miércoles, 6 de agosto de 2014

EL PATO DONALD Y LA INCREDULIDAD DE LOS TONTOS

HAY QUE SER UN TONTO para no darse cuenta que los contenidos de las historietas de Walt Disney y, en especial, las del Pato Donald esconden una carga ideológica que sus creadores saben de sobra existe.
Gruñón, holgazán, un bon à rien como dirían los franceses, Donald ha competido, a mediados de la década pasada, con Axterix, el dibujo animado por antonomasia de los galos, en su objetivo de ganarse los favores de los niños europeos.
Su incursión –a través de Eurodisney– en la tierra de Camus y Sartre estuvo amenazada por el nacionalismo francés listo a combatirlo, y que vio en el foráneo un intruso que, con su carga de costumbres importadas del país de la comida al paso y el Kentucky Fried Chicken, irrumpía groseramente en una cultura caracterizada por la lectura cuidadosa, la sofisticación y la elegancia.
Los incrédulos pensaron cuán torpes debían ser estos nacionalismos para defender su terruño de los graznidos del pato de Disney. Creyeron que la tozudez y las anteojeras ideológicas cegaban a sus detractores, y que estas conductas anticuadas estaban años luz del buen saber europeo, llano a la tolerancia y a las formas civilizadas de confrontar posiciones.
Para ellos Donald era un maravilloso artificio de la imaginación y era inconcebible que alguien advirtiera que detrás de su nívea figura existiera un maquiavélico complot para malograr la mente de los niños franceses.
Pero aquellos franceses no debían ser tan tontos. En sus mentes debían orbitar los globos con los diálogos de las historias de Donald, Rico Mc Pato, Tribilín y sus amigos.
Porque si no lo saben, o lo quieren esconder –o en el peor de los casos ignorar–, los que lo quieren defender, todo estos feos asuntos, que discuten la resemantización de los discursos de Donald, se reducen a una cuestión de poder.
Sí, de poder, porque, para los que detentan el poder en su forma imperial, es imprescindible resguardar, difundir y propagar un modo de pensar para perpetuar su dominio.
Lo hizo, en los tiempos pretéritos, la Unión Soviética con sus celebres colecciones de Marx y Lenin, cuyos contenidos subversivos inundaron las librerías de América Latina en los años setenta; lo hizo la China de Mao y la Banda de los Cuatro por esas mismas fechas con su boletín Pekin Informa; y lo hace ahora los Estados Unidos con Los Simpsons cuando difunden, a través del despistado Burt, el modo de vida americano.
Por ello es que no entendemos el erizamiento de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa cuando en ese libro que escribieron a varias manos hace algunos años, y llamaron el Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano, enfilan sus baterías contra Ariel Dorfman y Armand Mattelart y su Para leer el pato Donald, incluyéndolo, para sancionarlo, en la lista de “Los diez libros que conmovieron al idiota latinoamericano”.
Las denuncias de Dorfman y Mattelart son legítimas –mucho más que las esgrimidas por los EE.UU para justificar la invasión a Irak–; y es verdad lo que escriben sobre el inocente pato americano, son bastante certeros.
Como ha ocurrido durante décadas se los ha querido caricaturizar señalando que es imposible que la cándida figura de Donald sea capaz de derribar gobiernos y menos aún que la lectura de sus aventuras o desventuras, sea nociva en las mentes de los niños latinoamericanos.
No se trata de eso –como se ha querido hacer desviando el foco de atención–; tampoco hay un afán tonto por dinamitar el icono del pato más mediático del mundo, sino de enfocar los reflectores hacia lo que los guionistas de la serie de Disney hacen decir a Donald y sus amigos, Mickey, Pluto y Tribilín.
Basta echar una mirada en las tiras cómicas, reproducidas en Para leer el pato Donald, para comprobar que existe un discurso adecuadamente sopesado y dirigido para afirmar una posición americana.
Lo de Vietnam y los afanes imperiales de una nación –vista ahora como la nueva Roma– están allí presentes, muy bien disfrazados, para convencer de una manera natural a los lectores ocasionales que los malos de la película –trazados con sagaz pincel anti viet-cong– son los comunistas.
(Hay que recordar que la propaganda y las técnicas de persuasión son una vieja herramienta utilizada por las fuerzas en conflicto. En la Segunda Guerra Mundial se lanzaron millares de volantes de uno y otro bando con información falsa para bajar la moral del enemigo e instarlo a deponer las armas y rendirse. Una apelación de este tipo hay en este comic de Disney).
Cuando Oliver Stone en JFK desnuda las miserias del sistema americano y demuestra en un cruce rápido de escenas y planos que la muerte de John F. Kennedy forma sospechosamente parte de un complot de fuerzas poderosas para derrocarlo (Stone presenta al informante del fiscal Garrison haciendo coincidir a una misma hora los tiempos de aparición de los principales matutinos a nivel mundial informando del atentado. Todo estaba sincronizado, cuando eso, por esos días, era técnicamente imposible) y que los contenidos de los mensajes están controlados para mantener el status quo, hay razones para escucharlo.
Recuerdo por mi parte que hace algunos años, observando un comic con la cara de un inca –difundida a todo color por una bebida nacional para un concurso–, lo estúpido que se veía este con su sonrisa perlada y boba; e imaginaba lo ofendidos que debieron sentirse los indios americanos cuando se vieron retratados como enajenados mentales en los dibujos animados del gran país del Norte.
Entonces, pues, hay que ser un tonto para no sospechar que detrás de las historias de Disney no hay una cuestión de poder y de desinformación, como quieren hacernos creer Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa hijo. Las hay, a pesar que, repitiendo las condenas del pasado, se resistan a creerlo.

Freddy Molina Casusol
Lima, Junio del 2004

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