ADMIRO a Hanna Arendt porque decía lo que pensaba. Dijo que el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann era un individuo mediocre, insignificante, incapaz de percibir lo que era el bien o el mal; un individuo que solo tenía como aspiración el ser reconocido por sus superiores por su diligente participación en la Solución Final, la que llevó a los judíos a las cámaras de gas. Por decir eso, y no seguir la línea de pensamiento que le dictaba que Eichmann era un monstruo, un criminal sin piedad, un ser malévolo en esencia, se echó encima a la sociedad alemana y judía de su tiempo y perdió amigos. Eso es digno de elogio, sobre todo porque lo más fácil para ella hubiera sido seguir la opinión de la mayoría y no complicarse la existencia.
Pero no, Arendt, fiel a sus principios de pensar por sí misma, dejó a un lado los prejuicios y describió de la forma más imparcial posible lo que en su opinión era una especie de juicio montado.
En su “Informe sobre la banalidad del mal” (1963) –publicado en el “New Yorker” y, posteriormente, en forma de libro con el título Eichmann en Jerusalén (De Bolsillo, 2008)– hay cosas increíbles. Relata que los propios judíos no fueron solidarios entre ellos mismos en Holanda cuando la persecución nazi se había intensificado por Europa, distinguiendo entre los nacidos allí y los que venían de otras partes (la diáspora obligó a muchos de ellos fueran a buscar refugio en otros países, lejos de las leyes antisemitas impuestas por el régimen nazi).
Esto se debió, cuenta Arendt, a “la falsa creencia de que los judíos alemanes y extranjeros serían víctimas de las deportaciones, lo cual permitió que las SS gozaran de la ayuda de una fuerza de policía judía, además de la policía regular”. O sea, una vergüenza para el pueblo judío. Cosa muy diferente, repara ella, de lo sucedido en Dinamarca, donde el pueblo danés y su gobierno pusieron una serie de obstáculos para llevárselos a los campos de concentración, y en la que la conducta de los judíos daneses fue muy solidaria. Hanna Arendt en su Informe cuestionó la conducta teatral del fiscal Hausner, así como la orientación de un proceso que tenía ya una sentencia anticipada: la de culpabilidad del encausado (que lo era y Arendt nunca lo negó, pero lo que se resistía a aceptar era lo grotesco del procedimiento). “En Israel –escribió–, como en casi todos los países del mundo, todo los acusados son inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Pero en el caso de Eichmann, lo anterior era una evidente ficción jurídica”. Su valiente actitud siguió la tradición de un Emile Zola o un Víctor Hugo, quienes prestigiaron su rol de intelectuales hurgando en el humor de la sociedad que les correspondió vivir. Hanna Arendt, que pidió al “New Yorker” ir a Jerusalén para ver con sus propios ojos a uno de los principales acusados de la matanza de los judíos, forma desde entonces parte de ella.
Freddy Molina Casusol
Lima, 27 de junio del 2013
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