¡Machete, despierta! Y
Mario Machete no despertaba. Lo jalaron, lo sacudieron, hundieron un dedo en su
hombro y no se movía. ¡Machete, despierta!, le dijo el hombre y lo volteó. Para
qué lo haría, esa imagen lo espeluznó. Machete yacía con la boca abierta, la
comisura de los labios morada y una bocanada de aire pestilente, liberado al
momento de moverlo a un lado, inundó la calle. Machete estaba muerto, lo
delataba ese rictus de dolor y ese aliento congelado con aroma de cadáver.
“¿Cuántas horas había estado allí en la esquina tirado?”, pensó Miguelito, su
compinche de cuadra en los Barracones del Callao, donde Machete pululaba,
paseaba y asaltaba a cuanto incauto se cruzaba con él por sus calles, desde que
su mamá, María La Marimacha, lo dejó abandonado para irse con un hombre que no
era su padre a los arenales de Villa El Salvador para rehacer su vida. Machete
a los trece años, solo y abandonado, sin madre ni padre que lo cuidara, se
convirtió primero en un pendenciero que recogía las piedras que encontraba a su
paso para defenderse de los niños de su edad que querían abusar de él, zas un
piedrón y le bajaba la cara al más pintado; luego en un pájaro frutero que, en
un momento de distracción, robaba las manzanas y uvas del frutero de la cuadra
que no lo podía alcanzar y que, agitado, escuchaba a la distancia sus risotadas
celebrando su pillería; y, por último, en un carterista que arranchaba las
carteras a las chicas bonitas en los paraderos del centro de Lima para
agenciarse un dinero y sobrevivir. ¡Machete, despierta! Machete no podía
despertar, no podía sentir ya el sonido de la ambulancia que se lo estaba
llevando al hospital, donde, luego de las pericias médicas, lo confinarían en
la morgue para que lo recogiera algún familiar. ¿Pero quién? ¿Quién lo iba a
recoger? Se había peleado con toda su familia. Su abuela lo había botado de la
casa por birlarse la radio del cuarto y venderla a cambio de drogas, sus tíos
le habían dicho que se vaya de la casa porque ya no podían tolerar las quejas
de los vecinos por su mala conducta y, por más hijo de su hermana que fuera, ya
les había colmado la paciencia, que se fuera, que recogiera sus bártulos y se
las viera en la calle que ya bien hombre era. Pero Mario Machete, que a los
dieciocho años tenía algún tipo de invisible lazo emocional sentía por su
familia, no quiso; todavía quería llegar en la madrugada, treparse por el techo
y sentir la cama que lo esperaba para calentarla con su humor adolescente.
¡Machete, Machete! ¡No te mueras!, comenzó a vociferar Miguelito, quien empezó
a jalonearlo antes de que llegara la ambulancia y la calle se llenara de
curiosos con el espectáculo de aquel hombre andrajoso que tiraba, desesperado,
de un lado a otro, a ese otro hombre cuyo aspecto era tan calamitoso como el de
él. ¿Por qué le decían “Machete”? Eso nunca se supo, ese sobrenombre apareció
de pronto entre sus amigos del barrio de La Perla, donde primero vivía con sus
tíos, antes de mudarse a los Barracones del Callao. Un día alguien le gritó:
“Machete”, “Machete”, a Mario, y a pesar que quiso agarrar a piedrones al
intrépido, el alías quedó en la memoria colectiva. Pronto los vecinos y los
chiquillos que jugaban lingo y palito chino en las esquinas, lo reconocían como
Mario “Machete”. “Machete… tumay”, contestaba siempre la afrenta. ¡Machete, no
te mueras!, comenzó a sollozar Miguelito mientras lo atraía a su pecho y una
botella, movida involuntariamente por su pie, rodaba en dirección a la pista
impulsada por la fuerza del borde de su talón que la había tocado. Machete
desde los dieciocho años, provisto ya de su mayoría de edad, comenzó a
frecuentar las cantinas y bares del Callao. Con Miguelito, un salteador de
calles como él comenzó a aficionarse a la cerveza, el anisado, el vermouth, el
ron y todo tipo de cosa bebible. Luego cuando esto ya no fue suficiente, empezó
su adicción por el “yonque”, un trago que de a pocos fue sancochando su hígado
y llevando a limites poco permisibles sus riñones, debido a que su alto
contenido del alcohol superaba lo que un ser un humano en condiciones normales
podía procesar. Ahora Machete yacía allí sin moverse. Para él, el tiempo se
había convertido en eternidad.
(2010)
Crédito de la foto: Pixabay
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