domingo, 27 de julio de 2025

EL SITIO DE LA LITERATURA

 

EL cuarto ensayo es el núcleo del libro. Es la extensión de un artículo de Mirko Lauer publicado en La República que auscultaba la posibilidad de que Vargas Llosa asumiera el premierato durante el gobierno de Fernando Belaunde. El texto es subsidiario de aquellas columnas políticas de los años 90 en las que Lauer analizaba el escenario nacional, y se pueden encontrar compilados en su libro Días divididos (1994). La prosa es periodística, no muy brillante; solo cumple. No es vertiginosa como la de Guillermo Thorndike o muy adornada y de elegante estilo como la de Luis Alberto Sánchez en el semanario Visión Peruana, dirigida por Hildebrandt, y que reunió en Examen de conciencia (1988). Resulta extraño que a lo largo de su carrera no haya sido un referente del periodismo nacional habiendo tenido todo el potencial para serlo. Un hombre culto, sí; con variadas inquietudes intelectuales. Allí tenemos sus libros (hablamos de los más destacados) de crítica a la artesanía, sobre la pintura peruana, de gastronomía y otro dedicado al arte milenario de interpretar el I Ching. Tiene, además, una traducción de El sonido y la furia, de Faulkner. Como poeta es recordado por Sobre vivir, y, como promotor cultural, por Hueso Húmero y la editorial Mosca Azul. Pero, a pesar de ello y de él mismo, Lauer parece un intelectual recluido en el catastro de su producción. No ha sido como Macera que, casi enclaustrado como él, dejó una luminosa producción. Lauer se ha conformado con ser, al final, solo el columnista de La República y el Pedro Rojas de No, mi General, de Thorndike. 

En cuanto al libro, que enjuicia la relación de los escritores y la política peruana en el siglo XX, podemos decir que no alcanza la agudeza de Sobre el 900, de Luis Loayza. Su enfoque se encuentra en el primer párrafo de la introducción cuando precisa, sin equivoco, que su libro “parte de la noción de que la literatura no es solo los textos mismos, sino también la organización que los produce, los distribuye, los consume, i.e. los permite, y en la cual los textos son un momento no un final.”, es decir, del modo de producción, una categoría marxista, usada por críticos como Ángel Rama, para no desceñir el solipsismo del creador de palabras del contexto socio-económico que lo envuelve. La sensación que causa es similar a la que provocó ver cuando la famosa Mesa de Todas las Sangres, que deprimió a Arguedas, fue invadida por sociólogos. Lauer se asienta en el peso de las ciencias sociales, en Flores Galindo y Quijano, para impregnarle un aire de “cientificidad” al contexto en que se mueven los escritores convocados para el análisis. La literatura aparece sometida por ese peso. 

El tercero de sus ensayos ha envejecido: ahora hay literatura de la migración en nuestra narrativa. Incluso, cuando Lauer lo esbozaba, la hubo, sino qué era Arguedas, un migrante de la sierra a la costa, en El zorro de arriba y el zorro de abajo (llamada inicialmente Harina mundo), que miraba con ojos de extrañeza y rechazo el nuevo mundo que lo desbordaba. Es útil (asumiendo la carga ideológica que lo ciñe) para explicar su inexistencia. 

En el cuarto, Lauer es sumamente arbitrario. Exuda su inquina ideológica contra Vargas Llosa. Lo hace parte de una “ofensiva articulada y vigorosa del pensamiento reaccionario”, sin contar que el escritor se topó por el camino con la política como una obligación moral con el país, que tuvo un antecedente cuando integró la Comisión Investigadora por los sucesos de Uchuraccay (1983), y como consecuencia de las críticas al acontecer nacional que desarrollaba en sus columnas de opinión. A Vargas Llosa lo invitó Belaunde para ser primer ministro; él no alardeó haber sido “llamado”, por ejemplo, por la dictadura velasquista para colaborar con ella. Tampoco cuadra que diga de él que “defendió intereses particulares frente a algo que un liberal llamaría el interés general de la sociedad” (refiriéndose indudablemente a la oposición del escritor a la estatización del sistema financiero en 1987) cuando hubo empresarios, como Gianflavio Gerborlini, frente a la radicalidad del plan de gobierno del Fredemo, que preferían “los comunistas a Vargas Llosa” (ver El pez agua, 1993, p. 263). Esta última puntualización de Lauer por “el interés general” habría que traducirla como la pervivencia en el pensamiento del crítico de las nacionalizaciones al estilo de Velasco, un dictador militar al cual respaldó. 

En el segundo de sus ensayos dedicado a Luis Alberto Sánchez y su Literatura Peruana lamenta (mejor dicho, exige) que no se perciba en la citada obra una teoría literaria como marco de las reflexiones acerca de autores y libros, y que se desvíe a lo biográfico. De los cuatro trabajos presentados, este es el más versado y el que tiene una prosa más suelta y menos contaminada por lo sociológico (aunque la apuesta del crítico, hay que recordarlo, fue por ese lado). 


Con todo, 
El sitio de la literatura (1989) suscita variadas reflexiones a partir de cuatro instantáneas de la literatura en el Perú del siglo pasado. Permite, además, contar con el enfoque (marxista, sí; lo cual no es pecado grave) de un intelectual que ha tenido una importante presencia en nuestro quehacer cultural.

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