CUANDO terminé de leer El
Código Da Vinci sentí algo de pena. Sentí que socavaba los cimientos de la Iglesia Católica.
Después de todo, pensaba, el cristianismo –como otras grandes religiones– era
un factor de unificación en la humanidad. Le daba al ser humano, en especial al
hombre desesperanzado, un conjunto de preceptos por los cuales orientar su
existencia. Que un libro como el de Dan Brown, trajera abajo eso que durante
dos mil años había costado edificar no me parecía bueno.
Pero tampoco, pensaba, se podía vivir en la mentira. No se podía
mantener atada en el arnés a una feligresía cuando existían serias dudas sobre
los fundamentos de una fe.
Cuando era adolescente leí un artículo
que hablaba de la existencia de un profeta llamado “Issa” en Cachemira y que,
según las investigaciones, no era otro sino Jesús, quien habría sobrevivido a
la crucifixión[1]. Ese artículo me fascinó,
porque comencé a indagar sobre el tema.
Durante
años llegaron a mis manos artículos periodísticos –algunos sensacionalistas– y documentales que contaban sobre los años perdidos de Jesús entre los 13 y 30 años. En ninguno se podía tener la certeza
de lo que había ocurrido en eso años.
Luego, cuando el tema se estaba apagando y me resignaba a ya no saber nada, estando en
la universidad, apareció, para despercudir mi modorra, la película La última tentación de Cristo de Martín
Scorsese, que provocó una levantisca entre curas y monjas porque su director
había mostrado a María Magdalena en amores con
Cristo.
Eso ocasionó que volviera a las andadas y me preguntara qué
había de cierto en eso, más allá de la libertad que se había tomado el
realizador de recrear la vida de Jesús.
Por esos años, a finales
de los ochenta, era muy difícil encontrar información. No había Internet que ahora
permite encontrar toda clase de información,
incluso la prohibida. Recuerdo que dejé que todo se
diluyera.
La revancha vino a finales de los noventa, en la Biblioteca Nacional.
Allí encontré el libro ¿Murió Jesús en
Cachemira? de Andrea Faber-Kaiser que devoré de principio a fin, el del padre Eduardo Arens sobre la Biblia y otros que hablaban de los evangelios
“apócrifos” –como el de Enoch, por ejemplo–, que habían sufrido la criba de la Iglesia Católica para organizar
el canon bíblico.
Y así, buscando por allí y por allá, en negocios de venta de libros esotéricos, uno podía encontrar material acerca de los orígenes del cristianismo primitivo– y reconstruir esa parte de la historia religiosa
que nos habían vedado de niños.
Hasta que llegó El Código
Da Vinci. Ese libro tuvo la virtud de reunir en una novela, una serie de
lecturas que hablaban sobre el asunto. Mostró con más aciertos que errores, que
la Iglesia
nos estaba ocultando algo[2]. Que
no era tan cierto que María Magdalena fuera una prostituta –tal como
investigadores independientes habían refrendado–[3]; que
fue ella, y no Pedro, quien debía ser continuadora de la Iglesia de Jesús; que todo
conducía a pensar que había sido la compañera de Cristo. (Para colmo, por esos
años, y para reforzar la idea de que existía una verdad alternativa, hizo su
aparición el llamado Evangelio de Judas)[4].
Pero
lo peor era que decía que en el Concilio de Nicea –organizado por el emperador
Constantino, quien en el 325 d.C. decide unificar Roma en una sola religión– fue
donde se votó para considerar a Jesús como hijo de Dios. O sea, todo arreglado.
Todo un escándalo. Desde entonces, los doctores de la Iglesia ya no podían
sentirse tan seguros porque en ese libro también se contaba que hubo una
componenda, orquestada por el mismo Constantino, para fusionar elementos de una
religión pagana y el propio cristianismo, para crear este.
Por supuesto, han aparecido libros para contrarrestar lo dicho por
Brown. Uno de ellos es Rechazando
El Código Da Vinci. Cómo una novela blasfema ataca brutalmente a Nuestro Señor
y a la Iglesia Católica ,
escrito por la Comisión
de Estudios de The American Society for the Defense of Tradition, Family and
Property, cuya defensa de Jesús se basa en el escondido gnosticismo –una
herejía cristiana– que subyace en las páginas de El Código Da Vinci.
Con todo, la doctrina cristiana
–sometida en el pasado a los remezones de Lutero, Calvino, Swinglio y las
amenazas de cisma del Cardenal Lefebvre– debe aceptar el escrutinio público del
dogma que la articula.
El Código Da Vinci
no es más que un pretexto para poner a prueba su fe. Y así se debe entender.
Porque como había dicho Jesucristo: “La verdad os hará libres”.
Freddy Molina Casusol
Lima, 29 de abril de 2012
[1] Mientras redactaba esta
nota encontré los artículos que encendieron la curiosidad de mi juventud. Los
artículos “El Mesías, ¿realmente murió en la cruz?” y “¿Murió a los 120 años?”,
fueron publicados en el suplemento especial Sábado
del diario La República , el 2 de
abril de 1983.
[2] Un ejemplo de este tipo
son los retrasos deliberados en la traducción de los rollos del Mar Muerto
–descubiertos entre 1947 y 1956– por parte del padre Roland de Vaux de la École
Biblique. En ellos se podían encontrar las notables coincidencias entre un
denominado “Maestro de Justicia ” y Jesús, y la presencia de doctrina cristiana antes
del nacimiento de Cristo. Para más información, ver La conspiración del Mar Muerto, Michael Baigent y Richard Leigh,
Ediciones Martínez Roca S.A., 2006.
[3] El lector interesado en el
tema puede consultar Los secretos del
código, editado por Dan Burstein (Planeta, 2004), que reúne una serie de
estudios tomados de Internet y otras partes, de investigadores que han dedicado
sus esfuerzos para aclarar, entre otros temas, el papel de María Magdalena en la Biblia.
[4] Una de las mejores
ediciones –bastante recomendable–, es la de la National Geografhic
Society (2006), que incluye notas al pie y comentarios de diversos estudiosos
al final para interpretarlo mejor.
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