TODO COMENZÓ el
12 de junio de 1960, cuando el escritor José María Arguedas publicó en El Comercio un artículo desaprobando el
espectáculo “Las danzas incas del Perú”, montado por Julio Castro Franco, un
gestor cultural de la época, en el Teatro La Cabaña de Lima. Castro, airado,
replicó a Arguedas una semana después, el 19 de junio. El escritor publicó su
dúplica el 11 de julio de 1960. El gestor Castro no pudo ver luego impresa su
respuesta: El Comercio, considerando
que había sido suficiente, dio por finalizado el intercambio de palabras.
Ese desplante
encendió su furia que, cuarenta años después, cobró forma de libro.
Cuando uno lee “Algunas
sangres del zorro Arguedas” (1999), uno queda sorprendido por la cantidad de
invectivas que lanza Castro Franco en contra del escritor. Uno puede pensar:
“Bueno, está bien, está irritado”. Pero no era para lanzar una serie de
descalificaciones ad hominem. Castro se excedió, y muy largamente. Posiblemente
tenía la razón en el hecho de que Arguedas haya llevado muy lejos su defensa de
la cultura andina –esto por la evidente censura de la coreografía presentada por
él en La Cabaña–, pero ridiculizarlo, maltratarlo, presentarlo como un timorato,
endilgarle los peores denuestos, se sale de todo libreto establecido, lo
invalida como crítico y ocasional oponente.
Lo interesante
del libro de Franco –si cabe rescatar algo de él– es el hecho de que presenta
un rostro poco conocido de Arguedas. De alguna manera lo desmitifica. Quizás se
lo pueda comparar –con las reservas del caso– con los retratos de Julia Urquidi
–Lo que Varguitas no dijo– y Herbert
Morote –Vargas Llosa, tal cual–, o,
tal vez, el poco comentado –por ser políticamente incorrecto– de Rodolfo
Hinostroza, Pararrayos de Dios. Se
podría decir, por los toques de insidia, que se acerca más a Morote –pero
superándolo infinitamente en mordacidad–. Castro –para dar cuenta de su
inquina– relata, por ejemplo, en un fragmento de su libro, un infeliz encuentro
que tuvo Arguedas con la clase pudiente de San Isidro. Dice así, y transcribo esta parte sin ningún tipo de afeite:
“Arguedas, aterrizó como esperado: cual vivísima mascota vernacular que hablaba
‘quechua mejor que castellano’; un ente folklórico al que, durante las
reuniones en salones alfombrados, los caballeros de puños con enormes gemelos
de oro, el vaso con wisky (sic) en la mano, le preguntaban divertidamente: dime
José María, cómo se traduce al quechua cómo estás? Imaynallam kachkanky, pues.
Y, cómo se dice en quechua, qué hora es? Imay pacham, caballero. Y, hasta
mañana? Pakarimkama. Y… caca? Isma no más se dice, pues. Dime José María, cómo
le miento la madre a este conchudo que me ha jodido en el banco?”[1].
Insultante,
racista y agresivo. Y así como este hay muchos fragmentos más.
A estas alturas,
cabe preguntarse ¿Qué fue lo que reclamaba Franco de Arguedas que provocó la
escritura acre de este libro después de varias décadas? Arguedas, en concreto,
creyó ver en la coreografía montada por Julio Castro Franco, “Las danzas incas”,
la vulneración de las tradiciones culturales del país. Por esos años, tal como
lo recuerda una de sus estudiosas, Carmen María Pinilla, Arguedas oficiaba de Director
de Expresiones Artísticas del Ministerio de Educación[2].
Desde allí, el escritor expresó su rechazo. Castro, por su parte, lo acusó
de desconocer la realidad artística peruana, de plagiar y de ser continuador de
prácticas gamonalistas por contratar como domésticos a jóvenes artistas.
Pinilla señala
que Arguedas criticó a Castro “con argumentos imbatibles pues había observado
directamente la mayoría de danzas en sus escenarios naturales” y que desde su
condición de funcionario del ministerio “buscaba convencer a los grupos artísticos
sobre la importancia de mantener la tradición, garantía de lo artístico y
evitar ceder a las imposiciones del mercado.”[3]
Este rechazo,
pues, fue muy mal tomado por Castro, quien hizo correr las tintas de su furia, de
su odio empozado, en “Algunas sangres del zorro Arguedas”. Arguedas, se
desprende del propio texto, se sentía intimidado por Julio Castro. Pasado un
tiempo de la desavenencia que los tuvo enfrentados, aparentemente retomó la
amistad con este frecuentándolo de nuevo. Pero era un miedo cerval fundado en
lo deslenguado que podía ser el coreógrafo de “Las danzas incas del Perú”. (Allí
está como muestra la respuesta fuera de tono publicada en El Comercio). Arguedas tenía temor a las calumnias de su eventual contendor.
Todo indica, por otro lado, que Castro Franco, un tipo ligado al ambiente
cultural –fue presidente de la Asociación Cultural Peruano-Rumana–, se dejaba arrastrar
por la ira cuando lo contrariaban. Arguedas que lo conocía porque frecuentaban
los mismos espacios, quiso evitar probablemente un encontronazo verbal con él,
pero cuando vio en juego, a su juicio, el correcto enfoque del folklore andino,
su genio lo dominó. Y las consecuencias se vieron varias décadas después, con
este libro que el escritor –una persona delicada en sus sentimientos– hubiera
visto horrorizado al poner al descubierto pasajes vergonzosos –como el arriba
mencionado– de su vida personal.
Bioy Casares realizó
un homenaje a su amigo, el escritor Jorge Luis Borges, en Borges. Un frondoso libro que pone al descubierto sus grandezas y
contradicciones. Un libro sí de infidencias, pero también de ideas literarias.
Su objetivo era dejar un testimonio de su amistad. No fue hiriente, simplemente
reprodujo las conversaciones que tuvieron ambos durante cuarenta años –el mismo
tiempo que le tomó a Castro para perpetrar su venganza–. Bioy transcribió con
paciencia los diálogos sostenidos entre él y su amigo, empleando su memoria. Es
su mejor libro, y tal vez el único en su género. Castro Franco no hace eso, lo
que hace es deteriorar la imagen de un escritor con quien tuvo cierta amistad; lo
hace para erigirse como el triunfador de una riña trunca. Su libro, sorprendente
por lo desagradable, es una suma de miserias. Huelga decir que hasta allí nomás
llega.
Freddy Molina
Casusol
Lima, 30 de agosto de 2016
––––––––––––––––
[1] Ver Algunas sangres del zorro Arguedas. Hechura
de su madrastra, Julio Castro Franco, Edit-eterna, 1999, p. 55.
[2] Ver “Cartas deArguedas a Abelardo Oquendo en el Archivo Arguedas de la PUCP”, Carmen María Pinilla.
[3] Ibíd.
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