EL EJERCICIO del periodismo es arriesgado. En especial si se trata de periodismo escrito. Son conocidos los casos a nivel internacional de periodistas caídos cumpliendo su deber informativo en zonas de conflicto. Los corresponsales de guerra, destacados por las empresas informativas a los lugares más alejados del planeta, son víctimas no solo de las bombas sino del estrés y la incomprensión de su labor. Hay periodistas como Ryczard Kapucinski que han reporteado en diferentes lugares del globo y han convertido posteriormente sus textos –como La guerra del fútbol– en registros de los conflictos que ocurren en la historia contemporánea. En el medio periodístico peruano hemos tenido un magnífico reportero, Manuel Jesús Orbegozo, quien tuvo la oportunidad de estar en el frente de batalla y cubrir las atrocidades ocurridas en la Kampuchea de Pol Pot. Pero no solo ha habido periodistas que han hecho de corresponsales de guerra, tenemos también escritores como Ernest Hemingway, quien, a partir de su experiencia en la segunda guerra mundial, ha escrito libros como Adiós a las armas; o Mario Vargas Llosa, que en su Diario de Irak ha atestiguado lo vivido por los iraquíes durante la invasión estadounidense a sus tierras. No se queda atrás en esta breve enumeración el periodista gráfico Robert Capa. Él perdió la vida –una mina se la arrebató– mientras intentaba captar imágenes durante la guerra que se libraba en Indochina.
El periodismo, pues, es una carrera riesgosa. Eso lo hubieran podido atestiguar, si hubieran continuado con vida, los mártires peruanos de Uchuraccay. Como corresponsales en una zona de conflicto –Ayacucho– sintieron la obligación de perseguir la información, obsesión que, a la postre, los llevó a la muerte cuando, en la década de los ochenta, buena parte del país se estremecía con el ruido de las bombas estalladas por los insurrectos de Abimael Guzmán.
La guerra, asimismo, es el escenario donde se tiemplan los nervios de los periodistas. Allí tenemos las largas y espléndidas crónicas de William Shirer, corresponsal extranjero en Berlín, sobre el colapso del régimen nazi y el final de Hitler, las que, redactadas casi respirando la pólvora de los disparos, dieron forma al libro Auge y caída del Tercer Reich. O las de John Reed, que, dentro del marco de la revolución bolchevique, dieron forma a Los diez días que estremecieron al mundo.
También hay los que, como en el poema de Alejandro Romualdo, vuelan en mil pedazos. Eso pasó con la periodista norteamericana Marie Colvin en el 2012 cuando pereció en el bombardeo de una ciudad rebelde, Homs, en Siria. Y también hay los que sin tener nada que ver con un conflicto son asesinados por mentes trastornadas. Allí está lo que pasó en 1989 con la periodista lituana Barbara D’Achille, muerta por el fanatismo de Sendero. ¿Su crimen? No aceptar que sus captores le impongan una entrevista. Detenida en una zona controlada por la guerrilla senderista en Huancavelica, la ultimaron a pedradas. El vacío que dejó en la sección de Ecología del diario El Comercio de Lima, hasta ahora se siente.
El dolor. El dolor es uno de los sentimientos que los periodistas de guerra tienen que aprender a manejar. Frente a la conexión psicológica con el sufrimiento de otros seres, el periodista, muy a su pesar, recuerda que su principal deber, a pesar de la desdicha, es con la sociedad que le exige saber lo que ocurre en aquellos continentes donde se ha encendido la mecha de la guerra. Esto último lo puede atestiguar periodistas como Oriana Fallaci cuando cubrió la guerra de Vietnam y abordó al Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger sobre el curso de la misma, en una entrevista muy famosa.
Así, pues, en este apretado resumen hemos querido recordar a esa rara estirpe de periodistas de guerra, cuyo oficio tiene viejos e insignes antecesores como Homero en la guerra de Troya o el periodista miope de La guerra del fin del mundo. Un oficio que corre por sus venas.
Freddy Molina Casusol
Lima, 10 de setiembre del 2014
miércoles, 10 de septiembre de 2014
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