lunes, 12 de noviembre de 2012

VÍCTOR HURTADO, OTRA VEZ

LA ÚNICA VEZ QUE VI a Víctor Hurtado fue en 1987, más o menos. Yo estaba al fondo, en la última fila, en Salón de Grados de la Casona de San Marcos. ¿El motivo? Hurtado exponía ante un auditorio abarrotado de alumnos y curiosos su peregrina tesis sobre el hayismo-leninismo, con la cual había descolocado a los ideólogos del Apra y de la izquierda más dogmática. ¿Cómo era eso, se preguntaban ambos bandos enfrentados, de meter a Haya y Lenin en un mismo saco? ¿Cómo era eso de conciliar la revolución leninista con el peor de los reformismos representado por Haya? ¿Cómo explicar ese desaguisado? Para eso estaba allí Hurtado, desfasedor de entuertos. Días, o semanas atrás, se la había pasado tratando de explicar el tema. Debatiendo, desde las páginas del semanario Amauta –órgano de prensa del Partido Unificado Mariateguista (PUM)–, se enfrentó en un duelo de ideas con Sinesio López, Carlos Iván Degregori y otros intelectuales de izquierda relacionados con el sector “zorro” (acusado de reformista) de ese partido. Brillante, Hurtado los dejaba fuera de juego con su buen manejo de fuentes. Pero, peor –para ellos–, parecía tener la razón; al parecer Haya había sido un buen discípulo de Lenin –a pesar que la ortodoxia de izquierda lo negara– y Fidel Castro –sí, el barbudo que hizo la revolución en Cuba–, había concretado las ideas del joven Haya que el viejo había traicionado. La izquierda, pues, se sublevaba ante esa posibilidad teórica. Pero Hurtado allí estaba para demostrarlo, para demostrar que el joven Haya proponía un estado antiimperialista camino al socialismo y un frente único de trabajadores manuales e intelectuales, el cual fue traducido por Castro en un partido de masas –que incluía la burguesía– para asaltar el poder. Hurtado, sobre el primer gobierno aprista, escribió: “Sesenta años de espera merecen, al menos, un premio consuelo. Durante décadas, miles de apristas aguardaron que su partido llegase al poder, para que empezara, así la «gran transformación» [cualquier parecido con nuestra actual realidad, es solo eso: parecido]. Pero la historia se entretiene haciendo paradojas. No hay ni habrá revolución aprista en el Perú, antes de 1990. Y, sin embargo, esa revolución ya se produjo. Con éxito brillante, las tesis revolucionarias de Haya de la Torre han pasado la prueba final, definitiva, de la realidad, por lo menos una vez en nuestra América: en Cuba. La Revolución cubana es el homenaje que la historia ha rendido al genio político de Víctor Raúl. Y los apristas tienen en la isla profética, el premio de su espera. «Premio consuelo» tal vez, pero no poco. El joven Haya escribió El antimperialismo y el Apra sobre papeles; el joven Castro, sobre la realidad. Y, en su tiempo, a cada uno le toca mérito igual”. Una herejía que no le perdonaban ni la izquierda ni el Apra a Hurtado. Por eso Hurtado a calzón quitao –y pecho descubierto– había aceptado la invitación para exponer sus ideas en la Casona. Recuerdo que cuando terminó su presentación –tan amena como la de Aníbal Quijano, también conferencista en la velada–, Hurtado pasó a defender con uñas y dientes –y capa en mano– esa nueva piedra de Rosetta llamada “hayismo-leninismo”. En la rueda de preguntas algunos estudiantes sanmarquinos de izquierda lo quisieron hacer resbalar con intervenciones cargadas de dogmatismo y citas fuera de contexto de Marx, Lenin y Mariátegui –destacó en especial uno que era reconocido por el estalinismo de su agrupación, Vanguardia Estudiantil, de la cual, creo, era el único militante–. Hurtado los despachó con facilidad. Luego, con el tiempo, se tomó la molestia de publicar estas ideas en un volumen titulado –como era de esperar– Hayismo-leninismo (Bahía ediciones, 1987), que reunía casi la totalidad de artículos sobre el debate con la izquierda y el Apra. En esas páginas está el joven Hurtado, el hayista-leninista, el seguro seguidor de Marx en Miseria de la Filosofía –del que, creemos, tomó el estilo para escribir sus artículos y sacarles “roncha” a sus adversarios–. En otras palabras, el mejor Hurtado que hemos podido disfrutar en nuestra juventud.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 11 de noviembre del 2012

martes, 30 de octubre de 2012

DIOS, EL AÑO DE LA SERPIENTE Y EL BUDISMO TIBETANO

LA PRIMERA VEZ que contacté con el budismo tibetano fue en el último año de la serpiente (2001). Antes de tomar conciencia de su significado, me la pasé ese año leyendo libros sagrados. La Biblioteca Nacional era mi cuartel. Allí, por las tardes, después del trabajo, y hasta entrada la noche, cuando estaban a punto de cerrar las puertas, me pasaba horas revisando y leyendo textos esotéricos y espirituales. La Biblia, El Corán, el Tao Te King, entre otros, pasaron por mis manos por esas fechas. (La no acción del Tao, las enseñanzas de Confucio y la filosofía oriental terminaron, con los años, atrapándome). Fue en la Biblioteca Nacional, una tarde del año de la serpiente que yo me reencontré con Dios. Durante años, mantenía un militante escepticismo sobre su existencia. Dudaba, no creía viable su presencia. Mi agnosticismo (lo consigno como historia personal) no tenía nada que ver con la universidad donde estudiaba (acusada de atea y revoltosa). Venía de atrás. Una enamorada alguna vez quiso enderezarme, pero no pudo. Mis ironías sobre la manifestación divina en la vida terrestre eran demasiado fuertes para ella. Una tarde, sin embargo, esa postura, se vino abajo. Mirando los anaqueles, como hacía todas las tardes, me topé con un libro. Me llamó la atención el título: Nuevos descubrimientos sobre la reencarnación. Autora: Gina Cerminara. “¿De qué tratará?”, pensaba. Lo saqué, coloqué el señalador en el lugar de donde lo había retirado y me lo llevé a la mesa de lectura. Allí cambió mi vida. Ese libro obró el milagro, me hizo entender, de un modo racional y lógico, la existencia de Dios, desterrando esa idea de Pascal que tenía metida en la cabeza: que no se pierde nada creyendo en Él. Recuerdo cuando leía sus páginas, cómo me impacto la imagen de un gráfico donde se podía apreciar una línea recta partiendo al cielo, y cómo las desviaciones, bruscas, de un lado a otro, indicaban la incorrección de nuestra conducta, la cual nos alejaba de nuestro objetivo final, fundirnos, después de vivir finitas vidas (reencarnación), con Dios. Que ese era el motivo de nuestra existencia; que debíamos seguir un camino de perfección para, luego de un largo aprendizaje, volver, como una gota de agua desprendida, al mar donde el sufrimiento estaba extinguido y alcanzar la vacuidad. Recuerdo que sentí, cuando ya devolví el libro a su lugar, que el vacío espiritual que tenía en el corazón, de pronto se había llenado. Todo era diferente. Tras ir angustiosamente de un lugar a otro, tratando de experimental inútilmente el sentido de la fe, al fin había encontrado un reposo. Ya creía en Dios. Pero casi con la resolución de este problema se presentó otro. ¿Cuál podía ser la mejor senda para acercarme a Él? Fue en ese momento que apareció, en la figura de una amiga, Fanny, el budismo, pero en una de sus versiones más depuradas y avanzadas, la tibetana.

Fanny, una compañera de estudios de la universidad, a temprana edad, veinte o un poco más, decidió dejar una vida de fiestas y diversiones, para asumir una actitud mística y contemplativa. Algunos que la conocían se mofaron de ese cambio y la tildaron de extravagante. (Con los años quedó demostrado cuán equivocados estaban). Fanny, a través de un maestro que la introdujo al mundo del budismo tibetano, incorporó en su vida la compasión, la paciencia y la comprensión del sufrimiento entre los seres humanos. De sus labios escuché por primera vez el significado del samsara. Ella fue quien me dijo que vivíamos en la ignorancia y la ilusión y que todo es impermanencia. “Las personas sufren porque tienen apego”, me decía. Me explicaba cómo en las letras de las canciones –cargadas de sufrimiento y dolor– se reproducía el ciclo del apego. “Y eso escucha la gente”, subrayaba. Fanny durante muchos años viajó y aprendió en diferentes comunidades budistas una manera de vivir donde la calma y el toparse con un eventual enemigo eran entendidos como una oportunidad para cultivar la paciencia. En nuestras pocas pero largas conversaciones (de hecho la más larga que tuvimos duró doce horas), aprendí a admirarla porque sabía sintonizar sus enseñanzas con la vida diaria. Yo que vivía angustiado con mis dramas internos encontraba en ella respuestas lógicas y sabias que me daban tranquilidad. Ella fue quien me hizo tomar atención sobre la astrología y el significado de los animales en el horóscopo chino. Recuerdo que en una charla me preguntó el año de mi nacimiento. Le respondí con una fecha y de inmediato buscó en su memoria. “Serpiente; eres serpiente”, dijo. Yo ni sabía. Luego pasó a enumerar las bondades y defectos del animalito en cuestión. Ya en confianza le conté un hecho que marcó una etapa de mi juventud. Recuerdo que me preguntó el año en que había ocurrido este. Se lo di, añadiéndole, además, más detalles que no había proporcionado nunca a nadie más. Ella, de tramo en tramo, tras escuchar mi relato, sonreía y decía: “Ah, la serpiente, pensando en un plan A, B y C”. Luego se puso enumerar las características astrológicas de mi oponente y dijo. “No, tú ibas a vencer. Las serpientes son buenos estrategas”. “Además ése era tu año (de la serpiente)”. El asunto es que con ella aprendí que la astrología podía ser una buena fuente de conocimiento, para comprender a las personas y entenderme a mí mismo como ser humano.

Con Fanny también ingresó el budismo a mi vida. Ella cultivaba una de sus variantes más depuradas, la tibetana. Ella me enseñó que un enemigo era una buena oportunidad para practicar la paciencia, y que éste no era tal sino un maestro; que lo mejor que uno podía hacer cuando se presentaban situaciones conflictivas era salir de ellas haciendo el menor daño posible; que hay que actuar correctamente en palabra y acción para no arrastrar karmas negativos en vidas futuras; y que hay que hacer méritos para disolver ese karma negativo y así detener la rueda de renacimientos. El budismo que yo aprendí a apreciar a través de Fanny difiere en mucho con el pensamiento de Occidente. Mientras –voy a recordar un ejemplo leído sobre el tema– en la psicología y el pensamiento occidentales se preguntan cuando te ha herido una flecha quién pudo haberla disparado, desde qué dirección vino y cómo está hecha, la elección del budismo es arrancarte esa flecha. Es eminentemente práctico. No tiene un dios al cual venerar ni preceptos que coacten tu libertad. Pero eso no significa que un budista esté reñido con el concepto de Dios cristiano. De hecho, puedes ser budista y cristiano al mismo tiempo. Tal es su flexibilidad. Y ése es su atractivo, pues no está sometido a las rigideces de los dogmas religiosos. Pero no hay que equivocarse –y menos confundirse– si bien el budismo te da un amplio radio de acción, también te indica que hay una serie de principios a seguir para alcanzar un estado de paz interior. Estas son las Cuatro Nobles Verdades (el reconocimiento del sufrimiento, el completo abandono del origen del sufrimiento, la completa cesación del sufrimiento y la verdad del camino que conduce a esta cesación), que tienen su correlato en la noble óctuple senda, la cual guía tu accionar en la vida (entendimiento justo, pensamiento justo, palabra justa, sustento justo, etc.). La anulación del “yo” es uno de los puntos esenciales de su filosofía, porque su anulación está asociada a los estados de conciencia impuros. Es, pues, todo lo contrario a lo que se predica en Occidente, en el que la exaltación del deseo es el motor que mueve muchas civilizaciones modernas (Ludwig von Mises, padre de la Escuela Austriaca de Economía, en su obra La acción humana, la tilda de filosofía del “hombre vegetativo”). ¿Entonces cómo conciliar estas dos posiciones extremas? El Dalai Lama nos explica que esto es posible en la vida cotidiana practicando la compasión, ejerciendo el perdón, desterrando el odio, los celos y la cólera en nuestras relaciones humanas; y que a pesar de todos los apremios existentes en la vida diaria, siempre hay un espacio para orar y meditar aunque sea unos minutos. Sobre todo –y he aquí otra vez su practicidad– porque tiene efectos en la mente: ésta se serena. El budismo tiene dos vertientes: la Mahayana (El Gran Vehículo) y Hinayana (El Pequeño Vehículo). Las dos se diferencian porque en la primera se busca la salvación de todos los seres vivientes, siendo el bodhisattva (una persona que detiene su ingreso a la liberación para salvar más personas) uno de sus instrumentos, en tanto que la segunda busca la salvación individual.

Epílogo

Han pasado casi doce años desde el último año de la serpiente. Durante ese tiempo, debo confesarlo, no he sido un practicante religioso del budismo. Es más, muchas veces lo he abandonado y he vuelto a él. Pero en el balance general debo decir que ha sido beneficioso conocerlo. Me ha ayudado a ser más justo con las personas, porque me ha obligado a pensar en el otro antes de obrar, sea de acción o palabra, negativamente. Me ha hecho mejor persona en algunos aspectos (en otros, soy consciente que debo trabajar mucho). Me ha enseñado a acrecentar mi fe en Dios al asociarlo con el tema del karma negativo, además de hacerme actuar lo mejor posible dentro una línea correcta de conducta (mi problema es que me dejo ganar por los placeres sensoriales). Muchas veces lo combino con el cristianismo –desceñido, claro, de las rigideces del dogma–, lo cual me da mucha calma. Me gustaría aprender más sobre él, insertarme en una comunidad budista de lleno para meditar y pacificar la mente, pero eso lo dejo a Dios: estoy seguro obrará a mi favor.

Freddy Molina Casusol 
Octubre del 2012

viernes, 31 de agosto de 2012

GABO Y FIDEL, UNA AMISTAD INTERESADA

CUANDO EL CRÍTICO peruano Tomás Escajadillo recordó –para rebajarlo– en un artículo (“Vargas Llosa: de incendiario a bombero”. El Nacional, suplemento Primera Línea de 23/8/87) que Vargas Llosa había sido entrevistado por la “muy intelectual” revista ¡Hola!, no pensó que muchos años después García Márquez –con quien comulga ideológicamente– iba a pasarle lo mismo: ser entrevistado por una revista “tan literaria y cultural” como Playboy, como redescubrió el crítico español Ángel Esteban para su libro, escrito al alimón con Stéphanie Panichelli, Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad.

La tesis del libro es muy sencilla: trata de demostrar que Gabriel García Márquez tiene una fascinación por el poder; que el escritor colombiano tiene una predilección por los dictadores y que en el caso de uno de ellos –el más longevo de todos–, Fidel Castro, ha ejercido el papel de secretario –ad honorem– para asuntos de Estado.

Esteban y Panichelli desmoronan en sus páginas la imagen de García Márquez. Lo presentan como un hombre que, olvidándose de sus orígenes modestos en Aracataca, busca –buscaba, porque ahora está enfermo– la cercanía o amistad de presidentes como Torrijos o Felipe Gonzales –a quien recordaba, con no disimulada vanidad, por su nombre–, o personas ligadas al poder.

Es más, siembran dudas de su honestidad, en el sentido de maquillar sus verdaderas intenciones de obtener el premio Nobel, al reproducir fragmentos de un artículo de García Márquez de 1980 –“El fantasma del Premio Nobel”–, escrito dos años antes de la concesión del premio, en cuyo final éste hace oportunos elogios a Artur Lundviskt, entonces secretario permanente de la Academia Sueca –encargado de proponer candidaturas en lengua española, y personaje que le cerró el paso a Borges para obtener tan preciado galardón–, a quien visitó en su casa, regalándole en el citado artículo una remembranza de su persona teñida con el mismo cariño sospechoso que se puede tener hacia un corredor de bolsa.

Pero el libro no sólo trata de Gabo, sino de las miserias de la Revolución Cubana, del caso Padilla, que provocó la ruptura irremediable entre los intelectuales que todavía mantenían una fidelidad al régimen de Castro y aquellos, como Jean Paul Sartre, Susan Sontag y Vargas Llosa, que trataron de salvar su permanencia para luego romper indefectiblemente al comprobar la incompatibilidad entre socialismo y libertad de conciencia (En el 2003, lo hizo el Nobel portugués José Saramago, en el caso de los tres cubanos fusilados tras un fallido intento de escapar de la isla secuestrando varios aviones y una embarcación).

Lo de Heberto Padilla fue espantoso, lo sometieron a una autocrítica pública digna de cualquier tribunal ya no estalinista, sino maoísta de la Revolución Cultural. Una humillación que cualquier intelectual que se haga respetar no podría aceptar, pero que Padilla hizo para salvar el pellejo. Tuvo que desdecirse de sus críticas –de orden literario– a Lisandro Otero –escritor identificado con el proceso revolucionario cubano– y acusarse a sí mismo de introducir la contrarrevolución a través de la literatura. Una barbaridad descrita con pelos y señales en el libro, que a uno le hace preguntarse: ¿Y así todavía hay gentes ligadas a las artes y las letras que, a más de cuarenta años de acontecidos estos hechos, apoya la Revolución Cubana?

El libro de Esteban y Panichelli hace, además, una revisión de la Cuba de Castro, del importante papel que le cupo a García Márquez en la fundación de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños –que contó con una partida del Estado, pero que a pesar de esto ha tenido dificultades para sobrevivir–, así como la participación del escritor en la liberación de Armando Valladares –preso político cubano– y la salida discreta de muchos disidentes cubanos de la isla.

Todo este último papel humanitario del escritor colombiano es puesto cuestión, cuando se hace notar sus silencios en la violación de derechos humanos en la isla; o se hace ver su lealtad incondicional al régimen en el caso del general Arnaldo Ochoa, condecorado con el grado de Héroe de la Revolución, cuyo único pecado fue mantener independencia de criterio frente a Castro, y que fuera fusilado junto a Tony de la Guardia –a quien García Márquez había dedicado El general en su laberinto–, tras ser involucrado sospechosamente en una operación de tráfico ilícito de drogas.

Fidel no se salva tampoco en el libro. Recuerdan su participación oportuna e interesada en el caso del niño balsero Elián González. Fingiendo una identidad de propósitos con el bienestar del niño –que no se notó en el caso del remolcador Trece de Marzo, al que mandó hundir en 1993 con una docena de niños a bordo– Castro manejó el tema como una cuestión de Estado.

En resumen, Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad es un libro desmitificador, un libro que deshuesa a dos figuras importantes del espectro político y literario latinoamericano, y que a pesar de los años transcurridos desde su publicación (2004), merece aún leerse.

Freddy Molina Casusol
Lima, 31 de agosto de 2012

UNA TESIS SOBRE YEROVI

HAY tesis que se convierten en libros como esta de Paulo Piaggi sobre el destacado dramaturgo Leonidas Yerovi, o como la que no muy reciente...