martes, 31 de diciembre de 2013

SUCESOS DE ESCRITURA

ESTE ES el tipo de investigación que luego de ocupar un lugar en los anaqueles de una facultad, adquiere derecho de ciudadanía asumiendo la forma de un libro. En principio le sirvió a su autora como tesis para obtener su licenciatura y, posteriormente, no bastándole ese estatus, ganó la calle para buscar reconocimiento. No conocemos trabajos que hayan dedicado un estudio a la obra de Mario Bellatin, siendo este, para muchos, un autor de culto. Judith Paredes Morales tal vez sea la primera en esta empresa. Ella, usando una curiosa teoría, traída de los estudios de género, llamada Queer, atraviesa la obra del escritor peruano-mexicano. La perfomance de Paredes es bastante aceptable. Cumple –tal como exige Umberto Eco en su famoso libro Cómo se hace una tesis– con revisar críticamente la mayor parte de la literatura existente sobre el tema escogido, exponiendo en el texto claramente sus ideas. Paredes ha sabido circunscribir su campo de acción a dos novelas –Efecto invernadero y Salón de Belleza–. Alrededor de estas versa su exposición. Cuando, por otra parte, uno revisa su libro Sucesos de escritura. Cuerpo y representación homoerótica en la narrativa de Mario Bellatin, uno puede notar que ha habido una buena distribución del material estudiado, un bien cuidado cálculo. Finalmente, su redacción ágil, sin pecar en los excesos de la crítica, asegura, a quienes están interesados –o lo comiencen a estar– en la obra de Bellatin, una buena lectura introductoria del mismo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 31 de diciembre del 2013

jueves, 26 de diciembre de 2013

UN LIBRO SOBRE VARGAS LLOSA

DE LOS CUATRO trabajos aquí publicados sobre Vargas Llosa, el más controvertido es el referido al Diario de Irak. Lo que ha querido decir su autor, Jorge Valenzuela Garcés, sin mala leche, es que el liberalismo entra con balas. Para los desprevenidos hay que recordar que el Diario de Irak es un reportaje del escritor peruano en el que luego de censurar la incursión norteamericana en Bagdad, y ya en el campo de batalla, varía de posición para justificarla. Valenzuela presenta ejemplos de cómo el periodista Vargas Llosa, para defender su nuevo punto de vista, emplea las falacias argumentum ad misericordiam y non causa pro causa con las que intenta convencer de la corrección de sus posiciones. La lectura de Valenzuela es inteligente, fundamentada. No hay el propósito de malquistar al escritor con sus lectores, como sucede con los que le tienen inquina por razones ideológicas. Valenzuela para construir su crítica se vale de un marco teórico que tiene como eje al Max Weber de El político y el científico, de quien toma dos conceptos: la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”[1] Bajo ese esquema de trabajo, que denota rigor en el análisis, aborda el discurso vargallosiano del Diario de Irak y pone en aprietos a quienes desde las veredas del liberalismo siguen las tomas de posición del escritor peruano sobre la política nacional e internacional. Sin embargo, hay que hacer una precisión al autor, las “dinámicas del liberalismo” no tienen nada que ver con “la sincera creencia ideológica en que el destino de los Estados Unidos como el abanderado en llevar la democracia a sangre y fuego en Medio Oriente”, citando a Zizek. Ese rol autoimpuesto de los EE.UU. está aparejado con una visión imperial del mundo. Y una mirada así (como la tuvo el Imperio Romano y el Incaico cuando sometieron a otras naciones) está reñida con el liberalismo que preconiza la coexistencia en medio de las diferencias y la resolución de conflictos dejando a un lado la violencia.
Por último, las otras tres entradas sobre el universo vargallosiano –como la relacionada al escritor en tanto lector de Cien años soledad–, son bastante interesantes. Pero mejor dejo al lector para que saque sus propias conclusiones acerca de este libro –presentado hace poco en el Instituto Raúl Porras Barrenechea– que, desde ya, forma parte de los estudios que analizan la obra y el pensamiento del premio Nobel peruano.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 26 de diciembre del 2013



[1] Sobre el asunto de la responsabilidad del escritor en Vargas Llosa, el crítico José Miguel Oviedo escribió “Vargas Llosa entre Sartre y Camus”, en http://ruc.udc.es/dspace/bitstream/2183/8575/1/CC-05art6ocr.pdf.

sábado, 21 de diciembre de 2013

EL LEÓN VIEJO Y UN JOVEN CRÍTICO

EN 1989 fue presentada para su aprobación en la Facultad de Letras de San Marcos, la tesis de bachiller de Carlos García - Bedoya Maguiña, Para una periodización de la literatura peruana. La tesis fue precedida de sendos elogios del crítico literario Tomás Escajadillo, quien había oficiado de asesor del joven García Bedoya. Escajadillo –que por lo general era circunspecto y de muy poco hablar en las sesiones de Facultad– aquella vez fue muy locuaz, no escatimó elogios para su asesorado, a quien presentó como una joven promesa en los estudios críticos de la literatura peruana. En su alocución destacó que esta durante años había estado bajo el influjo de Luis Alberto Sánchez, cuyo libro La Literatura Peruana estaba plagado de errores, y que trabajos como el del joven García Bedoya eran un aporte para su mejor comprensión. García Bedoya era hijo del distinguido embajador Carlos García Bedoya Zapata. Venía, pues, acompañado del prestigio del padre (los profesores de literatura de San Marcos decían: “el hijo del embajador García Bedoya estudia en la Escuela”).

Luego de las formalidades del caso y las palabras elogiosas del asesor, la tesis fue aprobada sin mayor trámite. El joven García Bedoya ya era Bachiller (en una época cuando para ello era indispensable presentar una tesis). Pasado el tiempo, un año más o menos, encontré en una librería del centro de Lima, la afamada tesis en forma de libro. Había sido publicada en el sello de Antonio Cornejo Polar, crítico de renombre y exrector de San Marcos, Latinoamericana Editores. El joven tesista había recibido un espaldarazo. Cornejo no era cualquier crítico, su nombre se codeaba con el de Ángel Rama, crítico uruguayo que cuestionó a Vargas Llosa en el tema de los demonios literarios cuando este publicó García Márquez. Historia de un deicidio.

Después de pujar el precio con el vendedor, me llevé el susodicho ejemplar. Ya en mi casa, y acomodado en el sofá, me dispuse a leer la tesis que un año atrás había aprobado (ya que era miembro, en calidad de estudiante, del Consejo de Facultad). La primera impresión fue, sin exagerar, de fiasco. Me parecía que esa artificiosa propuesta de periodización de la literatura peruana de García Bedoya no era lo que Escajadillo había dicho en el Consejo: un desarrollo de las ideas literarias de Mariátegui expresadas en sus 7 ensayos, sino que era deudora de la división hecha por Macera en sus Trabajos de Historia (volumen I), que tiempo atrás había leído en la edición especial de la Facultad de Ciencias Sociales. Bueno, me dije, no era la primera vez que se exageraba las bondades de un libro por obra de un apologista, así que lo dejé pasar. La sorpresa vino después. Me llamó mucho la atención la extensa nota final con la que el joven García Bedoya dejaba malparado a Luis Alberto Sánchez, en especial las fechas y datos de nacimiento de ciertos poetas (los de Lauer y Marco Martos, por ejemplo). Algo había adelantado Escajadillo en sus elogios a García - Bedoya Maguiña, de que este había hecho una serie de enmiendos a Sánchez, los cuales habían sido detectados en las sucesivas ediciones de su Literatura Peruana.

Luego de leer la nota y tener la sensación de que se había ensañado –con afanes de lucimiento intelectual, creo– con Sánchez, tuve una inquietud. Echado como estaba en el sofá, me incorporé y fui a mi pequeña biblioteca. Mi padre hacía muchos años atrás había comprado cuando era adolescente, y a instancias mías, La Literatura Peruana de Luis Alberto Sánchez. La abrí, y una por una comencé a cerciorarme si las rectificaciones de García Bedoya concordaban con las que había publicado en su libro. Y con no poco sobresalto descubrí que buena parte de ellas habían sido corregidas por el viejo maestro. ¿Qué había pasado? Cuando veo la fecha de edición, compruebo que era la de 1981 y las correcciones del joven tesista se habían hecho tomando como base la de 1975 (como él mismo lo indicó en su nota). Exaltado por el hallazgo llamé por teléfono a Marco Gutiérrez, profesor de literatura de San Marcos. Al notar mi tono de voz ansioso por el fono, me preguntó: “¿Qué pasa, Freddy”? “He descubierto algo, profesor”, le dije. Y le conté. Luego lo inquirí: ¿Tiene usted La Literatura Peruana de Sánchez”. “Sí”, me dijo. “¿La de 1975?”, volví a interrogar. “No recuerdo”, contestó. ¿Lo puedo visitar en este momento?”, me atreví a decirle. “Ven”, me respondió. Ya en su oficina, me llevó a su estudio y sacó los ejemplares de La Literatura Peruana de Sánchez. Eran los de la edición de 1975. Luego comencé a verificar, una por una, las rectificaciones hechas por el joven García Bedoya en su nota final. Todo estaba bien; pero había un problema. Si él había sido presentado como una joven promesa que iba a enderezar los errores del viejo maestro, ¿cómo podía explicar que para redactar sus puntillosas correcciones a Sánchez, se hubiera basado en la penúltima edición de La Literatura Peruana, la de 1975, y no en la última, la de 1981, donde aquél había corregido buena parte de sus errores? La falta era tan elemental que hubiera hecho sonrojar a cualquier estudiante de los primeros años de Estudios Generales de Letras. Lo peor de todo es que había arrastrado en su error a Cornejo Polar, en cuyo sello, Latinoamericana Editores, había sido publicada la tesis; a Tomás Escajadillo, quien fue asesor de la misma; y a Miguel Ángel Huamán, futuro crítico literario, a quien agradecía la lectura del trabajo (“cuyas incisivas críticas –decía– han ayudado a hacer más riguroso este modesto esfuerzo”). Ninguno se percató de esta “gaffe”.

Tras tomar un café con Marco Gutiérrez y escucharlo lamentarse del carácter sociologizante en el que habían incurrido los estudios literarios[1], me puse a escribir un artículo sobre el asunto, pero me salió tan malo que desistí en publicarlo. Muchos años después –2004–, visitando la librería de San Marcos, me topé con la segunda edición de la tesis del no tan joven García Bedoya. No revisé su contenido porque lo conocía de sobra. Curioso, me fui a la parte final. Para sorpresa mía ya no figuraba la nota que había originado el juicio severo del joven crítico con el viejo maestro. En su lugar los editores habían puesto otra cosa. Advertidos, con seguridad, de que no era conveniente republicarla, la habían suprimido. Eso es lo que imagino.

Todavía tengo en mi casa esa primera edición, esa en la que el entonces joven crítico parecía rectificar al viejo maestro. Cada vez que la veo evoco lo que me dijo alguna vez un amigo: “Freddy, la historia siempre se repite: el león joven quiere derribar al león viejo”.

Siempre, hasta que el león viejo le recuerda, de un zarpazo, cuál es su lugar.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 18 de diciembre de 2013



[1] En 1991, Carlos Arámbulo López, en una nota en la que recuerda a T.S. Eliot y la necesidad de revisar el aparato crítico, escribió: “Decimos esto porque notamos cómo los estudios críticos sobre literatura peruana han sido copados por una vertiente historicista con nombre propio: la de las literaturas heterogéneas propuesta por Antonio Cornejo Polar. A este respecto notamos cómo una ‘nueva’ generación de críticos o aprendices de críticos suscriben, sin mayores aportes personales las tesis (homogéneas) de Cornejo. Citamos como ejemplo el trabajo de Carlos García Bedoya, joven egresado de la UNMSM, seguidor fiel de Cornejo, quien anunciaba en el título de su libro Para una periodización de la literatura peruana un aporte ordenador o que pusiese de manifiesto la imbricación entre las dos secuencias pertinentes con respecto a este tema: la secuencia histórica y la literaria. Finalmente, y como resultado de una fugaz lectura de las tesis de Jauss, la preminencia de lo histórico sobre lo literario es notoria. Su trabajo resulta periodizando más la historia del Perú que la de su propia literatura, no obstante el estudio, forzado, de los trabajos de Ángel Rama, claramente rastreables cuando García Bedoya enfoca el tema de la coexistencia temporal de diversas corrientes literarias”. Y luego de saludar la publicación de la tesis de Camilo Fernández, Las ínsulas extrañas de E.A. Westphalen, remató con lo siguiente: “Desde aquí abogamos por un resurgimiento del ambiente polémico que deseche el compadrismo y la sobonería mutua imperantes en los estudios literarios, lo cual solamente nos conduce por el sendero del abotargamiento mental, la inanez y la repetición simiesca.”. Ver “Nueva crítica y nueva novela”, Carlos Arámbulo López, en Revista, suplemento cultural de El Peruano, 7 de marzo de 1991, C/22.

lunes, 4 de noviembre de 2013

ALGO MÁS SOBRE EUDOCIO RAVINES Y “LA GRAN ESTAFA”

HA IDO al rescate de una de las figuras más odiadas en la política peruana de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. Lo ha presentado como una víctima de la ilusión comunista, la que abandona para abrazar fervorosamente el credo liberal promovido por Pedro Beltrán –en cuyo diario, La Prensa, ocupó una función directriz–. Paul Laurent –director de la revista digital Altavoz– ha escrito un artículo, “Eudocio Ravines, el otro revolucionario”, que es una especie de rehabilitación política de Eudocio Ravines, cuyo nombre es aún, para muchos, sinónimo de “traidor”.
Pero para poner las cosas en su sitio le ha salido al frente Rafael Dummet. Él, en un artículo, “Muchas manos en un plato” –bastante bien informado y enriquecido con variedad de fuentes–, cuestiona que Laurent haya tomado “como simples rumores la afirmación de que Ravines trabajó para la CIA”.
Sin embargo, Dummet tampoco puede exhibir una prueba que confirme esa especulación (anota, a modo de consuelo, que “está a la espera de un trabajo de largo aliento que señale puntualmente la relación entre Ravines y la CIA”[1] ). Opta, para abordar la figura de Ravines, por desarrollar otra línea de análisis: la que demuestra, como veremos más adelante, la intervención de la CIA en la edición, traducción y publicación de la primera edición en inglés de su libro La gran estafa, así como la colaboración de Ravines en ese proceso.

El enfoque de Laurent, por otra parte, es sugestivo porque echa una nueva mirada sobre un personaje político que ha sido cubierto con el manto de lo siniestro. Nunca una voz se ha alzado para interpretar las razones por las cuales Ravines dejó el socialismo, para asumir una defensa del capitalismo y el libre mercado. Siempre fue apostrofado y su nombre vilipendiado por ello.
El único, haciendo un poco de memoria, que abogó por él fue Luis Alberto Sánchez. Eso ocurrió cuando el gobierno de Velasco le quitó la nacionalidad –hecho que lo convirtió en un apátrida–. Sánchez no estuvo de acuerdo con ese despojo.

Dummet ha hecho un interesante trabajo de seguimiento del personaje, ha recogido pesquisas por aquí y por allá, ha atado cabos y convocado a historiadoras como Magdalena Chocano, para demostrar que en la edición, traducción y publicación en inglés de La gran estafa, hubo injerencia de la CIA. Su esfuerzo nos ha recordado el trabajo de sabueso que realizaba Carlos Malpica, quien, en Los dueños del Perú, descubrió los vínculos y nombres de las familias más poderosas del país que eran propietarias de empresas, negocios e inmobiliarias, en territorio nacional.
Sin embargo, ¿eso qué prueba? ¿Demuestra que la CIA le dictó a Ravines lo que tenía que poner en su libro? Ravines, a tenor de lo leído en las primeras páginas de La gran estafa –colgadas en un portal de internet–, no necesitaba que una agencia de espionaje lo indujera a escribir contenidos convenientemente dirigidos. Ya estaba decepcionado del comunismo internacional. Además, cuando los agentes de la CIA –o sus amanuenses encubiertos– tienen conocimiento de la existencia del libro, este ya estaba escrito. Solo se limitan, tal como se puede leer en la investigación de Dummet, a traducirlo del español al inglés para una versión recortada (The Yenan Way) que vio la luz pública en 1951, nada más. Hay que recordar, igualmente, que se vivía los tiempos de la Guerra Fría y todo material o libro que maltratara la figura del adversario ideológico –en este caso la Unión Soviética– era bienvenido; por lo tanto, el trabajo de Ravines cayó a pelo en esa época. De allí su acogida por la CIA para su publicación –como se sospecha– con fondos secretos. Eso de ningún modo prueba que el autor de La gran estafa trabajara directamente para esta agencia como se ha dicho, y se sigue repitiendo, para descalificarlo. Y si colaboró en la traducción –y en todo lo demás– era porque siendo el autor del libro tenía que autorizar que partes se podían cortar –como así sucedió– de la versión española para hacerla asequible al lector en inglés; o para esclarecer el significado de una palabra en castellano antes de ser trasladado al anglosajón, como suele ocurrir cuando se traduce un texto de un idioma a otro.
Lo que pasa es que el autor de “Muchas manos en un plato” no ha querido ser indulgente con Ravines, como, por ejemplo, sí lo ha sido con Norman Thomas, político socialista norteamericano y seis veces candidato a la presidencia de su país, quien pudo haber sido el prologuista del libro de Ravines –y que al final no lo fue por razones que aún se desconocen–, cuando recuerda en su artículo que este “fue presidente de la sección norteamericana del Congreso de la Libertad Cultural, una organización que, muy probablemente, sin que él lo supiera, era también financiada por la CIA”[2]. ¿Por qué no creer que esto mismo –que sirve a Dummet para exonerar a Thomas de cualquier relación con la inteligencia americana–, pudo haber ocurrido con Ravines y que su libro, en lo que atañe a su edición, traducción y primera publicación, “muy probablemente, sin que él lo supiera, era financiado por la CIA”? ¿Por qué para uno sí puede valer este razonamiento y para el otro no?

No obstante, hay que considerar dos cosas:

1) Que, el periodista Juan Gargurevich ha recordado en una nota, “Kit Cachetada Ravines”, que una investigación del The New York Times, fechada el 26 de diciembre de 1977, sobre la relación de la CIA y los medios de comunicación, consignaba el nombre de Ravines “contratado como escritor”; y

2) Que, en la nota 2 del artículo “Ravines, la CIA y el venao” de Silvio Rendón, se puede leer lo que escribió Philip Agee, exagente de la Central de Inteligencia Americana, en su libro Inside the Company. CIA Diary (Bantam Books, New York, 1975) sobre Ravines. Se refiere a él como “propaganda agent” y “penetration agent” (nos fiamos del articulista para consignar los números de página: la 542 en este caso), y como “Peruvian communist who defected from communism to publish book. CIA agent” (p. 649).

Respecto al primer punto, la publicación del The New York Times de dicha fecha dice: “Other publishing houses that brought out books to which the C.I.A. had made editorial contributions included Charles Scribner’s Sons, which in 1951 published “The Yenan Way” by Eudocio Ravines, from a translation supplied by William F. Buckley Jr., who was a C.I.A. agent for several years in the early 1950’s” (Otras casas editoriales que publicaron libros a las que la CIA ha hecho contribuciones editoriales incluyen la casa editorial “Scribner’Son”, que en 1951 publicó “The Yenan Way” de Eudocio Ravines, de una traducción suministrada por William F. Buckley Jr., quien fue un agente de la CIA por varios años a inicios de los 50).

De esto podemos deducir lo siguiente, que lo que afirma el periodista Gargurevich en su nota periodística no es justo –ni equilibrado– en el sentido que ha querido sugerir: de porque Ravines figuraba en el staff de escritores publicados por la casa Scribner ya era un agente de la CIA. Quien estaba identificado como tal era el traductor Buckley y no Ravines. Publicar un libro en una casa editorial que recibe dinero de la CIA, sin que lo sepa su autor, no lo convierte automáticamente en uno de sus agentes.

Respecto al segundo punto, este sí es un señalamiento directo de alguien que estuvo dentro de la agencia y conocía, con cierto grado de seguridad, quién estaba a su servicio. Pero, ¿demuestra que Ravines fue un agente rentado por la CIA para escribir La gran estafa? No, porque si entendemos literalmente lo dicho por Agee, que Ravines era un “comunista peruano que defeccionó del comunismo para publicar un libro (debemos suponer que se refiere a The Yenan Way o La gran estafa en inglés)” y acto seguido lo estampilla con un “agente de la CIA”, uno puede inferir que esto último es consecuencia de lo primero y, como ya hemos visto, el libro –por el cual se le vincula con la agencia– ya estaba listo cuando el traductor Buckley –quien sí era agente– lo encuentra[3]. Además Agee –o la CIA– era un tanto arbitrario a la hora de señalar quién era hombre de la agencia, como veremos a continuación.
Quedan aún por desbrozar dos acusaciones más de Agee en contra de Ravines: la de que cumplía una doble función como agente de penetración y propaganda. Cuando se lee la versión (incompleta) en español de Inside the Company, uno encuentra que el propio exagente de la CIA tipifica como agente de penetración a aquel que se infiltra en las organizaciones comunistas o en las instituciones públicas donde el gobierno norteamericano le interesaba llegar para obtener información. Para ello reclutan gente decepcionada del ideario comunista –un excomunista– a quien convencen para que se reinserte en el partido comunista local, pero esta vez en calidad de informante, por lo cual recibe dinero de la agencia. Como ejemplo Agee relata lo ocurrido en Ecuador –país donde estuvo destacado– con Atahualpa Basantes. Basantes era amigo de Oswaldo Chiriboga –un líder velasquista que informaba por entonces a la CIA de la campaña de Velasco Ibarra en su propósito de volver a la presidencia–. Chiriboga un día informó a la agencia que su viejo amigo Basantes –un ex miembro del PC ecuatoriano– pasaba dificultades económicas. De inmediato, relata Agee, le fue ordenado a Chiriboga que persuadiera a su amigo para retornar al partido. Basantes lo hizo y se convirtió en “consejero” de Chiriboga en los temas relacionados al PCE y la campaña de Velasco; por esa consejería y por alcanzar informes a su amigo –los que luego eran procesados por la inteligencia americana–, y sin que él supiera su origen, Basantes recibía de Chiriboga, “cantidades modestas de dinero” –“técnica clásica de la estación [entiéndase: agencia de la CIA en el país] para establecer una relación de dependencia con un agente en perspectiva”, dice Agee–. El vínculo, posteriormente, se diluyó cuando acabaron las elecciones. Basantes nunca supo que fue “agente de la CIA”. Lo consideraban como tal –y le asignaron un código de identificación– porque pagaban los “consejos” e informes que proporcionaba a su amigo (a quien él cobraba). Así cualquier incauto podría caer en la categoría de asalariado de la CIA.

Visto lo anterior, preguntamos: ¿Fue esta la función que cumplió Ravines en el país, la de un agente de penetración de la CIA? Si se trata de la primera época de su vida, cuando se había “infiltrado” en el Partido Comunista del Perú [4], lo mejor sería decir que era un doble agente, ya que está comprobado que tenía contactos estrechos con la inteligencia soviética (sino cómo habría escapado del hospital Guadalupe, donde estuvo internado en diciembre de 1932, he ido a la URSS sin el apoyo de Moscú); si se trata de la segunda época, cuando era un convencido de las bondades del capitalismo, deberíamos interrogarnos por la capacidad de “penetración” que podía tener si ya estaba identificado por sus excamaradas como un apostata. Por cualquiera de los dos lados, la figura no calza.

¿Era, entonces, Ravines agente de propaganda de la CIA? Volvamos de nuevo a Agee. Él en su libro recuerda de su paso por el Ecuador a Carlos Salgado, “un ex comunista considerado por muchos como un sobresaliente periodista político liberal en el país”. Lo señala como el agente principal encargado para distribuir y ubicar la propaganda de la agencia. Salgado, apunta, tenía una columna que aparecía varias veces por semana en el principal diario de Quito, El Comercio. Indica además que un agente John Bacon le proporcionaba los temas nacionales e internacionales que debía redactar.

Parecería que esto podría encajar en el perfil de Ravines. Él, como Salgado, era un excomunista; y, como Salgado, un periodista político liberal –y anticomunista, si se toma en cuenta los testimonios de los que lo leyeron o sufrieron sus escritos–. Hasta allí todo bien. El problema surge cuando se trata de calzar la imagen de un Ravines recibiendo indicaciones de un agente de enlace de la CIA para destacar ello o aquello en sus artículos de opinión. Él era demasiado independiente y díscolo. Además era un converso al capitalismo, no había necesidad de orientar la ruta de sus artículos, su propio olfato periodístico le decía por donde atacar y qué temas abordar. No en vano había asumido la dirección de La Prensa. A menos que se piense que por ser el “cazarojos favorito de la derecha local”, como recuerda Gargurevich, recibiera una remuneración proveniente de la CIA. Esto último es posible, no hay que negarlo –en especial si se trata de política donde uno nunca puede determinar el verdadero rostro de la gente–. Pero así como se sostiene esto, también lo puede ser el hecho de que este hombre –como al final de su vida confesó– haya querido resarcir auténticamente el supuesto daño que ocasionó cuando era militante comunista. En todo caso, lo que hay, mientras no aparezca una prueba concluyente, es una duda. Y, como sabemos de sobra, la duda siempre favorece al reo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 1 de noviembre de 2013


[1] Hay que recordar que Ravines, tal como Laurent cuenta en un pasaje de su artículo, estuvo internado en el desaparecido Hospital Guadalupe del Callao. De dicho nosocomio fugó gracias al apoyo que recibió de los servicios de inteligencia del Kremlin. Lo que queremos decir es que en ese caso, allí sí no se establecen los vínculos convenientes de Ravines con el espionaje soviético. ¿Por qué? Porque estaba del lado políticamente “correcto.
[2] Vargas Llosa en sus memorias habla de la recepción de fondos de la CIA de este Congreso. Ver capítulo “El intelectual barato”, en El pez en el agua, Mario Vargas Llosa, Seix Barral-Biblioteca Breve, 1993, p. 308.
[3] Tampoco es muy válido creer que Buckley le haya ayudado a escribir La gran estafa. Magdalena Chocano, al respecto, dice lo siguiente: “La noticia sobre la redacción de La gran estafa de la enciclopedia (sobre espías y agentes provocadores) de WendellMinnick, es un poco confusa porque sugiere que Ravines habría escrito la versión castellana con ayuda de Buckley, que tenía un buen conocimiento del castellano, el cual podría incluir la habilidad para escribirlo, pues estudió en México, donde su familia tenía inversiones en el sector petrolero (Chris Weinkopf, “Buckley off thefiring line”, en Frontpagemagazine.com, setiembre, 1999), pero no es creíble que dado el amplio oficio periodístico de Ravines, se hiciera cargo de la redacción en castellano de la obra de este. Además en las cartas del editor J.G. Hopkins, se habla claramente de problemas de traducción del castellano al inglés.” Ver “La memoria tránsfuga: mediaciones estéticas y guerra fría en el testimonio de Eudocio Ravines”, Magdalena Chocano.
[4] El historiador Alberto Flores Galindo ha dicho de él que “fue un cuadro de la Internacional y el comunismo peruano”. Ver “Eudocio Ravines o el militante”, en Obras completas IV, Alberto Flores Galindo, Concytec-SUR, 1996, p. 91.

martes, 8 de octubre de 2013

EL COLEGIO DE PERIODISTAS Y LAS CAUSAS PERDIDAS

LAS ÚLTIMAS NOTICIAS que tuvimos de la existencia de un gremio periodístico en el Perú fue allá por los años ochenta, en un librito editado por el Colegio de Periodistas que tenía estampada la firma de Juan Vicente Requejo, El periodismo en Piura (1983). Antes, por otro libro de Juan Gargurevich, Mito y verdad de los diarios de Lima, supimos de la existencia de dos gremios: la Federación de Periodistas del Perú (FPP) y la Asociación Nacional de Periodistas (ANP), que, como perro y gato, paraban peleándose por ser reconocidas en el medio periodístico peruano –cosa que nunca ocurrió por vivir jaloneadas en rivalidades políticas (una acusaba a la otra de ser aprista; y la otra a la primera de estar alineada con El Comercio, es decir la derecha)–. Una locura. Lo que sí quedaba muy en claro es que cualquiera de las dos que quisiera erigirse como defensora de los periodistas peruanos no alcanzaba la medida necesaria.

Posteriormente, apareció el Colegio de Periodistas con el noble fin de unificar a ambas ramas condenadas a la extinción. Sin embargo, el Colegio volvió a replicar los mismos defectos que sus antecesores: peleas intestinas, acusaciones de malos manejos, etc. Eso ocasionó que mucha gente con buenas intenciones se alejara y que un periodista como César Hildebrandt dijera que no estaba inscrito en sus filas porque hasta el panadero tenía colegiatura. O sea, cualquiera.

El Colegio tuvo un solo momento de brillo. Eso ocurrió en febrero de 1983, cuando Mario Castro Arenas, a la sazón decano nacional, integró la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay, presidida por el escritor Mario Vargas Llosa, quien buscó esclarecer la muerte de ocho periodistas–conocidos ahora como mártires de la prensa peruana– en las alturas de la sierra ayacuchana.

Desde entonces, el gremio que debiera reunir a los periodistas nacionales navega en la inercia. Solo acceden a sus cargos personajes grises, sin mayor relevancia en el ambiente periodístico. A tenor de las recientes informaciones que se tienen de sus próximas elecciones a nivel nacional, el asunto ha empeorado. Hay quienes, respondiendo a intereses de grupo, quieren seguir manteniendo la hegemonía en el Colegio. Vaya uno a saber los motivos que los empujan a ello.

Pero tal vez las cosas no estén tan perdidas. Por allí ha surgido un candidato –¿outsider?– que desde que ha hecho su aparición ha comenzado a recibir adhesiones. ¿Su nombre? Alfredo Vignolo Gonzáles del Valle. Él es un periodista de la vieja escuela, aquella que, a pesar de los estudios universitarios (hizo su carrera en la Universidad de Lima), se hizo fundamentalmente en la calle. Vignolo ha asomado solitariamente para impregnar en estas justas electorales del gremio periodístico una dosis de ética y, por qué no decirlo, de honestidad. No lo conozco personalmente, pero sí he tenido la oportunidad de estar al tanto de su trayectoria en diferentes medios de comunicación de la capital, tanto como director, asesor o jefe de prensa. Es, por tanto, un profesional que ama el oficio y que, como muchos, se subleva ante la posibilidad de seguir viendo al garete esa nave llamada Colegio de Periodistas del Perú.

¿Por qué los afiliados deberían de votar por él y no por otro?, se preguntará alguien por allí. Porque lo otro sería mantener el status quo actual. Esto es, la improvisación y el culto a la personalidad de la actual gestión, las cuales se pueden verificar revisando la página web de la filial de Lima, diseñada exprofesamente para destacar la figura de su actual decano, el señor Óscar Olórtegui. Y porque no hay, en verdad, en el gremio un profesional que defienda a cabalidad los derechos de todos los periodistas peruanos, a pesar de que su Estatuto se lo demanda.

En comparación, por poner un ejemplo, con el Colegio de Abogados de Lima –que ha tenido decanos que incluso han aspirado la presidencia de la República–, el Colegio de Periodistas de Lima nunca ha tenido un periodista de fuste que haya tomado sus riendas. Quien ostenta el cargo en estos momentos es un ilustre desconocido y con escasa trayectoria.

Jorge Luis Borges decía: “A un caballero solo le interesan las causas perdidas”. Tal vez esta sea una de ellas. El esfuerzo quijotesco de Vignolo –denunciando y alzando su voz de protesta en el mar proceloso de la indiferencia– califica en ese rubro. Servirá de ejemplo para contrariar a quienes creen aún en estas elecciones gremiales que la picardía y el sacar ventaja sobre los demás es la norma en este mundo. 

Felizmente, hay gente como él para objetar esta afirmación. Eso reaviva nuestra fe en que las cosas pueden ser muy diferentes. El periodismo y las futuras generaciones de periodistas se lo agradecerán, estoy seguro.

Freddy Molina Casusol
Lima, 8 de octubre del 2013

Crédito de la foto: Diario "La Primera"

lunes, 30 de septiembre de 2013

EL RIVA AGÜERO DE SÁNCHEZ

SON CUATRO los trabajos que me han impresionado sobre la vida y obra de José de la Riva Agüero y Osma. El primero es el de Luis Loayza, Sobre el 900, quien lo estudia en función de la generación novecentista, apuntando a su tesis Carácter de la literatura del Perú independiente; el segundo, es la introducción que el desaparecido historiador César Pacheco Vélez hace para las Obras completas de Riva Agüero, publicadas por la Universidad Católica (en las que curiosamente, si la memoria no me es ingrata, casi ha desparecido toda mención del paso de Riva Agüero por San Marcos); el tercero, es el estudio bastante informado del filósofo Víctor Samuel Rivera publicado en una revista local; y el cuarto es éste, el de Luis Alberto Sánchez, Conservador no; reaccionario, sí, publicado en 1985 y que, hasta hace poco, era inhallable para mí (aunque creo haber leído y atisbado algunas de sus páginas en un ejemplar que encontré en la Biblioteca Nacional, allá por el año dos mil). El opúsculo de Sánchez, a diferencia de los tres anteriores, tiene una ventaja: ser el testimonio directo de una persona que conoció en vida al ilustre aristócrata que fue Riva Agüero. Sánchez en esta su remembranza muy personal, presenta a tres Riva Agüero: el primero, el joven que, con apenas veinte años, deslumbró a sus contemporáneos y presentó en la Universidad de San Marcos su tesis Carácter de la literatura del Perú independiente (1905), que le sirvió para obtener su bachillerato, y que, varios años, después volvió a deslumbrar con su tesis La historia en el Perú (1910) para obtener el doctorado; el segundo, el político implacable que, como ministro de Estado, a cargo de la cartera de Justicia, Instrucción y Culto, durante el gobierno de Benavides, emitió documentos oficiales que, de acuerdo a Sánchez, tenían como propósito extinguir a apristas y comunistas; y el tercero, camino a su prematura vejez política, afincado en la cátedra universitaria primero, y por poco tiempo, en San Marcos, como Presidente de su Instituto de Historia (del que renunció, luego de escribir una carta de protesta por el atropello que habían inferido alumnos apristas y comunistas a Víctor Andrés Belaunde, al impedirle dictar clases en aulas sanmarquinas), y después como profesor en la naciente Universidad Católica (a la cual legó sus bienes, luego de romper con su Alma Mater, San Marcos).

Sánchez pinta a un Riva Agüero dentro del contexto de la época: el asesinato de Sánchez Cerro (por quien Riva Agüero apostó como el “mal menor” en las elecciones de 1931, mientras Víctor Andrés Belaunde votaba por José de la María de la Jara, que lo defendió cuando fue atacado por Luis Fernán Cisneros), el retorno de Leguía al poder (que lo obligó a exiliarse en Europa) y la presidencia del general Oscar R. Benavides –a la que arriba, luego del asesinato del primero–. Para Sánchez hay un claro distingo entre el joven intelectual Riva Agüero, el joven liberal de abolengo, investigador incansable, descriptivo en sus obras (en especial Paisajes peruanos) y el político Riva Agüero, autoritario y soberbio, que ya empezaba a abrazar el fascismo y se oponía a todo lo que oliera a izquierdismo y aprismo (a los que, según él, quería desaparecer), y lucía reconciliado con el catolicismo.

Con esa viveza a la hora de escribir (fruto de su frondosa formación literaria), L.A.S. asimismo hace un retrato, una versión de parte hay que decirlo, salpicado con algunas anécdotas, de Riva Agüero. La primera de ellas es la frustrada cita que no pudo tener el ilustre aristócrata con Víctor Raúl Haya de la Torre, debido a una tardanza del segundo; la segunda, más condimentada, está relacionada al pedido que le hace Riva Agüero a Sánchez para que remita a un pie de página la referencia que hacía éste de la abuela del historiador en un trabajo juvenil (a quien, supuestamente, había agraviado), a cambio de entregarle la Libreta de Servicios de Juan Dávalos, un ilustre antepasado suyo, a quien Miguel de Cervantes Saavedra elogia en su Viaje al Parnaso. Sánchez aceptó el intercambio y fondeó, a lo que Riva Agüero casi llamó “curiosidad de eruditos”, la referencia a la abuela a un pie de página.

Libro de lectura de obligatoria para lo que estén interesados en la vida de este ilustre –y controvertido– intelectual peruano, Conservador, no; reaccionario, sí, es una lectura que no defraudará a quienes paseen por sus páginas y una vieja deuda que, por fin, luego de veintisiete años, he podido saldar en los dos últimos días.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 30 de agosto del 2013

martes, 27 de agosto de 2013

MEMORIAS DE UNA CANTANTE

NO SÉ si es por la traducción o por lo que llaman los literatos la “textualidad” del escrito, pero esta edición de Memorias de una cantante alemana, un clásico de la literatura erótica de ese país, me atrae mucho. Yo anteriormente tenía la edición peruana de Popof, pero, la verdad, no me llamó mucho la atención. Sería el papel de poca calidad –periódico– o, como decía, la traducción; o, tal vez, se me ocurre pensar, que el traductor de esta edición –limpia, tersa, como la piel de una mujer– ha incluido partes que no existían –o de las que no me he percatado o no he leído bien– en la edición peruana –es verdad, rústica y un poco descuidada–. La introducción y el Epistolae Novae de Apollinaire que preceden el texto, el primero bastante erudito y el segundo más laxo, más los prólogos de los anteriores editores, hacen que esta obra tenga la importancia debida. Aunque no existe la plena seguridad que Wilhelmine Schroeder Devrient sea la autora de estas cartas –que en un arranque de emoción Apollinaire las compara con las Confesiones de Rousseau o las Memorias de Casanova–, lo que sí es certero es que todas ellas tienen el sello de una mujer. La femineidad que transmite cada línea es indudable. Wilhelmine, según el editor de la edición francesa de 1911, tenía un carácter fuerte; sin embargo, las cartas que dirige a su amigo muestran a una chica dulce, aunque con un perfil bastante decidido. Ella inicia su periplo sexual bastante jovencita, 14 años, de las “manos” –literalmente hablando– de su prima Margarita, dos años mayor que ella, a quien logra seducir para tener una relación lésbica, la cual, a su vez, fue iniciada en esos juegos amatorios por una baronesa que la llevó a su villa en Ginebra, Suiza. Lo que sí no me gustó, y me causó repulsión cuando la leí en la edición de Popof, fue la escena de sexo con un animal.  Y lo curioso es la aversión de la protagonista a las obras del Marqués de Sade, en especial Justine o los infortunios de la virtud –del cual recuerda varios pasajes para abominar de ellos–, si en algunas escenas se la puede ver utilizando el látigo para atizar una relación sexual o incrementar la voluptuosidad del gozo. El final –como prometía al inicio– parecía que iba a contar la desgraciada relación que tuvo con un amante que la hizo desdichada, pero de esto solo hace un breve bosquejo, casi un interludio. Con todo, con los detalles de sus orgías, de sus partes teñidas de recato, pudibundeces y pequeños descarríos adolescentes, sazonados con ardientes descripciones de corte sexual, Memorias de una cantante alemana es un libro que fluye bien en la mente del lector, aquel que ha tenido –como en los tiempos de la Wilhelmine– la mano vigorosamente ocupada mientras lo leía.


Freddy Molina Casusol 
Lima, 26 de agosto del 2013

miércoles, 21 de agosto de 2013

UN LIBRO DESMITIFICADOR

ESTE LIBRO cumple una labor desmitificadora. Carlos Franqui no es Montaner, a quien el gobierno cubano acusa de terrorista y agente de la CIA. Franqui ha formado parte del proceso revolucionario cubano que llevó a Fidel Castro al poder y, por si fuera poco, ha sido director del periódico Revolución (hasta 1963, año en que fue destituido) durante el régimen castrista. En otras palabras, ha sido testigo directo de los acontecimientos que marcaron una etapa importante en la historia del siglo XX. Alguien se ha referido a él como el último “testigo incómodo” de esa época. Los otros, Camilo Cienfuegos y Huber Matos, por citar dos de los más importantes, ya no se encuentran entre nosotros. El libro de Franqui, Cuba, la revolución: ¿mito o realidad?, es un libro desmitificador. Desmitificador porque presenta a uno de los héroes de sierra Maestra, el “Che” Guevara, como un hombre dogmático, que si no fuera por la aureola mítica que rodeó su desaparición física, hubiera pasado a la historia como uno de los tantos militantes marxistas ganados por la testarudez ideológica. Franqui en las páginas de su libro hace un severo cuestionamiento de su figura, lo responsabiliza, entre otras cosas, del destrozo de la economía cubana al poner en práctica esos ideales socialistas que lo acompañaban desde su juventud, los cuales estaban desconectados de la realidad.
El “Che”, cuenta Franqui, siguiendo su ideario revolucionario consistente en incentivar al trabajador cubano con solo el estímulo moral (intentó suprimir el dinero para las transacciones comerciales), dispuso cuando fue ministro de Industria, por ejemplo, que el pescado capturado en las costas del país fuera a la capital, para de allí redistribuirlo. ¿Las consecuencias? Debido a la falta de un sistema de refrigeración adecuado retornaba en malas condiciones y no podía ser consumido por la población.
Por más que se le dijo que “las leyes de la guerra o de la lucha armada no son las de la paz ni las de la economía posible”, él persistió en el error. Nadie pudo hacerle entender a Guevara que no podía “negar el salario individual, el dinero, la mercancía y las necesidades materiales, y sustituirlos por estímulos morales y anónimos y colectivos”.
Cegado por su anteojera ideológica, anota Franqui, “odiaba el dinero, símbolo del capitalismo”.
Cuando fue retirado de su cargo de ministro, tras su rotundo fracaso como tal, optó por lo que se sentía preparado –hacer la lucha armada en otros países (tomó un avión y se fue al Africa sin despedirse de Fidel)–, en vez de quedarse como burócrata en un puesto del Estado, que era lo que le esperaba.
Desdeñoso con los que se le oponían (los llamaba “pequeños burgueses”), el “Che” Guevara vivía encerrado en sus dogmas ideológicos, que quiso trasladar a la sociedad cubana (militarización de los sindicatos, el hombre nuevo, el retorno a los orígenes del marxismo-leninismo, la necesidad de la revolución mundial, los estímulos morales, provenientes muchos de ellos, afirma Franqui, del troskismo) con resultados desastrosos para la economía de la isla.
Franqui, al escribir este libro, además de dejar un retrato de Guevara y del propio Castro en sus borracheras de poder (describe una escena donde el dictador cubano quiso desaguar el Mar Caribe del sur de Cuba para hacer un lago artificial, idea que quiso vender a unos capitalistas holandeses), ha recordado además sus encuentros con intelectuales como Sartre, a quien –por pedido de Fidel– invitó a La Habana, junto a Simone de Beauvoir, para que viera en la práctica cómo se hacía la Revolución.
Cuenta Franqui que el escritor y ensayista francés se quedó maravillado con lo que vio –su llegada coincidió con un carnaval–, con el reconocimiento popular de su figura –que nunca había sentido en su patria–. Sobre todo se mostraba entusiasta porque se tomaba en cuenta su idea de la “democracia directa”, concepto reflejado en sus escritos.
A pesar de ser advertido por el cubano que esto era momentáneo y se le expusiera muchos peros respecto al proceso cubano, Sartre mantuvo su entusiasmo (que le duro algunos años hasta que rompió con Fidel y Cuba por el caso Padilla).
En fin, el libro de Franqui, Cuba, la revolución: ¿mito o realidad?, que trae entre sus revelaciones lo que pasó con Huber Matos –a quien mandó al encierro por conspirador, cuando en realidad lo que había ocurrido es que Matos estaba en desacuerdo con la infiltración comunista en el Ejército–, es un libro desmitificador. Es un libro que podrá leer con placer quien gusta leer con ojos abiertos la historia: con el placer de los que buscan la verdad en ella.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 21 de agosto del 2013

jueves, 8 de agosto de 2013

UNA PASIÓN ARROLLADORA, LAS CARTAS DE MANUELITA SÁENZ Y SIMÓN BOLÍVAR

SABÍA, por múltiples referencias históricas, del amor existente entre Manuelita Sáenz y el Libertador Simón Bolívar, pero no ha sido hasta ahora, cuando he tenido sus cartas entre mis manos, que he podido aquilatar la pasión arrolladora que vivieron ambos personajes, todo esto en el marco de la revolución independentista americana.

Una mujer brava

Manuelita Sáenz, la quiteña que domesticó el corazón del Libertador, la amante que traspiraba en la piel de Bolívar, era una mujer brava. Eso el mismo libertador lo cuenta en un testimonio recogido por su secretario Perú de Lacroix cuando, en alguna oportunidad, ella halló la prueba de su infidelidad: «Ella encontró un arete de filigrana debajo de las sábanas, y fue un verdadero infierno. Me atacó como un ocelote, por todos los flancos; me arañó el rostro y el pecho, me mordió fieramente las orejas y el pecho, y casi me mutila. Yo no atinaba cuál era la causa o argumentos de su odio en esos momentos y, porfiadamente, me laceraba con esos dientes que yo también odiaba en esa ocasión. Pero tenía ella razón: yo había faltado a la fidelidad jurada, y merecía castigo. Me calmé y relajé mis ánimos y cuando se dio cuenta de que yo no oponía resistencia, se levantó pálida, sudorosa, con la boca ensangrentada y mirándome me dijo: “¡Ninguna, oiga bien eso señor, que para eso tiene oídos: ninguna perra va a volver a dormir con usted en mi cama (enseñándome el arete)! No porque usted lo admita, tampoco porque se lo ofrezcan. Se vistió y se fue.”»

Así era Manuelita de posesiva con el objeto de su deseo.

La bella y el señor 

“Mi bella Manuelita”, “Mi adorada”, “Mi benevolente y hermosa”, así adornaba el Libertador los encabezados de sus cartas a la Sáenz. Ella, por su parte, le respondía con un formal “Muy señor mío” o “Simón, mi hombre amado”.

Se escribían desde distantes lugares. Chuquisaca, Huamachuco, Huaraz, Huancayo, Pucará, Cusco, Potosí, Lima, Arequipa y Bogotá, fueron testigos de esa pasión desbordada. Mentalmente vivían encadenados uno al otro. Y cada sablazo por la liberación de América (Bolívar la nombró Capitán de Húsares y luego, a pedido de José Antonio de Sucre, Coronel) era, literalmente, un sablazo de amor que compartían luego ellos en la cama.

Pero, ¿cómo se conocieron? En su diario la propia Manuelita Sáenz lo evoca. Fue un 16 de junio del año 1822, en la ciudad de Quito, ciudad en la que el Libertador hizo una entrada triunfal. La Sáenz ese día, cuenta, que en un arranque de emoción arrojó un ramo de flores, con la intención de que cayera al frente del caballo de Bolívar; pero la fortuna hizo que golpeara el pecho de este. Él, en lugar de molestarse, fijó la vista en ella y la saludó con el sombrero pavonado que tenía en la mano, provocando la envidia de todos los presentes, entre estos sus familiares y amigos. Esa noche, en un baile que se dio en su honor, y al cual ella había asistido, él la reconoció y le dijo: “Mi estimada señora, ¡Si es usted la bella dama que ha incendiado mi corazón al tocar mi pecho con su corona! Si todos mis soldados tuvieran su puntería, yo habría ganado todas las batallas”. Toda la galantería de Bolívar estuvo condensada en ese cumplido.

Por supuesto, Manuela quedó prendada de él y ató su destino con la causa de América que enarbolaba Bolívar.

Amiga, compañera y amante 

Manuelita Sáenz, a partir de entonces, fue su amiga, su compañera y su amante. Secundaba los más caros proyectos de Bolívar en tierras americanas y lo protegía de la perfidia de sus adversarios. Uno de ellos, para la Sáenz, fue Francisco de Paula Santander, a quien señaló como el jefe de una conspiración para acabar con la vida del Libertador.

Pero, ¿qué fue ella para Bolívar? La propia Manuelita lo cuenta: “Un amigo muy querido me preguntó qué había sido yo para el Libertador: ¿una amiga? Lo fui como la que más, con veneración, con mi vida misma. ¿Una amante? Él lo merecía y yo lo deseaba y con más ardor, ansiedad y descaro que cualquier mujer adore a un hombre como él. ¿Una compañera? Yo estaba cerca de él, apoyando sus ideas y decisiones y desvelos, más, mucho más que sus oficiales y sus raudos lanceros”.

Estas cartas de amor entre Manuelita y Simón nos develan este misterio. El gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y la Editorial El perro y la rana han tenido a bien lanzar una edición extraordinaria de medio millón de ejemplares de Las más hermosas cartas de amor entre Manuela y Simón (2010), uno de los cuales ha llegado, viajando de aquí a allá y yendo, con seguridad, de dueño en dueño, a un puesto de libros viejos en el centro de Lima, donde lo hemos adquirido. Un feliz acontecimiento que ahora como devoto lector de este epistolario deseo celebrar.

Freddy Molina Casusol
Lima, 8 de agosto del 2013

viernes, 28 de junio de 2013

HANNA ARENDT EN JERUSALÉN

ADMIRO a Hanna Arendt porque decía lo que pensaba. Dijo que el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann era un individuo mediocre, insignificante, incapaz de percibir lo que era el bien o el mal; un individuo que solo tenía como aspiración el ser reconocido por sus superiores por su diligente participación en la Solución Final, la que llevó a los judíos a las cámaras de gas. Por decir eso, y no seguir la línea de pensamiento que le dictaba que Eichmann era un monstruo, un criminal sin piedad, un ser malévolo en esencia, se echó encima a la sociedad alemana y judía de su tiempo y perdió amigos. Eso es digno de elogio, sobre todo porque lo más fácil para ella hubiera sido seguir la opinión de la mayoría y no complicarse la existencia. Pero no, Arendt, fiel a sus principios de pensar por sí misma, dejó a un lado los prejuicios y describió de la forma más imparcial posible lo que en su opinión era una especie de juicio montado. En su “Informe sobre la banalidad del mal” (1963) –publicado en el “New Yorker” y, posteriormente, en forma de libro con el título Eichmann en Jerusalén (De Bolsillo, 2008)– hay cosas increíbles. Relata que los propios judíos no fueron solidarios entre ellos mismos en Holanda cuando la persecución nazi se había intensificado por Europa, distinguiendo entre los nacidos allí y los que venían de otras partes (la diáspora obligó a muchos de ellos fueran a buscar refugio en otros países, lejos de las leyes antisemitas impuestas por el régimen nazi). Esto se debió, cuenta Arendt, a “la falsa creencia de que los judíos alemanes y extranjeros serían víctimas de las deportaciones, lo cual permitió que las SS gozaran de la ayuda de una fuerza de policía judía, además de la policía regular”. O sea, una vergüenza para el pueblo judío. Cosa muy diferente, repara ella, de lo sucedido en Dinamarca, donde el pueblo danés y su gobierno pusieron una serie de obstáculos para llevárselos a los campos de concentración, y en la que la conducta de los judíos daneses fue muy solidaria. Hanna Arendt en su Informe cuestionó la conducta teatral del fiscal Hausner, así como la orientación de un proceso que tenía ya una sentencia anticipada: la de culpabilidad del encausado (que lo era y Arendt nunca lo negó, pero lo que se resistía a aceptar era lo grotesco del procedimiento). “En Israel –escribió–, como en casi todos los países del mundo, todo los acusados son inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Pero en el caso de Eichmann, lo anterior era una evidente ficción jurídica”. Su valiente actitud siguió la tradición de un Emile Zola o un Víctor Hugo, quienes prestigiaron su rol de intelectuales hurgando en el humor de la sociedad que les correspondió vivir. Hanna Arendt, que pidió al “New Yorker” ir a Jerusalén para ver con sus propios ojos a uno de los principales acusados de la matanza de los judíos, forma desde entonces parte de ella.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 27 de junio del 2013

viernes, 31 de mayo de 2013

UCHURACCAY Y UN LIBRO, TREINTA AÑOS DESPUÉS














EL DOMINGO 30 DE ENERO de 1983, la teleaudiencia peruana se vio sacudida en horas de la noche por una noticia de último minuto. Ocho periodistas de diferentes medios de comunicación escritos habían sido encontrados muertos en cuatro tumbas dobles en la comunidad andina de Uchuraccay. Con ellos también había caído asesinado Juan Argumedo, el guía de la expedición. Días atrás el gobierno de Fernando Belaunde había informado que miembros de Sendero Luminoso, organización subversiva que había declarado la guerra al estado peruano, habían sido linchados por los comuneros en la zona de Huaychao. Eso fue tomado por el gobierno como un síntoma positivo en su lucha contra la subversión. Los periodistas fueron a averiguar qué de cierto había en esta noticia. No sabían que iban a su última comisión. Ese domingo, recuerdo, estaba viendo la televisión con mi padre, cuando de pronto se conoció la información. Casi en el acto se pudo ver en la pantalla al reportero del programa Panorama, César Hildebrandt, descender de un helicóptero. Minutos después la cámara dirigía la mirada del televidente hacia unos bultos negros. Estos contenían los cuerpos inertes de los periodistas Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez, Félix Gavilán, Jorge Luis Mendívil, Willy Retto, Octavio Infante, Jorge Sedano y Amador García. Los tres primeros pertenecían a El Diario de Marka, los dos segundos a El Observador; mientras que el antepenúltimo y penúltimo pertenecían a Noticias de Ayacucho y La República, respectivamente. (García, el último de la serie, era de la revista Oiga). Todos laboraban –a excepción del fotógrafo de Oiga– en diarios de oposición al gobierno. Todavía recuerdo, en una mezcla de curiosidad y asombro, cómo ese domingo por la noche, la cámara iba enfocando las tumbas en las que fueron enterrados los periodistas, y cómo Hildebrandt, peleando con el viento que insistía en despeinarlo, narraba el descubrimiento. En eso, cuando no terminaba de digerir mi estupefacción, el camarógrafo enfocó el rostro cuarteado y los ojos vidriosos, semiabiertos y sin vida, de Willy Retto. Le habían destapado el cráneo de un hachazo, y sus sesos, según contó luego un periodista de un canal de la competencia, habían sido devorados por sus asesinos. Para explotar el morbo y acicatear la imaginación del televidente, se mostró posteriormente el interior de una choza y la vasija donde esto habría sucedido.

Días después, acorralado el gobierno por los medios de comunicación donde laboraban los hombres de prensa caídos –a quienes ya llamaban “Los mártires de Uchuraccay”–, convocó al prestigioso escritor Mario Vargas Llosa para que presida una comisión a fin de esclarecer lo ocurrido y encontrar a los responsables. “La comisión investigadora de los sucesos de Uchuraccay” –como así se llamó– empezó sus funciones el 4 de febrero de 1983. Para ello buscó el auxilio de antropólogos, sociólogos, lingüistas y abogados. Estuvo integrada, aparte del propio Vargas Llosa, por Mario Castro Arenas, a la sazón Decano del Colegio de Periodistas del Perú, y el doctor Abraham Guzmán Figueroa, un antiguo penalista. La entrega del informe de la comisión ocurrió un mes después en Palacio de Gobierno. Allí se pudo ver al escritor enfundado en un terno impecable dando a conocer al Presidente lo actuado por la comisión. Para algunos, el Informe, con sus verdades “absolutas” y “relativas”, no aclaró nada. Para otros añadió confusión. Y para otros, los más recalcitrantes, sirvió para sustraer la mirada de los verdaderos culpables: los miembros del ejército que supuestamente alentaron –con fines nunca aclarados– la matanza de los periodistas hecha por los campesinos, y de cuya autoría no había la menor duda. Fue, precisamente, a los recalcitrantes, a quienes más irritó la principal conclusión a la que arribó la comisión: que los campesinos se confundieron y que todos éramos culpables por haber dejado en el olvido a estos compatriotas en los Andes, quienes viviendo en el siglo XIX, por no decir el siglo XVII –en palabras de la comisión–, vivían escindidos del Perú Oficial, aquel que ya transitaba por entonces el siglo XX.





Los sucesos de Uchuraccay marcaron mi juventud. Por esos días yo quería ser periodista, quería ser como Hildebrandt que entrevistaba y dejaba mal parados a sus entrevistados con sus preguntas acuciosas e inquisidoras. Pero luego de lo de Uchuraccay sentí algunos reparos; me di cuenta que era muy peligroso serlo. Por esas fechas, El Diario de Marka establecía como hipótesis que en la muerte de los periodistas estaban involucrados miembros del ejército –“sinchis”–. Para sostener esto último esgrimía como prueba las fotos recién descubiertas de Willy Retto, en las que, al entender de este medio, se podía ver la imagen de un forastero cubierto con un poncho, que tapaba unos zapatos y pantalones que no correspondían a la vestimenta habitual de un comunero. La verdad es que por más que esforcé mis ojos de adolescente en ver lo que me decía El Diario que había, nunca vi nada que corroborara esa afirmación. Lo que yo creo es que, guiados por algún fenómeno óptico, los periodistas de El Diario vieron lo que su imaginación –o el mandato ideológico– los empujaba a ver: un miembro del ejército detrás de la matanza, para así responsabilizar al gobierno y dejar mal parada a la Comisión Investigadora. Si, en el supuesto negado, hubiera existido alguno, entonces por qué un oficial de la marina habría de entregar al fiscal del caso, Flores Rojas, el rollo –los primeros encontrados habían sido hallados "vírgenes"– con las imágenes de Retto previas a la matanza y con esto incriminar a un miembro de las fuerzas armadas. ¿Lo lógico no era, sospechando esto, desaparecer esta prueba?


Durante años el caso Uchuraccay vivió en la mente de los peruanos. Quien se encargó de recordarlo en cada aniversario, fue el antropólogo Rodrigo Montoya. Él, en su columna de La República, trataba de defender a los campesinos de las acusaciones de salvajismo que recaían sobre ellos y de paso refutar las conclusiones de la “Comisión Vargas Llosa” –así bautizada por la prensa la comisión investigadora[1]. Curiosamente por esos días, un arqueólogo, el doctor Luis Guillermo Lumbreras, de insospechada posición de izquierda, dio algunas declaraciones que, indirectamente, daban la razón a la Comisión Investigadora: que los campesinos se habían confundido y habían matado a los periodistas por error. Él dijo que: “Los campesinos habían actuado bajo condiciones de estímulo que los indujo a realizar esto [la matanza] con la esperanza de que iban a ser premiados. Ellos esperaban, es evidente, que como en el caso de Huaychao, se les felicitara, se les premiara”. Y más adelante añadió: “A mí nadie me quita de la cabeza que los campesinos, aparte del estímulo sicológico a partir de una descripción de los presuntos enemigos senderistas, también tuvieron estímulo del alcohol”. Explicó además: “Creo que hay un factor de temor. Y factor de temor absolutamente lógico frente a un enemigo desconocido”[2]. Algo similar escribió el periodista Gustavo Gorriti en la revista Caretas tres días después de los trágicos sucesos, cuando no existía ninguna comisión investigadora de por medio: “Es posible, dolorosamente posible, que en esas horas, los ocho periodistas limeños y ayacuchanos que habían salido un día antes de Huamanga, para dirigirse a Uchurajay y Huaychau, hayan sido atacados y muertos por la turba de comuneros que –en un estado frenético de temor– los habrían confundido con otro grupo incursor de Sendero”[3]. No hay mención, en opinión del periodista y del investigador social, de personas extrañas ajenas a la comunidad ni rondas “paramilitares” alentadas por el ejército como se sostuvo luego.

La tragedia de los periodistas peruanos fue explotada políticamente. El clímax de esa utilización barata de las muertes de quienes intentaron cumplir con su deber periodístico, fue en 1990 cuando en el debate presidencial entre Vargas Llosa y Fujimori, se vio a las viudas de los periodistas vestidas de negro en la primera fila del auditorio del Centro Cívico, lugar donde se realizó este. Fueron llevadas allí para intimidar con su presencia al escritor, como una burda manera de reprocharle el supuesto encubrimiento de los verdaderos responsables de la masacre –el ejército–, en el que él, prestando su figura de escritor famoso, habría sido participe. Luego Vargas Llosa, en sus memorias que daría a conocer tres años después, contó cómo una de las viudas, la de Jorge Sedano, asqueada por lo que las habían obligado a hacer los verdaderos “traficantes de cadáveres”, había ido a su casa para decirle, en presencia de periodistas que cubrieron la información, que iba a votar por él. Pero ese sacrificio de Alicia Sedano no sería suficiente. Como la historia ya consigna, Vargas Llosa perdería esa elección.



Han pasado exactamente treinta años desde que fueron descubiertas las tumbas que contenían los restos de los periodistas en Uchuraccay, y hasta ahora no hay un solo libro que arme las piezas del rompecabezas y desentrañe el misterio que significó sus muertes. A excepción de uno, el de José María Salcedo, más conocido como “Chema”. El de Salcedo es una estupenda crónica que reconstruye paso a paso el itinerario de los periodistas los días previos a la tragedia. Desde su posición privilegiada de director de El Diario de Marka, “Chema” Salcedo tuvo la oportunidad de acceder a las primeras informaciones que daban cuenta del destino fatal de los periodistas peruanos. Su relato palpitante revive la atmósfera de violencia que vivía el país, con un Sendero Luminoso sembrando bombas por doquier y un clima de violencia que parecía devorarnos. Aparte de este libro existe un par más, el de Juan Cristóbal –que es una reunión de artículos sobre el caso– y el de Guillermo Thorndike –que recoge las fotos de la masacre–, luego nada. Por tanto, el libro de José “Chema” Salcedo, oportunamente llamado Las tumbas de Uchuraccay (1984) es una pieza excepcional, es el testimonio de parte de un periodista metido de lleno en los detalles de la tragedia. Ameno, con una prosa periodística que hace placentera su lectura, para escribirlo el exdirector de El Diario tuvo el trabajo de recoger cuarenta testimonios y recorrer en compañía del periodista Luis Morales los mismos lugares donde estuvieron los ocho periodistas, esto es el Hostal Rosa en Ayacucho y la ruta hecha por ellos antes de ser asesinados. Ahora el libro –como el Informe de la Comisión Investigadora– se ha convertido en ineludible referencia para cualquiera que quiera indagar sobre lo que ocurrió un 30 de enero de 1983, en ese paraje helado e inhóspito de los Andes llamado Uchuraccay.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 30 de mayo del 2013

Post Scríptum

Las últimas noticias de la tragedia las proporcionó este año la hija del guía Juan Argumedo, Rosa Luz Argumedo. Ella, ahora hecha una profesional en Psicología, reclama que se le otorgue el mismo status a su padre como el que se la ha dado a los periodistas muertos: el de ser una víctima más de la masacre.

Crédito de las imágenes:

Caretas

http://www.podestaprensa.com/2010_01_01_archive.html


[1]Ver “Los campesinos no son salvajes”,  5 de febrero de 1983; “Pese a todo sabremos la verdad”, 26 de enero de 1984; “Uchuraccay, dos años después”,  26 de enero de 1985; “Uchuraccay, cuatro años después”,  15 de febrero de 1987.

[2] Ver entrevista de Mario Campos a Luis Guillermo Lumbreras, en “Domingo” (Informe exclusivo) de La República, 6 de marzo de 1983, p. 7.

[3] Ver "Trágicos linchamientos", Gustavo Gorriti, en Caretas, p. 23.

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...