La tesis del libro es muy sencilla: trata de demostrar que
Gabriel García Márquez tiene una fascinación por el poder; que el escritor colombiano tiene una predilección por los
dictadores y que en el caso de uno de ellos –el más longevo de todos–, Fidel
Castro, ha ejercido el papel de secretario –ad honorem– para asuntos de Estado.
Esteban y Panichelli desmoronan en sus páginas la imagen de García
Márquez. Lo presentan como un hombre que, olvidándose de sus orígenes modestos
en Aracataca, busca –buscaba, porque ahora está enfermo– la
cercanía o amistad de presidentes como Torrijos o Felipe Gonzales –a quien recordaba, con no disimulada vanidad, por su nombre–, o personas ligadas al poder.
Es más, siembran dudas de su honestidad, en el sentido de
maquillar sus verdaderas intenciones de obtener el premio Nobel, al reproducir fragmentos de un artículo de García Márquez de 1980 –“El fantasma del Premio Nobel”–, escrito dos
años antes de la concesión del premio, en cuyo final éste hace oportunos
elogios a Artur Lundviskt, entonces secretario
permanente de la
Academia Sueca –encargado de proponer candidaturas en lengua
española, y personaje que le cerró el paso a Borges para obtener tan preciado
galardón–, a quien visitó en su casa, regalándole en el citado artículo una remembranza
de su persona teñida con el mismo cariño sospechoso que se puede tener hacia un
corredor de bolsa.
Pero el libro no sólo trata de Gabo, sino de las miserias de
la Revolución Cubana , del caso
Padilla, que provocó la ruptura irremediable entre los intelectuales que
todavía mantenían una fidelidad al régimen de Castro y aquellos, como Jean Paul
Sartre, Susan Sontag y Vargas Llosa, que trataron de salvar su permanencia para
luego romper indefectiblemente al comprobar la incompatibilidad entre
socialismo y libertad de conciencia (En el 2003, lo hizo el Nobel portugués
José Saramago, en el caso de los tres cubanos fusilados tras un fallido intento
de escapar de la isla secuestrando varios aviones y una embarcación).
Lo de Heberto Padilla fue espantoso, lo sometieron a una
autocrítica pública digna de cualquier tribunal ya no estalinista, sino maoísta
de la Revolución Cultural. Una
humillación que cualquier intelectual que se haga respetar no podría aceptar,
pero que Padilla hizo para salvar el pellejo. Tuvo que desdecirse de sus
críticas –de orden literario– a Lisandro Otero –escritor identificado con el
proceso revolucionario cubano– y acusarse a sí mismo de introducir la
contrarrevolución a través de la literatura. Una barbaridad descrita con pelos
y señales en el libro, que a uno le hace preguntarse: ¿Y así todavía hay gentes
ligadas a las artes y las letras que, a más de cuarenta años de acontecidos
estos hechos, apoya la Revolución Cubana ?
El libro de Esteban y Panichelli hace, además, una revisión
de la Cuba de
Castro, del importante papel que le cupo a García Márquez en la fundación de la Escuela de Cine de San
Antonio de los Baños –que contó con una partida del Estado, pero que a pesar de
esto ha tenido dificultades para sobrevivir–, así como la participación del
escritor en la liberación de Armando Valladares –preso político cubano– y la
salida discreta de muchos disidentes cubanos de la isla.
Todo este último papel humanitario del escritor colombiano
es puesto cuestión, cuando se hace notar sus silencios en la violación de derechos
humanos en la isla; o se hace ver su lealtad incondicional al régimen en el caso del general Arnaldo Ochoa, condecorado con
el grado de Héroe de la
Revolución , cuyo único pecado fue mantener independencia de
criterio frente a Castro, y que fuera fusilado junto a Tony de la Guardia –a quien García Márquez había dedicado El general en su laberinto–,
tras ser involucrado sospechosamente en una operación de tráfico ilícito de
drogas.
Fidel no se salva tampoco en el libro. Recuerdan su
participación oportuna e interesada en el caso del niño balsero Elián González.
Fingiendo una identidad de propósitos con el bienestar del niño –que no se notó
en el caso del remolcador Trece de Marzo,
al que mandó hundir en 1993 con una docena de niños a bordo– Castro manejó el
tema como una cuestión de Estado.
En resumen, Gabo y
Fidel. El paisaje de una amistad es un libro desmitificador, un libro que
deshuesa a dos figuras importantes del espectro político y literario
latinoamericano, y que a pesar de los años transcurridos desde su publicación
(2004), merece aún leerse.
Freddy Molina Casusol
Lima, 31 de agosto de 2012
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