco va a caer” rugía la multitud que espectacular había cubierto de palmo a palmo la plaza San Martín. Estaba tan llena que apenas se podía divisar en el tumulto el estrado iluminado por los reflectores. Vendedores de golosinas, curiosos, militantes del Movimiento Libertad, activistas de los partidos tradicionales Acción Popular y el PPC se desplazaban en los alrededores. Era imposible pasar para alcanzar las primeras filas. La masa compacta repelía cualquier intentona. Contó el escritor en sus memorias que cuando el presidente García vio las imágenes por la televisión se alocó y destrozó el aparato que las transmitía. El escritor esa noche había cautivado a los asistentes y le había robado cámaras. Eso le habría molestado a Alan Ludwig en su ego, pero, con seguridad, lo que más lo irritó es que este se erigió en el principal opositor de una de las medidas revolucionarias con la que pensaba doblegar a los doces “apóstoles” –las doce familias que concentraban los activos del país–: la estatización de la banca. García había empezado su gobierno con poses antiimperialistas. Se hacía fotografiar con Fidel Castro, con el comandante sandinista Daniel Ortega, hablaba en las Naciones Unidas del solo el pago del diez por ciento anual de la deuda externa. Quería aparecer como un joven revolucionario en los foros internacionales. El Times le dedicó una portada y lo llamó el “Kennedy” de América Latina. Y, enredado alguna vez en su poderosa oratoria, se vio incluso avalando a Sendero Luminoso en Ayacucho. García era un vendaval, pero, sobre todo, más parecía un animal político desbocado.

“Usted no sabe de lo que es capaz este muchacho”, le dijo Belaunde al escritor a quien instaba, una noche en Palacio, para que se metiera de lleno en la política peruana. Belaunde ya había conversado con Alan Ludwig y lo había medido. Estaba preocupado por su arrojo. Amenazaba con poner al Perú de cabeza. García inició su campaña arrolladora a la presidencia apenas cumplidos los 35 años, la edad justa y constitucional para aspirar a ocupar la primera magistratura de la nación. Fue en la avenida Alfonso Ugarte, la de su partido, el Apra, en la que se le vio en un coche descubierto, saludar con un pañuelo blanco a sus correligionarios ya como candidato presidencial una noche de 1985. Lo acompañaba en su aventura el patriarca Luis Alberto Sánchez como vicepresidente. Sabiduría y juventud juntas. Pero esa sabiduría de Sánchez de nada serviría para contener al vehemente joven presidente. García apenas pisó Palacio –su principal contendor, Alfonso Barrantes Lingán, le dejó el camino libre al desistir ir a una segunda vuelta– pisó el acelerador, pero de la peor forma: congeló de entrada las transacciones en dólares en los bancos. Esa medida ocasionó que su progenitora mereciera por esos días los muy malos recuerdos de la calle.

Cuando compareció por fin el escritor en el estrado, una lluvia de pica-pica lo recibió. La gente lo ovacionaba como si fuera una estrella de cine. Desde los balcones del Club Nacional los hijos de la oligarquía peruana aplaudían. Allí abajo los empleados de los bancos estatizados, las facciones de Acción Popular y el Partido Popular Cristiano, el partido de la derecha peruana, se entremezclaban con la gente de a pie y simpatizantes del Movimiento Libertad. Se podían observar los rostros del ex premier Manuel Ulloa, líder de AP, y Ricardo Amiel del PPC. Chicas espigadas y bonitas, hijos de los ricos vestidos en saco y corbata, transitaban por los alrededores del teatro Colón. Se podían leer carteles que eran movidos de un lado a otro como una sonrisa al revés que decían: “Alto Caballo Loco”. Cuando Vargas Llosa habló la gente lo ovacionó. Antes lo habían hecho con una humilde pobladora de Pamplona Alta, de allá Villa María del Triunfo, y con Hernando de Soto, uno de los oradores que lo precedieron en el Encuentro por la Libertad. El escritor lanzó duras críticas al gobierno –que Alan García habrá sentido como alfilerazos en sus partes blandas– por su reciente medida, la estatización de la banca, medida que afectaba la libertad económica, la cual el escritor consideraba inseparable de la política. “Caballo loco va a caer”, aullaba la masa que lo aclamaba desde el borde del estrado hasta las últimas filas compuestas de variopintos peruanos de todos los sectores sociales. Fue en ese mitin en el que el gentío motejó a Alan Ludwig como “Caballo Loco”.

En el Partido le decían “Júpiter”. Es que el joven Alan García solo podía ser comparado con un dios romano: a la primera postulación llegó al poder. En la segunda, el 2001 –once años después de que había dejado al país en ruinas–, cuando parecía haber quedado sepultado para todo tipo de actividad política, y aislado en un rincón de Colombia, de donde regresó para postular de nuevo, logra disputar la segunda vuelta electoral. Si no volvió de nuevo a Palacio –pese a los versos de Vallejo que recitó para enamorar al pueblo en su mitin de retorno– fue porque hubo periodistas inoportunos que se encargaron de recordar la hiperinflación de su primer gobierno. En la tercera, se llevó de encuentro a Lourdes Flores –“la candidata de los ricos”– y a Ollanta Humala, el candidato “antisistema”. En total, de tres postulaciones dos encajó la presidencia. Eso no lo hacía cualquiera. Por ello, él se había hecho merecedor de ese sobrenombre: Júpiter, porque estaba cercano a la grandeza.

Cuando le dijo lo que le dijo Belaunde al escritor, Alan García cargaba sobre sus hombros una leyenda urbana. Se decía que en un congreso de su partido, había recibido una sonora bofetada de la esposa de uno de los líderes históricos del Apra, Andrés Townsend. La esposa de Townsend, indignada con el proceder del joven Alan García –quien secundaba en 1980 las aspiraciones presidenciales del otro líder histórico, Armando Villanueva– por haberle, supuestamente, propinado un patadón a don Andrés (especialidad que varias décadas después habría de perfeccionar,durante una marcha, en el que le asestó al ciudadano Jesús Lora), le cruzó el rostro. ¿Este fue el origen del sobrenombre que la masa alterada en la plaza San Martín le endilgó en 1987? Evidentemente que no.

“Caballo Loco” fue un jefe sioux que, junto a “Toro Sentado” y “Nube Roja”, enfrentó con valentía a los colonos que habían invadido sus tierras allá en Norteamerica. Le decían así porque en sueños se le había aparecido un caballo salvaje. Fue un héroe cultural de la resistencia indígena. En su homenaje un arquitecto polaco hace unos años esculpió una gigantesca estatua en su honor. Pero Alan García no era frontal como el bravo guerrero sioux de quien mereció su apodo. García prefería que otros aparecieran por él. Fujimori, por ejemplo, en la campaña del 90, hizo lo que él deseaba: alentar una candidatura no oficialista que pudiera confrontar a Vargas Llosa. Con eso mató dos pájaros de un tiro: derrotar al escritor y relegar a un tercer lugar al candidato de su partido, Alva Castro, que amenazaba con hacerle sombra. En la campaña del 2006 provocó a Hugo Chávez, quien fiel a su genio lo llamó, para su felicidad –porque sirvió a sus propósitos–, “ladrón de siete suelas”. Así demostró que quien estaba detrás de Ollanta Humala, su contendor de ese año, era el jefe de la revolución bolivariana. Eso le ayudó a ganar la elección. Nueve años después, el 2015, fue esparciendo el rumor en los cócteles limeños de que la esposa del presidente, Nadine Heredia, tenía como amante a un empresario. ¿Por qué lo hizo? Porque la figura de la primera dama se erigía como potencial contendora para las elecciones presidenciales del 2016. Su propósito era anularla. Todo esto lo descubrió el periodista Nicolás Lúcar. García guardó silencio. Pero mucho antes, durante el gobierno de Alejandro Toledo, se empeñó en desestabilizar al gobierno. Casi parecía alentar una rebelión con sus declaraciones. García, pues, no era confrontacional como el noble guerrero “Caballo Loco”: prefería la zancadilla debajo de la mesa.

Pasados los años de su primera presidencia, al joven García lo quisieron motejar como “Alan Damian” –ya imaginan por qué: por sus jugarretas políticas que evocaban las de “Demian”, el personaje diabólico del film de horror “La Profecía”–, incluso le compusieron una canción “Alan, no vuelvas más”, pero el tiempo haría que cayera en desuso ese apelativo–aunque, de cuando en cuando, hay alguien por allí que lo desempolva–. “Caballo Loco”, en cambio, quedó perenne en la historia. Todavía hay por allí alguien que lo recuerda cuando se rememora esos tiempos de balconazos en los que la buena labia de un presidente hacía apoyar disparates a todos.

Freddy Molina Casusol
Lima, 2 enero del 2016


LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...