sábado, 23 de mayo de 2015
HILDEBRANDT Y SU “CAMBIO DE PALABRAS”
Temido por los políticos de turno durante dos décadas –en las que “reinó” tanto en la prensa escrita como en la televisión con sus programas “Testimonio” y “Encuentro”–, Hildebrandt y sus editores –primero en Mosca Azul y luego en Tierra Nueva– han tenido el tino de reunir este puñado de entrevistas hechas a políticos y escritores importantes, entre ellas las hechas a Víctor Raúl Haya de la Torre y Jorge Luis Borges como las más destacadas.
El llamado “estilo Hildebrandt”, punzante, combativo, que traía la carga de la repregunta, nace de estas refriegas. La impronta de la italiana Oriana Fallaci es notoria en estas entrevistas de colección (aunque el propio autor en la introducción se queje de las “groseras manipulaciones” en las que habría incurrido esta en el oficio). Basta cotejar Entrevista con la historia y Cambio de palabras para encontrar las coincidencias: entrevistas a personajes destacados, cuestionario de preguntas a la mano, recopilación de toda clase de información sobre el entrevistado y lo que no podía faltar: rostro inexpresivo o neutro del entrevistador que no refleje sus intenciones al careado de turno.
Es decir toda la técnica de la entrevista mise en scène.
Hay libros del género, como el de Fernando Ampuero –Gato encerrado– o el de Manuel Jesús Orbegozo –MJO. Entrevistas–, pero ninguno como este. Imprescindible.
Freddy Molina Casusol
Lima, 23 de mayo del 2015
lunes, 18 de mayo de 2015
UNA NOVELA DE MO YAN
I-yĪ
LEER a Mo Yan es descubrir un mundo nuevo. Escritores como Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso han pisado tierras chinas, pero ninguno ha podido trasladar con felicidad esa experiencia en una novela. Mo Yan, de cuya literatura se ha dicho que es muy popular en su país, expone en La vida y la muerte me están desgastando (Kailas, 2010) el budismo y el sistema comunista vigentes en su sociedad. El primero de ellos forma parte de su antiquísima tradición espiritual; y el segundo, de la estructura política dominante. Mo Yan se mueve entre los límites de la crítica y la transgresión. Muy sutilmente ejerce la primera, pero midiéndose calculadamente para no pasar como disidente. El escritor chino instrumentaliza en esta novela el tema de la reencarnación con el cual reviste a sus personajes. Disfraza al terrateniente Ximen Nao –a quien hace pasar innumerables penurias en sucesivas vidas– como burro, buey, cerdo, perro y mono, para hacer una sátira de la justicia. Mo Yan asimismo, como ha ocurrido en nuestra tradición literaria –con Vargas Llosa de protagonista en alguna de sus novelas–, se incorpora en el relato. Aparece en los pensamientos de uno de sus personajes, Ximen, transmigrado en asno, para juzgar su propia obra. Ironiza, pues, consigo mismo. Mo Yan, con esta obra, nos abre las puertas de un espacio literario inexplorado, virgen, todavía por descubrir para ojos occidentales.
II-èr
Ingresar a la literatura de Mo Yan es romper ciertas resistencias culturales. La reencarnación, tema de La vida y la muerte, no es parte de la formación cristiana-occidental. Este es un punto a vencer. Otro es el ambiente de la novela, un poco recargado con los referentes de la Revolución China. El escritor cubre una amplia franja del espectro histórico y generacional en el condado de Gaomi –una especie de Macondo–. Inicia su relato con los drásticos cambios en el campo durante la era de Mao y prolonga esa situación hasta la entrada en el escenario político de Deng Xiao Ping, quien, tras la muerte del Gran Timonel, revierte lo hecho por este. Deng abre la posibilidad de que el agricultor se vuelva independiente. Esto es aprovechado por Lan Lian, quien exhibe una terca insistencia por cultivar la tierra al margen de la Comuna del Pueblo. Hong Taiyue, celoso impulsor de los programas de colectivización del Partido, lo hostiliza por ello. Mo Yan, para tener una idea de su narrativa, es como el Ciro Alegría de El mundo es ancho y ajeno, quien insertó en su novela historias populares identificándose de esta forma con un tipo de lector rural y campestre. El escritor chino usa esta estrategia con naturalidad porque pertenece a ese mundo desde su nacimiento.
Mo Yan juega con los puntos de vista a la hora de escribir La vida y la muerte… Es un buen seguidor de Faulkner. Astutamente convierte la primera persona de la primera parte de su relato en una segunda persona del singular en el segundo capítulo. Con ese giro demuestra su preocupación por mantener la atención del lector. En esta parte del relato asoma más pronunciado el perfil rebelde de Lan Lian. Lian, un campesino independiente, se resiste a integrar la Comuna del Pueblo; no quiere perder su individualidad. Este personaje, en la ficción, es la voz disidente del escritor. Combate las exigencias de Hong Taiyue y sobrelleva las de su propio hijastro Jinlong –hijo de Ximen Nao–, quien molesto por su obstinada postura lo pinta de rojo y exhibe como un contrarrevolucionario por las calles. Hong Taiyue y Lan Lian son la cara y el sello de la historia. Los dos expresan la solidaridad forzada y el egoísmo capitalista conviviendo con aspereza en la comunitaria sociedad china.
Este momento de la historia es una parábola de la libertad y contraviene aquellas voces –como las de la premio Nobel Herta Müller– que señalan a Mo Yan como un escritor incondicional del régimen comunista chino.
IV-sì
Mo Yan en su novela desmiente el discurso oficial maoísta. La sociedad comunista china no es tan feliz como se cree. Puede ser tan cínica y brutal como lo era antes de que apareciera. Allí está Jin Long, hijo de Ximen Nao y esforzado miembro del Partido Comunista, empeñado en acabar con todo vestigio de agricultura independiente, para recordarla cómo es.
V-wŭ
La novela tiene un cierre circular cuando en su última reencarnación Ximen Nao, dejando los restos de odio que albergaba en su corazón en su migración como mono, retorna al mundo de los humanos convertido en el niño Cabeza Grande y vuelve a contar la historia desde un inicio.
Mayo del 2015
lunes, 11 de mayo de 2015
EL GARROTE Y LA ZANAHORIA EN RODRÍGUEZ ELIZONDO
ESPERÓ estar fuera del Perú para descubrir su escondida
aspereza en contra del escritor. Una vez en su tierra natal, y a salvo de los
posibles detractores que podrían haberle salido al frente en el país que lo
acogió durante casi una década, se desató; ensayó un sibilino análisis sobre la
personalidad política de Vargas Llosa. Algo había adelantado en nuestro país
mientras trabajaba en la revista Caretas,
cuando declaró que planeaba hacer una biografía política y literaria del
novelista arequipeño. Incluso había conversado con el novelista para poner en
marcha el proyecto. Pero le salió esto. José Rodríguez Elizondo, a diferencia
de su auscultado (a quien, justamente, le reprocha esa habilidad), fue
“político”. Se camufló entre los peruanos, vivió entre ellos y casi, casi, fue
visto como un connacional más. Sus dotes de analista político del escenario
internacional, le valieron para sobrevivir como periodista. No obstante, vistas
estas dotes a la luz de la distancia, y teniendo a mano los vídeos de Youtube
en donde se lo ve hablando sobre el Perú para la prensa de su país, uno no
puede dejar de pensar que no solo se prodigaba en analizar la coyuntura
extranjera, sino que, de pasada, se dedicaba a observarnos.
Rodríguez Elizondo es inteligente, pero no tanto. Las
costuras de su texto Vargas Llosa:
historia de un parricidio (1993), aparecido primero como artículo en “El
Mercurio” de Chile y luego en forma de librito, se notan. Rodríguez Elizondo
recuerda un poco al Herbert Morote de Vargas
Llosa tal cual. Pero es un poco burdo. Le recuerda al final de un capítulo,
en el que arma una vida paralela para enfrentarlo a Jean-Paul Sartre, su
maestro de juventud, y ante la falta de mayores argumentos, que era un
“dientón”.
“Neoliberalismo”, indica. Ese es el santo y seña usado por la izquierda latinoamericana para descalificar a sus adversarios ideológicos. A partir de esto, se puede colegir que a Rodríguez Elizondo lo que le disgusta en el fondo es que Vargas Llosa sea un “neoliberal”. Eso es lo que lo molesta. Apenas lo disimula con alguna elegancia. Para cumplir con su cometido primero lo halaga y, luego, le asesta una estocada. Es así como recuerda cuando Vargas Llosa lo recibió en su casa y que “hizo un gesto complacido cuando le dije que La guerra del fin del mundo era el equivalente literario de cualquier teoría general en el ámbito de las ciencias sociales”. Pero después cambió. El escritor le hizo un desplante en relación al proyecto de hacer su biografía política, entonces le recordó la vez que Belaunde no aceptó sus condiciones para ser Premier. Rencoroso, pues.
Pero Rodríguez Elizondo, pese a él mismo, no es del
todo burdo. Tiene sus aciertos. Sobre todo en el desempeño de Vargas Llosa en
la campaña electoral del 90. El escritor, efectivamente, se aisló, no tuvo una
comunicación adecuada con su electorado. Se encerró con el núcleo “duro”
–compuesto, fundamentalmente, por sus familiares más cercanos– y desoyó los
consejos de sus asesores británicos de imagen, como se puede leer en el libro
de su hijo Álvaro, El diablo en campaña. Vargas Llosa, pues, no es un político;
es un intelectual. Y eso no es un demérito como lo quiere presentar Elizondo.
Su estilo franco, abierto, colisiona con el lenguaje de los políticos en el que
los grises nunca terminan de ser blancos o negros. Y eso tampoco quiere
reconocer su criticado obsesionado en componer una frase ingeniosa para ganar
la ovación del respetable.
De otro lado, Elizondo opone a Vargas Llosa la figura de su primer maestro, Sartre. Allí, utilizando sus propias palabras, desbarra. Poco faltó para pedirle en ese capítulo –“Demoliendo padres”– que rechace, como el francés, el premio Nobel de Literatura. Eso hubiera redondeado su análisis. El detalle está que, a posteriori, el autor de La Nausea mandó a preguntar, muy discretamente, a la Academia Sueca si todavía podía cobrar el monto del premio. Aunque esto siempre hubiera sido mucho menos grave que lo que anteriormente le pidieron a Vargas Llosa: fingir que donaba los 25.000 dólares del premio Rómulo Gallegos a la guerrilla del Che Guevara, los cuales, por supuesto, les serían devueltos debajo de la mesa. Este tipo de hechos no ha querido recordar Rodríguez Elizondo en su disección. Vaya uno a saber por qué.
Para finalizar este comentario, uno podría dar por
medianamente acertados ciertos cuestionamientos de Elizondo sobre el actuar
político de Vargas Llosa. Por ejemplo, el de su adopción de la nacionalidad
española (doble nacionalidad, porque no renunció a ser peruano). Pero Rodríguez
Elizondo tiene el alma ganada por el rencor. Y eso se nota en todo el texto.
Todo el texto exuda ese aroma.
Freddy Molina Casusol
Lima, 11 de mayo del 2015
LA GRAN USURPACIÓN
ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...
-
Quien nos la vendió se definió a sí mismo como marxista-leninista-maoísta-pensamiento gonzalo. Un título que aun ahora resulta peligroso uti...
-
UNO Durante estos días he tenido oportunidad de leer los dos, y hasta casi tres, primeros capítulos de “La Fiesta del Chivo” y mi primera ...