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miércoles, 12 de abril de 2023

VIAJE A EL TROCADERO

EN LAS noches de mi primera adolescencia, “Juana Peña”, un pintor de brocha gorda de mi barrio, se quedaba conversando en la ventana de mi casa. Yo estaba impedido de salir. Pero no lo estaba para escuchar las conversaciones lúbricas que “Peña”, sus hermanos y amigos tenían por las noches. Ellos contaban sus incursiones a lupanares del Callao. Los más conocidos: El Trocadero y La Nene. Hablaban de las “gevitas” que entregaban sus cuerpos a los parroquianos, de cómo algunos se “quemaban”* cuando no se ponían un “jebe” (condón). “Peña” se deshacía en descripciones, dramatizaba más su voz cuando explicaba que a los hombres que las mujeres “quemaban” tenían que ponerles penicilina en la “pichula” y que eso era muy doloroso porque lo hacían con una aguja “así de grandota” introducida en el miembro viril masculino. Eso me asustaba. Y “Peña” con cada detalle se mostraba más sádico con sus oyentes (ahora pienso que debe haber sufrido esos trances). Su hermano, “Gordillo”, por su lado, se relamía con las descripciones de las mujeres del “Troca”. Decían que eran unas mamacitas, que tenían una cinturita y que había muchos hombres que hacían fila para cachárselas (perdonen la palabrota). A mí todas esas conversaciones donde se hablaba de la legendaria “yombina”, pastillita que supuestamente servía para estimular sexualmente a una mujer y tirársela fácil, tenían la propiedad de encender mi deseo. Se me llenaba la cabeza de imágenes obscenas. Una noche, no sé cómo, “Juana Peña” y “Gordillo”, me llevaron a El Trocadero. Yo era aún menor de edad, pero pude entrar. Recuerdo que el colectivo, casi a escondidas, y al vuelo, lo tomamos al frente de mi casa, incursionó por la avenida Centenario y luego entró a una boca de túnel toda oscura. “¿Dónde me he metido?”, me preguntaba. En el carro, la gente, puro hombre, por supuesto, estaba apretujada, ansiosa como yo en llegar al paraíso del sexo en el Callao. Luego de atravesar ese largo túnel y doblar una curva, por fin se vio una especie de explanada en la que se podía apreciar carros estacionados y dos edificaciones a los costados. La más grande El Trocadero y la más pequeña El Botecito. Entramos al primero. Creo que fue “Gordillo” quien pagó la entrada (“Viene conmigo” le dijo al guardián que pareció percatarse que era menor de edad). Adentro era como se puede ver en la portada del libro de Shimabukuru, Viaje a las Cucardas, revestido de luces rojas no tan intensas. Precaución que posiblemente se tomó para cubrir la identidad de las prostitutas y los clientes. Las mujeres que ofrecían sus servicios estaban en la entrada de las puertas. No vi mamacitas como el relato de “Gordillo” prometía. Vi mujeres semidesnudas cuyos rostros y cuerpos me informaban de una vida trajinada en el oficio y hasta avezadas por la mirada que tenían. No me animé con ninguna por temor (las palabras de “Peña” tuvieron un efecto paralizante sobre mí) y porque me sentía intimidado con ellas. Además, con lo ansioso que estaba ya que me había escapado de casa, ninguna erección hizo acto de presencia. Ni Peña ni Gordillo se atendieron con las féminas. Fueron a “sapear”. Nos quedamos un largo rato recorriendo los pasadizos. Luego salimos. Recuerdo, como una especie de alivio, el regreso, atravesando otra vez la boca oscura de ese túnel, para volver a casa. Nunca más me aventuré por la zona. Después, ya de adulto, fui a Las Cucardas, y una noche de sábado recorrí todos los lupanares del Centro de Lima ubicados en los jirones Rufino Torrico, Cailloma y La Colmena (incluido el Grill Tabaris donde una prostituta me alcanzaba una y otra copa de licor cuyo contenido botaba al suelo porque sospechaba que tenía la intención de drogarme). Pero esas impresiones de mi viaje a El Trocadero jamás las olvidé. Fueron parte de mis primeros ardores adolescentes.

 

*Se llama así al contagio por una enfermedad venérea cuya huella quedaba en la punta del pene.

martes, 27 de agosto de 2013

MEMORIAS DE UNA CANTANTE

NO SÉ si es por la traducción o por lo que llaman los literatos la “textualidad” del escrito, pero esta edición de Memorias de una cantante alemana, un clásico de la literatura erótica de ese país, me atrae mucho. Yo anteriormente tenía la edición peruana de Popof, pero, la verdad, no me llamó mucho la atención. Sería el papel de poca calidad –periódico– o, como decía, la traducción; o, tal vez, se me ocurre pensar, que el traductor de esta edición –limpia, tersa, como la piel de una mujer– ha incluido partes que no existían –o de las que no me he percatado o no he leído bien– en la edición peruana –es verdad, rústica y un poco descuidada–. La introducción y el Epistolae Novae de Apollinaire que preceden el texto, el primero bastante erudito y el segundo más laxo, más los prólogos de los anteriores editores, hacen que esta obra tenga la importancia debida. Aunque no existe la plena seguridad que Wilhelmine Schroeder Devrient sea la autora de estas cartas –que en un arranque de emoción Apollinaire las compara con las Confesiones de Rousseau o las Memorias de Casanova–, lo que sí es certero es que todas ellas tienen el sello de una mujer. La femineidad que transmite cada línea es indudable. Wilhelmine, según el editor de la edición francesa de 1911, tenía un carácter fuerte; sin embargo, las cartas que dirige a su amigo muestran a una chica dulce, aunque con un perfil bastante decidido. Ella inicia su periplo sexual bastante jovencita, 14 años, de las “manos” –literalmente hablando– de su prima Margarita, dos años mayor que ella, a quien logra seducir para tener una relación lésbica, la cual, a su vez, fue iniciada en esos juegos amatorios por una baronesa que la llevó a su villa en Ginebra, Suiza. Lo que sí no me gustó, y me causó repulsión cuando la leí en la edición de Popof, fue la escena de sexo con un animal.  Y lo curioso es la aversión de la protagonista a las obras del Marqués de Sade, en especial Justine o los infortunios de la virtud –del cual recuerda varios pasajes para abominar de ellos–, si en algunas escenas se la puede ver utilizando el látigo para atizar una relación sexual o incrementar la voluptuosidad del gozo. El final –como prometía al inicio– parecía que iba a contar la desgraciada relación que tuvo con un amante que la hizo desdichada, pero de esto solo hace un breve bosquejo, casi un interludio. Con todo, con los detalles de sus orgías, de sus partes teñidas de recato, pudibundeces y pequeños descarríos adolescentes, sazonados con ardientes descripciones de corte sexual, Memorias de una cantante alemana es un libro que fluye bien en la mente del lector, aquel que ha tenido –como en los tiempos de la Wilhelmine– la mano vigorosamente ocupada mientras lo leía.


Freddy Molina Casusol 
Lima, 26 de agosto del 2013

lunes, 10 de enero de 2011

LAS “SEXOGRAFÍAS” DE GABRIELA WIENER

Combinación de “sexo” y “biografía”: Sexografías. Ese es el nombre que escogió Gabriela Wiener para este libro. Ella no aspira a convertirse con éste en una versión criolla de Alessandra Rampolla. Nada de eso. La Wiener aspira, tal vez, a ser nuestra Valérie Tasso –no la del Diario de una ninfómana, sino la de El otro lado del sexo–, desmenuzando los secretos de alcoba de las parejas homosexuales y heterosexuales. En estos reportajes que ha dado forma de libro ha entrevistado a Nacho Vidal, famoso actor porno español que eyaculó a sus pies (luego de mostrarle la mata de su vello púbico); a la temible Lady Monique de Nemours –retratada también por Tasso–, mistress dominadora de hombres, que flageló en público sus nalgas –lo cual pareció gustarle–; a Badani, que le enseñó que si una mujer no se moja allí abajo luego de cimbrear las caderas en una sensual danza árabe, es que no lo ha hecho bien. Y así por el estilo, Gabriela Wiener ha hecho un fresco de algunos personajes y escenarios que forman parte de la farándula del sexo. Ha tenido a unos cuantos centímetros a Rocco Siffredi, toda una autoridad en el arte de hacer gemir a una mujer en la cama; a un prontuariado delincuente en el penal de Lurigancho (que la hizo pasar por su novia y que para simular mejor el asunto la hizo bailar una salsa pegadita a él, en un pub instalado al interior de esta prisión); y el miembro de un gordito detrás de ella –y delante de su novio– en un conocido en un club swinger barcelonés. En todos estos relatos, salvo en alguno donde la sacaron a empellones –de un night club limeño– por quedarse paralizada en la barra al intentar emular a Demi Moore en Striptease, Gabriela Wiener ha caído bien parada. Dueña de un estilo libertino y provocador, procedente del llamado periodismo “gonzo” –aquel que se alimenta de la carroña de la sociedad y privilegia en la mesa de redacción lo subjetivo sobre lo objetivo en una nota periodística– la Wiener ha hecho de Sexografías –reunión de crónicas publicadas por aquí y por allá– un libro encantador; un libro que se lee con cierto placer mórbido y que ya es un referente escrito para cierto tipo de mujeres que viven una sexualidad sin prejuicios. Libro, hecho, pues, por una femina que tiene al diablo entre las piernas y que no tiene ningún temor de mostrar lo que hay debajo de su falda para deleite de algunos hombres que se sienten atraídos, también, por lo prohibido.

Freddy Molina Casusol
Lima, 9 de enero de 2011

miércoles, 30 de junio de 2010

LOS DIARIOS PROHIBIDOS DE ANAÏS NIN

LLEGARON A SER todo un escándalo cuando fueron publicados. En vida ella había prohibido que se difundieran sin expurgar debido a que sus protagonistas todavía seguían vivos. Los diarios de Anaïs Nin (1903-1977) causaron mucho revuelo en su momento porque en ellos su autora confiesa, entre otras cosas, la relación incestuosa que tuvo con su padre, a quien convierte en su amante, para después dejarlo del mismo modo como él las abandonó a ella y a su madre (Ver el diario fechado el 23 de junio de 1933). Anaïs Nin escribe estas páginas de su vida íntima con el pecho abierto y mostrando su interior. El punto de vista femenino que utiliza para describir sus encuentros amorosos con sus amantes, desnuda y erotiza el vuelo de sus palabras. Nin describe la relaciones íntimas con su padre con mucho de esa carga, la misma que utiliza para retratar sus encuentros con June, la esposa del escritor Henry Miller, quien la inicia en el sexo lésbico.
Por Miller, Nin siente una obsesión, una cierta curiosidad. Reconoce en él a un ser egoísta y brutal, pero también al artista que entiende, como ella, la literatura como un medio de liberación: Je vois ses livres, sa gentillese, Henry explosif, dangereux, je nous vois tous deux en Espagne –des images brouillées, déformées, magnifiées par ce grand démon qui nous gouverne tous les deux, le demon de la litterature–.
Anaïs Nin, de otro lado, se movía en un ambiente pacato y conservador, el de los años 30, por lo que tuvo que vencer muchos prejuicios de la época. Rendida admiradora de D.H. Lawrence –a quien dedicó un ensayo–, Nin no tuvo el reparo de explorar las variadas formas del amor. Practicó el heterosexual con su esposo Hugo, experimentó con Miller (mientras éste concluía Trópico de Cáncer) y disfrutó el lésbico con June. Su psicoanalista Otto Rank tampoco escapó a esta lista.
Esta edición de los diarios de Anaïs Nin, mejor dicho el volumen titulado Inceste (Edition Stock, 1995, 1996. Versión francesa, sin expurgar), que tenemos en nuestras manos, describe estas relaciones clandestinas. A pesar que la barrera del idioma pueda ser una limitante, el mero hecho de trasladar de una lengua a otra sus contenidos, convierte su lectura en un hecho excitante, sobre todo cuando, a fuerza de rasgar las vestiduras de las palabras, empiezan a aparecer los pasajes íntimos, aquellos donde lo prohibido en Anaïs Nin incita la mente del lector y estimula su imaginación.

Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de junio de 2010

miércoles, 19 de noviembre de 2008

DE FANNY HILL AL MARQUÉS DE SADE: cinco acercamientos a la literatura erótica

Mi primer acercamiento a la literatura erótica se debió a la pura casualidad. Un día paseando por El paraíso de los libros, esa feria de libros viejos anclada en el centro de Lima, me topé con Fanny, una novela escrita por Erica Young –una americana autora del best seller Miedo a volar, libro de referencia para las feministas–, inspirada en la famosa narración erótica de John Cleland, Fanny Hill. Memorias de una cortesana, publicada en el siglo XVIII[1].

La sola mención de Cleland en el prólogo de Young, me abrió el apetito. Dos semanas atrás, recordaba, había tenido Fanny Hill en mis manos pero la había desechado, porque viendo su tapa semi ruinosa y sus hojas amarillentas y maltratadas por la acción del tiempo, no me animé a comprarla.

Pero esta vez apremiado por transitar en el camino de la lujuria, me dispuse a retroceder sobre mis pasos y adquirir ese ejemplar que, solitario y mudo, estaba a la espera de un lector como yo, en el mismo lugar que lo había dejado la última vez: un triste rincón de un puesto de libros viejos.

Fanny Hill narra la historia de una muchacha inglesa, quien tras perder a sus padres a la temprana edad de 14 años decide emigrar de su natal Liverpool, para tentar mejor suerte, a París. Puesta allí por el destino cae en las manos de Miss Febe, quien se aprovecha de su inocencia y la empuja a ofrecer su cuerpo en el burdel que regentaba.

Escrita en bellos trazos, los cuales hacen que el lector la aprecie con admiración y goce estético, incluso en las escenas de mayor contenido sexual, el libro está dividido en dos claros momentos señalados por las cartas que Fanny escribe a su confesora, una mujer velada por la pluma del autor, a quien cuenta sus encuentros sexuales con diferentes hombres desde que fue iniciada en la prostitución por Miss Febe, hasta que decide retirarse de la vida pecaminosa años después, cuando su admirado Carlos la hace madre de dos hermosos niños.

El segundo acercamiento que tuve a la literatura erótica fue con Memorias de una pulga. Este era para mí era un libro mítico. Prohibida su lectura por una tía harto conservadora y mojigata (se refería a éste como un libro “vulgar y asqueroso”), lo adquirí, venciendo cierta resistencia psicológica, en una galería del centro de Lima, a pocos metros de la revista Caretas.

Publicada en París en 1762 por un autor que prefirió el anonimato, tal vez porque no quería ver relacionado su nombre con un texto harto licencioso, Memorias de una pulga cuenta la historia de Bella, una linda francesita de catorce años que se somete a gusto a las exigencias carnales primero de su joven amante, luego de un sacerdote, a quien le siguió un viejo campesino y su hijo, para continuar posteriormente con su tío, el señor Delmont, el cual cayendo en la trampa tendida por su vecino, el señor Verbouc, y el cura Ambrosio, comete incesto con su hija Julia.

Carente de una depurada técnica literaria, puesta en evidencia a lo largo de sus doce capítulos, Memorias de una pulga es un libro, como dicen los franceses, para leer “con una sola mano”.

Escrita en 1930, y dirigida al público americano, Confidencias de una casada fue mi tercer acercamiento a la literatura erótica.

Cuenta la historia de Nelly Rich, una mujer que describe sin pudicia sus peripecias amatorias desde los 18 hasta los 21 años, edad en la que encuentra un marido rico a quien atrae con la vibración de su cuerpo. Libro de bolsillo, que a juzgar por sus editores –quienes lo difunden por nuestras tierras en una edición bastante anónima como su autora– se vendió por millones en Estados Unidos, fue descubierto por el autor de estas líneas un sábado por la noche en un esquina oscura del jirón Cailloma, antiguo habitue de las prostitutas de Lima, en la actualidad regentada por un jovial vendedor de libros usados, de quien luego supe que hacia con su pareja lo que había aprendido durante sus años de lectura –y también venta– de libros y revistas licenciosos para exquisitos pornógrafos de la ciudad que concurren a su negocio.

A pesar de estar en la misma línea de Memorias de una pulga, pero un peldaño más abajo, Confidencias de una casada es un libro condenado al olvido.

La Filosofía en el tocador –el cuarto de mis acercamientos a la literatura de este tipo– es un tema aparte. Para leerlo hay que tener la mente abierta y estar dispuesto a encontrarse con todo tipo de escenarios inesperados.

Leer que Jesucristo era un farsante y que María, su madre, era una “puta judía” puede resultar chocante para los que cultivan el cristianismo como valor supremo[2]. Además su autor, el Marqués de Sade, hace en esta obra una polémica justificación del robo, el delito y el crimen como normal consecuencia de la sobrevivencia en la tierra[3]. Pone como ejemplo, traído de la naturaleza, la poca o ninguna lastima que tiene un animal sobre su presa para prolongar su existencia.

Sade hace del escándalo, la libertad irrestricta y el gozar hedonista del cuerpo, un templo ante el cual uno debe prosternarse. Las orgías armadas con prostitutas de baja estofa, a quienes flagelaba y ultrajaba, atrajo la animosidad de sus contemporáneos, quienes vieron en él una encarnación del mal[4].

El final de La Filosofía en el tocador si es de mal gusto. Eso de sodomizar a la madre de la protagonista, Eugenia, una adolescente de quince años, con un sifilítico y luego cerrarla con siniestras puntadas para asegurar la infección, me pareció de una exageración desorbitada.

Melissa P. y Los cien golpes fue el quinto de mis acercamientos a la literatura erótica. La bella portada de su edición en español (HarperCollins, 2004), donde se ve a una hermosa joven de blonda cabellera estirando y cubriendo con ella la mitad de su rostro, me sedujo de entrada.

Este libro llegó a mis manos de manera inesperada. A la caza de otros libros para leer, un librero avispado del jirón Camaná, pensando no sé por qué me podía interesar su lectura, me lo ofreció en un tira y afloja de precios por una cantidad que hasta ahora me parece una ganga: ocho soles.

Los cien golpes es una delicada narración en forma de diario, de los encuentros sexuales de su autora, una jovencita italiana de dieciséis años, con Fabrizio, un hombre de treinta y cinco años, a quien conoce a través de la Internet.

Con él –y otros– Melissa llega a conocer el sadomasoquismo, la perversión y la lujuria, sin por esto querer decir que su protagonista se deje arrastrar a este mundo, ya que para ella el sexo es solo curiosidad, exploración y nada más.

Acabo mi travesía por el mundo de la lujuria, pasando revista muy rápidamente por el puñado de relatos clandestinos de la Inglaterra victoriana, La Perla, lanzados por la editorial peruana Antigua, de la apreciada serie Popof, que hizo la delicia de sus lectores en la década del 70 con literatura especializada en el tema; las eróticas confesiones de Bruna Surfistinha, cuyo blog en la Internet contando su vida como prostituta en Sao Paulo, antecedió el éxito de su libro El dulce veneno del Escorpión; y el prodigioso uso de la técnica literaria de José Luis Muñoz, galardonado en 1990 con el Premio La Sonrisa Vertical, cuyo relato El combate[5] es una pequeña joya de la literatura erótica y, a nuestro juicio, una buena demostración de cómo la destreza verbal se puede poner al servicio de Eros, sin caer en lo grotesco y simplón como suele suceder en la literatura de este tipo.

Al terminar estas líneas, y dejar en el recuento Paulina. Memorias de una cantante y otras de la colección erótica de Pepe Navarro, estoy a la captura de Los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade. No sé por qué, pero el título promete.

Freddy Molina Casusol
Noviembre de 2008.


Crédito fotos: http://images-eu.amazon.com/images/P/185242866X.02.LZZZZZZZ.jpg
http://www.aerotica.com.ar/imagenes_semana-27.html


[1] Escrita entre 1747 y 1748 por John Cleland. Existen varias ediciones populares, entre ellas la de la serie peruana Popof, pero la de la editorial mexicana EDASA, que la publicara en 1963, debe superar a muchas que circulan en el mercado. Su bien informado prólogo, así como su muy erudito apéndice, hacen de esta edición una pieza de colección.
[2] Justine, quizás la otra obra más celebrada de Sade, continúa los tópicos expuestos en La Filosofía en el tocador: recusación del cristianismo y alegato del aborto.
[3] En La Filosofía en el tocador está además presente la defensa del robo, la violación, la pederastia, la sodomía y todo lo que el cristianismo reprueba en sus preceptos, los cuales condujeron a que los libros de Sade fueran incluidos en el Index.
[4] Sobre Sade se puede leer la muy completa y reciente biografía escrita por Francine Du Plessix Gray, El Marqués de Sade, una vida (Suma de Letras, S.L., 2002. Colección Punto de Lectura, No. 287).
[5] Publicada dentro del conjunto de relatos Una historia china (Pepe Navarro. La colección. Madrid, 2000).

EL LIBRO DEL BUEN SALVAJE

FUE el Dr. Marco Gutiérrez , a la sazón exsecretario académico de Washington Delgado , quien me presentó una mañana del otoño de 1988 a Anto...