sábado, 5 de mayo de 2012

MJO, TESTIGO DE SU TIEMPO

Durante las noches lo leo como quien busca a un abuelito para que le cuente una historia. Con él recorro el Africa, Cuba, Praga, Bagdad, Singapur, China e innumerables países y no me canso. Lo leo con curiosidad. Me gusta ver sus correrías, detectar cómo arma sus reportajes, los trucos que emplea para conseguir una primicia. Noto en cada párrafo el respeto único que tenía por el que se cumpla la convención: “tres o cuatro líneas, no más jóvenes periodistas”.

Maestro indiscutible del reporterismo peruano, Manuel Jesús Orbegozo ha dejado en estos dos preciados volúmenes los secretos del oficio. En su hechura, Orbegozo, no agota, como recomendaba Hemingway, el material periodístico de un solo golpe. El periodista debe descansar y dejar una frase “colgada”, y al día siguiente retomar la idea a partir de esta y así todo se vuelve más fácil de redactar.

Esa es la técnica que utilizó el escritor norteamericano en Muerte al atardecer, libro que le dio fama y éxito internacional.

No es difícil detectar en Orbegozo el uso de este artificio. El periodista peruano, como buen admirador de Hemingway –a quien alguna vez entrevistó– lo ha seguido y allí están los resultados: un libro admirable, que se deja leer bien. Como le decía, entusiasmado, a su nuera Paola Jerí, este es su mejor trabajo. Los demás –Tiannamen y MJO. Entrevistas–, son satelitales, giran alrededor de éste.

Este es el libro principal al cual deben acudir los jóvenes estudiantes de periodismo.

Recuerdo, cuando asistía a sus clases, que Orbegozo contaba las veces que era inquirido por un trabajo de largo aliento que reflejara sus experiencias en los medios escritos, que estaba escribiendo sus memorias. Por esas fechas, 1986 o 1987, confesaba que tenía alrededor de quinientas páginas.

El libro, con los años, y a medida que numerosas promociones de estudiantes egresaba de las aulas de San Marcos, se había vuelto mítico. Se hablaba de él en los cafetines, en los reencuentros de ex alumnos, en los diálogos de sobremesa. Se comentaba que ahora tenía mil páginas y que no encontraba editor.

La verdad, yo no le hice caso al libro del maestro. Aún no tan bien impresionado por la lectura de sus libros de entrevistas –que me parecieron de menor envergadura, en comparación con el de Hildebrandt, Cambio de Palabras (que ahora circula por allí en una segunda edición)–, no se me ocurrió buscarlo cuando fue publicado.

Fue en una feria del libro, de casualidad, que lo encontré. “El libro de Orbegozo”, pensé, apenas lo vi.

Lo primero que hice cuando lo tuve en mis manos fue notar que había sido impreso por el Fondo de Cultura Económica. Todo un lujo si recordamos que no hay un periodista peruano –por lo menos de la generación de Orbegozo– que haya publicado en ese prestigioso sello editorial.

Luego me bastó posar la mirada en algunos párrafos del primer volumen, para darme cuenta que estaba frente a un libro escrito con una envidiable prosa periodística. 

Tras comprobar en la noche que mi primera impresión de este volumen no era engañosa, regresé a la feria y me llevé el segundo al día siguiente. Desde entonces, los tengo como libros de referencia y de obligada lectura.

El crítico y novelista estadounidense Waldo Frank decía de Luis Alberto Sánchez que era un “escritor de raza”, si se parafraseara lo mismo para Orbegozo, se podría decir de éste que fue un “periodista de raza”.

Manuel Jesús Orbegozo partió de este mundo en setiembre del año pasado. En su velatorio, que fue muy concurrido, aparecieron muchos de sus ex alumnos que lloraron en silencio su partida.

El día de su entierro recibió el homenaje de la Facultad de Letras de San Marcos que lo vio consagrarse como uno de sus mejores maestros en la antigua Escuela de Periodismo, hoy Escuela de Comunicación Social. Y el arpista Máximo Damián, antes de irse, le tocó una sentida melodía andina.

Dicen, finalmente, que un hombre en la vida debe hacer tres cosas: tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro. Orbegozo hizo las tres, y por partida doble. Porque bien puede decirse que Testigo de su tiempo, es las tres cosas a la vez: un hijo, un árbol y un libro.

Así lo creo por las noches, cuando me trepo en sus páginas y leo, disimulando una sonrisa, y con ojos de curiosidad y asombro, que el maestro me dice: “tres o cuatro líneas, no más joven periodista”.

Ya no tanto, maestro. Ya no tanto.

Freddy Molina Casusol
Lima, 5 de mayo de 2012

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