martes, 31 de diciembre de 2013
SUCESOS DE ESCRITURA
Freddy Molina Casusol
Lima, 31 de diciembre del 2013
jueves, 26 de diciembre de 2013
UN LIBRO SOBRE VARGAS LLOSA
Por último, las otras tres entradas sobre el universo vargallosiano –como la relacionada al escritor en tanto lector de Cien años soledad–, son bastante interesantes. Pero mejor dejo al lector para que saque sus propias conclusiones acerca de este libro –presentado hace poco en el Instituto Raúl Porras Barrenechea– que, desde ya, forma parte de los estudios que analizan la obra y el pensamiento del premio Nobel peruano.
Freddy Molina Casusol
Lima, 26 de diciembre del 2013
sábado, 21 de diciembre de 2013
EL LEÓN VIEJO Y UN JOVEN CRÍTICO
EN 1989 fue presentada para su aprobación en la
Facultad de Letras de San Marcos, la tesis de bachiller de Carlos García -
Bedoya Maguiña, Para una periodización de la literatura peruana. La tesis fue
precedida de sendos elogios del crítico literario Tomás Escajadillo, quien
había oficiado de asesor del joven García Bedoya. Escajadillo –que por lo
general era circunspecto y de muy poco hablar en las sesiones de Facultad–
aquella vez fue muy locuaz, no escatimó elogios para su asesorado, a quien
presentó como una joven promesa en los estudios críticos de la literatura
peruana. En su alocución destacó que esta durante años había estado bajo el
influjo de Luis Alberto Sánchez, cuyo libro La Literatura Peruana estaba
plagado de errores, y que trabajos como el del joven García Bedoya eran un
aporte para su mejor comprensión. García Bedoya era hijo del distinguido
embajador Carlos García Bedoya Zapata. Venía, pues, acompañado del prestigio
del padre (los profesores de literatura de San Marcos decían: “el hijo del embajador
García Bedoya estudia en la Escuela”).
Luego de las formalidades del caso y las palabras
elogiosas del asesor, la tesis fue aprobada sin mayor trámite. El joven García
Bedoya ya era Bachiller (en una época cuando para ello era indispensable presentar
una tesis). Pasado el tiempo, un año más o menos, encontré en una librería del
centro de Lima, la afamada tesis en forma de libro. Había sido publicada en el
sello de Antonio Cornejo Polar, crítico de renombre y exrector de San Marcos,
Latinoamericana Editores. El joven tesista había recibido un espaldarazo.
Cornejo no era cualquier crítico, su nombre se codeaba con el de Ángel Rama,
crítico uruguayo que cuestionó a Vargas Llosa en el tema de los demonios
literarios cuando este publicó García Márquez. Historia de un deicidio.
Después de pujar el precio con el vendedor, me llevé
el susodicho ejemplar. Ya en mi casa, y acomodado en el sofá, me dispuse a leer
la tesis que un año atrás había aprobado (ya que era miembro, en calidad de
estudiante, del Consejo de Facultad). La primera impresión fue, sin exagerar,
de fiasco. Me parecía que esa artificiosa propuesta de periodización de la
literatura peruana de García Bedoya no era lo que Escajadillo había dicho en el
Consejo: un desarrollo de las ideas literarias de Mariátegui expresadas en sus
7 ensayos, sino que era deudora de la división hecha por Macera en sus Trabajos
de Historia (volumen I), que tiempo atrás había leído en la edición especial de
la Facultad de Ciencias Sociales. Bueno, me dije, no era la primera vez que se
exageraba las bondades de un libro por obra de un apologista, así que lo dejé
pasar. La sorpresa vino después. Me llamó mucho la atención la extensa nota
final con la que el joven García Bedoya dejaba malparado a Luis Alberto
Sánchez, en especial las fechas y datos de nacimiento de ciertos poetas (los de
Lauer y Marco Martos, por ejemplo). Algo había adelantado Escajadillo en sus
elogios a García - Bedoya Maguiña, de que este había hecho una serie de
enmiendos a Sánchez, los cuales habían sido detectados en las sucesivas
ediciones de su Literatura Peruana.
Luego de leer la nota y tener la sensación de que se
había ensañado –con afanes de lucimiento intelectual, creo– con Sánchez, tuve
una inquietud. Echado como estaba en el sofá, me incorporé y fui a mi pequeña
biblioteca. Mi padre hacía muchos años atrás había comprado cuando era
adolescente, y a instancias mías, La Literatura Peruana de Luis Alberto
Sánchez. La abrí, y una por una comencé a cerciorarme si las rectificaciones de
García Bedoya concordaban con las que había publicado en su libro. Y con no
poco sobresalto descubrí que buena parte de ellas habían sido corregidas por el
viejo maestro. ¿Qué había pasado? Cuando veo la fecha de edición, compruebo que
era la de 1981 y las correcciones del joven tesista se habían hecho tomando
como base la de 1975 (como él mismo lo indicó en su nota). Exaltado por el
hallazgo llamé por teléfono a Marco Gutiérrez, profesor de literatura de San
Marcos. Al notar mi tono de voz ansioso por el fono, me preguntó: “¿Qué pasa,
Freddy”? “He descubierto algo, profesor”, le dije. Y le conté. Luego lo
inquirí: ¿Tiene usted La Literatura Peruana de Sánchez”. “Sí”, me dijo. “¿La de
1975?”, volví a interrogar. “No recuerdo”, contestó. ¿Lo puedo visitar en este
momento?”, me atreví a decirle. “Ven”, me respondió. Ya en su oficina, me llevó
a su estudio y sacó los ejemplares de La Literatura Peruana de Sánchez. Eran
los de la edición de 1975. Luego comencé a verificar, una por una, las
rectificaciones hechas por el joven García Bedoya en su nota final. Todo estaba
bien; pero había un problema. Si él había sido presentado como una joven
promesa que iba a enderezar los errores del viejo maestro, ¿cómo podía explicar
que para redactar sus puntillosas correcciones a Sánchez, se hubiera basado en
la penúltima edición de La Literatura Peruana, la de 1975, y no en la última,
la de 1981, donde aquél había corregido buena parte de sus errores? La falta
era tan elemental que hubiera hecho sonrojar a cualquier estudiante de los primeros
años de Estudios Generales de Letras. Lo peor de todo es que había arrastrado
en su error a Cornejo Polar, en cuyo sello, Latinoamericana Editores, había
sido publicada la tesis; a Tomás Escajadillo, quien fue asesor de la misma; y a
Miguel Ángel Huamán, futuro crítico literario, a quien agradecía la lectura del
trabajo (“cuyas incisivas críticas –decía– han ayudado a hacer más riguroso
este modesto esfuerzo”). Ninguno se percató de esta “gaffe”.
Tras tomar un café con Marco Gutiérrez y escucharlo
lamentarse del carácter sociologizante en el que habían incurrido los estudios
literarios[1], me puse a escribir un artículo sobre el asunto, pero me salió
tan malo que desistí en publicarlo. Muchos años después –2004–, visitando la
librería de San Marcos, me topé con la segunda edición de la tesis del no tan
joven García Bedoya. No revisé su contenido porque lo conocía de sobra.
Curioso, me fui a la parte final. Para sorpresa mía ya no figuraba la nota que
había originado el juicio severo del joven crítico con el viejo maestro. En su
lugar los editores habían puesto otra cosa. Advertidos, con seguridad, de que
no era conveniente republicarla, la habían suprimido. Eso es lo que imagino.
Todavía tengo en mi casa esa primera edición, esa en
la que el entonces joven crítico parecía rectificar al viejo maestro. Cada vez
que la veo evoco lo que me dijo alguna vez un amigo: “Freddy, la historia
siempre se repite: el león joven quiere derribar al león viejo”.
Siempre, hasta que el león viejo le recuerda, de un
zarpazo, cuál es su lugar.
Freddy Molina Casusol
Lima, 18 de diciembre de
2013
lunes, 4 de noviembre de 2013
ALGO MÁS SOBRE EUDOCIO RAVINES Y “LA GRAN ESTAFA”
Pero para poner las cosas en su sitio le ha salido al frente Rafael Dummet. Él, en un artículo, “Muchas manos en un plato” –bastante bien informado y enriquecido con variedad de fuentes–, cuestiona que Laurent haya tomado “como simples rumores la afirmación de que Ravines trabajó para la CIA”.
El enfoque de Laurent, por otra parte, es sugestivo porque echa una nueva mirada sobre un personaje político que ha sido cubierto con el manto de lo siniestro. Nunca una voz se ha alzado para interpretar las razones por las cuales Ravines dejó el socialismo, para asumir una defensa del capitalismo y el libre mercado. Siempre fue apostrofado y su nombre vilipendiado por ello.
Dummet ha hecho un interesante trabajo de seguimiento del personaje, ha recogido pesquisas por aquí y por allá, ha atado cabos y convocado a historiadoras como Magdalena Chocano, para demostrar que en la edición, traducción y publicación en inglés de La gran estafa, hubo injerencia de la CIA. Su esfuerzo nos ha recordado el trabajo de sabueso que realizaba Carlos Malpica, quien, en Los dueños del Perú, descubrió los vínculos y nombres de las familias más poderosas del país que eran propietarias de empresas, negocios e inmobiliarias, en territorio nacional.
No obstante, hay que considerar dos cosas:
1) Que, el periodista Juan Gargurevich ha recordado en una nota, “Kit Cachetada Ravines”, que una investigación del The New York Times, fechada el 26 de diciembre de 1977, sobre la relación de la CIA y los medios de comunicación, consignaba el nombre de Ravines “contratado como escritor”; y
2) Que, en la nota 2 del artículo “Ravines, la CIA y el venao” de Silvio Rendón, se puede leer lo que escribió Philip Agee, exagente de la Central de Inteligencia Americana, en su libro Inside the Company. CIA Diary (Bantam Books, New York, 1975) sobre Ravines. Se refiere a él como “propaganda agent” y “penetration agent” (nos fiamos del articulista para consignar los números de página: la 542 en este caso), y como “Peruvian communist who defected from communism to publish book. CIA agent” (p. 649).
Respecto al primer punto, la publicación del The New York Times de dicha fecha dice: “Other publishing houses that brought out books to which the C.I.A. had made editorial contributions included Charles Scribner’s Sons, which in 1951 published “The Yenan Way” by Eudocio Ravines, from a translation supplied by William F. Buckley Jr., who was a C.I.A. agent for several years in the early 1950’s” (Otras casas editoriales que publicaron libros a las que la CIA ha hecho contribuciones editoriales incluyen la casa editorial “Scribner’Son”, que en 1951 publicó “The Yenan Way” de Eudocio Ravines, de una traducción suministrada por William F. Buckley Jr., quien fue un agente de la CIA por varios años a inicios de los 50).
De esto podemos deducir lo siguiente, que lo que afirma el periodista Gargurevich en su nota periodística no es justo –ni equilibrado– en el sentido que ha querido sugerir: de porque Ravines figuraba en el staff de escritores publicados por la casa Scribner ya era un agente de la CIA. Quien estaba identificado como tal era el traductor Buckley y no Ravines. Publicar un libro en una casa editorial que recibe dinero de la CIA, sin que lo sepa su autor, no lo convierte automáticamente en uno de sus agentes.
Respecto al segundo punto, este sí es un señalamiento directo de alguien que estuvo dentro de la agencia y conocía, con cierto grado de seguridad, quién estaba a su servicio. Pero, ¿demuestra que Ravines fue un agente rentado por la CIA para escribir La gran estafa? No, porque si entendemos literalmente lo dicho por Agee, que Ravines era un “comunista peruano que defeccionó del comunismo para publicar un libro (debemos suponer que se refiere a The Yenan Way o La gran estafa en inglés)” y acto seguido lo estampilla con un “agente de la CIA”, uno puede inferir que esto último es consecuencia de lo primero y, como ya hemos visto, el libro –por el cual se le vincula con la agencia– ya estaba listo cuando el traductor Buckley –quien sí era agente– lo encuentra[3]. Además Agee –o la CIA– era un tanto arbitrario a la hora de señalar quién era hombre de la agencia, como veremos a continuación.
Quedan aún por desbrozar dos acusaciones más de Agee en contra de Ravines: la de que cumplía una doble función como agente de penetración y propaganda. Cuando se lee la versión (incompleta) en español de Inside the Company, uno encuentra que el propio exagente de la CIA tipifica como agente de penetración a aquel que se infiltra en las organizaciones comunistas o en las instituciones públicas donde el gobierno norteamericano le interesaba llegar para obtener información. Para ello reclutan gente decepcionada del ideario comunista –un excomunista– a quien convencen para que se reinserte en el partido comunista local, pero esta vez en calidad de informante, por lo cual recibe dinero de la agencia. Como ejemplo Agee relata lo ocurrido en Ecuador –país donde estuvo destacado– con Atahualpa Basantes. Basantes era amigo de Oswaldo Chiriboga –un líder velasquista que informaba por entonces a la CIA de la campaña de Velasco Ibarra en su propósito de volver a la presidencia–. Chiriboga un día informó a la agencia que su viejo amigo Basantes –un ex miembro del PC ecuatoriano– pasaba dificultades económicas. De inmediato, relata Agee, le fue ordenado a Chiriboga que persuadiera a su amigo para retornar al partido. Basantes lo hizo y se convirtió en “consejero” de Chiriboga en los temas relacionados al PCE y la campaña de Velasco; por esa consejería y por alcanzar informes a su amigo –los que luego eran procesados por la inteligencia americana–, y sin que él supiera su origen, Basantes recibía de Chiriboga, “cantidades modestas de dinero” –“técnica clásica de la estación [entiéndase: agencia de la CIA en el país] para establecer una relación de dependencia con un agente en perspectiva”, dice Agee–. El vínculo, posteriormente, se diluyó cuando acabaron las elecciones. Basantes nunca supo que fue “agente de la CIA”. Lo consideraban como tal –y le asignaron un código de identificación– porque pagaban los “consejos” e informes que proporcionaba a su amigo (a quien él cobraba). Así cualquier incauto podría caer en la categoría de asalariado de la CIA.
Visto lo anterior, preguntamos: ¿Fue esta la función que cumplió Ravines en el país, la de un agente de penetración de la CIA? Si se trata de la primera época de su vida, cuando se había “infiltrado” en el Partido Comunista del Perú [4], lo mejor sería decir que era un doble agente, ya que está comprobado que tenía contactos estrechos con la inteligencia soviética (sino cómo habría escapado del hospital Guadalupe, donde estuvo internado en diciembre de 1932, he ido a la URSS sin el apoyo de Moscú); si se trata de la segunda época, cuando era un convencido de las bondades del capitalismo, deberíamos interrogarnos por la capacidad de “penetración” que podía tener si ya estaba identificado por sus excamaradas como un apostata. Por cualquiera de los dos lados, la figura no calza.
¿Era, entonces, Ravines agente de propaganda de la CIA? Volvamos de nuevo a Agee. Él en su libro recuerda de su paso por el Ecuador a Carlos Salgado, “un ex comunista considerado por muchos como un sobresaliente periodista político liberal en el país”. Lo señala como el agente principal encargado para distribuir y ubicar la propaganda de la agencia. Salgado, apunta, tenía una columna que aparecía varias veces por semana en el principal diario de Quito, El Comercio. Indica además que un agente John Bacon le proporcionaba los temas nacionales e internacionales que debía redactar.
Parecería que esto podría encajar en el perfil de Ravines. Él, como Salgado, era un excomunista; y, como Salgado, un periodista político liberal –y anticomunista, si se toma en cuenta los testimonios de los que lo leyeron o sufrieron sus escritos–. Hasta allí todo bien. El problema surge cuando se trata de calzar la imagen de un Ravines recibiendo indicaciones de un agente de enlace de la CIA para destacar ello o aquello en sus artículos de opinión. Él era demasiado independiente y díscolo. Además era un converso al capitalismo, no había necesidad de orientar la ruta de sus artículos, su propio olfato periodístico le decía por donde atacar y qué temas abordar. No en vano había asumido la dirección de La Prensa. A menos que se piense que por ser el “cazarojos favorito de la derecha local”, como recuerda Gargurevich, recibiera una remuneración proveniente de la CIA. Esto último es posible, no hay que negarlo –en especial si se trata de política donde uno nunca puede determinar el verdadero rostro de la gente–. Pero así como se sostiene esto, también lo puede ser el hecho de que este hombre –como al final de su vida confesó– haya querido resarcir auténticamente el supuesto daño que ocasionó cuando era militante comunista. En todo caso, lo que hay, mientras no aparezca una prueba concluyente, es una duda. Y, como sabemos de sobra, la duda siempre favorece al reo.
Freddy Molina Casusol
Lima, 1 de noviembre de 2013
[2] Vargas Llosa en sus memorias habla de la recepción de fondos de la CIA de este Congreso. Ver capítulo “El intelectual barato”, en El pez en el agua, Mario Vargas Llosa, Seix Barral-Biblioteca Breve, 1993, p. 308.
[3] Tampoco es muy válido creer que Buckley le haya ayudado a escribir La gran estafa. Magdalena Chocano, al respecto, dice lo siguiente: “La noticia sobre la redacción de La gran estafa de la enciclopedia (sobre espías y agentes provocadores) de WendellMinnick, es un poco confusa porque sugiere que Ravines habría escrito la versión castellana con ayuda de Buckley, que tenía un buen conocimiento del castellano, el cual podría incluir la habilidad para escribirlo, pues estudió en México, donde su familia tenía inversiones en el sector petrolero (Chris Weinkopf, “Buckley off thefiring line”, en Frontpagemagazine.com, setiembre, 1999), pero no es creíble que dado el amplio oficio periodístico de Ravines, se hiciera cargo de la redacción en castellano de la obra de este. Además en las cartas del editor J.G. Hopkins, se habla claramente de problemas de traducción del castellano al inglés.” Ver “La memoria tránsfuga: mediaciones estéticas y guerra fría en el testimonio de Eudocio Ravines”, Magdalena Chocano.
[4] El historiador Alberto Flores Galindo ha dicho de él que “fue un cuadro de la Internacional y el comunismo peruano”. Ver “Eudocio Ravines o el militante”, en Obras completas IV, Alberto Flores Galindo, Concytec-SUR, 1996, p. 91.
martes, 8 de octubre de 2013
EL COLEGIO DE PERIODISTAS Y LAS CAUSAS PERDIDAS
Posteriormente, apareció el Colegio de Periodistas con el noble fin de unificar a ambas ramas condenadas a la extinción. Sin embargo, el Colegio volvió a replicar los mismos defectos que sus antecesores: peleas intestinas, acusaciones de malos manejos, etc. Eso ocasionó que mucha gente con buenas intenciones se alejara y que un periodista como César Hildebrandt dijera que no estaba inscrito en sus filas porque hasta el panadero tenía colegiatura. O sea, cualquiera.
El Colegio tuvo un solo momento de brillo. Eso ocurrió en febrero de 1983, cuando Mario Castro Arenas, a la sazón decano nacional, integró la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay, presidida por el escritor Mario Vargas Llosa, quien buscó esclarecer la muerte de ocho periodistas–conocidos ahora como mártires de la prensa peruana– en las alturas de la sierra ayacuchana.
Desde entonces, el gremio que debiera reunir a los periodistas nacionales navega en la inercia. Solo acceden a sus cargos personajes grises, sin mayor relevancia en el ambiente periodístico. A tenor de las recientes informaciones que se tienen de sus próximas elecciones a nivel nacional, el asunto ha empeorado. Hay quienes, respondiendo a intereses de grupo, quieren seguir manteniendo la hegemonía en el Colegio. Vaya uno a saber los motivos que los empujan a ello.
Pero tal vez las cosas no estén tan perdidas. Por allí ha surgido un candidato –¿outsider?– que desde que ha hecho su aparición ha comenzado a recibir adhesiones. ¿Su nombre? Alfredo Vignolo Gonzáles del Valle. Él es un periodista de la vieja escuela, aquella que, a pesar de los estudios universitarios (hizo su carrera en la Universidad de Lima), se hizo fundamentalmente en la calle. Vignolo ha asomado solitariamente para impregnar en estas justas electorales del gremio periodístico una dosis de ética y, por qué no decirlo, de honestidad. No lo conozco personalmente, pero sí he tenido la oportunidad de estar al tanto de su trayectoria en diferentes medios de comunicación de la capital, tanto como director, asesor o jefe de prensa. Es, por tanto, un profesional que ama el oficio y que, como muchos, se subleva ante la posibilidad de seguir viendo al garete esa nave llamada Colegio de Periodistas del Perú.
¿Por qué los afiliados deberían de votar por él y no por otro?, se preguntará alguien por allí. Porque lo otro sería mantener el status quo actual. Esto es, la improvisación y el culto a la personalidad de la actual gestión, las cuales se pueden verificar revisando la página web de la filial de Lima, diseñada exprofesamente para destacar la figura de su actual decano, el señor Óscar Olórtegui. Y porque no hay, en verdad, en el gremio un profesional que defienda a cabalidad los derechos de todos los periodistas peruanos, a pesar de que su Estatuto se lo demanda.
En comparación, por poner un ejemplo, con el Colegio de Abogados de Lima –que ha tenido decanos que incluso han aspirado la presidencia de la República–, el Colegio de Periodistas de Lima nunca ha tenido un periodista de fuste que haya tomado sus riendas. Quien ostenta el cargo en estos momentos es un ilustre desconocido y con escasa trayectoria.
Jorge Luis Borges decía: “A un caballero solo le interesan las causas perdidas”. Tal vez esta sea una de ellas. El esfuerzo quijotesco de Vignolo –denunciando y alzando su voz de protesta en el mar proceloso de la indiferencia– califica en ese rubro. Servirá de ejemplo para contrariar a quienes creen aún en estas elecciones gremiales que la picardía y el sacar ventaja sobre los demás es la norma en este mundo.
Felizmente, hay gente como él para objetar esta afirmación. Eso reaviva nuestra fe en que las cosas pueden ser muy diferentes. El periodismo y las futuras generaciones de periodistas se lo agradecerán, estoy seguro.
Freddy Molina Casusol
Lima, 8 de octubre del 2013
Crédito de la foto: Diario "La Primera"
lunes, 30 de septiembre de 2013
EL RIVA AGÜERO DE SÁNCHEZ
Sánchez pinta a un Riva Agüero dentro del contexto de la época: el asesinato de Sánchez Cerro (por quien Riva Agüero apostó como el “mal menor” en las elecciones de 1931, mientras Víctor Andrés Belaunde votaba por José de la María de la Jara, que lo defendió cuando fue atacado por Luis Fernán Cisneros), el retorno de Leguía al poder (que lo obligó a exiliarse en Europa) y la presidencia del general Oscar R. Benavides –a la que arriba, luego del asesinato del primero–. Para Sánchez hay un claro distingo entre el joven intelectual Riva Agüero, el joven liberal de abolengo, investigador incansable, descriptivo en sus obras (en especial Paisajes peruanos) y el político Riva Agüero, autoritario y soberbio, que ya empezaba a abrazar el fascismo y se oponía a todo lo que oliera a izquierdismo y aprismo (a los que, según él, quería desaparecer), y lucía reconciliado con el catolicismo.
Con esa viveza a la hora de escribir (fruto de su frondosa formación literaria), L.A.S. asimismo hace un retrato, una versión de parte hay que decirlo, salpicado con algunas anécdotas, de Riva Agüero. La primera de ellas es la frustrada cita que no pudo tener el ilustre aristócrata con Víctor Raúl Haya de la Torre, debido a una tardanza del segundo; la segunda, más condimentada, está relacionada al pedido que le hace Riva Agüero a Sánchez para que remita a un pie de página la referencia que hacía éste de la abuela del historiador en un trabajo juvenil (a quien, supuestamente, había agraviado), a cambio de entregarle la Libreta de Servicios de Juan Dávalos, un ilustre antepasado suyo, a quien Miguel de Cervantes Saavedra elogia en su Viaje al Parnaso. Sánchez aceptó el intercambio y fondeó, a lo que Riva Agüero casi llamó “curiosidad de eruditos”, la referencia a la abuela a un pie de página.
Libro de lectura de obligatoria para lo que estén interesados en la vida de este ilustre –y controvertido– intelectual peruano, Conservador, no; reaccionario, sí, es una lectura que no defraudará a quienes paseen por sus páginas y una vieja deuda que, por fin, luego de veintisiete años, he podido saldar en los dos últimos días.
Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de agosto del 2013
martes, 27 de agosto de 2013
MEMORIAS DE UNA CANTANTE
Freddy Molina Casusol
Lima, 26 de agosto del 2013
miércoles, 21 de agosto de 2013
UN LIBRO DESMITIFICADOR
El “Che”, cuenta Franqui, siguiendo su ideario revolucionario consistente en incentivar al trabajador cubano con solo el estímulo moral (intentó suprimir el dinero para las transacciones comerciales), dispuso cuando fue ministro de Industria, por ejemplo, que el pescado capturado en las costas del país fuera a la capital, para de allí redistribuirlo. ¿Las consecuencias? Debido a la falta de un sistema de refrigeración adecuado retornaba en malas condiciones y no podía ser consumido por la población.
Por más que se le dijo que “las leyes de la guerra o de la lucha armada no son las de la paz ni las de la economía posible”, él persistió en el error. Nadie pudo hacerle entender a Guevara que no podía “negar el salario individual, el dinero, la mercancía y las necesidades materiales, y sustituirlos por estímulos morales y anónimos y colectivos”.
Cegado por su anteojera ideológica, anota Franqui, “odiaba el dinero, símbolo del capitalismo”.
Cuando fue retirado de su cargo de ministro, tras su rotundo fracaso como tal, optó por lo que se sentía preparado –hacer la lucha armada en otros países (tomó un avión y se fue al Africa sin despedirse de Fidel)–, en vez de quedarse como burócrata en un puesto del Estado, que era lo que le esperaba.
Desdeñoso con los que se le oponían (los llamaba “pequeños burgueses”), el “Che” Guevara vivía encerrado en sus dogmas ideológicos, que quiso trasladar a la sociedad cubana (militarización de los sindicatos, el hombre nuevo, el retorno a los orígenes del marxismo-leninismo, la necesidad de la revolución mundial, los estímulos morales, provenientes muchos de ellos, afirma Franqui, del troskismo) con resultados desastrosos para la economía de la isla.
Franqui, al escribir este libro, además de dejar un retrato de Guevara y del propio Castro en sus borracheras de poder (describe una escena donde el dictador cubano quiso desaguar el Mar Caribe del sur de Cuba para hacer un lago artificial, idea que quiso vender a unos capitalistas holandeses), ha recordado además sus encuentros con intelectuales como Sartre, a quien –por pedido de Fidel– invitó a La Habana, junto a Simone de Beauvoir, para que viera en la práctica cómo se hacía la Revolución.
Cuenta Franqui que el escritor y ensayista francés se quedó maravillado con lo que vio –su llegada coincidió con un carnaval–, con el reconocimiento popular de su figura –que nunca había sentido en su patria–. Sobre todo se mostraba entusiasta porque se tomaba en cuenta su idea de la “democracia directa”, concepto reflejado en sus escritos.
A pesar de ser advertido por el cubano que esto era momentáneo y se le expusiera muchos peros respecto al proceso cubano, Sartre mantuvo su entusiasmo (que le duro algunos años hasta que rompió con Fidel y Cuba por el caso Padilla).
En fin, el libro de Franqui, Cuba, la revolución: ¿mito o realidad?, que trae entre sus revelaciones lo que pasó con Huber Matos –a quien mandó al encierro por conspirador, cuando en realidad lo que había ocurrido es que Matos estaba en desacuerdo con la infiltración comunista en el Ejército–, es un libro desmitificador. Es un libro que podrá leer con placer quien gusta leer con ojos abiertos la historia: con el placer de los que buscan la verdad en ella.
Freddy Molina Casusol
Lima, 21 de agosto del 2013
jueves, 8 de agosto de 2013
UNA PASIÓN ARROLLADORA, LAS CARTAS DE MANUELITA SÁENZ Y SIMÓN BOLÍVAR
Una mujer brava
Manuelita Sáenz, la quiteña que domesticó el
corazón del Libertador, la amante que traspiraba en la piel de Bolívar, era una
mujer brava. Eso el mismo libertador lo cuenta en un testimonio recogido por su
secretario Perú de Lacroix cuando, en alguna oportunidad, ella halló la prueba
de su infidelidad: «Ella encontró un arete de filigrana debajo de las sábanas,
y fue un verdadero infierno. Me atacó como un ocelote, por todos los flancos;
me arañó el rostro y el pecho, me mordió fieramente las orejas y el pecho, y
casi me mutila. Yo no atinaba cuál era la causa o argumentos de su odio en esos
momentos y, porfiadamente, me laceraba con esos dientes que yo también odiaba
en esa ocasión. Pero tenía ella razón: yo había faltado a la fidelidad jurada,
y merecía castigo. Me calmé y relajé mis ánimos y cuando se dio cuenta de que
yo no oponía resistencia, se levantó pálida, sudorosa, con la boca
ensangrentada y mirándome me dijo: “¡Ninguna, oiga bien eso señor, que para eso
tiene oídos: ninguna perra va a volver a dormir con usted en mi cama
(enseñándome el arete)! No porque usted lo admita, tampoco porque se lo
ofrezcan. Se vistió y se fue.”»
Así era Manuelita de posesiva con el objeto de su
deseo.
La bella y el señor
“Mi bella Manuelita”, “Mi adorada”, “Mi
benevolente y hermosa”, así adornaba el Libertador los encabezados de sus
cartas a la Sáenz. Ella, por su parte, le respondía con un formal “Muy señor
mío” o “Simón, mi hombre amado”.
Se escribían desde distantes lugares. Chuquisaca,
Huamachuco, Huaraz, Huancayo, Pucará, Cusco, Potosí, Lima, Arequipa y Bogotá,
fueron testigos de esa pasión desbordada. Mentalmente vivían encadenados uno al
otro. Y cada sablazo por la liberación de América (Bolívar la nombró Capitán de
Húsares y luego, a pedido de José Antonio de Sucre, Coronel) era, literalmente,
un sablazo de amor que compartían luego ellos en la cama.
Pero, ¿cómo se conocieron? En su diario la propia
Manuelita Sáenz lo evoca. Fue un 16 de junio del año 1822, en la ciudad de
Quito, ciudad en la que el Libertador hizo una entrada triunfal. La Sáenz ese
día, cuenta, que en un arranque de emoción arrojó un ramo de flores, con la
intención de que cayera al frente del caballo de Bolívar; pero la fortuna hizo
que golpeara el pecho de este. Él, en lugar de molestarse, fijó la vista en
ella y la saludó con el sombrero pavonado que tenía en la mano, provocando la
envidia de todos los presentes, entre estos sus familiares y amigos. Esa noche,
en un baile que se dio en su honor, y al cual ella había asistido, él la
reconoció y le dijo: “Mi estimada señora, ¡Si es usted la bella dama que ha
incendiado mi corazón al tocar mi pecho con su corona! Si todos mis soldados
tuvieran su puntería, yo habría ganado todas las batallas”. Toda la galantería
de Bolívar estuvo condensada en ese cumplido.
Por supuesto, Manuela quedó prendada de él y ató
su destino con la causa de América que enarbolaba Bolívar.
Amiga, compañera y amante
Manuelita Sáenz, a partir de entonces, fue su
amiga, su compañera y su amante. Secundaba los más caros proyectos de Bolívar
en tierras americanas y lo protegía de la perfidia de sus adversarios. Uno de
ellos, para la Sáenz, fue Francisco de Paula Santander, a quien señaló como el
jefe de una conspiración para acabar con la vida del Libertador.
Pero, ¿qué fue ella para Bolívar? La propia
Manuelita lo cuenta: “Un amigo muy querido me preguntó qué había sido yo para
el Libertador: ¿una amiga? Lo fui como la que más, con veneración, con mi vida
misma. ¿Una amante? Él lo merecía y yo lo deseaba y con más ardor, ansiedad y
descaro que cualquier mujer adore a un hombre como él. ¿Una compañera? Yo
estaba cerca de él, apoyando sus ideas y decisiones y desvelos, más, mucho más
que sus oficiales y sus raudos lanceros”.
Estas cartas de amor entre Manuelita y Simón nos
develan este misterio. El gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y
la Editorial El perro y la rana han tenido a bien lanzar una edición
extraordinaria de medio millón de ejemplares de Las más hermosas cartas de amor entre Manuela y Simón (2010), uno de los cuales ha llegado, viajando de aquí
a allá y yendo, con seguridad, de dueño en dueño, a un puesto de libros viejos
en el centro de Lima, donde lo hemos adquirido. Un feliz acontecimiento que
ahora como devoto lector de este epistolario deseo celebrar.
Freddy
Molina Casusol
Lima, 8 de agosto del 2013
viernes, 28 de junio de 2013
HANNA ARENDT EN JERUSALÉN
Freddy Molina Casusol
Lima, 27 de junio del 2013
viernes, 31 de mayo de 2013
UCHURACCAY Y UN LIBRO, TREINTA AÑOS DESPUÉS
EL DOMINGO 30 DE ENERO de 1983, la teleaudiencia peruana se vio sacudida en horas de la noche por una noticia de último minuto. Ocho periodistas de diferentes medios de comunicación escritos habían sido encontrados muertos en cuatro tumbas dobles en la comunidad andina de Uchuraccay. Con ellos también había caído asesinado Juan Argumedo, el guía de la expedición. Días atrás el gobierno de Fernando Belaunde había informado que miembros de Sendero Luminoso, organización subversiva que había declarado la guerra al estado peruano, habían sido linchados por los comuneros en la zona de Huaychao. Eso fue tomado por el gobierno como un síntoma positivo en su lucha contra la subversión. Los periodistas fueron a averiguar qué de cierto había en esta noticia. No sabían que iban a su última comisión. Ese domingo, recuerdo, estaba viendo la televisión con mi padre, cuando de pronto se conoció la información. Casi en el acto se pudo ver en la pantalla al reportero del programa Panorama, César Hildebrandt, descender de un helicóptero. Minutos después la cámara dirigía la mirada del televidente hacia unos bultos negros. Estos contenían los cuerpos inertes de los periodistas Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez, Félix Gavilán, Jorge Luis Mendívil, Willy Retto, Octavio Infante, Jorge Sedano y Amador García. Los tres primeros pertenecían a El Diario de Marka, los dos segundos a El Observador; mientras que el antepenúltimo y penúltimo pertenecían a Noticias de Ayacucho y La República, respectivamente. (García, el último de la serie, era de la revista Oiga). Todos laboraban –a excepción del fotógrafo de Oiga– en diarios de oposición al gobierno. Todavía recuerdo, en una mezcla de curiosidad y asombro, cómo ese domingo por la noche, la cámara iba enfocando las tumbas en las que fueron enterrados los periodistas, y cómo Hildebrandt, peleando con el viento que insistía en despeinarlo, narraba el descubrimiento. En eso, cuando no terminaba de digerir mi estupefacción, el camarógrafo enfocó el rostro cuarteado y los ojos vidriosos, semiabiertos y sin vida, de Willy Retto. Le habían destapado el cráneo de un hachazo, y sus sesos, según contó luego un periodista de un canal de la competencia, habían sido devorados por sus asesinos. Para explotar el morbo y acicatear la imaginación del televidente, se mostró posteriormente el interior de una choza y la vasija donde esto habría sucedido.
Días después, acorralado el gobierno por los medios de comunicación donde laboraban los hombres de prensa caídos –a quienes ya llamaban “Los mártires de Uchuraccay”–, convocó al prestigioso escritor Mario Vargas Llosa para que presida una comisión a fin de esclarecer lo ocurrido y encontrar a los responsables. “La comisión investigadora de los sucesos de Uchuraccay” –como así se llamó– empezó sus funciones el 4 de febrero de 1983. Para ello buscó el auxilio de antropólogos, sociólogos, lingüistas y abogados. Estuvo integrada, aparte del propio Vargas Llosa, por Mario Castro Arenas, a la sazón Decano del Colegio de Periodistas del Perú, y el doctor Abraham Guzmán Figueroa, un antiguo penalista. La entrega del informe de la comisión ocurrió un mes después en Palacio de Gobierno. Allí se pudo ver al escritor enfundado en un terno impecable dando a conocer al Presidente lo actuado por la comisión. Para algunos, el Informe, con sus verdades “absolutas” y “relativas”, no aclaró nada. Para otros añadió confusión. Y para otros, los más recalcitrantes, sirvió para sustraer la mirada de los verdaderos culpables: los miembros del ejército que supuestamente alentaron –con fines nunca aclarados– la matanza de los periodistas hecha por los campesinos, y de cuya autoría no había la menor duda. Fue, precisamente, a los recalcitrantes, a quienes más irritó la principal conclusión a la que arribó la comisión: que los campesinos se confundieron y que todos éramos culpables por haber dejado en el olvido a estos compatriotas en los Andes, quienes viviendo en el siglo XIX, por no decir el siglo XVII –en palabras de la comisión–, vivían escindidos del Perú Oficial, aquel que ya transitaba por entonces el siglo XX.
Durante años el caso Uchuraccay vivió en la mente de los peruanos. Quien se encargó de recordarlo en cada aniversario, fue el antropólogo Rodrigo Montoya. Él, en su columna de La República, trataba de defender a los campesinos de las acusaciones de salvajismo que recaían sobre ellos y de paso refutar las conclusiones de la “Comisión Vargas Llosa” –así bautizada por la prensa la comisión investigadora[1]. Curiosamente por esos días, un arqueólogo, el doctor Luis Guillermo Lumbreras, de insospechada posición de izquierda, dio algunas declaraciones que, indirectamente, daban la razón a la Comisión Investigadora: que los campesinos se habían confundido y habían matado a los periodistas por error. Él dijo que: “Los campesinos habían actuado bajo condiciones de estímulo que los indujo a realizar esto [la matanza] con la esperanza de que iban a ser premiados. Ellos esperaban, es evidente, que como en el caso de Huaychao, se les felicitara, se les premiara”. Y más adelante añadió: “A mí nadie me quita de la cabeza que los campesinos, aparte del estímulo sicológico a partir de una descripción de los presuntos enemigos senderistas, también tuvieron estímulo del alcohol”. Explicó además: “Creo que hay un factor de temor. Y factor de temor absolutamente lógico frente a un enemigo desconocido”[2]. Algo similar escribió el periodista Gustavo Gorriti en la revista Caretas tres días después de los trágicos sucesos, cuando no existía ninguna comisión investigadora de por medio: “Es posible, dolorosamente posible, que en esas horas, los ocho periodistas limeños y ayacuchanos que habían salido un día antes de Huamanga, para dirigirse a Uchurajay y Huaychau, hayan sido atacados y muertos por la turba de comuneros que –en un estado frenético de temor– los habrían confundido con otro grupo incursor de Sendero”[3]. No hay mención, en opinión del periodista y del investigador social, de personas extrañas ajenas a la comunidad ni rondas “paramilitares” alentadas por el ejército como se sostuvo luego.
La tragedia de los periodistas peruanos fue explotada políticamente. El clímax de esa utilización barata de las muertes de quienes intentaron cumplir con su deber periodístico, fue en 1990 cuando en el debate presidencial entre Vargas Llosa y Fujimori, se vio a las viudas de los periodistas vestidas de negro en la primera fila del auditorio del Centro Cívico, lugar donde se realizó este. Fueron llevadas allí para intimidar con su presencia al escritor, como una burda manera de reprocharle el supuesto encubrimiento de los verdaderos responsables de la masacre –el ejército–, en el que él, prestando su figura de escritor famoso, habría sido participe. Luego Vargas Llosa, en sus memorias que daría a conocer tres años después, contó cómo una de las viudas, la de Jorge Sedano, asqueada por lo que las habían obligado a hacer los verdaderos “traficantes de cadáveres”, había ido a su casa para decirle, en presencia de periodistas que cubrieron la información, que iba a votar por él. Pero ese sacrificio de Alicia Sedano no sería suficiente. Como la historia ya consigna, Vargas Llosa perdería esa elección.
Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de mayo del 2013
Post Scríptum
Las últimas noticias de la tragedia las proporcionó este año la hija del guía Juan Argumedo, Rosa Luz Argumedo. Ella, ahora hecha una profesional en Psicología, reclama que se le otorgue el mismo status a su padre como el que se la ha dado a los periodistas muertos: el de ser una víctima más de la masacre.
Caretas
http://www.podestaprensa.com/2010_01_01_archive.html
[1]Ver “Los campesinos no son salvajes”, 5 de febrero de 1983; “Pese a todo sabremos la verdad”, 26 de enero de 1984; “Uchuraccay, dos años después”, 26 de enero de 1985; “Uchuraccay, cuatro años después”, 15 de febrero de 1987.
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