LO ENCONTRÉ en un puesto
de periódicos entre las avenidas Universitaria y Venezuela, y me fui caminando
con él hasta llegar al cruce de las avenidas Perú y Bella Unión. Cuando
despegué los ojos de sus líneas, ya tenía avanzado más de dos tercios de su
contenido. Así de envolvente resultó su lectura. Hasta ese instante yo pensaba
que Beto Ortiz había sido el único en capturar en un artículo esa etapa del escritor.
Hasta ese instante, nomás. Al amigo que visitaba en el cruce de esas avenidas
de San Martín de Porres donde detuve mi lectura, le dije, en tono, recuerdo,
entre extasiado y eufórico, y blandiendo el texto entre mis manos, que ese
libro, de un autor para mí, en ese entonces, aún desconocido, había hecho lo
que muchos admiradores del escritor Vargas Llosa hubieran querido hacer:
descorrer el velo que cubría la identidad de los personajes de sus novelas.
Sergio Vilela Galván, un joven estudiante de periodismo, tuvo el honor, en una
travesía de investigación que lo llevó hasta Francia, de revelar la historia
oculta y secreta del cadete más famoso del Colegio Militar Leoncio Prado y de
su novela La ciudad y los perros.
Vilela planeó su proeza en el curso de periodismo literario del profesor Julio
Villanueva Chang. Desde allí soñó, imaginó y reconstruyó en su mente La
Prevención del colegio. Además, fue el primero en rebuscar en los recuerdos de
Víctor Flores Fiol, Max Silva Tuesta, Herbert Moebius, Aurelio Landaure,
Enrique Morey y Luis Valderrama, es decir de los integrantes de la sétima
promoción de la cual egresó Vargas Llosa, para tomar el material que necesitaba
y plasmar el borrador inicial de su futuro libro. El joven Vilela, además, en
largas entrevistas que le concedió en su casa de Barranco, removió la memoria
del escritor, revisó archivos de calificaciones y tomó notas de quienes lo
conocieron por esos años. Es decir, fue a fondo, tomándose muy en serio lo que
hacía. Y nunca se dio por vencido en su búsqueda de nuevos datos que
alimentaran su historia, ni cuando en el Encuentro Internacional de Pau-Tarbes
dedicado a la obra de Vargas Llosa, el peruanista Roland Forgues le dijera que
por ningún motivo podía entrevistarlo. En otras palabras, tenía la garra del
que lucha por hacer un buen reportaje, conseguir una primicia. Como buen
discípulo aprovechado de Vargas Llosa, Vilela, tras descubrir las identidades
cubiertas por la ficción de El Jaguar, El Esclavo y el Poeta, que crearon un
punto de suspenso en su relato por el carácter inédito de la revelación,
organiza con destreza el final intercalando el pasado y presente con el
escritor –a quien le hacía la última entrevista para el libro–, con el uso de
la técnica de las historias paralelas o vasos comunicantes, para dar el efecto
de retardo y manejo del tiempo propios del narrador que conoce bien su oficio.
He leído y releído El cadete Vargas Llosa
(Editorial Planeta, 2003) cuatro veces. La última para escribir estas líneas. Y
en todas he disfrutado de principio a fin el relato. He gozado y reído con las
historias de Lola Flores y el profesor Mendoza, y he leído con asombro y
desconcierto la confesión del cadete escudado en el anonimato quejándose con el
joven Vilela de La ciudad y los perros, y exigiendo, casi cuarenta años después
de escrita, que Mario Vargas Llosa se rectifique por lo que considera un daño
hecho al colegio. Dudo mucho, por último, que el autor de El cadete Vargas Llosa vuelva reeditar una perfomance de tan
magníficas proporciones. Pero si el destino y las musas me contradijeran en un
futuro cercano, sería un placer perder una apuesta con Toño Angulo, amigo de
Vilela, al respecto. Sí, sería sumamente placentero.
Freddy Molina Casusol
Lima, 9 de mayo de 2009
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