domingo, 9 de noviembre de 2014

ANA GALLEGO Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE VARGAS LLOSA

HACE algunos meses en la Facultad de Letras de San Marcos se presentó –gracias a Agustín Prado– la académica española Ana Gallego –coautora del libro De Gabo a Mario–. Al final de su participación la abordé para hacerle algunas acotaciones sobre el pensamiento político de Vargas Llosa –a propósito de su ponencia sobre La civilización del espectáculo–. Le dije –mientras ella fumaba un cigarrillo– que para poder entender el pensamiento vargasllosiano había que remitirse a los estudios de mass media afincados en la Escuela de Frankfort y que había compartimentos en la mente del escritor que fácilmente podían aparecer como subsidiarios del concepto de Industrias culturales –aparecido por primera vez en el libro de Adorno y Horkeimmer, Dialéctica del Iluminismo–.
Le manifesté que la crítica debía despojarse de ciertas aprensiones ideológicas para auscultar mejor a Vargas Llosa y que había muchas cosas sobre él que pasaban frente a sus narices y no las veían; que había que tener una visión multifactorial y que había que hacer dialogar varias disciplinas, entre ellas la sociología y la comunicación (de donde yo provenía), al respecto.
¿Por qué, por ejemplo, alguna crítica se asombra del enfoque “progresista” de El sueño del celta, novela que cualquier escritor adscrito a esa tendencia hubiera hecho suya con gusto?, le pregunté. "Porque en Vargas Llosa –me respondí arriesgando una hipótesis (en tanto Ana Gallego botaba el cigarrillo a un lado)– hay otras líneas de pensamiento –de izquierda– en puja con su liberalismo”. “En roce con sus ideas cosmopolitas”, comentó, creo, ella e hizo un gesto de evidencia con las manos.
“Recuerde –agregué– que Vargas Llosa aprende el marxismo en San Marcos, escenario de una de sus novelas, Conversación en La Catedral. ¿En dónde? En la célula Cahuide. ¿Quién fue uno de sus instructores? Está en El pez en el agua: Isaac Humala, el padre del actual presidente de la República (y mentor del etnocacerismo de su otro hijo, Antauro). Entonces, hay que empezar por allí.” 
Le dije además –mientras la escoltaba Agustín y un profesor más a la salida de la universidad– que para entender el actual pensamiento político de Vargas Llosa, había que leer a Karl Popper, Ludwig von Mises y, especialmente, Hayek (La fatal arrogancia, los errores del socialismo), que había que analizarlo “desde esa mirada”.
Le señalé que el paso de Vargas Llosa al liberalismo no fue de un momento a otro. Anteriormente, le conté, se definía como un pragmático –imagino influenciado por su amigo de esos años, Richard Webb, aficionado al pragmatismo de James, cuyo libro, ¿Por qué soy optimista? (1985), prologó (y en el que confiesa que Webb era “un pragmático viejo”; en cambio él “está aprendiendo a serlo”; ver “Una cabeza fría en el incendio”, en Contra viento y marea III)–.
Es más, a mediados de los ochenta, cuando no se definía como un liberal –pero sí estaba en coqueteos (fue uno de los ponentes en 1979 de un simposio organizado por Hernando de Soto, que contó con la participación de Milton Friedman)–, entrevistado por Ricardo Uceda, afirmó que resolvía sus tomas de posición en “función de consideraciones más pragmáticas” (“…Ahora soy pragmático”, El Nacional, 2/11/85).
Sin embargo, en su tránsito de un lado al otro, se definía en otra entrevista (con Alfredo Barnechea), como un socialdemócrata (Peregrinos de la lengua, p. 291).
El paso de Vargas Llosa al liberalismo viene con fuerza de la mano de Popper –a quien, para la campaña presidencial del 90, estudió durante tres años y que, para muchos liberales ortodoxos, le advertí a Ana Gallego, quien me miraba con ojos curiosos, es el padre de la socialdemocracia (por lo que hay que examinar esa influencia en los rezagos de pensamiento de izquierda que aún parece mantener)–, luego viene Hayek –a quien, en 1991, le dedica un artículo: “Bienvenido, caos” (vuelto a publicar en Desafíos a la libertad, 1994)– y, por último, von Mises, de la Escuela Austriaca de Economía –al que tal vez menciona por primera vez, al final de la crónica dedicada a su hijo Gonzalo, “Mi hijo, el etíope” (1985)–.
No pudimos continuar porque Agustín se la llevó para cumplir, seguramente, con otras actividades planeadas para ella ese día. Pero la idea que quedó flotando, y no se la pude decir, era que, posiblemente, Vargas Llosa arribó a similares conclusiones que la Escuela (neomarxista) de Frankfurt, respecto a los temas planteados en La civilización del espectáculo –la frivolización de la cultura y la crítica de los mass media–, por caminos diferentes y sin tener, por supuesto, la menor empatía con esa línea de reflexión intelectual. Lo suyo es una aventura del pensamiento, una de las tantas a las que nos tiene acostumbrados.
Finalmente, cuando se fue Ana Gallego –secuestrada por Agustín– me quedó titilando la idea de escribir estas líneas –me pasé meses dándole vueltas–, un arrebato de escritura ha hecho que el día de hoy, por fin, las haya consumado.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 7 de noviembre del 2014

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