NO SÉ si es por la traducción o por lo que llaman los literatos la
“textualidad” del escrito, pero esta edición de Memorias de una
cantante alemana, un clásico de la literatura erótica de ese país, me atrae
mucho. Yo anteriormente tenía la edición peruana de Popof, pero, la verdad, no
me llamó mucho la atención. Sería el papel de poca calidad –periódico– o, como
decía, la traducción; o, tal vez, se me ocurre pensar, que el traductor de esta
edición –limpia, tersa, como la piel de una mujer– ha incluido partes que no
existían –o de las que no me he percatado o no he leído bien– en la edición
peruana –es verdad, rústica y un poco descuidada–. La introducción y el Epistolae
Novae de Apollinaire que preceden el texto, el primero bastante
erudito y el segundo más laxo, más los prólogos de los anteriores editores,
hacen que esta obra tenga la importancia debida. Aunque no existe la plena
seguridad que Wilhelmine Schroeder Devrient sea la autora de estas cartas –que
en un arranque de emoción Apollinaire las compara con las Confesiones de
Rousseau o las Memorias de Casanova–, lo que sí es certero es
que todas ellas tienen el sello de una mujer. La femineidad que transmite cada
línea es indudable. Wilhelmine, según el editor de la edición francesa de 1911,
tenía un carácter fuerte; sin embargo, las cartas que dirige a su amigo
muestran a una chica dulce, aunque con un perfil bastante decidido. Ella inicia
su periplo sexual bastante jovencita, 14 años, de las “manos” –literalmente
hablando– de su prima Margarita, dos años mayor que ella, a quien logra seducir
para tener una relación lésbica, la cual, a su vez, fue iniciada en esos juegos
amatorios por una baronesa que la llevó a su villa en Ginebra, Suiza. Lo que sí
no me gustó, y me causó repulsión cuando la leí en la edición de Popof, fue la
escena de sexo con un animal. Y lo curioso es la aversión de la
protagonista a las obras del Marqués de Sade, en especial Justine o los
infortunios de la virtud –del cual recuerda varios pasajes para
abominar de ellos–, si en algunas escenas se la puede ver utilizando el látigo
para atizar una relación sexual o incrementar la voluptuosidad del gozo. El
final –como prometía al inicio– parecía que iba a contar la desgraciada
relación que tuvo con un amante que la hizo desdichada, pero de esto solo hace
un breve bosquejo, casi un interludio. Con todo, con los detalles de sus
orgías, de sus partes teñidas de recato, pudibundeces y pequeños descarríos
adolescentes, sazonados con ardientes descripciones de corte sexual, Memorias
de una cantante alemana es un libro que fluye bien en la mente del
lector, aquel que ha tenido –como en los tiempos de la Wilhelmine– la mano
vigorosamente ocupada mientras lo leía.
Freddy Molina Casusol
Lima, 26 de agosto del 2013
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