ESTA, suponemos, tercera edición del libro de Mercado Jarrín (la segunda, que tenemos en nuestras manos, data de 1979, año del centenario de la guerra) difiere de la anterior en tres cosas:
1. Es una versión resumida dirigida exprofesamente a los profesionales que visten uniforme del ejército con fines de capacitación.
2. Carece de los mapas que permitían tener una visión espacial y geográfica de los escenarios de la guerra; y
3. Cuenta con un apéndice que enriquece la discusión sobre lo que ocurrió en 1879, visto desde la mirada de un historiador como Alberto Tauro del Pino.
El libro, desde su aparición, pasó a convertirse en un clásico en la
bibliografía sobre el tema. Es que su autor, el reconocido geopolítico Edgardo
Mercado Jarrín fue un maestro de la estrategia militar. Y eso se nota en la
lectura de su Política y Estrategia en la Guerra de 1879. Mercado
Jarrín fue ministro de Guerra del general Velasco, de quien se puede criticar
duramente su manejo de las finanzas públicas; pero no su interés por la defensa
del territorio nacional, interés que lo llevó a modernizar a las Fuerzas
Armadas recordando las lecciones de la guerra con Chile. Ese celo de Velasco
por los temas de defensa obligó a su par chileno, Augusto Pinochet, a preguntar al Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, cuál iba a
ser la posición de su país ante la posibilidad de un conflicto con el Perú, en
vista que el país se estaba armando –era vox populi que Velasco quería
recuperar los territorios perdidos durante la guerra, es decir Arica y
Tarapacá–. Pinochet, quien había heredado un país socialmente fracturado luego
del golpe de 1973 que lo llevó al poder, y en franco proceso de recuperación
económica, veía con resquemor la disparidad de fuerzas entre su país y el
nuestro (situación que lo empujó a embarcarse en una carrera armamentística
para ponerse a la par y luego superarnos). El libro repasa los hechos dolorosos
de la guerra y los errores de estrategia militar cometidos en el transcurso de
esta (como, por ejemplo, el desastroso desempeño militar de Nicolás de Piérola,
quien, en la Campaña de Lima, dividió el ejército peruano en dos, facilitando
al invasor, que se movilizaba en bloque, diezmar las líneas de defensa, y
agregado al hecho de estar en situación de desventaja por no contar con los
pertrechos adecuados). Mercado Jarrín recuerda, siguiendo a Clausewitz, que la
acción militar está uncida a la decisión política, y que esta es antes y no
después. Dice: “La política decide y la estrategia militar obedece”. Máxima que
no fue cumplida a cabalidad por el lado peruano en el transcurso del conflicto.
En 1879 no teníamos frontera con Chile. Nos
separaba una amplia franja que era la provincia boliviana de Antofagasta.
Bolivia tenía conflictos limítrofes con Chile en el paralelo 23, que,
posteriormente, por acción del Tratado de 1874, se definen en el paralelo 24.
Entre Perú y Bolivia se celebró un tratado defensivo. Un tratado que, desde el
punto de vista peruano, era correcto porque Chile alentaba, como luego se supo,
las ambiciones territoriales de Bolivia (Ofrecía, en caso de conflicto bélico
con el Perú, Tarapacá a cambio de Antofagasta. Ofrecimiento que fue trocado por
el de Moquegua y Tacna, para finalmente ser desechado en el transcurso de la
guerra, dejándola, como viene aconteciendo, anclada sin salida al mar). Su
propósito fue sustraer a Bolivia de la influencia chilena para que esta no se
vuelva en contra nuestra en el caso de un conflicto armado. El problema era que
la acción poco previsora de los gobiernos de Balta, Pardo y Prado, hizo que el
Perú llegara a la guerra en estado de evidente desarme. En el colmo, como está
consignado en la historia, el presidente Pardo, interrogado por esta situación
de indefensión respecto a Chile (que ya contaba con el blindado Cochrane),
respondió: “Qué me va a hacer la guerra mi compadre Pinto”. Aníbal Pinto,
presidente chileno, años después, desmentiría a su compadre en la figura de
Prado, firmando la declaratoria de guerra, porque en política los intereses de
Estado están por encima de los intereses particulares, y mucho más si son
familiares.
Ocupación de Lima - 1881 |
Hasta
antes de 1879, las relaciones entre Perú y Chile eran óptimas. Existían lazos
de amistad que parecían irrompibles. Tan es así, como consigna el historiador
peruano Jorge Paredes Muñante, que existían relaciones cruzadas de tipo
familiar entre personalidades peruanas y chilenas –como era el caso del
presidente Pardo, cuyo tío Manuel Pardo y
Aliaga estaba casado
con la ciudadana chilena Josefa Correa y Toro; y que, según Guillermo
Thorndike, consideraba a Chile como su segundo país– . Todo esto se eclipsó
tras la declaratoria de guerra de abril del 79 y empeoró con la ocupación de
Lima por tropas chilenas en 1881, de tal forma que, como alguna historia
cuenta, el ensayista Manuel Gonzales Prada habiéndose cruzado en la calle con
un soldado chileno que había sido su alumno, y este quiso saludarlo porque
reconoció en él a su antiguo maestro, le dio la espalda sin remilgo. Luego
Gonzales Prada escribiría una serie de textos responsabilizando a la oligarquía
peruana por la debacle de la guerra. Los efectos psicológicos del conflicto se
sintieron cien años después en la mente de los peruanos, cuando en la campaña
electoral de 1980, a uno de los candidatos, Armando Villanueva del Campo, del
Partido Aprista Peruano, le cerraron con los votos el acceso a la casa de
Pizarro, al sacar a relucir sus oponentes que estaba casado con una chilena.
Esto lo inhabilitó frente a un sector de la población que prefirió encumbrar en
la presidencia a Fernando Belaunde, a tener que ver durante un quinquenio como
Primera Dama a una mujer que ostentaba la nacionalidad del adversario invasor,
el cual, una centuria atrás, había cometido desmanes en Chorrillos y Lima
mancillando el territorio patrio.
El Perú en 1879 enfrentó una guerra
en medio de una serie de situaciones adversas que, al final, lo llevaron a la
derrota. Enumeremos algunas de ellas: La baja temprana de uno de los blindados
más importantes, el Independencia, en circunstancias harto desafortunadas
(encalló, en una mala maniobra, persiguiendo a una embarcación enemiga de menor
envergadura); pérdida del monitor Huáscar y de su comandante el Almirante
Miguel Grau, quien detuvo durante siete largos meses las acciones de desembarco
terrestre de las tropas chilenas en las costas peruanas; la salida subrepticia
del país del presidente Mariano Ignacio Prado, salida que aunque justificada
para comprar un blindado, tuvo sabor a deserción; la poca colaboración en el
campo de batalla del presidente boliviano Hilarión Daza, aliado estratégico
sobre el papel, pero con sus marchas y contramarchas en la zona sur del frente
de batalla, dejó toda la responsabilidad de la guerra al Perú; y, para coronar
la cereza, la mala conducción del ejército por parte del dictador Piérola,
quien haciendo las veces de estratega militar (función para la que no estaba
preparado) aceleró con sus desaciertos –y con el ejército enemigo ad portas de
entrar a la capital– la debacle. No sabemos cuál de ellas fue la más dolorosa y
determinante; pero sí sabemos que todas ellas combinadas en una confusa
amalgama condujeron a la pérdida de Tarapacá y la retención de las provincias
hermanas de Tacna y Arica, de las que solo la primera (sufriendo los abusos de
las autoridades del país del sur que intentaron su chilenización, como cuentan
José Jiménez Borja y Jorge Basadre en El Alma de Tacna) pudo
volver, cincuenta años después, en 1929, a la heredad nacional.
El
libro de Mercado Jarrín cuenta cómo fue el descalabro de las tropas peruanas
por tierra y mar, y de cómo las campañas de Tarapacá, Tacna y Lima tuvieron
contratiempos, fueron mal planteadas y sufrieron los maquiavelismos del pésimo
director estratégico de la guerra que fue Nicolás de Piérola –quien le negó, de
acuerdo a los historiadores que han estudiado esa época, las municiones
necesarias al Ejército del sur, al que dividió, comandado por Lizardo Montero,
por temor que se levantara en su contra–. Disecciona cada momento de la guerra
y analiza en función de los objetivos políticos y la estrategia militar cada
aspecto del conflicto desde la mirada de ambos bandos en contienda. Sentencia
los aciertos y desaciertos cometidos en el teatro de operaciones y permite al
lector contemplar paso a paso la caída del ejército peruano, por ejemplo, en la
Batalla de San Juan, así como espectar cómo se desaprovechó oportunidades
cuando el ejército chileno, al decir de Mercado, embriagado por la “orgía en
Chorrillos” (que habían invadido, destruido y violado sus mujeres), estaba
fuera de sus posiciones de combate, inerme; pero por la falta de decisión de
Piérola –y a decir verdad por la carencia de información que diera cuenta de la
cantidad de fuerzas con las que contaba el enemigo– no se le contraatacó.
Mención aparte merece Andrés A. Cáceres, quien con su pertinaz resistencia en
la sierra hizo creer a la nación durante dos años y medio en la posibilidad
lejanísima de dar vuelta a la derrota. Un libro muy útil para los peruanos de
ahora que aman la paz, recordando que esta se logra en el largo plazo cuando se
sientan sólidamente las bases de la seguridad nacional en su cimiente.
Freddy Molina Casusol
Lima, Mayo del 2014
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