lunes, 27 de julio de 2020

VIAJAR EN EL TIEMPO

¿Qué haría si tuviera la posibilidad de viajar en el tiempo? ¿Ayudaría a que Hitler ingresara a la Academia de Artes de Viena en 1908 para que se dedique a la pintura, y así evitar la Segunda Guerra Mundial? ¿Detendría a Arguedas para que no se disparara un balazo en la sien? O, como en el filme Contacto —inspirado en una novela de Carl Sagan—, ¿buscaría a su padre para decirle cuánto lo extrañaba? Viajar en el tiempo ha sido uno de los temas favoritos de la literatura y el cine. Aparece en la novela La máquina del tiempo (1895) de H. G. Wells, en la que se plantea la idea del tiempo como una cuarta dimensión —que luego Einstein abordaría en su teoría de la relatividad especial en 1905—. Luego, en los filmes Volver al futuro (1985), El planeta de los simios (1968) y en Interestelar (2014), cuando el piloto Joseph Cooper atraviesa un agujero de gusano.

–A la velocidad de la luz–

Pero, ¿es posible viajar en el tiempo? Algunos físicos piensan que sí. El astrofísico de la Universidad de Princeton J. Richard Gott sostiene, en Los viajes en el tiempo y el universo de Einstein (2003), que “Einstein nos enseñó cómo hacerlo. Solo tenemos que subirnos a una nave espacial, viajar a una estrella que se halle a una distancia algo inferior a quinientos años luz y regresar a nuestro planeta, moviéndonos en ambos trayectos a una velocidad igual al 99,995 % de la luz. Cuando estemos de vuelta, la Tierra será mil años más vieja, pero nosotros habremos envejecido [solo] diez años”.
Para concretar este y otros proyectos similares —advierte Gott—, se debe enfrentar importantes problemas de ingeniería concernientes al diseño de la nave, su propulsión, su blindaje, entre otras contingencias que incluyen el desarrollo de tecnologías para refrigerar los motores y evitar que estos se fundan. En esa misma línea, se encuentra el afamado matemático austriaco Kurt Gödel, quien, citado por Walter Isaacson, en su biografía de Einstein (Einstein: su vida y su universo, 2007), afirmaba que viajar en el tiempo era coherente con la teoría de la relatividad.

–Regresar al pasado–

Sin embargo, físicos como Michio Kaku expresan sus reparos. En su libro Hiperespacio (1994), Kaku pide que imaginemos el caos que se produciría si todos pudieran viajar al pasado, modificar aspectos sustanciales de su vida y la de los demás, y, con ello, reescribir la historia.
“Consideremos la decisiva victoria de Alejandro Magno sobre los persas, que ayudó a hacer posible el florecimiento de la civilización y la cultura occidental en el mundo durante los mil años siguientes. Pero consideremos lo que sucedería si una pequeña banda de mercenarios armados provistos de pequeños misiles y artillería moderna interviniesen en la batalla (…) Esta intromisión en el pasado paralizaría la expansión de la influencia de Occidente en el mundo”, anota alarmado Kaku.
Viajar en el tiempo implica, pues, connotaciones éticas desconocidas. ¿Y es posible viajar al pasado? Paradójicamente, fue Einstein, comenta Isaacson, quien dio a entender “que por más que los viajes en el tiempo pudieran ser matemáticamente concebibles, puede que no resultaran posibles en la realidad”. Empero, Brian Greene, profesor de Física de la Universidad de Columbia, en El tejido del cosmos (2004), sostiene que la negativa de los científicos debe ser matizada “porque nadie ha demostrado que las leyes de la física descarten el viaje dirigido al pasado”.
Ron Mallett, un astrofísico de la Universidad de Connecticut, dedica sus esfuerzos en construir una máquina que lo regrese a 1955 para reencontrarse con su padre (muerto por un ataque cardíaco) y quizá salvarle la vida.
Viajar al pasado o al futuro, a través de una curvatura en el espacio-tiempo o una máquina, responde, al parecer, a la tendencia humana de querer manipular los acontecimientos. La curiosidad del hombre es infinita. Tal vez cuando tengamos la oportunidad de explorar el futuro, sepamos realmente si fue conveniente o no. Solo allí lo sabremos.

Publicado en el suplemento Dominical de El Comercio el 18 de febrero del 2020





miércoles, 22 de julio de 2020

INTELIGENCIA EN JUEGO: EL HOMBRE CONTRA LA MÁQUINA

Cuando el árbitro alemán Lothar Schmid le comunicó que su rival, el soviético Boris Spaski, había desistido por teléfono en continuar la partida, Bobby Fischer, el chico terrible de Brooklyn, supo que se había coronado en Reikiavik (Islandia), como el undécimo campeón de ajedrez del mundo.

Era 1972 —tiempos de la Guerra Fría— y la Unión Soviética sostenía que su supremacía en el juego inventado, probablemente, en la India, se debía a la superioridad de su ideología. 

El “duelo del siglo”, como lo llamaron los periodistas de la época, entre Fischer —la esperanza americana para ganar el título— y el ruso Spaski, contó con algunos hechos inusitados: la llamada del secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger, conminando a Fischer a que no abandonara el juego; y las actitudes veleidosas y estridentes del propio retador, que ocasionaron que el Washington Post dijera: “Fischer se ha granjeado la antipatía de millones de entusiastas del ajedrez de todo el mundo”. (Así lo recuerdan los periodistas David Edmonds y John Eidinow en Bobby Fischer se fue a la guerra, de 2006, uno de los pocos libros que describe los pormenores de aquella memorable partida).

El desistimiento de Spaski, el 1 de setiembre de 1972, puso punto final a una era. Sin embargo, el reinado de Fischer duró tan solo tres años. En 1975, ante su renuencia por defender el título, Anatoli Karpov, un joven de 23 años, se erigió como el nuevo rey. Frío y calculador, el juego de Karpov era comparado al de una máquina. Empero, sería su sucesor, Gari Kasparov, quien se enfrentaría a una verdadera. Con Kasparov y Deep Blue empezaría, pues, un nuevo episodio en los duelos del ajedrez.

—El hombre contra la máquina—
Al mundo entero se le erizaron los pelos en 1997, cuando el campeón mundial de ajedrez Gari Kasparov fue derrotado por Deep Blue II, una computadora programada por humanos para enfrentarlo. La derrota de Kasparov encendió las alarmas y retrotrajo los peores pensamientos hacia el recuerdo de Skynet, la inteligencia artificial de la película Terminator 2, que toma el control del arsenal militar estadounidense y somete a la humanidad. ¿Era posible que una máquina superara al hombre? Sí, ya era posible, Deep Blue II lo había demostrado. Aunque Kasparov arguyó que por la calidad de los movimientos de su contendora, era posible que una mano humana estuviera detrás —tópico explorado en su libro Deep thinking (2017)—, eso nunca fue probado. Más bien, quedó la evidencia de que el ser humano podía ser sobrepasado por una máquina. ¿El comienzo del fin?

Deep Blue II, una creación de IBM, era un superordenador de dos metros de alto y media tonelada de peso. Podía procesar la desorbitante cifra de 200 millones de posiciones por segundo. Ese era el rival que Kasparov tuvo al frente. La máquina derrotó al campeón por un dos a uno, siendo la primera partida la que más llamó la atención cuando Deep Blue II realizó una jugada con una torre que desconcertó a Kasparov, y lo obligó a pasar una mala noche. Se creyó, por un instante, que la computadora había generado una jugada creativa que solo la mente humana podía hacer (después se supo que había sido un fallo de programación). Tras esto, el siguiente paso ya estaba trazado: el duelo entre máquinas por la hegemonía en el ajedrez.

—AlphaZero—
El desarrollo seguido desde que Deep Blue II derrotó a su oponente humano ha rebasado todo límite. Máquina que se respete juega ahora con una de su categoría. Desde hace unos años, los mejores exponentes en el mundo artificial se enfrentan por el dominio mundial en un campeonato llamado TCEC (Top Chess Engine Championship). 

Ni el actual campeón Magnus Carlsen —considerado por el gran maestro español Miguel Illescas, un “híbrido entre hombre y maquina”— puede competir con AlphaZero, el nuevo Godzilla del tablero.

AlphaZero es una máquina desarrollada por DeepMind, una dependencia de Google enfocada en la inteligencia artificial. A diferencia de sus antecesoras, a AlphaZero solo le han indicado las reglas para que ella sola, en cuestión de cuatro horas, conociera millones de partidas y, lo más impresionante, jugase contra sí misma para perfeccionar su juego. 

A fines de 2017, enfrentó a Stockfish, un potente motor ajedrecístico y lo apabulló. De cien partidas concertadas, le ganó 28 y las restantes 72 fueron empates. Los humanos quedaron atrás en esta lucha. Pero no tanto. El humano también aprende. Por ejemplo, el nuevo estilo del vigente campeón Magnus Carlsen, de acuerdo a las últimas informaciones, está inspirado en el juego agresivo de AlphaZero. 

Mientras tanto, el mundo ve con ansiedad la posibilidad no tan remota de que una máquina provista de inteligencia artificial le pueda hacer un ‘mate’. Una probabilidad bastante estremecedora.

Publicado en El Dominical de El Comercio el 25 de agosto del 2019

martes, 21 de julio de 2020

LA COLONIZACIÓN DE MARTE

EN 1865, Julio Verne en su novela De la Tierra a la Luna proyectaba al hombre pisando el suelo lunar. En 1902, Georges Méliès adaptaría la novela de Verne al cine para popularizar la idea. Pero pasarían 104 años para que esa visión del escritor francés fuerarealizada por Neil Armstrong, cuando su nave, el Apolo 11, descendió el 20 de julio de 1969 en el mar de la Tranquilidad. Desde entonces, la humanidad no vería los confines del infinito como algo inalcanzable, sino como un reto a conquistar.
En 1950, el escritor estadounidense Ray Bradbury había visto, como Verne, otra meta para el hombre: Marte. Lo atisbó desde Crónicas marcianas, apasionantes relatos en los que los colonos terrícolas trataban de reproducir las condiciones de vida terrestre en el planeta rojo. Estos terrícolas huían de la destrucción debido a la acción de la mano humana. (Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia).

–La continuidad de la especie–
Pero colonizar Marte no es fácil. El físico Michio Kaku anota en su libro El futuro de la humanidad (2018) que tocar la Luna le costó al programa Apolo solo tres días; en cambio, posarse en Marte tomaría nueve largos meses. Esto no incluye lo que viene después, la complicada adaptación al medioambiente marciano: Marte tiene una delgada capa atmosférica que permite el ingreso de la radiación solar y una temperatura de -140 ºC.
La idea, para el físico e inversionista Elon Musk, dueño de la empresa de transporte aeroespacial SpaceX, que ha fabricado los cohetes Falcon y Falcon Heavy —este último reutilizable— es colonizar y hacer habitable de cualquier forma Marte.

Colonizar se ha vuelto una prioridad para la humanidad porque los recursos de la Tierra se agotan y estamos expuestos a contingencias —como la posibilidad de que un asteroide golpee el planeta y seamos arrastrados a un evento ligado a la extinción como en el filme Impacto profundo (1998)—. Ya Stephen Hawking había advertido que el hombre estaba obligado a salir de la órbita terrestre si deseaba sobrevivir. E, incluso, le puso un plazo: dentro de los próximos cien años. Musk ofrece la idea de llegar a Marte, para garantizar —como en los cuentos de Bradbury— la continuación de la humanidad. La colonización del planeta rojo, para el dueño de SpaceX, deberá concretarse alrededor de 2050, con la primera ciudad humana autosuficiente en suelo marciano. ¿El propósito? Crear un asentamiento permanente.

–Reto multiplanetario–
El plan es alcanzar de nuevo la Luna, y desde allí propulsarse a Marte, planeta que reúne las condiciones mínimas (agua, por ejemplo) para ser el nuevo hogar de la humanidad. ¿Qué gobiernos están involucrados en esto? Estados Unidos, Rusia, China y en menor proporción Japón. Elon Musk –un empresario privado– les hace la competencia.

El costo del viaje a Marte bordearía los 10.000 millones de dólares. Toda una ganga si se trata de escapar de la extinción. Pero Musk ha prometido que podría bajar con el tiempo el precio a 200.000 dólares por persona (ida y vuelta).

Aquí es importante recordar las palabras del científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, el padre de la cosmonáutica: “La Tierra es la cuna de la humanidad, pero uno no puede permanecer en la cuna para siempre”. Con ella avisó que debíamos ir más allá de nuestros horizontes.

Ahora el reto es multiplanetario. Ya no se trata solo de alcanzar Marte, sino de extenderse por el sistema solar. Para el doctor en Ciencias Físicas Fernando J. Ballesteros, en La colonización espacial (2017), “queda por evaluar las posibilidades de establecerse en los gigantes gaseosos (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno)”.

Por el momento, hay que quemar etapas. La conquista de las montañas y arenas rojas de Marte está en camino (Rusia anuncia los preparativos de su nave Argo y Elon Musk habla de Starship, una nave que, según él, será capaz de transportar a cien personas hasta el planeta rojo). Allí, si no media ningún obstáculo insalvable, estaremos pronto.

Publicado en El Dominical de El Comercio el 01 de diciembre del 2019



EL GEN INMORTAL

EL MISMO Richard Dawkins consideró que el título podría ocasionar malos entendidos. El gen egoísta no es egoísta, al menos no totalmente. Dawkins es un etólogo inglés, biólogo y divulgador científico que, en 1976, publicó una de sus obras más populares. La tituló El gen egoísta, aunque después se arrepentiría, como advirtió en el prólogo de la segunda edición, pues la hubiera preferido llamar ‘El gen inmortal’, descripción más ajustada a lo que había querido decir. 
El libro propone que somos máquinas vivientes de transportar genes que buscan perpetuarse. Es una aplicación de la teoría de la evolución darwiniana en la biología. Dawkins lo dice en su prefacio para la edición de 1989: “La teoría del gen egoísta es la teoría de Darwin, expresada de una manera que Darwin no eligió pero que me gustaría pensar que él habría aprobado y le habría encantado”. Su foco de estudio —en el que concentró sus esfuerzos y se hizo original— fue el gen que puede hacer copias de sí mismo, replicarse.

—El replicador—
Retrocedamos, para explicar esto, tres o cuatro mil millones de años, cuando todo era un ‘caldo de cultivo’ compuesto de agua, dióxido de carbono, metano y amoniaco. En algún punto del proceso, se formó —según Dawkins— “una molécula especialmente notable”. La llamó el ‘replicador’. Esta se multiplicó, se asoció con otras moléculas afines, compitió y eliminó otras. Para preservarse, termina de explicar Dawkins, “los replicadores empezaron no solamente a existir, sino también a construirse, para ser utilizados por ellos mismos, verdaderos recipientes, vehículos para continuar existiendo. Los replicadores que sobrevivieron fueron aquellos que construyeron máquinas de supervivencia para vivir en ellas”. Es decir, nosotros y las demás especies vivientes.

Para discutir estas ideas, le salió al frente Stephen Jay Gould, biólogo evolucionista, además de paleontólogo. Gould consideraba, a diferencia de Dawkins, que los organismos —las máquinas vivientes—, más que los genes, eran los que importaban. O sea, al revés de lo que sostenía Dawkins.

Ambos, Dawkins y Jay Gould, tenían diferencias respecto a su comprensión de la evolución: el segundo creía en la teoría que había concebido, la del equilibrio interrumpido; esto es, en la ramificación de las especies luego de un periodo de estabilidad y extinción. El primero, en cambio, más propenso a la adaptación y continuidad de estas, la negaba. Este duelo entre los seguidores de Darwin daría forma, posteriormente, al libro de Kim Sterelny, Dawkins vs. Gould (2007).

—El altruismo—
Dawkins deja en El gen egoísta poco margen de maniobra al altruismo. Entiende el sacrificio de unos pocos por los más, como un acto en sí de egoísmo para que los genes se sigan perpetuando. No obstante, desliza un hálito de esperanza. Al final del capítulo 11 dice: “Tenemos la capacidad de desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento… Incluso podemos discurrir medios para cultivar y fomentar deliberadamente un altruismo puro y desinteresado: algo que no tiene lugar en la naturaleza, algo que no ha existido en toda la historia del mundo”.

Han pasado 43 años de su publicación y su impacto todavía se siente entre los iniciados. Uno de ellos, la psicóloga británica Susan Blackmore, en La máquina de los memes (1999), desarrolla el concepto de meme, que lanzó Dawkins en su libro.

—El meme de Dawkins—
Sí, este término tan popular hoy fue un aporte de Dawkins. Apareció en El gen egoísta para explicar la transferencia de información que reside en el cerebro de un individuo a otro. Esto es, la cultura, la cual sigue el proceso de evolución como los genes, pero con muchas más variaciones. 

“Necesitamos un nombre para el nuevo replicador, un sustantivo que conlleve la idea de unidad de transmisión cultural, o una unidad de imitación. Mimeme se deriva de una apropiada raíz griega, pero deseo un monosílabo que suene algo parecido a gen. Espero que mis amigos clasicistas me perdonen si abrevio mimeme y dejo meme”, escribió. 

Dawkins publicó otros libros como El fenotipo extendido (1982), El relojero ciego (1986) —en el que discute la teoría evolucionista de Gould y la del diseño inteligente planteada por los creacionistas— y El espejismo de Dios (2006); pero ninguno tuvo la trascendencia de El gen egoísta. Es de esos libros que marcan la conciencia. Inolvidable.

Publicado en El Dominical de El Comercio el 7 de julio del 2019

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...