martes, 30 de octubre de 2012

DIOS, EL AÑO DE LA SERPIENTE Y EL BUDISMO TIBETANO

LA PRIMERA VEZ que contacté con el budismo tibetano fue en el último año de la serpiente (2001). Antes de tomar conciencia de su significado, me la pasé ese año leyendo libros sagrados. La Biblioteca Nacional era mi cuartel. Allí, por las tardes, después del trabajo, y hasta entrada la noche, cuando estaban a punto de cerrar las puertas, me pasaba horas revisando y leyendo textos esotéricos y espirituales. La Biblia, El Corán, el Tao Te King, entre otros, pasaron por mis manos por esas fechas. (La no acción del Tao, las enseñanzas de Confucio y la filosofía oriental terminaron, con los años, atrapándome). Fue en la Biblioteca Nacional, una tarde del año de la serpiente que yo me reencontré con Dios. Durante años, mantenía un militante escepticismo sobre su existencia. Dudaba, no creía viable su presencia. Mi agnosticismo (lo consigno como historia personal) no tenía nada que ver con la universidad donde estudiaba (acusada de atea y revoltosa). Venía de atrás. Una enamorada alguna vez quiso enderezarme, pero no pudo. Mis ironías sobre la manifestación divina en la vida terrestre eran demasiado fuertes para ella. Una tarde, sin embargo, esa postura, se vino abajo. Mirando los anaqueles, como hacía todas las tardes, me topé con un libro. Me llamó la atención el título: Nuevos descubrimientos sobre la reencarnación. Autora: Gina Cerminara. “¿De qué tratará?”, pensaba. Lo saqué, coloqué el señalador en el lugar de donde lo había retirado y me lo llevé a la mesa de lectura. Allí cambió mi vida. Ese libro obró el milagro, me hizo entender, de un modo racional y lógico, la existencia de Dios, desterrando esa idea de Pascal que tenía metida en la cabeza: que no se pierde nada creyendo en Él. Recuerdo cuando leía sus páginas, cómo me impacto la imagen de un gráfico donde se podía apreciar una línea recta partiendo al cielo, y cómo las desviaciones, bruscas, de un lado a otro, indicaban la incorrección de nuestra conducta, la cual nos alejaba de nuestro objetivo final, fundirnos, después de vivir finitas vidas (reencarnación), con Dios. Que ese era el motivo de nuestra existencia; que debíamos seguir un camino de perfección para, luego de un largo aprendizaje, volver, como una gota de agua desprendida, al mar donde el sufrimiento estaba extinguido y alcanzar la vacuidad. Recuerdo que sentí, cuando ya devolví el libro a su lugar, que el vacío espiritual que tenía en el corazón, de pronto se había llenado. Todo era diferente. Tras ir angustiosamente de un lugar a otro, tratando de experimental inútilmente el sentido de la fe, al fin había encontrado un reposo. Ya creía en Dios. Pero casi con la resolución de este problema se presentó otro. ¿Cuál podía ser la mejor senda para acercarme a Él? Fue en ese momento que apareció, en la figura de una amiga, Fanny, el budismo, pero en una de sus versiones más depuradas y avanzadas, la tibetana.

Fanny, una compañera de estudios de la universidad, a temprana edad, veinte o un poco más, decidió dejar una vida de fiestas y diversiones, para asumir una actitud mística y contemplativa. Algunos que la conocían se mofaron de ese cambio y la tildaron de extravagante. (Con los años quedó demostrado cuán equivocados estaban). Fanny, a través de un maestro que la introdujo al mundo del budismo tibetano, incorporó en su vida la compasión, la paciencia y la comprensión del sufrimiento entre los seres humanos. De sus labios escuché por primera vez el significado del samsara. Ella fue quien me dijo que vivíamos en la ignorancia y la ilusión y que todo es impermanencia. “Las personas sufren porque tienen apego”, me decía. Me explicaba cómo en las letras de las canciones –cargadas de sufrimiento y dolor– se reproducía el ciclo del apego. “Y eso escucha la gente”, subrayaba. Fanny durante muchos años viajó y aprendió en diferentes comunidades budistas una manera de vivir donde la calma y el toparse con un eventual enemigo eran entendidos como una oportunidad para cultivar la paciencia. En nuestras pocas pero largas conversaciones (de hecho la más larga que tuvimos duró doce horas), aprendí a admirarla porque sabía sintonizar sus enseñanzas con la vida diaria. Yo que vivía angustiado con mis dramas internos encontraba en ella respuestas lógicas y sabias que me daban tranquilidad. Ella fue quien me hizo tomar atención sobre la astrología y el significado de los animales en el horóscopo chino. Recuerdo que en una charla me preguntó el año de mi nacimiento. Le respondí con una fecha y de inmediato buscó en su memoria. “Serpiente; eres serpiente”, dijo. Yo ni sabía. Luego pasó a enumerar las bondades y defectos del animalito en cuestión. Ya en confianza le conté un hecho que marcó una etapa de mi juventud. Recuerdo que me preguntó el año en que había ocurrido este. Se lo di, añadiéndole, además, más detalles que no había proporcionado nunca a nadie más. Ella, de tramo en tramo, tras escuchar mi relato, sonreía y decía: “Ah, la serpiente, pensando en un plan A, B y C”. Luego se puso enumerar las características astrológicas de mi oponente y dijo. “No, tú ibas a vencer. Las serpientes son buenos estrategas”. “Además ése era tu año (de la serpiente)”. El asunto es que con ella aprendí que la astrología podía ser una buena fuente de conocimiento, para comprender a las personas y entenderme a mí mismo como ser humano.

Con Fanny también ingresó el budismo a mi vida. Ella cultivaba una de sus variantes más depuradas, la tibetana. Ella me enseñó que un enemigo era una buena oportunidad para practicar la paciencia, y que éste no era tal sino un maestro; que lo mejor que uno podía hacer cuando se presentaban situaciones conflictivas era salir de ellas haciendo el menor daño posible; que hay que actuar correctamente en palabra y acción para no arrastrar karmas negativos en vidas futuras; y que hay que hacer méritos para disolver ese karma negativo y así detener la rueda de renacimientos. El budismo que yo aprendí a apreciar a través de Fanny difiere en mucho con el pensamiento de Occidente. Mientras –voy a recordar un ejemplo leído sobre el tema– en la psicología y el pensamiento occidentales se preguntan cuando te ha herido una flecha quién pudo haberla disparado, desde qué dirección vino y cómo está hecha, la elección del budismo es arrancarte esa flecha. Es eminentemente práctico. No tiene un dios al cual venerar ni preceptos que coacten tu libertad. Pero eso no significa que un budista esté reñido con el concepto de Dios cristiano. De hecho, puedes ser budista y cristiano al mismo tiempo. Tal es su flexibilidad. Y ése es su atractivo, pues no está sometido a las rigideces de los dogmas religiosos. Pero no hay que equivocarse –y menos confundirse– si bien el budismo te da un amplio radio de acción, también te indica que hay una serie de principios a seguir para alcanzar un estado de paz interior. Estas son las Cuatro Nobles Verdades (el reconocimiento del sufrimiento, el completo abandono del origen del sufrimiento, la completa cesación del sufrimiento y la verdad del camino que conduce a esta cesación), que tienen su correlato en la noble óctuple senda, la cual guía tu accionar en la vida (entendimiento justo, pensamiento justo, palabra justa, sustento justo, etc.). La anulación del “yo” es uno de los puntos esenciales de su filosofía, porque su anulación está asociada a los estados de conciencia impuros. Es, pues, todo lo contrario a lo que se predica en Occidente, en el que la exaltación del deseo es el motor que mueve muchas civilizaciones modernas (Ludwig von Mises, padre de la Escuela Austriaca de Economía, en su obra La acción humana, la tilda de filosofía del “hombre vegetativo”). ¿Entonces cómo conciliar estas dos posiciones extremas? El Dalai Lama nos explica que esto es posible en la vida cotidiana practicando la compasión, ejerciendo el perdón, desterrando el odio, los celos y la cólera en nuestras relaciones humanas; y que a pesar de todos los apremios existentes en la vida diaria, siempre hay un espacio para orar y meditar aunque sea unos minutos. Sobre todo –y he aquí otra vez su practicidad– porque tiene efectos en la mente: ésta se serena. El budismo tiene dos vertientes: la Mahayana (El Gran Vehículo) y Hinayana (El Pequeño Vehículo). Las dos se diferencian porque en la primera se busca la salvación de todos los seres vivientes, siendo el bodhisattva (una persona que detiene su ingreso a la liberación para salvar más personas) uno de sus instrumentos, en tanto que la segunda busca la salvación individual.

Epílogo

Han pasado casi doce años desde el último año de la serpiente. Durante ese tiempo, debo confesarlo, no he sido un practicante religioso del budismo. Es más, muchas veces lo he abandonado y he vuelto a él. Pero en el balance general debo decir que ha sido beneficioso conocerlo. Me ha ayudado a ser más justo con las personas, porque me ha obligado a pensar en el otro antes de obrar, sea de acción o palabra, negativamente. Me ha hecho mejor persona en algunos aspectos (en otros, soy consciente que debo trabajar mucho). Me ha enseñado a acrecentar mi fe en Dios al asociarlo con el tema del karma negativo, además de hacerme actuar lo mejor posible dentro una línea correcta de conducta (mi problema es que me dejo ganar por los placeres sensoriales). Muchas veces lo combino con el cristianismo –desceñido, claro, de las rigideces del dogma–, lo cual me da mucha calma. Me gustaría aprender más sobre él, insertarme en una comunidad budista de lleno para meditar y pacificar la mente, pero eso lo dejo a Dios: estoy seguro obrará a mi favor.

Freddy Molina Casusol 
Octubre del 2012

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