sábado, 30 de septiembre de 2017

EL CHILENO QUE MUESTRA LA VERDAD

ME LOS DEJÓ una amiga hace algunas de semanas. “Es el colmo”, me dijo luego. Sí, era el colmo. Su regalo estaba esperando desde la última navidad para que lo recogiera de su casa. Yo no iba, sea por flojera o porque no tenía tiempo (mentira) o porque, lo peor, creía que no había acertado con la compra. Lo cierto es que cuando ya tirado en el sofá de mi casa me puse a leerlos, sentí que había dejado pasar un precioso tiempo para deleitarme con su lectura. Porque Baradit, el autor chileno de la serie Historia secreta de Chile, es un escritor que hace lo que a mí me gusta: poner al descubierto lo que otros, por corrección política o cálculo, ocultan.

Tres historias sublevantes

Al abrir uno de los tomos (el 2), el relato de Bernardo O’higgins, ilustre prócer de la independencia chilena, saltó a la vista. No creo que al leerlo los chilenos se hayan sentido muy complacidos. Baradit pone en duda su calidad de libertador, tras la perspicaz lectura de un texto clave: su propio discurso de asunción de mando en 1817. Allí el prócer chileno confiesa: “Después de haber sido restaurado el hermoso reino de Chile por las armas de las Provincias Unidas de la Plata bajo las órdenes del General San Martín…”. O sea, fueron San Martín y los argentinos quienes liberaron a su país de la tiranía española. (Yo me preguntaba en esta parte, qué habrá dicho Sergio Villalobos, uno de los principales historiadores chilenos, ante esta afirmación de uno de sus compatriotas. Me preguntaba qué habrá sentido al leer la admisión que otros fueron los que los liberaron). O’higgins, por otra parte, es un viejo conocido nuestro. Existe en el jirón de la Unión la casa que lo albergó en su exilio, hoy hecha museo (aún se recuerda que, durante su primer mandato, la presidenta Bachelet la visitó), y que hace cerca de diez años, fue sede de la exposición "La literatura y la vida", dedicada a la obra literaria de Vargas Llosa.

De todos los relatos escritos por Baradit quizás el más penoso sea el destinado a Diego Portales, un hombre que ha marcado la línea política de su país en el siglo XIX, y que es recordado por los peruanos por estas nefastas líneas que escribió en 1836: “Chile debe dominar para siempre en el Pacífico”, líneas que muy probablemente alentaron la guerra de 1879. Portales no reconoció a los tres hijos que tuvo con una hija de la aristocracia chilena de origen holandés. El retrato que se hace de él, es el de un miserable. Nunca le interesó el destinó de esta niña de quince años, Constanza Nordenflycht, que se consumía de amor por él como un personaje de García Márquez, y a quien hacía, cada vez que podía, a un lado. Jamás le importó si no fuera para sacar alguna ventaja de su posición económica. Este relato es aleccionador porque lo desenmascara frente al lector que en los libros de historia lo observa como un gran personaje político (en verdad, un manipulador y conspirador, de acuerdo a Baradit). El hombre todopoderoso de Chile de esa época tuvo un final violento, digno de un film de Tarantino. No se lo contamos para no malograrles la lectura. Solo busquen el libro y léanlo.

La historia de Pinochet como el caudillo del golpe del 11 de setiembre de 1973, que trajo abajo la presidencia de Allende, se desmorona cuando Baradit, cuenta, atando cabos, que don Augusto José Ramón Pinochet Ugarte nunca conoció los detalles del derrocamiento de su jefe –porque lo era–, el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas de Chile, Salvador Allende, sino hasta el final, cuando la balanza se inclinó hacia el lado de los golpistas, realmente coordinados por el general Arellano Stark, el verdadero operador del golpe, a quien posteriormente pasó al retiro. Luego a uno por uno de los que participaron ese 11 de setiembre los fue eliminando, mismo Stalin, porque podían rivalizar con él en el poder. Esta semblanza sobre Pinochet aficionado a la astrología y lo esotérico, completa el perfil del dictador chileno elaborado por Jon Lee Anderson y que está incorporado en su libro El dictador, los demonios y otras crónicas, que reúne una serie de retratos, entre ellos el de Pinochet con su biblioteca como fondo (que Baradit, recuerda, fue en buena parte comprada con dinero del Estado).

Colofón

Los relatos de Baradit no se cierran con aquel que cuenta cómo el acta de independencia de Chile es hecha pedazos por un soldado, durante el golpe militar de Pinochet, ni con el relato de Arturo Prat, héroe chileno de la guerra de 1879 entregado al espiritismo, sino que abren una puerta para que los pueblos del mundo revisen su propia historia llena de falsificaciones, y reescrita muchas veces por una mano guiada por los intereses de turno. Historia secreta de Chile debería ser replicada en cada uno de nuestros países que conforman nuestro continente. ¿Y por qué? Por una sencilla razón: para conocernos mejor. Gracias, Eliana, por tu regalo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de setiembre del 2017

domingo, 14 de mayo de 2017

PERESTROIKA

A FINES de los ochenta, el sistema socialista diseñado por los seguidores de Marx y Lenin en la Unión Soviética, se resquebrajó. El héroe cultural que condujo la transformación de un país con una democracia centralizada en un Comité Central (“Politburo”) a una de corte occidental, fue Mijaíl Gorbachov. Él escribió un libro pequeño, pero de poderosa influencia, llamado “Perestroika” (en español, “Reestructuración”) donde explicaba todas las ideas de transformación económica y política para la sociedad que dirigía. La Perestroika pretendió renovar los cimientos anquilosados de un sistema desgastado, lastrado por la lentitud de una burocracia estatal, y carente ya de creatividad entre sus ciudadanos. Gorbachov al liberar las fuerzas sociales con su complemento la Glasnot (o “Apertura”), no pensó que estas, en su expansión, fueran a minar el propio sistema hasta provocar su derrumbe. Contenidas, una vez libres, se volvieron hacia su creador ocasionando su caída.

La Perestroika, el libro de Gorbachov, es un magnífico diagnóstico del sistema soviético hasta ese momento. El influjo de John Stuart Mill (Sobre la libertad) en sus páginas se puede rastrear. Hay una visión de la historia, una mirada de conjunto de los acontecimientos que marcaron aquella época. A muchos entusiasmó el experimento social de Gorbachov, pues creían de buena fe que el socialismo debía renovarse desde sus entrañas, y que la vieja guardia comunista –representada por el Secretario General Leonid Brezhnev– era un estorbo para el despegue del Oso ruso.

La caída del muro de Berlín en 1989, fue el aviso de que todo el engranaje totalitario montado por la ex URSS en diversas partes del mundo, en cualquier momento se iba a desmoronar. La Perestroika coadyuvó a que esto sucediera. La asunción al poder dos años después de Boris Yeltsin, un disidente del Partido Comunista, luego de una serie de acontecimientos impredecibles, y la disolución de la Unión Soviética, fue la culminación de todo el proceso. Nadie concebía que un sistema tan poderoso por fuera (por algo llamaron la Cortina de Hierro al conjunto de sus satélites), fuera tan frágil por dentro.

La Perestroika fue el canto de cisne de un modelo de sociedad que se resistía a perecer, y que no necesitó de violentos conflictos sociales, como proclamaba la filosofía que lo sostenía, para pasar a otro.

El libro de Gorchavov nos cuenta la historia de esa “reestructuración”, el porqué era indispensable, aunque en su transitar se fuera por otro camino. Nos puede decir aún con su honesta mirada, lo que debemos hacer para que la historia no se repita en el desarrollo de nuestras naciones.

Freddy Molina Casusol
Lima, 15 de mayo del 2017

domingo, 26 de febrero de 2017

LA ‘MISMISIDAD’ DE FERNÁNDEZ RETAMAR

¿POR QUÉ no pensar América Latina desde su mismisidad? Esa es la propuesta de Fernández Retamar. ¿Por qué debemos mirarnos desde el espejo del otro? Del europeo, precisamente. El crítico cubano da un paso adelante y parece preguntarnos: “¿Acaso desde este continente no hemos sido capaces de recrear esa lengua llegada aquí con violencia hace más de quinientos años, con obras que han tenido alcance mundial?”. Y si hemos podido hacer eso, ¿no podemos ser capaces también de generar corrientes filosóficas con categorías propias que permitan entender nuestro pensamiento sin tener que estar supeditados al cotejo foráneo? Todas estas reflexiones surgen de la lectura del libro de Fernández Retamar, Para una teoría de la literatura en Hispanoamerica. A diferencia de nuestro Riva Agüero, quien creía que nuestra literatura era un capítulo de la hecha en España, el crítico cubano sostiene un estado de independencia en la que la literatura de esta parte del mundo deba ser entendida con conceptos propios.

La ‘mismisidad’ (opuesta a la otredad, desde el lugar del otro), nos dice Fernández Retamar, no significa empezar de cero. Es reconocer que formamos parte de una tradición occidental, “que es también nuestra tradición, pero en relación con la cual debemos señalar nuestras diferencias específicas”[1]. Y para lo cual, anota el cubano, ya existen aportes como los de Mariátegui, Pedro Henríquez Ureña y el chileno Felix Martínez Bonati (cuyo libro, La estructura de la obra literaria, destaca, sea “probablemente la única teoría literaria completa escrita en Hispanoamerica”), entre otros. El escritor uruguayo Benedetti, citado por Fernández, lo dice de otra forma: “¿Debe la literatura latinoamericana, en su momento de mayor eclosión someterse mansamente a los canones de una literatura de formidable eclosión [la de la Europa occidental], pero que hoy pasa por un período de fatiga y de crisis… ¿Debe considerarse la crítica estructuralista como el dictamen inapelable de nuestras letras? ¿O, por el contrario, junto a nuestros poetas y narradores, debemos crear también nuestro propio enfoque crítico, nuestros propios modos de investigación, nuestra valoración con signo particular, salidos de nuestras condiciones, de nuestras necesidades, de nuestro interés?”[2].

Lo que nos dicen Fernández Retamar y Benedetti, es que debemos tener nuestros propios Saussure, Jakobson, Bally o sus epígonos más actuales. Que el eurocentrismo en el cual aún orbitamos en nuestras artes (en las llamadas perfomances, por ejemplo) y los estudios literarios, debe ser superado con un corpus crítico propio. Se vive espiritualmente sometido y tenemos, como diría Fromm, miedo a la libertad.

De allí la valoración al crítico cubano Fernández Retamar en estas líneas: la de pensar por sí mismo y no con la cabeza de otro. Tal vez eso nos falte todavía para alcanzar la mayoría de edad en el estudio de nuestras letras.

Freddy Molina Casusol
Lima, 26 de febrero del 2017




[1] Ver Para una teoría de la literatura hispanoamericana. Roberto Fernández Retamar, Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, Santafé de Bogotá, 1995, p. 87
[2] Ibíd., 89-90.

domingo, 19 de febrero de 2017

LEER A BLOOM

SOLO hay una forma de leer a Bloom: con amplitud. Él gusta de la estética, del juego literario de por sí, de la magia de las palabras. Ajena a su concepción se encuentra la oscuridad sociologizante –que él fustiga llamándola “Escuela del Resentimiento”–. Claro, Rama y Fernández Retamar tienen lo suyo en los estudios literarios y no hay que perderlos de vista; pero Bloom te hace amar la literatura. Cuando uno lee Shakespeare. La invención de lo humano –uno de sus libros más célebres quizás, después del afamado El canon occidental–, tenemos al mismo tiempo que al degustador de un buen texto, a un perspicaz crítico capaz de desmontar los mecanismos de relojería que componen este. Por ejemplo, cuando te involucras en su análisis sobre La comedia de los errores, de inmediato quieres leer la obra para corroborar lo que dice. Y esa es la originalidad de Bloom: la de ser capaz de seducirte con sus interpretaciones como lo podría hacer un buen escritor de ficciones. Él busca que veas la literatura como quien contempla la Mona Lisa: extasiado y suspendido en el tiempo, sin reparar en las fuerzas histórico-sociales que la han hecho posible. Bloom es un amante del arte por el arte, te enriqueces leyéndolo.

Lo mismo no pasa con Ángel Rama. Cuando uno lo lee de pronto en alguno de sus ensayos, se ve envuelto en una especie de torbellino cuyo centro son las condiciones políticas y sociales que hicieron posible el  texto literario; en otras palabras, el modo de producción. Rama, y otros como él, parten de la idea que un autor está sometido a esos condicionantes, los cuales son una especie de titiritero invisible que someten los hilos de la ficción o la poesía. Un creador pasaría ser algo así como un modesto operador de la ouija. Precisamente esto es lo que combate Bloom. Él devuelve la dignidad perdida al autor de un texto en esas escaramuzas sociologizantes impregnadas de marxismo. Vive y compara escritores de otras épocas con el que es motivo de la reseña. En ese momento, uno nota su gusto por la literatura, por la buena literatura. En ese instante, un mecanismo de selección le permite discenir lo substancioso de lo banal. En Genios se lo puede ver así, en acción, cuando, desde diversas interpretaciones, habla de “El Yavista”. Simplemente magnífico.

Respecto a Bloom y un escritor de nuestros tiempos. Cuando Alvaro Vargas Llosa colocó a Bloom y su libro El canon occidental en una entrevista a su afamado padre, Vargas Llosa lo obvia, con lo cual un puede pensar o que no lo ha leído o que nunca ha escuchado de su existencia –lo que sí sería un tanto sorprendente, pues Bloom es bastante conocido en el ámbito anglosajón por donde se mueve nuestro premio Nobel–. El hecho aconteció en 1995, un año después que apareció El canon[1]. Lo que llama la atención es que en teoría Bloom sería el tipo de crítico que encajaría perfecto con el productor literario Vargas Llosa: distante de la oscuridad sofocante consagrada por cierta señoreante crítica, y cercano a sus puntos de vista en cuanto al amor por la literatura en sí. Vargas Llosa siempre menciona a Edmund Wilson como su modelo de crítico literario; pero nunca a Bloom. A menos que la admiración del escritor peruano por Wilson sea superior al influjo que ejerce Bloom, se puede comprender esa extraña omisión.

Bloom brilla solitario en el espectro de la crítica literaria actual, dominada por enfoques de corte marxista, posmoderno y de género. Es el último de su especie. Por eso hay que leerlo: porque ya no hay otros –ni habrá en el futuro cercano– que rompan lanzas como él.

Freddy Molina Casusol
Lima, 19 de febrero del 2017




[1] Ver Mario Vargas Llosa. Entrevistas escogidas. Selección y prólogo de Jorge Coaguila. Tierra Nueva Editores, 2010, p. 290.

domingo, 12 de febrero de 2017

LA POLÉMICA DEL INDIGENISMO

Creo sinceramente que quien ganó la polémica del indigenismo, ocurrida a inicios del siglo pasado, fue Luis Alberto Sánchez. Y no es que a José Carlos Mariátegui le faltaran argumentos. Basta apreciar el desplazamiento conceptual de Mariátegui frente a tan temible rival como era Sánchez. Lo que pasaba, a mi juicio, es que el autor de los Siete ensayos otorgaba a su defensa del indio un toque ideológico que lo perdía a la hora de aterrizar la discusión. Han pasado muchos decenios de dicho enfrentamiento que se aireó en las páginas de la revista Amauta, y no he vuelto a leer, ni por casualidad, un debate de ideas de tal magnitud sobre un tema crucial del Perú contemporáneo. Decíamos que Luis Alberto Sánchez ganó el debate porque fue quien sostuvo que el futuro del país estaba en el mestizaje; en cambio, Mariátegui –insistiendo en la fórmula aparecida en su ensayo sobre el problema de la tierra– creía que su salvación recaía en el indio. Este legado, por cierto, no era negado por Sánchez, pero él creía inequívocamente que era importante recoger la totalidad de experiencias culturales que nos identificaran como nación. La certeza de Sánchez –la de un Perú mestizo– se ve corroborada en la actualidad en las expresiones culturales del nuevo habitante de la capital que toma, a través de la música, el legado andino y oriental. El rostro del nuevo poblador de la ciudad es mestizo, y ya hay una aceptación del pasado andino pero fusionado con los legados provenientes de la costa norteña y la Amazonía, las que hacen pensar que, aunque dificultosamente, la peruanidad ya está en proceso de construcción. La polémica del indigenismo fue muy instructiva porque permitió problematizar un país balbuceante; lástima que no se haya vuelto repetir con otros actores. Sin embargo, allí están los esfuerzos pioneros de Matos Mar sobre las barriadas de los cincuenta, cuyos protagonistas iniciaron el lento proceso de conquista cultural de la Lima oligárquica. O los de Hernando de Soto, desde otra perspectiva. Sobra decir que en estos tiempos en los que parece irse sin derrotero a la vista, la polémica entre Sánchez y Mariátegui puede servir aún para indicarnos hacia dónde vamos. Su relectura nos podría dar nuevas luces.

Freddy Molina Casusol
Lima, 12 de febrero del 2017

LA GRAN USURPACIÓN

ME CAÍA muy mal Omar Chehade, exvicepresidente de Humala, pensaba que era un traidor por salir a atacar al expresidente y a su mujer, la señ...