La
primera vez que leí el libro de Miguel Gutiérrez –La generación del 50: un
mundo dividido– me pareció un libro peligroso. Mucho más peligroso que cualquier
panfleto de Marx, Lenin o Engels divulgado con profusión, por aquel entonces,
en San Marcos. Gutiérrez, en una curiosa aplicación del marxismo a la
literatura, había escrito un ensayo que, por su poder de convicción, podía
seducir a cualquier estudiante despistado que creyera que la única salida
posible para todos los males del país era la revuelta social. Lo que más me
disgustaba del libro era que el autor se las había ingeniado para, en una
singular mezcla que combinaba a narradores y poetas con pensadores marxistas
(de pronto, cuando uno estaba leyendo de lo más orondo un tópico literario, una
especie de salto cualitativo lo hacía a uno tropezar con un análisis clasista
del ambiente político o, peor, con un poema de Mao), difundir esta idea subrepticiamente.
Recuerdo que por esos años en que salió La generación del 50 –a
fines de los ochenta–, el país vivía un ambiente convulsionado: apagones,
bombas en las calles, atentados terroristas a lo largo del país. Abimael
Guzmán, el jefe inubicuo de Sendero Luminoso, se burlaba de los cercos
policiales y sus huestes, aplicando la estrategia maoísta del campo a la
ciudad, pretendían capturar el poder. Y San Marcos se había convertido, gracias
al descuido de sus autoridades, en refugio de subversivos de todo pelaje que se
pasaban la vida pintando la ciudad universitaria con lemas alusivos a la guerra
popular y el accionar del MRTA en los vericuetos de la capital. La aparición
del libro entonces no hizo sino agitar las aguas ya no de la marea
político-social, bastante embravecidas por los conflictos sociales que
caracterizaron al primer gobierno de Alan García, sino del ambiente
literario-cultural. Recuerdo que un profesor y crítico literario, Luis Fernando
Vidal, por esos días me pintó prácticamente a Miguel Gutiérrez como un
sedicioso, a quien, en alguna oportunidad, cuando coincidieron en un
conversatorio, le había dicho que midiera el tono de sus palabras pues tenían
al frente un auditorio infiltrado con elementos de sospechosas simpatías
senderistas. De Gutiérrez, por otra parte, decían las malas lenguas que era una
especie de comisario cultural de Sendero, asunto que nunca ha sido comprobado y
que ha quedado plenamente descartado por las investigaciones a las que ha sido
sometido el autor. Han pasado cerca de 20 años desde que vio la luz la primera
edición de La generación del 50: un mundo dividido, y Miguel
Gutiérrez y sus editores han decidido, acertadamente, lanzar una segunda
edición del libro que provocó las iras de la crítica especializada al ver
catapultada en sus páginas la figura de Abimael Guzmán como un intelectual de
la talla de Ribeyro o Pablo Macera. Esto último puede entenderse como un exceso
de Gutiérrez tan parecido –claro está, salvando las distancias ideológicas–
como el que tuvo Luis Alberto Sánchez con Haya de la Torre en su Literatura
Peruana. Esta nueva edición que suplanta el color azul añil de la anterior
por un amarillo ámbar y conserva el diseño de la carátula de Balmes Lozano
–quien, curiosamente, no es mencionado esta vez en los créditos–, cuenta además
con una nueva introducción del autor. La generación del 50 es,
pasada la tempestad que lo censuró, no sólo un libro de imprescindible lectura
por ser el testimonio de una época, sino porque Miguel Gutiérrez –quien se ha
erigido, debido a la fuerza de su talento creativo, como uno de nuestros
escritores mayores– sabe catar y decantar en igual nivel de significación la
poesía y narrativa de la generación que ausculta. Un libro, en suma, que da
cuenta de la aventura intelectual de un escritor peruano que, por el conjunto
de su obra contenida en novelas y ensayos como La violencia del tiempo y La
generación del 50, se ha ido convirtiendo con el transcurso de los años en
el Victor Hugo de la literatura nacional.
Freddy Molina Casusol
Lima,
9 de abril de 2009
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