A MEDIADOS DE 1995, en circunstancias que me hallaba caminando por el pabellón de Economía de San Marcos, leí un enorme cartel que invitaba a una conferencia con el siguiente título: “Adam Smith y la mano invisible”. “¡Adam Smith en San Marcos!”, exclamé asombrado pareciéndome esa singular presencia una cosa impensable en una universidad tomada por los militares y el pensamiento socialista afincado en algunas de sus facultades.
A mí esa perturbadora pizarra me pareció, por otra parte, irreverente, pues, la universidad que conocía y había dejado de pisar por un buen tiempo, no permitía el libre tránsito de ideas –como las del liberalismo– que rivalizaran con las del marxismo oficial sin salir ileso.
Yo pensé sinceramente que a los organizadores de la actividad les iban a dar una buena tunda por atrevidos, así que movido por la curiosidad y el morbo, me alisté esa noche, como en mis primeros años de estudiante sanmarquino, a presenciar una trifulca, con rupturas de vidrios, patadas y lluvia de insultos de grueso calibre, en el auditorio Tupac Yupanqui de la Facultad de Economía.
Lamentablemente no ocurrió lo que esperaba. El conversatorio transcurrió con la mayor normalidad y el inefable Federico Salazar –uno de los ponentes– tuvo la ocasión de lucirse en la única intervención incendiaria de la noche, cuando un marxista de catecismo, amenazando la tranquilidad de la velada, discutió sin fundamento las ideas del autor de La riqueza de las naciones.
“¿Usted ha leído a Adam Smith?”, preguntó Salazar a su adversario ideológico. La respuesta fue un “no” liquidador.
Más allá de la frustración que me provocó no contemplar la ansiada riña, esa conferencia me dio la oportunidad de conocer –gracias a una amiga, Rocío, compañera de estudios de varios de ellos– a un grupo de jóvenes liberales sanmarquinos reunidos en torno al círculo de estudios “Ludwig von Mises”.
Por esas fechas, yo era un recién venido al liberalismo. Seducido por el pensamiento de Popper, Hayek, Friedman, Stuart Mill, algo de Proudhon, había dejado a un lado lo mejor de Marx, Mariátegui, Flores Galindo y las atractivas tesis del intelectual orgánico de Gramsci, de modo que Flavio y los integrantes del círculo “Von Mises” cuyos nombres ya no recuerdo, me vieron como uno de los suyos y se apresuraron a invitarme a sus reuniones
Recuerdo que la primera de ellas se efectuó en una sala contigua al Decanato de Derecho. Formando un círculo cerrado como un puño, y con una vista que daba a los grandes ventanales de Economía, una grisácea tarde de sábado de 1995, yo estaba en medio de esos jóvenes que amenazaban con su predica el rojo escarlata de las ideas marxistas en el Perú.
Yo me sentía un poco extraño, porque instintivamente reacio a ser absorbido por colectividades de pensamiento único –cargaba sobre mis hombros la experiencia de haber participado ocasionalmente en algunos círculos marxistas, de los que luego huí como perseguido por una jauría (mis amigos del PUM en la universidad hicieron todos los esfuerzos posibles por captarme y llevarme a las filas de la Revolución que prometían, pero nunca les dije que tenía una alergia congénita a la lucha armada)– prefiriendo mantener mi individualidad de monasterio.
Debo confesar, con soterrada decepción, que en ese cónclave de liberales se impuso la misma perspectiva excluyente de los grupos marxistas (en una aparte se extendieron en sus críticas contra los “rojos” y los “rabanos”, que apenas yo pude matizar con una tibia intervención pidiendo que lean las fuentes que nutren su pensamiento), lo cual me hacía pensar, en mi desazón, cómo los extremos pueden llegar a parecerse.
Aquí, para ilustrar mis impresiones sobre los muchachos liberales que yo conocí, quiero hablar de mi amistad con Flavio, el líder de este grupo de liberales.
Flavio era un muchacho de 24 años cuando yo lo conocí. Admirador a rajatabla de Ludwig von Mises, el fundador de la Escuela Austriaca de Economía, y Friedrich von Hayek, una de las figuras emblemáticas del pensamiento liberal, estudiaba Derecho en San Marcos y era director de una aguerrida revista llamada “Ortodoxia”, en la cual publicaba sesudos artículos tratando de difundir las líneas centrales de la filosofía del mercado.
Yo compartía sus entusiasmos, porque aburrido con el monopolio izquierdista en la universidad, deseaba como él que el liberalismo tomara las riendas del poder en los diferentes niveles de decisión, desplazando las anquilosadas ideas socialistas y a los oportunistas del Apra que durante décadas se habían entronizado en San Marcos, impregnando el campus con una manera de pensar que lo habían conducido a la debacle académica.
Yo pensaba entonces que el liberalismo era la filosofía de nuestros tiempos y que la libertad y el libre mercado eran el norte a seguir. Me parecía que la apertura propugnada por Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos podía tener un terreno fértil entre los jóvenes abiertos a los cambios y que si bien el feo rostro del egoísmo era el motor del capitalismo, se debía aceptar éste como una verdad objetiva para hacer avanzar nuestras sociedades, propensas al subdesarrollo y a los mitos del socialismo realmente existente.
A Flavio yo lo veía con aprecio, con ese aprecio de la persona que ha visto algunas cosas en la vida y que sabe, por experiencia, que mucho de lo que se vive está condenado irremediablemente a repetirse, en una especie de eterno retorno.
Por eso, cuando el trato se hizo más estrecho, no me llamó la atención sus admoniciones y reconvenciones a propósito de ciertos “desvíos” colectivistas míos respecto a asuntos tales como la privatización del petróleo –el debate de la época–, el cual yo pensaba atrevidamente debía ser sometido a un referéndum.
Recuerdo mucho una tarde cuando tras enfrascarnos en una larga discusión sobre este tema, él me hizo notar que podíamos caer en la ineficiencia del democratismo (puso como ejemplo a Suiza, donde hasta para poner una farmacia en la esquina tenía que irse a consulta popular, desnaturalizándose, según él, la idea de democracia) y yo le hice ver que a diferencia de otras empresas del Estado, la privatización del petróleo sí era un tema de afectación pública (éste y sus derivados eran agentes de la economía) y merecía por ello una consulta popular. Flavio por esto se molestó.
Con un pie en una grada de Derecho y otro en el suelo, mi buen amigo ortodoxo levantó su dedo acusador, y antes de despedirse y extenderme la mano, me espetó: “cuidado con las desviaciones estatistas”, arresto que yo adjudiqué a las enseñanzas de su preceptor Federico Salazar años atrás.
A mí eso no me incomodó, porque curado de las aprensiones dialécticas de mis amigos izquierdistas en las cafeterías de la universidad (“ya pues, compañero, defínase, cree o no en la lucha de clases”) o en el “Sky room”, bar preferido de los sanmarquinos de los ochenta, mal que bien le hacía caso. “Ya aprenderá”, decía.
Lo que sí me molestó fue el trato que le dio una noche a una amiga en el Colegio de Abogados de Lima. Resultó que cruzándose Flavio conmigo en una actividad en el local del Colegio esa vez, vio oportuno alcanzarme un material de contenido liberal que tenía a la mano. Esquivando sillas y llegando donde me encontraba ubicado me dio una carpeta a mí y a algunas personas que sabía comulgaban con las ideas liberales, menos a mi amiga Jenny, una desconocida para el mundo de la libertad, a quien con un movimiento de manos obvió olímpicamente.
Ese desplante, cargado de sectarismo y dogmatismo, que me supo a supina descortesía, me hizo reflexionar acerca de los alcances de una línea de pensamiento que daba peso a la iniciativa individual y cómo su implantación podía ser tan estrecha y absolutista como lo habían sido las ideas socialistas que combatían sus adherentes con lucidez en artículos y debates, la cual tuvo en Francis Fukuyama una de sus mejores torres de defensa.
No le interesó a Flavio quedar mal parado con mi amiga Jenny –que con el paso de los años se convirtió en una destacada lideresa universitaria y cuya última imagen, arengando con el micrófono a la masa de jóvenes de diversas universidades, en la época de la dictadura fujimorista, guardo gratamente en mi memoria–, ni dejar averiada la filosofía de vida que defendía muchas de las veces con ardor.
Su reciente adhesión a Ayn Rand –una filósofa rusa liberal, conocida por su exaltación del egoísmo y de un libro preferido por los empresarios, La rebelión de Atlas– se había impregnado como una lapa en su piel, haciéndome pensar en cómo la filosofía liberal podía resultar nociva y hasta contraproducente en la vida diaria cuando es llevada a extremos.
Pero no fue este incidente el que incrementó mis dudas y resquemores respecto a lo que pregonaban mis amigos liberales (un individualismo que a veces relacionaba ingratamente con el manual de psicología de Wyan y Dyer, Tus zonas erróneas, y otro más de triste recordación), sino dos más del mismo corte que me hicieron pensar seriamente si eso era parte de una conducta personal o era la franca asunción de un modo de pensar que elevaba la esfera del individuo a proporciones estratosféricas.
Freddy Molina Casusol
Lima, 9 de noviembre de 2003
Crédito de la imagen: http://www.mises.org/images4/HayekKeynesTaylorFriedman.jpg
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