lunes, 12 de octubre de 2015

EL PEOR JUGADOR DE TODOS LOS TIEMPOS

LA ÚNICA VEZ que fui al fútbol fue para ver a mi ídolo, el gran Humberto Horacio Ballesteros, en el estadio de Alianza Lima. Eso debe haber sido a mediados de los años setenta. Mi papá me dijo para ir y yo le dije que sí.
Recuerdo que entré de la mano con él a la tribuna norte o sur, no recuerdo bien. Yo veía el estadio grandote. Recuerdo cuando iba subiendo las gradas de la entrada y pude ver al final el césped verde, impecable, limpiecito, era impresionante.
Justo nos habíamos situado detrás del arco de Ballesteros. Y allí, cuadrado en los cuatro palos, estaba él. En ese momento, para mala suerte mía, se cobró un penal en contra del Atlético Chalaco, equipo donde tapaba, y tuve que resignarme a ver cómo su arco era batido por Freddy Ravello, penalero del Alianza Lima, que casi nunca erraba un tiro desde los doce pasos. Esa tarde ganó Alianza al Chalaco por 4-0.
"Huaqui" Gómez Sánchez
Pero, seguro, no lo sé bien, mi papá me llevó al estadio porque quería evocar los días cuando iba al estadio y veía correr al endiablado “Huaqui” Gómez Sánchez en la cancha del Coloso del José Díaz, más conocido como Estadio Nacional. 
Mi padre decía que era el mejor “wing” que había visto en su vida. Me hablaba al igual que de él, de Vides Mosquera, “El Loco” Seminario, Víctor “Pitín” Zegarra, “Titín” Drago y otros jugadorazos que movían la de cuero los domingos por la tarde para diversión de los asistentes. Mi papá decía que la gente se iba al estadio temprano y con el precio de una entrada podía ver los “dobletes” o “tripletes”, suerte de maratones futbolísticas de hasta tres partidos seguidos, y salía de noche, feliz y contenta por la perfomance de la matinee.
A mí papá le gustaba mucho el fútbol. Es más, lo jugaba, y, por lo que me decía –y no tenía por qué mentirme–, lo hacía muy bien. Le decían, allá por las calles del Callao, adonde fue a parar como provinciano recién llegado de la capital, “Grimaldo”. 
Manuel Grimaldo
Grimaldo era un centro foward velocísimo que era la sensación de los años sesenta. Y lo llamaban así porque corría duro en la cancha.
A diferencia de mi papá, yo era malísimo jugando el fútbol. Es posible –y nadie podrá desmentirme– que haya sido el peor jugador de todos los tiempos. En el colegio para el único puesto que me elegían era para arquero, al último, cuando todos se repartían a los mejores. 
Solo tuve un momento, digamos, de “gloria” deportiva. 
Fue en la secundaria, cuando en un partido de fútbol, de “chiripa”, metí dos golazos: uno desde la media cancha y otro de cabeza. 
Ballesteros y su hijo (1972)
Hasta ahora no sé cómo logré esa hazaña. Lo que sí recuerdo, fue que alguien del equipo donde yo jugaba me dio un pase y yo, de pura intuición, patee la pelota con la pierna derecha –la que mejor “domino”– en dirección al arco rival, que estaba lejísimos. Todavía recuerdo en cámara lenta como la pelota, luego de hacer una especie de arco iris, se colaba por el travesaño horizontal. Gool. El otro se dio cuando moviéndome por el centro del área enemiga, alguien lanzó una pelota desde la izquierda y yo, de un cabezazo certero, la metí en el arco (mejor dicho, valgan verdades, la pelota dio en mi cabeza). Gol. Ganamos 2 a 0 con dos goles míos. Después de eso mis compañeros de clase ya no me eligieron como jugador pues, tras un par de encuentros, se percataron de que era la vergüenza del fútbol peruano. Prefirieron, entonces –y muy sabiamente– darme chamba en el arco, consistente, las más de las veces de nuestras tardes colegiales, en dos montículos de cuadernos dispuestos a unos cuantos metros uno del otro, allí en una esquina del estadio donde, cual mataperros, nos tirábamos la hora de clase.
Yo, de niño, era hincha acérrimo de Universitario de Deportes, el club de mis amores. Yo me pasaba las tardes de mi niñez escuchando los partidos de la “U” por la radio en los tiempos que movían la redonda Rubén Techera, Percy Rojas, Oblitas y tapaba en el arco “Papelito” Cáceres, a quien le faltaba un dedo pero eso no importaba porque las atrapaba todas. Recuerdo que yo seguía con pasión el Torneo Descentralizado –como antes se llamaba la liga peruana–, sacaba sumas y restas, goles a favor y en contra, y, ni hablar, nadie nos alcanzaba en la tabla. Apuntábamos para campeones. Todavía entre los entendidos se comentaba el subcampeonato de la Copa Libertadores de 1972 donde le paramos el “macho” a los equipos uruguayos de Peñarol y Nacional, y la hazaña de 1967 cuando en menos de 24 horas la “U” despachó a River Plate y Racing en su cancha. Fueron los años del reinado de los “diablos rojos” de Independiente de Avellaneda (ganó la Libertadores, tres veces consecutivas), que luego se llevó a sus filas al Trucha Rojas y al Ciego Oblitas, desmantelando así al equipo crema.
Juan Carlos "El Ciego" Oblitas
Pero mi pasión ferviente por la “U” se apagó con los años. Derrota tras derrota en la Copa Libertadores del equipo más copero del Perú hizo que desistiera en seguirlo. El colmo fue, ya no un equipo brasileño –que hubiera sido más honroso–, cuando, en una edición que ya no quiero recordar, nos eliminó un equipo venezolano. De allí, ni más, me alejé, me desinteresé. Me tenía sin cuidado sus triunfos o derrotas. Más valía no hacerse ilusiones. Pasé a ser un fanático sin equipo.
El momento más vibrante de pasión futbolística fue cuando Perú campeonó en la Copa América de 1975. 
Todavía recuerdo el gol de “chalaca” de Juan Carlos Oblitas a Chile en el Estadio de Alianza. Golazo. 
Hugo Sotil y Marcos Calderón (DT)
Y más todavía el que le hizo para la final el “Cholo” Hugo Sotil, recién bajadito del avión, al meta colombiano Zape en una noche lluviosa y cancha llena de barro. Era un buen equipo el peruano. Estaban en la defensa, el “Granítico” Héctor Chumpitaz, el “Panadero” Díaz y Julio Meléndez Calderón; en el medio campo, Eleazar Soria, Quesada y el “Poeta de la zurda” César Cueto; en la delantera, Cassareto y Teófilo “El Nene” Cubillas, y en el arco Otorino Sartor. Cuando campeonó Perú hubo caravanas de autos haciendo sonar el claxon por las calles de Lima, la bandera en el hombro de la gente y la canción, compuesta por Augusto “Polo” Campos, “Contigo Perú”, se entonaba con fervor patriótico. 
Después de 36 años, el Perú ganaba un campeonato sudamericano. Luego vinieron algunas alegrías como las clasificaciones al Mundial de Argentina 78 (del que tras un excelente inicio en donde quedamos primeros en nuestra serie, fuimos humillados 6-0 por Argentina, que luego se coronó como campeón) y España 82. Y, otra vez, las decepciones (solo interrumpidas por el subcampeonato de Cristal –con buena actuación del “Coyote” Rivera– en la Libertadores de 1997).
Hasta que vino Cienciano veintiocho años después y acabó con la mala racha del fútbol peruano.
El Cienciano que clasificó para la segunda edición de la Sudamericana 2003, era un equipo de hombres “reciclados”, de futbolistas por los que nadie daba nada. 
Carty y Julio García
Causó alguna sorpresa que dejara en el camino a Alianza Lima, pero no se esperaba mucho de ellos. Ya serían eliminados en la siguiente fase. Pero no sucedió así. Este equipo de Cienciano tenía hambre de triunfo, hambre de victoria. ¿A qué debía esto? A que Carty, Acasiete, Ibáñez, Maldonado, Morán, Bazalar, García, entre otros, se acordaron, al final de sus carreras deportivas, que alguna vez amaron el fútbol y se entregaron dando todo lo mejor de sí.
Yo recién me interesé por la campaña de Cienciano cuando le ganó 4-0 a la U de Chile en el partido de ida. Pero mi escepticismo volvió cuando les ganaron en el partido de vuelta por 3-1. Con todo habían pasado a octavos de final. Ahora les tocaba con el Santos de Brasil. No creía pudieran pasar. Santos era el subcampeón vigente de la Copa Libertadores y sus jugadores, individualmente, eran muy superiores al del equipo cusqueño. 
“Imposible”, dije. Esperando que los fueran a golear el día del partido ni siquiera me asome por el televisor. Cuál sería mi sorpresa cuando en un instante de zapping para ver cómo iba el encuentro, me topo con que Cienciano estaba ganando en el estadio de Vila Belmiro. Al final, con gol de Robinho, el partido concluyo 1-1. Una alegría.
A partir de allí todo cambió. Cienciano, dirigido con la sabiduría silenciosa de Freddy Ternero, daba confianza a todo el que hinchaba por él. Eliminó al Santos en el partido de vuelta en Cusco. Luego al Independiente de Medellín, al que le ganó en su casa y en el Cusco. Los goles de Carty –y su especial festejo– se hicieron costumbre y empezaron a ser celebrados por todas las hinchadas, las de la “U”, Alianza, Cristal, porque Cienciano, como decía la canción compuesta para este equipo por el trío Do Re Mi–“Upa upapapa”–, “jugaba por el Perú”.
Después de tanto tiempo teníamos un equipo ganador, que jugaba con garra, que no se amilanaba con el equipo más guapo que se le ponía al frente. En la primera final, jugada en Buenos Aires, con River Plate, lo demostró. 3-3 quedó el cotejo. Le jugó de tú a tú en una Bombonera repleta de hinchas argentinos. Un poquito más y les ganan porque el partido estaba 3-2 a su favor, pero un gol, en los últimos minutos, del chileno Salas, emparejó la cuenta. Cienciano era, pues, una realidad.
Todavía recuerdo el 19 de diciembre del 2003. Ese día jugaba Cienciano, en Arequipa, con River para definir al campeón de la Sudamericana. Recuerdo aún cuando desde un receptor portátil de radio–tomando un emoliente, justo en la esquina de la avenida Venezuela con Universitaria– escuché el gol de Lugo. Gol, carajo, de Cienciano. Fue un momento difícil de describir. Junto con Bazalar, que se arrodilló en la cancha pidiendo tiempo, viví los últimos minutos del partido. Hasta que acabó. Cienciano era el campeón. Por allí escuché el claxon de un automóvil, la noche se puso hermosa y, de pronto, el cielo se iluminó.
Recuerdo cuando llegué a mi casa y me encontré con mi papá. Estaba muy emocionado. El partido lo encontró jugando billar en un local, adonde iba por las noches luego del trabajo. Esa noche estaba colorado, sonriente, de recibir tanto abrazo porque era el único cusqueño a la mano y porque veían en él una manera de felicitar al Cienciano. Pasarían tal vez por su mente los recuerdos de su juventud, cuando recién llegado de la sierra pasaba las tardes de los domingos en el estadio disfrutando los dribblings de “Huaqui” Gómez Sánchez, las corridas de Grimaldo y los goles de Miguel “El Loco” Seminario.
Esa noche los canales de televisión abrieron sus noticieros con reportajes y notas elogiando al campeón de la Sudamericana. Y al día siguiente, como nunca lo he hecho, compré los periódicos deportivos y El Comercio que salió con una foto espectacular del Cienciano en primera plana. Allí estaban Maldonado, Morán, alzando la copa. Celebraron de todas partes del Perú, del Cusco, Arequipa, Piura, de todas las regiones porque este equipo provinciano, con jugadores casi acabados, había llegado al lugar más alto del fútbol de esta parte del continente.
Esa semana, desde el lejano 1975 cuando Perú ganó el campeonato sudamericano, fue la mejor de todas después de muchos años. Y lo digo yo, ahora que ya no está mi papá, con toda la autoridad que me da el haber sido el peor jugador de todos los tiempos.

Freddy Molina Casusol
Lima, Setiembre-Octubre del 2015




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