Con mi joya en la mano y con la garganta que me ardía como los mil diablos, fui a un lugar para leerlo con calma. Tras descartar varios lugares por considerarlos inadecuados, me metí a un chifa –vaya lugar que escogí–, pedí una infusión y rogué que nadie me molestara con un “cómpreme un caramelo o una barra de chocolate”.
La última vez que me quedé hipnotizado leyendo un libro fue en mi adolescencia. Tendría diecisiete años cuando cayó en mis manos Un mundo para Julius de Alfredo Bryce. Recuerdo que desde el momento que posé los ojos en la primera línea no paré hasta el amanecer. La novela me había hecho olvidar el tiempo, las horas pasaban y ya no distinguía el día de la noche. La acabé en la madrugada con la sensación feliz de haber tenido una experiencia sin igual. Solo interrumpí la lectura para pedirle a mi madre algo para tomar. Ella me instaba a cenar pero yo no quería. No quería que el momento que estaba viviendo se fuera. Esa misma sensación la sentí cuando estaba leyendo el libro de Eligio García Márquez. De pronto el tiempo desapareció, y los comensales apenas eran percibidos por mí por el ruido sordo que hacían al momento de comer; todo se había extinguido, el único movimiento que percibía era el de mi mano estirada recogiendo los caramelos.
El haz de luz amarilla proyectada sobre la mesa, mi único acompañante, formaba en el vidrio que lo cubría un círculo concéntrico. Lo demás había quedado eclipsado.
Las primeras cien páginas fueron arrolladoras. Entonces, pensé, era verdad lo que me habían dicho, Eligio García Márquez merecía ser leído. Pero quién iba a pensar que el hermano menor de Gabriel García Márquez hubiera sido capaz de auscultar así la obra de su hermano. Lo que me llamaba la atención, mientras devoraba página tras página, era que hubiera estado en la sombra. No había escuchado a ningún crítico nacional o foráneo mencionar que existía un trabajo que pacientemente desmontara las fuentes de creación literaria de Cien años de soledad. El esfuerzo del hermano menor de García Márquez, en cuanto a ambición por abarcar la totalidad del espectro, es equiparable al de Vargas Llosa con su García Márquez. Historia de un deicidio. Es más, me atrevería a decir que para entender a García Márquez, hay que leer obligadamente los estudios de ambos (así como las compilaciones de Juan Gustavo Cobo Borda, El arte de leer a García Márquez y Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra, entre otros). Pues, mientras uno penetra en los entresijos de la ficción, el otro hurga, en forma de un gran reportaje periodístico, en las fuentes orales y escritas, cotejando los datos y enderezando las fechas que forman parte de la novela.
Uno de los aspectos que más me gustó del trabajo de don Eligio, fueron los pormenores del lanzamiento de Cien años de soledad y el papel que le cupo al libro de Luis Haars, Los nuestros, para el conocimiento de la obra iniciática de García Márquez –así como del adelanto de varias partes de la trama–. Eso para mí era una novedad. No lo había leído en ninguna parte. Por lo menos con los detalles y la emoción que imprime el autor en su texto, en ningún lado. Él hace partícipe al lector del acontecimiento. Lo involucra. Resulta emocionante saber que, en una especie de cadena humana que los vinculó, Haars es conducido por Cortázar a Vargas Llosa y García Márquez comparece ante él gracias a Carlos Fuentes. Del mismo modo cómo certifica, anotando las publicaciones, la influencia de Faulkner, Sófocles y Virginia Woolf en Cien años de soledad. Una delicia conocer estos detalles.
Cuando acabé las primeras cien páginas, en una lectura casi ininterrumpida –solo detenida para enviarle un mensaje de texto a una amiga contándole mi entusiasmo por el hallazgo– ya era muy tarde. Casi había consumido todos los caramelos de limón que había puesto en la mesa. Salí del chifa con la garganta todavía adolorida y la vista embotada por el esfuerzo, y con una serie de ideas que orbitaban a mi alrededor, pero estaba contento. Había sido una lectura provechosa. Ya en casa, tumbado en el sofá, degusté el resto. Y como al inicio, cada descubrimiento fue un gozo.
Por último: ¿Y por qué tituló Eligio García Márquez su libro Tras las claves de Melquíades? Eso lo tendrá que descubrir el propio lector leyéndolo. No se defraudará, se lo aseguro: está cargado de pasión.
Freddy Molina Casusol
Lima, 11 de febrero del 2015
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