miércoles, 18 de febrero de 2015

LA TELEVISIÓN “BASURA” Y UNA MARCHA

Convocada por colectivos juveniles –que buscan recoger la oleada exitosa de las jornadas de protesta en contra de la Ley de Reforma del Trabajo Juvenil que condujo a su derogación–, a los que se ha plegado el Colegio de Periodistas de Lima, se está organizando en la capital, para fin de mes, una marcha que, según sus promotores, busca movilizar miles de personas en contra de la denominada “televisión basura”.
Los más enconados opositores a los reality shows al estilo Magaly, programas de competencia como Esto es guerra, Combate y Bienvenida la tarde, reclaman la erradicación de estos por considerar que sus contenidos nocivos alientan el morbo, el chisme, además de atentar contra la moral. Los menos iracundos exigen que solo se cumpla el Horario de Protección al Menor, esto es que entre las 6 a.m. y las 10 p.m. no se propale por la pantalla contenidos violentos, desnudos o imágenes que atenten contra el pudor.
El argumento de los segundos es perfectamente atendible. En cambio, el de los primeros encierra, como en un caballo de Troya, la semilla del autoritarismo y la censura.
“Más cultura en la televisión peruana”, reclaman. Pero olvidan que hay una oferta cultural en el canal del estado. Muy pocos lo ven. ¿Por qué? Debe haber una explicación.
Si hay un sector de la población –identificado objetivamente por jóvenes– que gusta de programas de competencia como Esto es guerra, Combate, Bienvenida la tarde y otro que gusta sintonizar Magaly, ¿se les debe impedir su consumo porque un sector de la población lo considera “basura”? ¿Y cómo queda el otro que los ve como “entretenimiento”?
Si por un momento se cumplieran los mejores deseos de los impugnadores de la llamada “televisión basura” y se dejaran de emitir estos programas, ¿no seguiría subsistiendo el problema, encontrándose sino solo una salida epidérmica al mismo?
Y si tuviera, a rajatabla, que cumplirse la exigencia de una televisión que coadyuve a la formación moral de la familia peruana, ¿cuál enfoque moral se aplicaría como modelo?
¿La moral cristiana o la moral del Che Guevara serían idóneas para nuestros jóvenes peruanos? ¿O quizás la del capitalismo libertario de Ayn Rand (con mucha aceptación en la juventud norteamericana) o la del anarquismo sin dios de Bakunin (muy popular entre los jóvenes del jirón Quilca) sería la mejor?
Por otra parte, ¿no tienen derecho de ciudadanía los programas antes mencionados como lo tuvo Charlie Hebdo en Francia cuyas caricaturas mostrando en situaciones obscenas a Mahoma encendieron la ira de los defensores de la moral musulmana?
¿No se optó en ese caso por la libertad de expresión que la censura?
Particularmente pienso que series como Los Simpsons, por sus contenidos disfuncionales –los cuales reflejan lo enferma que está la sociedad norteamericana–, merecen ser calificadas como “basura”; sin embargo, hace pocos días me sorprendió que un sector de bolivianos marchara por las calles de la Paz reclamando su reposición en la programación ¿Qué hace que lo que para mí sea “basura” para los bolivianos no?
Hay televisión “basura” porque hay televidentes ávidos de estos contenidos, como hay comida “chatarra” porque existe un público con estómago “chatarra”. Ninguna ley venida de arriba lo va a cambiar.
Al propugnar el cierre de este tipo de programas lo que se está haciendo es quitarle un bulto al Estado –que tiene como una de sus funciones principales, aparte de la salud, la educación–. ¿Cuál sería la salida, entonces? Mejorar la calidad educativa de los sectores D y E –que son masivos, porque el A, que también los consume y tiene mejor educación, no le da muchos espectadores –, así se le quitaría la base social a estos programas. Es un trabajo de largo aliento, pero más seguro y confiable.
Es positivo que un sector de la población ejerza su derecho a la protesta frente a programas que consideran perniciosos y de dudosa calidad televisiva. El temor es que esto sea desbordado y conduzca a un recorte de la libertad de expresión o se empuje progresivamente a una intervención estatal en los medios de comunicación.
De ser así, los que hoy permanecemos al margen tendremos que salir a marchar en el futuro para recuperar lo que otros se empecinan en perder.

Freddy Molina Casusol
Lima, 18 de febrero del 2015

miércoles, 11 de febrero de 2015

LA PASIÓN DE ELIGIO

YA NO RECUERDO quién me habló de Eligio García Márquez. Lo que recuerdo fue que me dijeron: “Léelo”. La vez pasada, con la garganta atravesada por el dolor de un gripe veraniega, estuve merodeando en esa maravilla del caos y del azar que es la feria del libro del jirón Amazonas en el centro de Lima, cuando, doblando una esquina y fijando la vista a poca distancia, distinguí un libro colorido, de fondo violeta, en la parte de abajo de un stand y en medio de otros tantos que no capturaron mi atención. Todavía con la garganta que me ardía de dolor lo levanté. Tras las claves de Melquiades. Historia de cien años de soledad, decía. Autor: Eligio García Márquez. De inmediato mi entusiasmo se disparó por dos razones: porque el título prometía y porque lo escribía el autor de quien ya me habían hablado pero no recuerdo quién. Me puse a revisarlo como lo hacen los lectores profesionales: el arranque, las páginas de en medio y el remate final. Luego, no lo pensé dos veces, lo compré casi sin regatear el precio.

Con mi joya en la mano y con la garganta que me ardía como los mil diablos, fui a un lugar para leerlo con calma. Tras descartar varios lugares por considerarlos inadecuados, me metí a un chifa –vaya lugar que escogí–, pedí una infusión y rogué que nadie me molestara con un “cómpreme un caramelo o una barra de chocolate”.

La última vez que me quedé hipnotizado leyendo un libro fue en mi adolescencia. Tendría diecisiete años cuando cayó en mis manos Un mundo para Julius de Alfredo Bryce. Recuerdo que desde el momento que posé los ojos en la primera línea no paré hasta el amanecer. La novela me había hecho olvidar el tiempo, las horas pasaban y ya no distinguía el día de la noche. La acabé en la madrugada con la sensación feliz de haber tenido una experiencia sin igual. Solo interrumpí la lectura para pedirle a mi madre algo para tomar. Ella me instaba a cenar pero yo no quería. No quería que el momento que estaba viviendo se fuera. Esa misma sensación la sentí cuando estaba leyendo el libro de Eligio García Márquez. De pronto el tiempo desapareció, y los comensales apenas eran percibidos por mí por el ruido sordo que hacían al momento de comer; todo se había extinguido, el único movimiento que percibía era el de mi mano estirada recogiendo los caramelos.

El haz de luz amarilla proyectada sobre la mesa, mi único acompañante, formaba en el vidrio que lo cubría un círculo concéntrico. Lo demás había quedado eclipsado.

Las primeras cien páginas fueron arrolladoras. Entonces, pensé, era verdad lo que me habían dicho, Eligio García Márquez merecía ser leído. Pero quién iba a pensar que el hermano menor de Gabriel García Márquez hubiera sido capaz de auscultar así la obra de su hermano. Lo que me llamaba la atención, mientras devoraba página tras página, era que hubiera estado en la sombra. No había escuchado a ningún crítico nacional o foráneo mencionar que existía un trabajo que pacientemente desmontara las fuentes de creación literaria de Cien años de soledad. El esfuerzo del hermano menor de García Márquez, en cuanto a ambición por abarcar la totalidad del espectro, es equiparable al de Vargas Llosa con su García Márquez. Historia de un deicidio. Es más, me atrevería a decir que para entender a García Márquez, hay que leer obligadamente los estudios de ambos (así como las compilaciones de Juan Gustavo Cobo Borda, El arte de leer a García Márquez y Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra, entre otros). Pues, mientras uno penetra en los entresijos de la ficción, el otro hurga, en forma de un gran reportaje periodístico, en las fuentes orales y escritas, cotejando los datos y enderezando las fechas que forman parte de la novela.

Eligio García Márquez, desde hacía mucho tiempo atrás, tenía el propósito de sino biografiar a su hermano, seguir la pista de su famosa obra, Cien años de soledad. Eso, al parecer, lo obsesionaba. En 1996, para el libro de Silvia Galvis, Los García Márquez, declaró: “Uno de los sueños de mi vida ha sido escribir un libro, no sobre Gabito, sino sobre Cien años de soledad en Colombia y en América Latina. Quiero reconstruir la cantidad de circunstancias que se cruzaron para que se diera ese azar preciso que fue Cien años de soledad. Me llama la atención saber por qué García Márquez empezó a escribir el libro en Barranquilla y no siguió. Por qué luego de muchas vueltas, de repente, lo hizo; quiero reconstruir las condiciones en que lo escribió y las circunstancias que existían en el momento en que la novela apareció, es decir, en el momento exacto del boom (…) mi idea es hacer la génesis de la novela, donde el personaje no sería Gabito, sino el libro.” Y vaya, hizo realidad su sueño cinco años después, el 2001, en Tras las claves de Melquíades. Historia de cien años de soledad. Un libro donde libera a los fantasmas que lo asediaban.

Uno de los aspectos que más me gustó del trabajo de don Eligio, fueron los pormenores del lanzamiento de Cien años de soledad y el papel que le cupo al libro de Luis Haars, Los nuestros, para el conocimiento de la obra iniciática de García Márquez –así como del adelanto de varias partes de la trama–. Eso para mí era una novedad. No lo había leído en ninguna parte. Por lo menos con los detalles y la emoción que imprime el autor en su texto, en ningún lado. Él hace partícipe al lector del acontecimiento. Lo involucra. Resulta emocionante saber que, en una especie de cadena humana que los vinculó, Haars es conducido por Cortázar a Vargas Llosa y García Márquez comparece ante él gracias a Carlos Fuentes. Del mismo modo cómo certifica, anotando las publicaciones, la influencia de Faulkner, Sófocles y Virginia Woolf en Cien años de soledad. Una delicia conocer estos detalles.

Cuando acabé las primeras cien páginas, en una lectura casi ininterrumpida –solo detenida para enviarle un mensaje de texto a una amiga contándole mi entusiasmo por el hallazgo– ya era muy tarde. Casi había consumido todos los caramelos de limón que había puesto en la mesa. Salí del chifa con la garganta todavía adolorida y la vista embotada por el esfuerzo, y con una serie de ideas que orbitaban a mi alrededor,  pero estaba contento. Había sido una lectura provechosa. Ya en casa, tumbado en el sofá, degusté el resto. Y como al inicio, cada descubrimiento fue un gozo.

Por último: ¿Y por qué tituló Eligio García Márquez su libro Tras las claves de Melquíades? Eso lo tendrá que descubrir el propio lector leyéndolo. No se defraudará, se lo aseguro: está cargado de pasión.

Freddy Molina Casusol
Lima, 11 de febrero del 2015

UNA TESIS SOBRE YEROVI

HAY tesis que se convierten en libros como esta de Paulo Piaggi sobre el destacado dramaturgo Leonidas Yerovi, o como la que no muy reciente...