sábado, 2 de enero de 2016

“CABALLO LOCO”

CON RAZÓN en 1987, cuando la estatización de la banca, en la plaza San Martín, la gente gritaba con furor: “Caballo loco, caballo loco” y aclamaba al escritor. Alan García, presidente del Perú, recibía el desprecio de las masas no apristas que expresaban su repudio por una medida sacada debajo de la manga en un arranque de impulsividad. Es que así no se gobierna un país: con estallidos de mal humor. En otras palabras, al “caballazo”. Atrás habían quedado los días cuando Alan Ludwig García Pérez arrullaba al “demos” con el poder seductor de las palabras. Bastaba que en uno de sus célebres “balconazos” en Palacio, extendiera las dos manos y tronara con los dedos silencio, para que los presentes, hipnotizados con su histrionismo, cayeran rendidos. Ni Haya de la Torre en la plaza de Acho lo había conseguido. Pero ahora la cosa era diferente: otro mago de las palabras, venido de la literatura, le había salido al paso: Mario Vargas Llosa. Vargas Llosa había escuchado en una vieja radio de transistores, allá por el norte del país, en Punta Sal, mientras se tostaba con el sol piurano, que, Alan Ludwig, había decidido como medida de gobierno, y por decreto, controlar el sistema financiero peruano. “Una vez más el Perú acaba de dar un paso hacia la barbarización”, comentó a Patricia, su esposa. En esos momentos el escritor, como Albert Camus, pensó que había que decir NO.

“Y va a caer, y va caer, caballo loco va a caer” rugía la multitud que espectacular había cubierto de palmo a palmo la plaza San Martín. Estaba tan llena que apenas se podía divisar en el tumulto el estrado iluminado por los reflectores. Vendedores de golosinas, curiosos, militantes del Movimiento Libertad, activistas de los partidos tradicionales Acción Popular y el PPC se desplazaban en los alrededores. Era imposible pasar para alcanzar las primeras filas. La masa compacta repelía cualquier intentona. Contó el escritor en sus memorias que cuando el presidente García vio las imágenes por la televisión se alocó y destrozó el aparato que las transmitía. El escritor esa noche había cautivado a los asistentes y le había robado cámaras. Eso le habría molestado a Alan Ludwig en su ego, pero, con seguridad, lo que más lo irritó es que este se erigió en el principal opositor de una de las medidas revolucionarias con la que pensaba doblegar a los doces “apóstoles” –las doce familias que concentraban los activos del país–: la estatización de la banca. García había empezado su gobierno con poses antiimperialistas. Se hacía fotografiar con Fidel Castro, con el comandante sandinista Daniel Ortega, hablaba en las Naciones Unidas del solo el pago del diez por ciento anual de la deuda externa. Quería aparecer como un joven revolucionario en los foros internacionales. El Times le dedicó una portada y lo llamó el “Kennedy” de América Latina. Y, enredado alguna vez en su poderosa oratoria, se vio incluso avalando a Sendero Luminoso en Ayacucho. García era un vendaval, pero, sobre todo, más parecía un animal político desbocado.

“Usted no sabe de lo que es capaz este muchacho”, le dijo Belaunde al escritor a quien instaba, una noche en Palacio, para que se metiera de lleno en la política peruana. Belaunde ya había conversado con Alan Ludwig y lo había medido. Estaba preocupado por su arrojo. Amenazaba con poner al Perú de cabeza. García inició su campaña arrolladora a la presidencia apenas cumplidos los 35 años, la edad justa y constitucional para aspirar a ocupar la primera magistratura de la nación. Fue en la avenida Alfonso Ugarte, la de su partido, el Apra, en la que se le vio en un coche descubierto, saludar con un pañuelo blanco a sus correligionarios ya como candidato presidencial una noche de 1985. Lo acompañaba en su aventura el patriarca Luis Alberto Sánchez como vicepresidente. Sabiduría y juventud juntas. Pero esa sabiduría de Sánchez de nada serviría para contener al vehemente joven presidente. García apenas pisó Palacio –su principal contendor, Alfonso Barrantes Lingán, le dejó el camino libre al desistir ir a una segunda vuelta– pisó el acelerador, pero de la peor forma: congeló de entrada las transacciones en dólares en los bancos. Esa medida ocasionó que su progenitora mereciera por esos días los muy malos recuerdos de la calle.

Cuando compareció por fin el escritor en el estrado, una lluvia de pica-pica lo recibió. La gente lo ovacionaba como si fuera una estrella de cine. Desde los balcones del Club Nacional los hijos de la oligarquía peruana aplaudían. Allí abajo los empleados de los bancos estatizados, las facciones de Acción Popular y el Partido Popular Cristiano, el partido de la derecha peruana, se entremezclaban con la gente de a pie y simpatizantes del Movimiento Libertad. Se podían observar los rostros del ex premier Manuel Ulloa, líder de AP, y Ricardo Amiel del PPC. Chicas espigadas y bonitas, hijos de los ricos vestidos en saco y corbata, transitaban por los alrededores del teatro Colón. Se podían leer carteles que eran movidos de un lado a otro como una sonrisa al revés que decían: “Alto Caballo Loco”. Cuando Vargas Llosa habló la gente lo ovacionó. Antes lo habían hecho con una humilde pobladora de Pamplona Alta, de allá Villa María del Triunfo, y con Hernando de Soto, uno de los oradores que lo precedieron en el Encuentro por la Libertad. El escritor lanzó duras críticas al gobierno –que Alan García habrá sentido como alfilerazos en sus partes blandas– por su reciente medida, la estatización de la banca, medida que afectaba la libertad económica, la cual el escritor consideraba inseparable de la política. “Caballo loco va a caer”, aullaba la masa que lo aclamaba desde el borde del estrado hasta las últimas filas compuestas de variopintos peruanos de todos los sectores sociales. Fue en ese mitin en el que el gentío motejó a Alan Ludwig como “Caballo Loco”.

En el Partido le decían “Júpiter”. Es que el joven Alan García solo podía ser comparado con un dios romano: a la primera postulación llegó al poder. En la segunda, el 2001 –once años después de que había dejado al país en ruinas–, cuando parecía haber quedado sepultado para todo tipo de actividad política, y aislado en un rincón de Colombia, de donde regresó para postular de nuevo, logra disputar la segunda vuelta electoral. Si no volvió de nuevo a Palacio –pese a los versos de Vallejo que recitó para enamorar al pueblo en su mitin de retorno– fue porque hubo periodistas inoportunos que se encargaron de recordar la hiperinflación de su primer gobierno. En la tercera, se llevó de encuentro a Lourdes Flores –“la candidata de los ricos”– y a Ollanta Humala, el candidato “antisistema”. En total, de tres postulaciones dos encajó la presidencia. Eso no lo hacía cualquiera. Por ello, él se había hecho merecedor de ese sobrenombre: Júpiter, porque estaba cercano a la grandeza.

Cuando le dijo lo que le dijo Belaunde al escritor, Alan García cargaba sobre sus hombros una leyenda urbana. Se decía que en un congreso de su partido, había recibido una sonora bofetada de la esposa de uno de los líderes históricos del Apra, Andrés Townsend. La esposa de Townsend, indignada con el proceder del joven Alan García –quien secundaba en 1980 las aspiraciones presidenciales del otro líder histórico, Armando Villanueva– por haberle, supuestamente, propinado un patadón a don Andrés (especialidad que varias décadas después habría de perfeccionar,durante una marcha, en el que le asestó al ciudadano Jesús Lora), le cruzó el rostro. ¿Este fue el origen del sobrenombre que la masa alterada en la plaza San Martín le endilgó en 1987? Evidentemente que no.

“Caballo Loco” fue un jefe sioux que, junto a “Toro Sentado” y “Nube Roja”, enfrentó con valentía a los colonos que habían invadido sus tierras allá en Norteamerica. Le decían así porque en sueños se le había aparecido un caballo salvaje. Fue un héroe cultural de la resistencia indígena. En su homenaje un arquitecto polaco hace unos años esculpió una gigantesca estatua en su honor. Pero Alan García no era frontal como el bravo guerrero sioux de quien mereció su apodo. García prefería que otros aparecieran por él. Fujimori, por ejemplo, en la campaña del 90, hizo lo que él deseaba: alentar una candidatura no oficialista que pudiera confrontar a Vargas Llosa. Con eso mató dos pájaros de un tiro: derrotar al escritor y relegar a un tercer lugar al candidato de su partido, Alva Castro, que amenazaba con hacerle sombra. En la campaña del 2006 provocó a Hugo Chávez, quien fiel a su genio lo llamó, para su felicidad –porque sirvió a sus propósitos–, “ladrón de siete suelas”. Así demostró que quien estaba detrás de Ollanta Humala, su contendor de ese año, era el jefe de la revolución bolivariana. Eso le ayudó a ganar la elección. Nueve años después, el 2015, fue esparciendo el rumor en los cócteles limeños de que la esposa del presidente, Nadine Heredia, tenía como amante a un empresario. ¿Por qué lo hizo? Porque la figura de la primera dama se erigía como potencial contendora para las elecciones presidenciales del 2016. Su propósito era anularla. Todo esto lo descubrió el periodista Nicolás Lúcar. García guardó silencio. Pero mucho antes, durante el gobierno de Alejandro Toledo, se empeñó en desestabilizar al gobierno. Casi parecía alentar una rebelión con sus declaraciones. García, pues, no era confrontacional como el noble guerrero “Caballo Loco”: prefería la zancadilla debajo de la mesa.

Pasados los años de su primera presidencia, al joven García lo quisieron motejar como “Alan Damian” –ya imaginan por qué: por sus jugarretas políticas que evocaban las de “Demian”, el personaje diabólico del film de horror “La Profecía”–, incluso le compusieron una canción “Alan, no vuelvas más”, pero el tiempo haría que cayera en desuso ese apelativo–aunque, de cuando en cuando, hay alguien por allí que lo desempolva–. “Caballo Loco”, en cambio, quedó perenne en la historia. Todavía hay por allí alguien que lo recuerda cuando se rememora esos tiempos de balconazos en los que la buena labia de un presidente hacía apoyar disparates a todos.

Freddy Molina Casusol
Lima, 2 enero del 2016


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