martes, 7 de marzo de 2023

MIMÍ Y LA VIDA CONYUGAL

ESTE libro me recuerda a Mimí. Ella era a los veinte como la musa de Alberto Moravia en La romana: “una verdadera belleza”. Su rostro “tenía un óvalo perfecto, estrecho en las sienes y un poco ancho abajo, los ojos rasgados, grandes y dulces, la nariz recta, en una sola línea con la frente, la boca grande con los labios bellos, rojos y carnosos…” y, si se reía, “mostraba unos dientes regulares y muy blancos”. O como la jovencita de El amante de Marguerite Duras, cuya imagen pálida y juvenil adorna la edición de Tusquets. Su mirada tenía los parpados caídos como los de Marilyn Monroe y sus piernas de gacela, el cabello castaño largo y al viento completaban su figura. También era un poco como Lolita de Nabokov porque sabía muy bien que los hombres se derretían por ella, y ella tomaba ventaja de eso. Alguna vez me preguntó: “¿Y cómo es el matrimonio?”. Y yo le respondí: “Ves a tu papá y a tu mamá”. “Sí”, contestó. “Así es”. Todavía no olvido esa tarde cuando estábamos solos en la oficina y me mostró sus largas piernas de mujer. “Mira“, me dijo, mientras se alzaba casi toda la faldita para enseñarme el tatuaje que se había hecho a la altura de la cadera. Tuve que hacer un esfuerzo para no aprisionar esa pierna tentadora, tersa y contorneada, que se ponía a mi alcance. Eso fue un atentado terrorista. No recuerdo anteriormente haber hecho un esfuerzo de contención como ese. Lo hacía a propósito, yo sé. Con los años la he visto como La Maga de Cortázar, libre, desinhibida, con un toque de cortedad cuando algo no le gusta, y calculadora y manipuladora como es. Una vez en el Monarca –un resto-bar ya desaparecido que quedaba en Guzmán Blanco– le confesé una noche a un amigo, arrastrado por el efecto del vino, el cariño que sentía por ella y que este nunca pudo traducirse en algo mayor porque la sentía fría en el tema amoroso como para aventurarme. Me he enamorado apasionadamente de varias mujeres, pero de ella nunca pude. Ni como amor platónico; aunque algunas veces haya arañado esa posibilidad cuando la tenía cerca, siempre me ganaba la racionalidad. No era para mí. La he visto casarse, descasarse, comprometerse, tener hijas, romances furtivos e imperfectos, y vivir aventuras de alcoba que no me toca contar aquí para no traicionar el secreto de la confesión. Nunca me creí que iba a dejar al padre de una de sus hijas, aunque ella jurara y rejurara que lo iba a dejar, que era insoportable y que, a pesar que la buscaba, no lo iba a aceptar. Yo la desmentía y confrontaba la pared de sus dichos con la realidad. Indefectiblemente regresaba una y otra vez con él. Todo se arreglaba en la intimidad y roce de pieles en su cuarto, al fondo de su casa, fuera de Lima (“Allí se encuentra con el hombre”, me decía su mamá). Nunca la he amado, pero pude haberla amado (creo que he plagiado a Neruda). Ahora ella es preceptora de mocosos traviesos en un colegio, está escribiendo una tesis sobre Gianni Rodari, un escritor de cuentos infantiles, y luce delgada, con una transparente madurez que me recuerda la de Lilly Téllez, una senadora mexicana. Este libro de Sergio Pitol que habla del matrimonio, insatisfacciones, amores y desventuras de su protagonista, Jacqueline Cascorro, ha sido un pretexto para escribir sobre Mimí, como una deuda contraída con ella y conmigo mismo por no abrir un sentimiento que me ha costado muchas noches descorchar.

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