SON CUATRO los
trabajos que me han impresionado sobre la vida y obra de José de la Riva Agüero
y Osma. El primero es el de Luis Loayza, Sobre el 900, quien lo
estudia en función de la generación novecentista, apuntando a su tesis Carácter
de la literatura del Perú independiente; el segundo, es la
introducción que el desaparecido historiador César Pacheco Vélez hace para
las Obras completas de Riva Agüero, publicadas por la Universidad
Católica (en las que curiosamente, si la memoria no me es ingrata, casi ha
desparecido toda mención del paso de Riva Agüero por San Marcos); el tercero,
es el estudio bastante informado del filósofo Víctor Samuel Rivera publicado en
una revista local; y el cuarto es éste, el de Luis Alberto Sánchez, Conservador
no; reaccionario, sí, publicado en 1985 y que, hasta hace poco, era
inhallable para mí (aunque creo haber leído y atisbado algunas de sus páginas
en un ejemplar que encontré en la Biblioteca Nacional, allá por el año dos
mil). El opúsculo de Sánchez, a diferencia de los tres anteriores, tiene una
ventaja: ser el testimonio directo de una persona que conoció en vida al
ilustre aristócrata que fue Riva Agüero. Sánchez en esta su remembranza muy personal,
presenta a tres Riva Agüero: el primero, el joven que, con apenas veinte años,
deslumbró a sus contemporáneos y presentó en la Universidad de San Marcos su
tesis Carácter de la literatura del Perú independiente (1905),
que le sirvió para obtener su bachillerato, y que, varios años, después volvió
a deslumbrar con su tesis La historia en el Perú (1910) para
obtener el doctorado; el segundo, el político implacable que, como ministro de
Estado, a cargo de la cartera de Justicia, Instrucción y Culto, durante el
gobierno de Benavides, emitió documentos oficiales que, de acuerdo a Sánchez,
tenían como propósito extinguir a apristas y comunistas; y el tercero, camino a
su prematura vejez política, afincado en la cátedra universitaria primero, y
por poco tiempo, en San Marcos, como Presidente de su Instituto de Historia
(del que renunció, luego de escribir una carta de protesta por el atropello que
habían inferido alumnos apristas y comunistas a Víctor Andrés Belaunde, al
impedirle dictar clases en aulas sanmarquinas), y después como profesor en la
naciente Universidad Católica (a la cual legó sus bienes, luego de romper con
su Alma Mater, San Marcos).
Sánchez pinta a un Riva Agüero dentro del contexto de la época: el asesinato de Sánchez Cerro (por quien Riva Agüero apostó como el “mal menor” en las elecciones de 1931, mientras Víctor Andrés Belaunde votaba por José de la María de la Jara, que lo defendió cuando fue atacado por Luis Fernán Cisneros), el retorno de Leguía al poder (que lo obligó a exiliarse en Europa) y la presidencia del general Oscar R. Benavides –a la que arriba, luego del asesinato del primero–. Para Sánchez hay un claro distingo entre el joven intelectual Riva Agüero, el joven liberal de abolengo, investigador incansable, descriptivo en sus obras (en especial Paisajes peruanos) y el político Riva Agüero, autoritario y soberbio, que ya empezaba a abrazar el fascismo y se oponía a todo lo que oliera a izquierdismo y aprismo (a los que, según él, quería desaparecer), y lucía reconciliado con el catolicismo.
Con esa viveza a la hora de escribir (fruto de su frondosa formación literaria), L.A.S. asimismo hace un retrato, una versión de parte hay que decirlo, salpicado con algunas anécdotas, de Riva Agüero. La primera de ellas es la frustrada cita que no pudo tener el ilustre aristócrata con Víctor Raúl Haya de la Torre, debido a una tardanza del segundo; la segunda, más condimentada, está relacionada al pedido que le hace Riva Agüero a Sánchez para que remita a un pie de página la referencia que hacía éste de la abuela del historiador en un trabajo juvenil (a quien, supuestamente, había agraviado), a cambio de entregarle la Libreta de Servicios de Juan Dávalos, un ilustre antepasado suyo, a quien Miguel de Cervantes Saavedra elogia en su Viaje al Parnaso. Sánchez aceptó el intercambio y fondeó, a lo que Riva Agüero casi llamó “curiosidad de eruditos”, la referencia a la abuela a un pie de página.
Libro de lectura de obligatoria para lo que estén interesados en la vida de este ilustre –y controvertido– intelectual peruano, Conservador, no; reaccionario, sí, es una lectura que no defraudará a quienes paseen por sus páginas y una vieja deuda que, por fin, luego de veintisiete años, he podido saldar en los dos últimos días.
Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de agosto del 2013
Sánchez pinta a un Riva Agüero dentro del contexto de la época: el asesinato de Sánchez Cerro (por quien Riva Agüero apostó como el “mal menor” en las elecciones de 1931, mientras Víctor Andrés Belaunde votaba por José de la María de la Jara, que lo defendió cuando fue atacado por Luis Fernán Cisneros), el retorno de Leguía al poder (que lo obligó a exiliarse en Europa) y la presidencia del general Oscar R. Benavides –a la que arriba, luego del asesinato del primero–. Para Sánchez hay un claro distingo entre el joven intelectual Riva Agüero, el joven liberal de abolengo, investigador incansable, descriptivo en sus obras (en especial Paisajes peruanos) y el político Riva Agüero, autoritario y soberbio, que ya empezaba a abrazar el fascismo y se oponía a todo lo que oliera a izquierdismo y aprismo (a los que, según él, quería desaparecer), y lucía reconciliado con el catolicismo.
Con esa viveza a la hora de escribir (fruto de su frondosa formación literaria), L.A.S. asimismo hace un retrato, una versión de parte hay que decirlo, salpicado con algunas anécdotas, de Riva Agüero. La primera de ellas es la frustrada cita que no pudo tener el ilustre aristócrata con Víctor Raúl Haya de la Torre, debido a una tardanza del segundo; la segunda, más condimentada, está relacionada al pedido que le hace Riva Agüero a Sánchez para que remita a un pie de página la referencia que hacía éste de la abuela del historiador en un trabajo juvenil (a quien, supuestamente, había agraviado), a cambio de entregarle la Libreta de Servicios de Juan Dávalos, un ilustre antepasado suyo, a quien Miguel de Cervantes Saavedra elogia en su Viaje al Parnaso. Sánchez aceptó el intercambio y fondeó, a lo que Riva Agüero casi llamó “curiosidad de eruditos”, la referencia a la abuela a un pie de página.
Libro de lectura de obligatoria para lo que estén interesados en la vida de este ilustre –y controvertido– intelectual peruano, Conservador, no; reaccionario, sí, es una lectura que no defraudará a quienes paseen por sus páginas y una vieja deuda que, por fin, luego de veintisiete años, he podido saldar en los dos últimos días.
Freddy Molina Casusol
Lima, 30 de agosto del 2013
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