“Y va a caer, y va caer, caballo loco va a caer”
rugía la multitud que espectacular había cubierto de palmo a palmo la plaza San
Martín. Estaba tan llena que apenas se podía divisar en el tumulto el estrado
iluminado por los reflectores. Vendedores de golosinas, curiosos, militantes
del Movimiento Libertad, activistas de los partidos tradicionales Acción
Popular y el PPC se desplazaban en los alrededores. Era imposible pasar para
alcanzar las primeras filas. La masa compacta repelía cualquier intentona.
Contó el escritor en sus memorias que cuando el
presidente García vio las imágenes por la televisión se alocó y destrozó el
aparato que las transmitía. El escritor esa noche había cautivado a los
asistentes y le había robado cámaras. Eso le habría molestado a Alan Ludwig en
su ego, pero, con seguridad, lo que más lo irritó es que este se erigió en el
principal opositor de una de las medidas revolucionarias con la que pensaba
doblegar a los doces “apóstoles” –las doce familias que concentraban los
activos del país–: la estatización de la banca. García había empezado su
gobierno con poses antiimperialistas. Se hacía fotografiar con Fidel Castro,
con el comandante sandinista Daniel Ortega, hablaba en las Naciones Unidas del
solo el pago del diez por ciento anual de la deuda externa. Quería aparecer
como un joven revolucionario en los foros internacionales. El Times le dedicó
una portada y lo llamó el “Kennedy” de América Latina. Y, enredado alguna vez
en su poderosa oratoria, se vio incluso avalando a Sendero Luminoso en
Ayacucho. García era un vendaval, pero, sobre todo, más parecía un animal político
desbocado.
“Usted no sabe de lo que es capaz este muchacho”, le
dijo Belaunde al escritor a quien instaba, una noche en Palacio, para que se
metiera de lleno en la política peruana. Belaunde ya había conversado con Alan
Ludwig y lo había medido. Estaba preocupado por su arrojo. Amenazaba con poner
al Perú de cabeza. García inició su campaña arrolladora a la presidencia apenas
cumplidos los 35 años, la edad justa y constitucional para aspirar a ocupar la
primera magistratura de la nación. Fue en la avenida Alfonso Ugarte, la de su
partido, el Apra, en la que se le vio en un coche descubierto, saludar con un
pañuelo blanco a sus correligionarios ya como candidato presidencial una noche
de 1985. Lo acompañaba en su aventura el patriarca Luis Alberto Sánchez como
vicepresidente. Sabiduría y juventud juntas. Pero esa sabiduría de Sánchez de
nada serviría para contener al vehemente joven presidente. García apenas pisó
Palacio –su principal contendor, Alfonso Barrantes Lingán, le dejó el camino
libre al desistir ir a una segunda vuelta– pisó el acelerador, pero de la peor
forma: congeló de entrada las transacciones en dólares en los bancos. Esa
medida ocasionó que su progenitora mereciera por esos días los muy malos recuerdos
de la calle.
Cuando compareció por fin el escritor en el estrado,
una lluvia de pica-pica lo recibió. La gente lo ovacionaba como si fuera una
estrella de cine. Desde los balcones del Club Nacional los hijos de la
oligarquía peruana aplaudían. Allí abajo los empleados de los bancos estatizados,
las facciones de Acción Popular y el Partido Popular Cristiano, el partido de
la derecha peruana, se entremezclaban con la gente de a pie y simpatizantes del
Movimiento Libertad. Se podían observar los rostros del ex premier Manuel
Ulloa, líder de AP, y Ricardo Amiel del PPC. Chicas espigadas y bonitas, hijos
de los ricos vestidos en saco y corbata, transitaban por los alrededores del
teatro Colón. Se podían leer carteles que eran movidos de un lado a otro como
una sonrisa al revés que decían: “Alto Caballo Loco”. Cuando Vargas Llosa habló
la gente lo ovacionó. Antes lo habían hecho con una humilde pobladora de
Pamplona Alta, de allá Villa María del Triunfo, y con Hernando de Soto, uno de
los oradores que lo precedieron en el Encuentro por la Libertad. El escritor
lanzó duras críticas al gobierno –que Alan García habrá sentido como alfilerazos
en sus partes blandas– por su reciente medida, la estatización de la banca, medida
que afectaba la libertad económica, la cual el escritor consideraba inseparable
de la política. “Caballo loco va a caer”, aullaba la masa que lo aclamaba desde
el borde del estrado hasta las últimas filas compuestas de variopintos peruanos
de todos los sectores sociales. Fue en ese mitin en el que el gentío motejó a
Alan Ludwig como “Caballo Loco”.
En el Partido le decían “Júpiter”. Es que el joven
Alan García solo podía ser comparado con un dios romano: a la primera postulación
llegó al poder. En la segunda, el 2001 –once años después de que había dejado al
país en ruinas–, cuando parecía haber quedado sepultado para todo tipo de
actividad política, y aislado en un rincón de Colombia, de donde regresó para
postular de nuevo, logra disputar la segunda vuelta electoral. Si no volvió de
nuevo a Palacio –pese a los versos de Vallejo que recitó para enamorar al
pueblo en su mitin de retorno– fue porque hubo periodistas inoportunos que se
encargaron de recordar la hiperinflación de su primer gobierno. En la tercera,
se llevó de encuentro a Lourdes Flores –“la candidata de los ricos”– y a
Ollanta Humala, el candidato “antisistema”. En total, de tres postulaciones dos encajó la presidencia. Eso no lo hacía cualquiera. Por ello, él se había hecho
merecedor de ese sobrenombre: Júpiter, porque estaba cercano a la grandeza.
Cuando le dijo lo que le dijo Belaunde al escritor,
Alan García cargaba sobre sus hombros una leyenda urbana. Se decía que en un
congreso de su partido, había recibido una sonora bofetada de la esposa de uno
de los líderes históricos del Apra, Andrés Townsend. La esposa de Townsend,
indignada con el proceder del joven Alan García –quien secundaba en 1980 las
aspiraciones presidenciales del otro líder histórico, Armando Villanueva– por
haberle, supuestamente, propinado un patadón a don Andrés (especialidad que varias
décadas después habría de perfeccionar,durante una marcha, en el que le asestó al ciudadano Jesús
Lora), le cruzó el rostro. ¿Este fue
el origen del sobrenombre que la masa alterada en la plaza San Martín le
endilgó en 1987? Evidentemente que no.
“Caballo Loco” fue un jefe sioux que, junto a “Toro
Sentado” y “Nube Roja”, enfrentó con valentía a los colonos que habían invadido
sus tierras allá en Norteamerica. Le decían así porque en sueños se le había
aparecido un caballo salvaje. Fue un héroe cultural de la resistencia indígena.
En su homenaje un arquitecto polaco hace unos años esculpió una gigantesca
estatua en su honor. Pero Alan García no era frontal como el bravo guerrero
sioux de quien mereció su apodo. García prefería que otros aparecieran por él. Fujimori,
por ejemplo, en la campaña del 90, hizo lo que él deseaba: alentar una
candidatura no oficialista que pudiera confrontar a Vargas Llosa. Con eso mató
dos pájaros de un tiro: derrotar al escritor y relegar a un tercer lugar al
candidato de su partido, Alva Castro, que amenazaba con hacerle sombra. En la
campaña del 2006 provocó a Hugo Chávez, quien fiel a su genio lo llamó, para su
felicidad –porque sirvió a sus propósitos–, “ladrón de siete suelas”. Así
demostró que quien estaba detrás de Ollanta Humala, su contendor de ese año, era
el jefe de la revolución bolivariana. Eso le ayudó a ganar la elección. Nueve
años después, el 2015, fue esparciendo el rumor en los cócteles limeños de que
la esposa del presidente, Nadine Heredia, tenía como amante a un empresario.
¿Por qué lo hizo? Porque la figura de la primera dama se erigía como potencial
contendora para las elecciones presidenciales del 2016. Su propósito era
anularla. Todo esto lo descubrió el periodista Nicolás Lúcar. García guardó
silencio. Pero mucho antes, durante el gobierno de Alejandro Toledo, se empeñó
en desestabilizar al gobierno. Casi parecía alentar una rebelión con sus
declaraciones. García, pues, no era confrontacional como el noble guerrero
“Caballo Loco”: prefería la zancadilla debajo de la mesa.
Pasados los años de su primera presidencia, al joven
García lo quisieron motejar como “Alan Damian” –ya imaginan por qué: por sus
jugarretas políticas que evocaban las de “Demian”, el personaje diabólico del
film de horror “La Profecía”–, incluso le compusieron una canción “Alan, no
vuelvas más”, pero el tiempo haría que cayera en desuso ese apelativo–aunque,
de cuando en cuando, hay alguien por allí que lo desempolva–. “Caballo Loco”,
en cambio, quedó perenne en la historia. Todavía hay por allí alguien que lo
recuerda cuando se rememora esos tiempos de balconazos en los que la buena labia de
un presidente hacía apoyar disparates a todos.
Freddy Molina Casusol
Lima,
2 enero del 2016
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