“La Fiesta Brava” le llaman a tamaña cobardía. Pero lo más sorprendente es que en el Perú se lo dediquen al dios cristiano, todos los domingos de octubre. Todos los años, contados desde 1816 –fecha en que un decreto del Virrey Pezuela ordenó que las corridas de toros se realicen en el matadero de Acho[1]–, no hay toro que no sea torturado para satisfacer las inclinaciones sádicas del hombre.
Cada año un rejoneador montado a caballo y provisto de una piqueta, hiere el lomo del animal para iniciar el baño de sangre y circo que tiene, sobre todo, en las señoras y señorones de la alta sociedad limeña sus más enardecidos espectadores.
La corrida de toros podría ser un arte, porque es cierto: las suertes que ejecutan los diestros no carecen de cierto goce estético, de cierto deleite visual. Pero lo que la arranca de plano de esa categoría –para colocarla al nivel de la pelea de gallos o de la otra atrocidad que es la de perros– es el ensañamiento y goce patológico con el cual sus cultores parecen disfrutarla.
Todavía cuesta creer que escritores como Mario Vargas Llosa, cuyo discurso a favor de la modernidad y la civilización es todo lo contrario a este tipo de espectáculos, asistan, desde la comodidad de un asiento de primera fila y la protección de un burladero, a un acto de crueldad contra un animal casi indefenso. Decimos “casi” porque nadie se le va a ocurrir equiparar la cornamenta de un toro, con el filo de la espada de un torero.
“La corrida de toros forma parte de nuestra cultura”, dicen sus defensores. Sí, pero de una cultura primitiva, faltó añadir. Posiblemente sea una extensión de los afanes de sobrevivencia del hombre prehistórico que cazaba un bisonte o un mamut para llevarse algo a la boca. Pero ahora que todo eso ha quedado atrás, y el progreso y los avances en todos los campos de la ciencia suplen esas urgencias, resulta prescindible su práctica, a menos que algún despistado piense por allí que todavía es posible resucitar los tiempos del hacha y el sílex.
Cuando Hemingway escribió su Muerte en la tarde, un bello alegato a la corrida de toros, y nos ocultó con la textura de su prosa el lado oscuro de la tauromaquia, olvidó decir que un sablazo en el corazón –no de amor, sino de barbarie– debe doler mucho. No contó que Manolete y Belmonte murieran atragantados con su sangre o que el gran Joselito haya dejado por descuido sus orejas ante la arremetida de un toro de Miura. Tampoco dijo que Luis Miguel Dominguín fuera arponeado a mansalva por la espalda con una lanceta, ni que Manuel Benites “El Cordobés– a quien no pudo conocer– fuera arrastrado, ya occiso, panza arriba y de las cuatro extremidades. Nada de eso. ¿Por qué lo que habría de ser humillante para estos personajes del mundo taurino, no habría de serlo para el principal actor de semejante encarnizamiento: el toro?
La abolición de la corrida de toros, como viene ocurriendo en algunas ciudades de España y Francia, es un síntoma alentador de que cada vez más son los que deploran, en nombre de la convivencia pacífica y el respeto por todos seres que pueblan el planeta, estos actos desprovistos de humanidad.
En el Perú cuando eso acontezca, las instituciones que ahora bregan para extirpar de nuestra sociedad esta infeliz tradición, ya no tendrán razón de ser. Podrán decir jubilosas que la mejor recompensa fue al fin ver, libre de matarifes y mercaderes de la sangre, la orgullosa estampa de un toro moverse en la amplitud de su querencia. Podrán decir, contrariando a Vallejo, que ay, el cadáver ya no siguió muriendo.
Freddy Molina Casusol
Lima, 27 de noviembre de 2008
Crédito de la fotos: http://cordobaantitaurina.wordpress.com/2008/07/05/pobre-de-mi…ya-llego-el-san-fermin/, http://www.losverdesdeasturias.org/weblog/wordpress/wp-content/mani_oviedo.jpg
[1] Ver De re taurina, Juan Manuel Ugarte Eléspuru, Ediciones Perú Arte, 1992, p. 205.
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