HAY QUE SER UN TONTO para no darse cuenta que los contenidos de las
historietas de Walt Disney y, en especial, las del Pato Donald esconden una
carga ideológica que sus creadores saben de sobra existe.
Gruñón, holgazán, un bon à rien como dirían los franceses, Donald ha
competido, a mediados de la década pasada, con Axterix, el dibujo animado por
antonomasia de los galos, en su objetivo de ganarse los favores de los niños
europeos.
Su incursión –a través de Eurodisney– en la tierra
de Camus y Sartre estuvo amenazada por el nacionalismo francés listo a
combatirlo, y que vio en el foráneo un intruso que, con su carga de costumbres
importadas del país de la comida al paso y el Kentucky Fried Chicken, irrumpía
groseramente en una cultura caracterizada por la lectura cuidadosa, la
sofisticación y la elegancia.
Los incrédulos pensaron cuán torpes debían ser
estos nacionalismos para defender su terruño de los graznidos del pato de
Disney. Creyeron que la tozudez y las anteojeras ideológicas cegaban a sus
detractores, y que estas conductas anticuadas estaban años luz del buen saber
europeo, llano a la tolerancia y a las formas civilizadas de confrontar
posiciones.
Para ellos Donald era un maravilloso artificio de
la imaginación y era inconcebible que alguien advirtiera que detrás de su nívea
figura existiera un maquiavélico complot para malograr la mente de los niños
franceses.
Pero aquellos franceses no debían ser tan tontos.
En sus mentes debían orbitar los globos con los diálogos de las historias de
Donald, Rico Mc Pato, Tribilín y sus amigos.
Porque si no lo saben, o lo quieren esconder –o en
el peor de los casos ignorar–, los que lo quieren defender, todo estos feos
asuntos, que discuten la resemantización de los discursos de Donald, se reducen
a una cuestión de poder.
Sí, de poder, porque, para los que detentan el
poder en su forma imperial, es imprescindible resguardar, difundir y propagar
un modo de pensar para perpetuar su dominio.
Lo hizo, en los tiempos pretéritos, la Unión
Soviética con sus celebres colecciones de Marx y Lenin, cuyos contenidos
subversivos inundaron las librerías de América Latina en los años setenta; lo
hizo la China de Mao y la Banda de los Cuatro por esas mismas fechas con su
boletín Pekin Informa; y lo hace ahora los Estados Unidos con Los Simpsons cuando difunden, a través del despistado
Burt, el modo de vida americano.
Por ello es que no entendemos el erizamiento de
Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa cuando en
ese libro que escribieron a varias manos hace algunos años, y llamaron el Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano, enfilan sus baterías contra Ariel Dorfman y
Armand Mattelart y su Para leer el pato Donald, incluyéndolo, para sancionarlo, en la lista de
“Los diez libros que conmovieron al idiota latinoamericano”.
Las denuncias de Dorfman y Mattelart son legítimas
–mucho más que las esgrimidas por los EE.UU para justificar la invasión a
Irak–; y es verdad lo que escriben sobre el inocente pato americano, son
bastante certeros.
Como ha ocurrido durante décadas se los ha querido
caricaturizar señalando que es imposible que la cándida figura de Donald sea
capaz de derribar gobiernos y menos aún que la lectura de sus aventuras o
desventuras, sea nociva en las mentes de los niños latinoamericanos.
No se trata de eso –como se ha querido hacer
desviando el foco de atención–; tampoco hay un afán tonto por dinamitar el
icono del pato más mediático del mundo, sino de enfocar los reflectores hacia
lo que los guionistas de la serie de Disney hacen decir a Donald y sus amigos,
Mickey, Pluto y Tribilín.
Basta echar una mirada en las tiras cómicas,
reproducidas en Para leer el pato Donald, para comprobar que existe un discurso
adecuadamente sopesado y dirigido para afirmar una posición americana.
Lo de Vietnam y los afanes imperiales de una
nación –vista ahora como la nueva Roma– están allí presentes, muy bien
disfrazados, para convencer de una manera natural a los lectores ocasionales
que los malos de la película –trazados con sagaz pincel anti viet-cong– son los
comunistas.
(Hay que recordar que la propaganda y las técnicas
de persuasión son una vieja herramienta utilizada por las fuerzas en conflicto.
En la Segunda Guerra Mundial se lanzaron millares de volantes de uno y otro
bando con información falsa para bajar la moral del enemigo e instarlo a
deponer las armas y rendirse. Una apelación de este tipo hay en este comic de
Disney).
Cuando Oliver Stone en JFK desnuda las miserias del sistema americano y
demuestra en un cruce rápido de escenas y planos que la muerte de John F.
Kennedy forma sospechosamente parte de un complot de fuerzas poderosas para
derrocarlo (Stone presenta al informante del fiscal Garrison haciendo coincidir
a una misma hora los tiempos de aparición de los principales matutinos a nivel
mundial informando del atentado. Todo estaba sincronizado, cuando eso, por esos
días, era técnicamente imposible) y que los contenidos de los mensajes están
controlados para mantener el status quo, hay razones para escucharlo.
Recuerdo por mi parte que hace algunos años,
observando un comic con la cara de un inca –difundida a todo color por una
bebida nacional para un concurso–, lo estúpido que se veía este con su sonrisa
perlada y boba; e imaginaba lo ofendidos que debieron sentirse los indios americanos
cuando se vieron retratados como enajenados mentales en los dibujos animados
del gran país del Norte.
Entonces, pues, hay que ser un tonto para no
sospechar que detrás de las historias de Disney no hay una cuestión de poder y
de desinformación, como quieren hacernos creer Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa
hijo. Las hay, a pesar que, repitiendo las condenas del pasado, se resistan a
creerlo.
Freddy Molina Casusol
Lima, Junio del 2004
