miércoles, 14 de junio de 2023

MARIO MACHETE

¡Machete, despierta! Y Mario Machete no despertaba. Lo jalaron, lo sacudieron, hundieron un dedo en su hombro y no se movía. ¡Machete, despierta!, le dijo el hombre y lo volteó. Para qué lo haría, esa imagen lo espeluznó. Machete yacía con la boca abierta, la comisura de los labios morada y una bocanada de aire pestilente, liberado al momento de moverlo a un lado, inundó la calle. Machete estaba muerto, lo delataba ese rictus de dolor y ese aliento congelado con aroma de cadáver. “¿Cuántas horas había estado allí en la esquina tirado?”, pensó Miguelito, su compinche de cuadra en los Barracones del Callao, donde Machete pululaba, paseaba y asaltaba a cuanto incauto se cruzaba con él por sus calles, desde que su mamá, María La Marimacha, lo dejó abandonado para irse con un hombre que no era su padre a los arenales de Villa El Salvador para rehacer su vida. Machete a los trece años, solo y abandonado, sin madre ni padre que lo cuidara, se convirtió primero en un pendenciero que recogía las piedras que encontraba a su paso para defenderse de los niños de su edad que querían abusar de él, zas un piedrón y le bajaba la cara al más pintado; luego en un pájaro frutero que, en un momento de distracción, robaba las manzanas y uvas del frutero de la cuadra que no lo podía alcanzar y que, agitado, escuchaba a la distancia sus risotadas celebrando su pillería; y, por último, en un carterista que arranchaba las carteras a las chicas bonitas en los paraderos del centro de Lima para agenciarse un dinero y sobrevivir. ¡Machete, despierta! Machete no podía despertar, no podía sentir ya el sonido de la ambulancia que se lo estaba llevando al hospital, donde, luego de las pericias médicas, lo confinarían en la morgue para que lo recogiera algún familiar. ¿Pero quién? ¿Quién lo iba a recoger? Se había peleado con toda su familia. Su abuela lo había botado de la casa por birlarse la radio del cuarto y venderla a cambio de drogas, sus tíos le habían dicho que se vaya de la casa porque ya no podían tolerar las quejas de los vecinos por su mala conducta y, por más hijo de su hermana que fuera, ya les había colmado la paciencia, que se fuera, que recogiera sus bártulos y se las viera en la calle que ya bien hombre era. Pero Mario Machete, que a los dieciocho años tenía algún tipo de invisible lazo emocional sentía por su familia, no quiso; todavía quería llegar en la madrugada, treparse por el techo y sentir la cama que lo esperaba para calentarla con su humor adolescente. ¡Machete, Machete! ¡No te mueras!, comenzó a vociferar Miguelito, quien empezó a jalonearlo antes de que llegara la ambulancia y la calle se llenara de curiosos con el espectáculo de aquel hombre andrajoso que tiraba, desesperado, de un lado a otro, a ese otro hombre cuyo aspecto era tan calamitoso como el de él. ¿Por qué le decían “Machete”? Eso nunca se supo, ese sobrenombre apareció de pronto entre sus amigos del barrio de La Perla, donde primero vivía con sus tíos, antes de mudarse a los Barracones del Callao. Un día alguien le gritó: “Machete”, “Machete”, a Mario, y a pesar que quiso agarrar a piedrones al intrépido, el alías quedó en la memoria colectiva. Pronto los vecinos y los chiquillos que jugaban lingo y palito chino en las esquinas, lo reconocían como Mario “Machete”. “Machete… tumay”, contestaba siempre la afrenta. ¡Machete, no te mueras!, comenzó a sollozar Miguelito mientras lo atraía a su pecho y una botella, movida involuntariamente por su pie, rodaba en dirección a la pista impulsada por la fuerza del borde de su talón que la había tocado. Machete desde los dieciocho años, provisto ya de su mayoría de edad, comenzó a frecuentar las cantinas y bares del Callao. Con Miguelito, un salteador de calles como él comenzó a aficionarse a la cerveza, el anisado, el vermouth, el ron y todo tipo de cosa bebible. Luego cuando esto ya no fue suficiente, empezó su adicción por el “yonque”, un trago que de a pocos fue sancochando su hígado y llevando a limites poco permisibles sus riñones, debido a que su alto contenido del alcohol superaba lo que un ser un humano en condiciones normales podía procesar. Ahora Machete yacía allí sin moverse. Para él, el tiempo se había convertido en eternidad.

(2010)

Crédito de la foto: Pixabay 

 

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